CAPÍTULO UNO

La tienda de licores estaba al final de una larga hilera de luces de neón, donde la Autovía Hollywood se cruza con Sunset, la divisoria entre el brillo de los reclamos y la penumbra de la zona residencial.

El Toyota amarillo se metió entre los setos del arcén de la rampa de entrada, dio un volantazo y el conductor echó el freno de mano de un tirón preciso; sacó un enorme revólver de la guantera y lo escondió en un periódico doblado, con la culata y el gatillo a mano. Puso la llave en «maniobra» y abrió la puerta. Respirando profundamente, dijo:

—Más allá del más allá.

Se acercó al letrero intermitente que decía licores, que separaba su antigua vida de temores y la nueva de poder.

El hombre del mostrador, al ver su ropa cara deportiva y el Wall Street Journal, le tomó por un cliente de Chivas o Etiqueta Negra, como mínimo. Iba a atenderle cuando el hombre se acercó al mostrador y clavándole el diario en el pecho le dijo:

—Especial del calibre 41. No hagas que lo use. El dinero.

El dueño obedeció sin apartar los ojos de la caja, para no mirarle a la cara y darle pretexto para matarle. Sintió que el otro tocaba el gatillo y pensó en su cabeza rodando por la sala mientras metía con torpeza el dinero en una bolsa de papel. Iba a levantar la vista cuando oyó un sollozo tras él, cerca de una nevera de cervezas, y luego al ladrón amartillando el arma. Cuando miró, no vio el Journal, sino un enorme cañón negro que caía sobre él; luego un estallido tras su oreja y le cegó la sangre.

El pistolero saltó tras el mostrador y le empujó, a golpes y patadas, hasta la trastienda. Se acercó al póster de cervezas, junto a la nevera, y lo derribó de una patada, descubriendo a una joven, de anorak azul, acurrucada junto a un hombre de gabardina.

Impaciente, movió sus pies; no pensó que fueran tres. Sus ojos fueron de los dos que gemían a sus pies hasta el caído a su izquierda, y buscó en un lugar más neutral pistas sobre lo que debía hacer. Su vista recorrió hileras alineadas de botellas, estantes de alimentos, pósters de chicas en bikini tomando ron y sangría. Nada.

Soltó un grito al ver la cortina beige que llevaba a la zona de vivienda; el viento agitó la cortina, y gritó más fuerte, al ver que los pliegues se transformaban en barrotes y grilletes.

Entonces lo supo.

De un tirón, puso de pie a la chica y al viejo y los empujó hasta la cortina. Mientras se quedaban allí, temblando, empujó al dueño hasta ponerlo junto a ellos. Musitó:

—Puerta verde, puerta verde.

Se apartó cinco pasos y apuntó: hizo tres tiros perfectos a la cabeza. La cortina estalló en un carmesí horrible.