CAPÍTULO CUATRO

Tras treinta y seis horas seguidas de trabajo en el caso de la licorería, Lloyd se quedó dormido en su despacho de Parker Center y soñó con masacres. Bombardeos de ondas sonoras, aves de rapiña que atacaban el último rincón de su cerebro, allí donde él escondía a un hombre que mató en la revuelta de Watts y a otro al que intentó matar el año pasado. Las rapaces arrancaban jirones de cielo, dando paso a cristales color sangre. Al despertar, esas imágenes fueron barridas por otras más apacibles de Janice y las niñas en San Francisco, donde esperaban que el tiempo curase las heridas o bien confirmase la separación. Volvió al recuerdo de la tienda de licores/matadero, relegando el amor familiar al compartimento blindado junto con sus pesadillas. Lloyd sintió alivio.

La escena del crimen ocupó su mente, nítida como las marcas de tiza del forense. A la izquierda, la caja registradora abierta. Billetes de veinte y diez esparcidos por el mostrador, botellas rotas, todas en los estantes de abajo. Huellas de tacones donde el tendero había sido arrastrado para su ejecución. El encuadre a la derecha enmarcaba el estante derribado de latas de cerveza y más huellas de tacones, allí donde probablemente las otras dos víctimas se habían escondido del asesino. Entre las dos siluetas estaba el túnel del viento carmesí que llevaba a la trasera de la tienda, y tres cuerpos desplomados contra lo que había sido una cortina beige, arrancada del marco por el impacto de tres balas huecas, calibre 41, que atravesaron tres cavidades craneales. Imposible de calcular las trayectorias, no había salpicaduras. Un amasijo de trozos de huesos y masa encefálica había hecho de aquel lugar un matadero.

Lloyd se estiró para despertarse del todo, pensando: «Un sicópata. Entra en la tienda, saca un enorme revólver y exige el dinero; entonces oye o ve algo que llama su atención. Furioso, salta el mostrador y arrastra al propietario por el cabello hasta la puerta. La chica y el viejo se han delatado; derriba el refrigerador de cervezas y les hace ponerse frente a la cortina. Entonces hace tres dianas de tres cañonazos con un arma desajustada, de un retroceso brutal, dejando el dinero en el mostrador. Un volcán que tiene agua helada como combustible».

Lloyd se levantó y se desperezó. Viendo que se le quitaba todo vestigio de sueño, fue al servicio y quedó mirándose al espejo del lavabo mientras se enjuagaba con agua fría. No hizo caso a las risas de los policías madrugadores a su lado y se dio cuenta de que hablaban bajo por deferencia a su reputación y a su conocida aversión a los ruidos. Furioso con él mismo, definió a su asesino, con autosuficiencia policial, como «basura psicopática». «Liquídalo antes de que se le encienda la luz roja de nuevo.»

Había pasado las primeras treinta y seis horas de su investigación meditando y rebuscando en el ordenador. Tras ver la señal de «no aparcar» frente a la licorería, se dio cuenta de que el asesino o bien había ido a pie a la escena del crimen, o había dejado el coche entre los arbustos del arcén. Esta última teoría se vio recompensada; ayudados con luces portátiles, los expertos encontraron huellas recientes de ruedas en la tierra, y rastros de pintura en las puntas de las ramas afiladas. Cuatro horas después, los Científicos de la Policía de Los Ángeles analizaron la pintura y los moldes de escayola de las ruedas; resultado: el coche era japonés, de modelo reciente; la pintura era usual en todas las fábricas de Japón. Las ruedas también eran de las corrientes en los coches japoneses. El Departamento de Información, tras revisar los coches robados y los partes de homicidio, comunicó que no había ningún coche japonés a nombre de ladrones o asesinos convictos o en libertad provisional, y que no había mención alguna de que coches de ese tipo hubiesen tomado parte en robos u homicidios en todo el año pasado. El Departamento de Vehículos a Motor (DMV) decepcionó con el dato de que había 311.819 vehículos japoneses amarillos, de modelos desde 1977 a 1984, registrados en el Condado de Los Ángeles, por lo que era prácticamente imposible investigar antecedentes entre sus propietarios. El parte de robos tampoco arrojaba luz alguna: ocho Toyota, Honda y Subaru habían sido sustraídos en los últimos ocho días, y todos ellos se habían recuperado. Lo del coche era un callejón sin salida.

Con lo cual sólo quedaba el arma.

Lloyd daba por descontado el informe de huellas dactilares, aun antes de conocerlo, las marcas, rayas, huellas parciales, y tal vez alguna completa, serían de la vecindad que frecuentaba la tienda. «Carta blanca a los tres policías que estudian los historiales de las tres víctimas»: la dactilomanía o el «matar tres para coger uno», en que sus superiores insistieron tanto, tenía tanta salida como el coche. Su instinto se lo decía, como le decía que los tres puntos claves del caso eran la sicosis del asesino, su sangre fría y el arma.

Balística y autopsias dieron informes prolijos y llenos de cosas curiosas. Henry McGuire, Wallace Chamales y Susan Wischer fueron asesinados con un revólver 41 desde cuatro o cinco metros, que les alcanzó justo entre los ojos. El asesino era tirador de primera; el revólver, una pieza de museo; los 41 eran anteriores a la época del Salvaje Oeste y dejaron de fabricarse antes de la Guerra Civil. Eran demasiado pesados, el disparo era impreciso, y muy propensos a fallar. La munición era aun peor; las balas, macizas o huecas, eran de efecto imprevisible, lo mismo podían dislocar el brazo del tirador que desparramarse como una perdigonada. El que disparó había dominado un arma antigua con munición antigua y ejerció su maestría bajo enorme tensión emocional.

Lloyd se fijó en su imagen del espejo y pensó qué haría ahora que había enviado circulares sobre armas robadas a todas las comisarías y visitado en persona a todo anticuario de las Páginas Amarillas. Ambas gestiones negativas; ningún 41, y mucho menos vendido. Y pasarían más de dos horas antes que empezasen a gotear las respuestas a los comunicados. Todo el papeleo estaba hecho; todos los hechos registrados. No cabía hacer más que esperar.

Y esperar era contrario a su naturaleza. Lloyd volvió a su rincón de la oficina y contempló las paredes; las fotos de sus hijas formaban un arco alrededor de los diez hombres más buscados por los federales; un mapa de acerico de Los Ángeles marcaba dónde se habían cometido homicidios en Hollywood, la Central Sur y el Valle del Este. En el de la licorería, el paso siguiente era llamar a los colegas de Hollywood a ver si sus chivatos tenían algo que contar. Para estimular sus humores cerebrales cogió el expediente que Peltz le había dado, justo antes de las frenéticas treinta y seis horas. En la portada marrón estaba mecanografiado: Herzog, Jacob Michael, 5/3/49 y, dentro, fotocopias, datos de los de Información, informes de pruebas de capacitación, certificados de menciones y memorias de sus jefes. Pensando en Herzog como hombre muerto y el expediente su epitafio, Lloyd acercó una silla y leyó cada palabra cinco veces.

Surgió un hombre singular. Jungle Jack Herzog, coeficiente intelectual de 137, dio a duras penas la talla y el peso mínimos requeridos por el Cuerpo de Policía de Los Ángeles; había nacido en Beirut, Líbano. Dominaba tres idiomas de Oriente Medio y en la Universidad había protestado contra la guerra de Vietnam, antes de alistarse en la Guardia Aérea Nacional. Fue el doce de su promoción en la Academia, mereciendo menciones por estudios, tiro y forma física. Sus primeros cuatro años los pasó en la patrulla y en la Antivicio de Wilshire y obtuvo un sobresaliente en capacitación, mereciendo menciones de todos sus superiores, menos de un teniente de la brigada Antivicio, quien le castigó a volver al uniforme por negarse a un servicio en los lavabos públicos para atrapar a homosexuales en plena acción. El mismo teniente rectificó y pidió que Herzog adiestrase a sus hombres en vigilancia de estafas y prostitución, con especial insistencia en el uso de disfraces. Los cursos de Herzog tuvieron tanto éxito que alcanzó la categoría de asesor. Adiestró a policías de paisano de toda la ciudad. Siguió muy solicitado mientras cumplió tres y cuatro años de servicios en los distritos de Los Ángeles Oeste y Venice, respectivamente.

Jack era conocido por el Alquimista, en alusión a su facilidad para transformarse y pasar totalmente desapercibido en la calle. Además era valiente hasta la temeridad; resolvió dos casos de secuestro, el primero ofreciéndose al pistolero que se había adueñado de un bar que él estaba vigilando por infracciones a la ley del alcohol.

El pistolero tenía cogida a una joven prostituta, amenazando con un cuchillo su garganta, mientras el cómplice vaciaba la caja y cogía las carteras y bolsos de los clientes. Herzog, disfrazado de cojo borracho, retó al navajero con mofas para que soltara a la chica y le retuviera a él en su lugar, insultándole obscenamente y avanzando centímetro a centímetro mientras una gota de sangre manaba de la garganta de la mujer. Cuando llegó a medio metro de distancia, el delincuente empujó a la chica a un lado y agarró a Herzog, dando un grito cuando éste le asestó un codazo en la tráquea. Le dejó fuera de combate con un golpe de kárate y salió detrás del cómplice, a quien atrapó, tras perseguirle a pie por cuatro manzanas de casas.

La solución al segundo secuestro fue aún más temeraria. Un hombre, conocido por la policía por su consumo de «polvo de ángel», había atrapado a una niña y la retenía a punta de pistola, mientras una multitud se agolpaba a su alrededor. Jack Herzog, de uniforme, se abrió paso entre la gente y avanzó hacia él. El tipo soltó a la niña y le disparó tres veces. Falló los tres disparos y Herzog le voló los sesos a quemarropa.

La fama de Herzog crecía en el Cuerpo; se multiplicaban las peticiones de los Antivicio y jefes de paisano. Entonces, el sargento Martin Bergen, el mejor amigo de Herzog, cometió un acto de cobardía tan singular como los de valentía de Herzog. Se formó un tribunal, y Herzog se volcó por su amigo hasta el final, pidiendo favores para salvar la carrera de su amigo, declarando a su favor como testigo personal en el juicio, desprestigiando la idea del valor de la policía de Los Ángeles desde su posición como héroe destacado. Martin Bergen fue expulsado del cuerpo y Herzog relegado a una oficina; un castigo tan ignominioso como el de Bergen. Ni siquiera un héroe podía plantar cara a los jefazos.

Lloyd dejó la carpeta cuando vio que una sombra oscurecía las hojas. Levantó la vista y se encontró con Artie Cramfield, del Departamento de Investigación Criminal.

—Hola, Lloyd. ¿Cómo va el rollo?

—Enrollado.

—Necesitas un buen afeitado.

—Lo sé.

—¿Alguna pista del caso de la licorería?

—No. Estoy esperando respuestas a requerimientos. ¿Has oído de un poli llamado Herzog?

—Claro. ¿Y quién no? Un tipo de cuerpo entero.

—¿Y has oído de un ex llamado Marty Bergen?

—¿Qué pasa? ¿Juegas a los acertijos? Todo el mundo conoce a ese cagado y el periódico de papel higiénico donde escribe. ¿Por qué?

—Herzog y Bergen eran amigos íntimos. Don Cojones y Don Mierda de Gallina. ¿Te gusta?

—No demasiado. Pareces irónico, Lloyd.

—Esperar me vuelve irónico. No dormir me vuelve irónico.

—¿Te vas a casa a dormir?

—No. Me voy a buscar a don Cojones.

Artie meneó la cabeza.

—Antes de marcharte, suelta alguna machada sobre el caso de la licorería.

Lloyd sonrió.

—¿Qué te parece ésta: «Su culo es el césped y yo soy la jodida segadora»?

—¡Me gusta! ¡Me gusta!

—Pensé que te gustaría.

Lloyd se fue en coche hasta el lugar que figuraba como la última dirección conocida de Herzog, una casa de veintidós viviendas en el valle de Las Colinas de Hollywood. El edificio de estuco rosa estaba embutido entre dos bloques comerciales y en el vestíbulo había una galería de juegos de vídeo. El directorio indicaba que vivía en la 423. Lloyd subió cuatro tramos de escalera, miró a ambos lados del pasillo y abrió la cerradura con una tarjeta de crédito. Al cerrar la puerta tras él, por poco tropieza con un montón de cartas sin abrir que se extendía por el suelo.

Encendió la luz y se fijó en lo primero que vio, una vitrina de trofeos llena de copas y medallas. Había señales de haber quitado el polvo en todas las superficies de madera y cristal: el certificado de defunción. Registró rápidamente el resto del piso y vio que todas las superficies donde podía haber huellas se habían limpiado a fondo con detergente abrasivo. Era obra de un profesional concienzudo.

Lloyd ojeó los sobres del suelo. Ni cartas ni postales, sólo facturas o publicidad. Sus ojos recorrieron las paredes del salón y vio que era todo impersonal; nada de piezas de arte, tampoco el desorden masculino normal; mobiliario que estaría incluido en la renta del piso. Las copas y trofeos parecían prestados, y, en efecto, al leer los nombres y fechas de las placas vio que eran condecoraciones obtenidas por el padre de Herzog en el Líbano durante los años cuarenta por misiones de campaña.

La cocina parecía más vacía aún; platos y cubiertos colocados ordenadamente en el escurridor, nada de comida en la nevera ni en los estantes. Sólo el dormitorio aportaba vestigios humanos; un armario lleno de uniformes y una enorme cantidad de trajes y vestidos, atuendos de lo más variado, desde ropas de trapero y chaquetas de chulo de solapa estrecha hasta trajes de cuero de motorista delincuente. Junto a la cama unas estanterías altas llenas de libros. Lloyd ojeó los lomos; todos eran biografías con predominio de vidas de generales, conquistadores e iconoclastas religiosos; un estante completo lo ocupaban obras sobre Martín Lutero y Ricardo Corazón de León; otro lo estaba con libros de Pedro el Grande; bucaneros románticos, tiranos, visionarios chalados. Lloyd sintió una oleada de afecto por Jack Herzog.

Después de registrar el baño, Lloyd tomó el teléfono y llamó a Peltz, el Holandés, a la comisaría de Hollywood. Cuando éste estuvo al habla, le dijo:

—Estoy en el cubil de Herzog. Lo ha limpiado un profesional y puedes tachar a Herzog de entre los vivos, pero sin que se entere nadie, ¿de acuerdo?

—Conforme. ¿Estaba todo revuelto?

—No. Me parece que el asesino quiso ser precavido y mantener su culo a cubierto desde todos los ángulos. ¿Puedes hacerme unos pocos favores?

—Tú dirás.

—Cuando aparezcan los de Antivicio, sácale a Walt Perkins en qué bares estaba trabajando Herzog. Hazte con cualquier informe escrito por él. Voy a encargarme en persona de Marty Bergen y por la noche volveré aquí a preguntar a los vecinos. Te llamo a casa sobre las siete.

—Me parece muy bien.

—Ah, esto…, Holandés. Que los chicos saquen a sus soplones todo lo que puedan sobre armas antiguas anómalas, o sobre cualquier mequetrefe conocido por su violencia que últimamente se haya dedicado a armas raras. Aunque sea basura callejera, quiero estar al tanto.

—Sigues de caza, Lloyd.

—Ya lo sé. Te llamo a las siete.

Lloyd recorrió la vivienda vacua de Herzog. Cuando cerraba la puerta dijo:

—Pobre noble hijo de puta. ¿Por qué cojones te empeñaste en demostrarlo hasta ese punto?

Le llevó media hora llegar alas oficinas del Big Orange Insider, en Hollywood oeste. El calor, la bruma y la falta de sueño, todo junto, le producían tal martilleo en su cabeza que el asfalto bailaba ante sus ojos. Para combatirlo cerró las ventanas y puso la refrigeración a tope; tiritó cuando una fría descarga de adrenalina le sacudió. Dos casos nuevos, tres muertos y otro probable ;doce horas más sin dormir, como poco.

El Big Orange Insider ocupaba el bajo de un palacete seudo art decó en San Vicente, a una manzana al sur del Sunset. Lloyd entró, pasando de largo por recepción, sabiendo que le habían tomado por policía y que alertaría con la entrada de un enemigo. Llegó a una gran sala repleta de mesas y sonrió cuando varios levantaban la cabeza de sus máquinas con ojos recelosos. Cuando éstos se volvieron hostiles, hizo una reverencia y les lanzó un beso. Empezaba a estar a gusto al ver que dos mujeres respondían a su saludo. Entonces le cogieron por la manga, se volvió y vio a un joven alto junto a él.

—¿Quién te dejó entrar aquí?

—Nadie.

—¿Eres policía?

—Soy un desertor. He dejado la policía y busco asilo en la contracultura del cuarto poder. Quiero publicar mis memorias. Llévame hasta el negro más listo que tengas.

—Tienes treinta segundos para abandonar el local.

Lloyd dio un paso hacia el joven. Éste dio dos pasos atrás. Al ver miedo en sus ojos, Lloyd dijo:

—Mierda. Sargento Detective Hopkins, de la Policía de Los Ángeles. Vengo a hablar con Marty Bergen; dile que es sobre Jack Herzog. Esperaré fuera.

Volvió al vestíbulo. La recepcionista le miró, inexpresiva, por lo que se dedicó a estudiar las ampliaciones enmarcadas de caricaturas y chistes del periódico que adornaban las paredes. Ataques groseros a la policía de Los Ángeles y al sheriff. Policías de caras porcinas envueltos en banderas americanas y con tridentes en las manos atacando a borrachos dormidos. Dos tipos del Ku Klux Klan tenían al jefe Gates colgado por hilos de marioneta. Polis con cara de lobo guiaban un rebaño de putas negras a un furgón, mientras el chófer se emborrachaba y decía: «Y luego dicen que ser policía no es apasionante. Espero que estos guayabos lleven pasta, ¡la letra de mi coche está vencida!»

—Reconozco que es algo exagerado.

Lloyd se volvió al que decía eso, mirándole sin disimulo de arriba abajo; Martin Bergen medía más de uno ochenta, rubio, con un cuerpo que fue fornido y tendía ahora a obeso. Su cara rojiza se arrugaba con expresión de triste regocijo y sus ojos azul claro eran acuosos, pero directos. Su aliento olía a partes iguales de whisky y dentífrico.

—Tú debes saberlo bien. ¿Cuántos años estuviste en el Cuerpo?, ¿trece, catorce?

—Estuve dieciséis, Hopkins. ¿Cuántos llevas tú?

—Dieciocho y medio.

—¿Para entregar la placa a los veinte?

—No.

—Ya veo. ¿Qué era eso de Jack Herzog?

Lloyd se echó hacia atrás para ver la reacción de todo su cuerpo.

—Hace más de tres semanas que Herzog ha desaparecido. Han limpiado de huellas su apartamento. Trabajaba en la Central, en Personal, y de refuerzo en la Antivicio de Hollywood. Ni en Parker Center ni en la comisaría de Hollywood le ha visto nadie. ¿Qué puedes decir a esto?

Marty Bergen empezó a temblar. Su tez rojiza palideció; sus manos cogieron las perneras del pantalón. Retrocedió hasta la pared y dejó deslizar su cuerpo hasta sentarse en una silla de metal. La mujer le acercó un vaso de agua, dudó, y al ver que Lloyd meneaba la cabeza se refugió en el baño.

Lloyd se sentó junto a Bergen.

—¿Cuándo viste a Herzog por última vez?

La voz de Bergen era tranquila.

—Hará un mes. Seguíamos saliendo juntos. Jack no me censuró por lo que hice; sabía que éramos distintos. No me juzgaba mal.

—¿Cuál era su estado de ánimo?

—Tranquilo. No…, siempre había sido tranquilo antes, pero últimamente tenía cambios de humor, alegre ahora, triste después.

—¿De qué hablasteis?

—De chismes. Bobadas. De libros, sobre todo: de mi novela, la que estoy escribiendo.

—¿Hablabais de sus misiones actuales?

—Jamás hablábamos de trabajo policial.

—Me han descrito a Herzog como un solitario empedernido. ¿Es eso correcto?

—Sí.

—¿Puedes darme el nombre de algún amigo suyo?

—No.

—¿Mujeres?

—Tenía una amiguita a la que veía de vez en cuando. No sé cómo se llama.

Lloyd se acercó más a Bergen.

—¿Y enemigos? ¿Qué hay de compañeros del Departamento que le odien por cómo te apoyó? Conoces la mentalidad de jerarquía y orden tan bien como yo. Herzog ha debido de producir muchos resentimientos.

—El único resentimiento que provocó Herzog fue en mí. Era tan superior a mí en todo, tanto que siempre le apreciaba como le odiaba más que a nadie. Éramos así, tan distintos. Cuando hablamos al final, Jack dijo que iba a conseguir que me indultaran, pero yo eché a correr. Era culpable.

Bergen empezó a sollozar. Lloyd se levantó y se fue a la puerta, volviéndose para mirar a aquel escritorzuelo llorando bajo las caricaturas de lo que una vez había sido. Este pensamiento le hizo estremecer.

El viaje de vuelta al valle alivió su cansancio. Dentro de su caparazón de aire frío, dejó que su mente discurriera por imágenes de Herzog y Bergen, polis intelectuales, dos hombres que su instinto le decía que tenían tanto o más semejanzas que diferencias, éstas bien recalcadas por Bergen. Por el momento, el caso de la tienda de licores quedó relegado; cuando llegó a casa de Herzog sintió materializarse su segundo yo mental. Sonrió, viendo que tendría arrestos para una larga cacería.

Los vecinos de Herzog empezaron a regresar de su trabajo a las cinco y tres minutos. Sin bajar del coche observó a los primeros; eran hombres y mujeres de la cansada clase media baja, como todos los que vivían en aquella parte del valle. Lo ideal para el truco de los seguros. Sacó de la guantera un paquete de tarjetas amañadas y probó su mejor sonrisa de simpático agente de seguros, listo para una investigación que le diría hasta qué punto Herzog era un solitario.

Tres horas después, tras varias docenas de entrevistas improvisadas, Lloyd vio que Herzog pasaba de ser un solitario a una mera cifra. Ninguno de ellos recordaba ni siquiera haber visto al vecino del 423, creyendo que estaba vacío por algún motivo. La sinceridad de sus relatos fue como una patada en los dientes; y para remate, el casero estaba de viaje por una semana. Un punto clave en la investigación que se iba al diablo.

Se fue a una cabina y llamó al Holandés Peltz. Respondió a la primera.

—Aquí Peltz.

—¿Quién llama?

—¿Te ha dicho alguien que hablas como un polizonte?

El Holandés se echó a reír.

—Sí. Tú. ¿Tienes un boli?

—Dispara.

—Herzog estaba trabajando en dos bares de solteros, el Avenida Uno Oeste y el Jackie D’s, ambos en Las Colinas, en la parte norte del Bulevar. Iba en busca de barmans que aceptan sobornos por admitir a menores y prostitutas y dejar para ellas un cuartito trasero; teníamos muchas quejas. Trabajó en eso durante mes y medio, sin darse a conocer, llamando siempre a los de narco o a la patrulla, cuando había algo concreto. Por él se obtuvieron seis detenciones por coca y nueve de prostitución. A los dos bares se les ha retirado la licencia de bebidas alcohólicas.

Lloyd dejó escapar un silbido.

—¿Y qué hay de los informes que presentó?

—Nada de informes, Lloyd. Órdenes de Walt Perkins. Fueron los mismos agentes que les arrestaron los que presentaron las denuncias. Walt no quería comprometer a Jack.

—Mierda. Hay que tachar la venganza como móvil.

—Sí. Al menos en las últimas detenciones. ¿Cómo te fue con Bergen?

—Nada. Hace un mes que no ve a Herzog. Dice que últimamente estaba raro, preocupado. Encajó muy mal la noticia. Eran las dos y ya estaba borracho. Pobre cabrón.

—Tenemos que presentar denuncia por desaparición, Lloyd.

—Lo sé. Si se mete Asuntos Internos, a ti y a Walt Perkins os va a caer un buena por no haberlo hecho antes y otra más gorda por tener a Herzog trabajando bajo cuerda.

—Tú podrías seguir con el caso, si va a Robos y Homicidios.

—No darán con el fiambre nunca. Es obra de un profesional. Asuntos Internos lo llevará sin ruido y luego carpetazo. Dame dos días más antes de llamarlos, ¿vale?

—Vale.

—¿Qué has sacado a tus esbirros sobre lo de la licorería?

—Nada todavía. Todos los agentes tienen un informe. Aún es pronto para resultados. Y con Herzog, ¿cuál es tu paso siguiente?

—Danza de bares, disfrutar de mi vida de soltero.

—Que te lo pases bien.

Lloyd se echó a reír.

—Que te jodan —y colgó.

Bombardeado por música discotequera, Lloyd se abrió un hueco en la barra del Avenida Uno Oeste. Enseñando su tarjeta de agente de seguros y la foto de archivo de Jack Herzog a tres barmans, cinco camareras y dos docenas de solteros, recibió respuestas al parecer negativas, pues sólo hubo miradas hostiles y meneo de cabeza de tipos que le calaron como bofia y de chicas a las que no les gustaba su pinta. Lloyd se marchó furioso meneando su cabeza mientras continuó su tarea.

En el Jackie D’s, tres puertas más allá, había tan pocos clientes que los contó cuando se acomodaba en la barra; una pareja, en la pista, bailaba un rollo lento y dos bailarines mayorcitos llenando de monedas la máquina de discos. El barman puso ante él un mantel y le explicó el porqué de aquel desastre.

—Es el dos por uno de Avenida Uno Oeste. Todos los martes me hunden. Avenida Uno puede permitírselo, yo no. Mantengo los precios al coste para hacer clientes, pero, con todo, me abrasan. ¿No hay ninguna compasión en este mundo?

—Ninguna —dijo Lloyd.

—Sólo quería que alguien lo confirmase. ¿Qué va a tomar?

Lloyd puso un billete de dólar en la barra.

—Ginger ale.

El barman resopló, enfadado.

—¿Ve a lo que me refiero? ¡No hay compasión!

Lloyd sacó la foto de Jack Herzog.

—¿Ha visto a este hombre?

El barman examinó la foto, luego llenó el vaso de Lloyd y asintió:

—Sí. Venía mucho por aquí.

A Lloyd se le erizó la piel.

—¿Cuándo?

—Hace tiempo. Un mes, seis semanas, quizá dos meses, justo antes de que esos cabrones antivicio me denunciaran. ¿Usted es poli?

—Sí.

—¿De Antivicio de Hollywood?

—De Homicidios y Robos. Hábleme del hombre de la foto.

—¿Y qué le puedo decir? Venía, bebía, daba buena propina y no andaba con las niñas.

—¿No habló nunca con él?

—Pues no.

—¿Vino o salió de aquí con alguien alguna vez?

El hombre arrugó la cara pensándolo bien.

—Sí. Tenía un amigo. Un tipo de pelo rojizo, de estatura media, de treinta y pocos años.

—¿Se solían citar aquí?

—No podría decírselo.

Lloyd se acercó al teléfono que había junto a los servicios y llamó a la comisaría de Hollywood; preguntó por el teniente Perkins. Cuando éste se puso al habla, Lloyd le dijo:

—Walt, soy Lloyd Hopkins. Tengo una pregunta que hacer.

—Dispara.

—¿Herzog trabajaba en solitario en las misiones de bares?

Se produjo un largo silencio. Al fin, Perkins habló.

—No estoy muy seguro, Lloyd. Creo que a veces sí y a veces no. Siempre he dado carta blanca a Jack. Podía arreglarse a su gusto con cualquier miembro de la brigada. ¿Quieres que pregunte mañana al pasar lista?

—Sí. ¿Y qué hay de un hombre de pelo rojizo, estatura media y unos treinta años? Tal vez haya trabajado con Herzog.

—Media brigada encaja en esa descripción, Lloyd.

Hubo otra pausa. Lloyd dijo:

—Está muerto. Te llamaré —y colgó.

El barman levantó la cabeza cuando abandonó el local.

—¡No hay compasión! —exclamó.

Abrumado por la falta de sueño y por tener cada vez menos pistas, Lloyd volvió a Parker Center, en el casco urbano, con la esperanza de convencer al policía de guardia, en Registros de Personal. Al ver al hombre del mostrador dormitando en la silla y con una novela de ciencia ficción en su regazo, supo que estaba hecho.

—¡Disculpe, oficial!

El vigilante se despertó con un respingo y miró la placa de Lloyd.

—Hopkins, Robos y Homicidios. Jack Herzog dejó unos datos para mí en su mesa. ¿Puede indicarme cuál es?

El vigilante bostezó y apuntó a una hilera de particiones con paneles transparentes.

—Herzog está en el turno de día, y no sé exactamente cuál es su mesa. Pero vaya usted mismo, sargento; los nombres están escritos en la puerta.

Lloyd entró en el laberinto de divisiones, viendo con alivio que el de Herzog estaba fuera de la vista del vigilante. La puerta no estaba con llave y empezó a mirar en los cajones; sintió otro sitio impersonal al ver lápices, blocs, formularios en blanco. Un cajón, dos, tres cajones. Herzog, el cero a la izquierda. Lloyd levantó el brazo para golpear la mesa cuando se fijó en unos papeles que asomaban bajo la alfombra, junto a la pared. Se inclinó, las cogió y se quedó frío al ver impresos de petición de datos con el nombre del empleado, rango, fecha de nacimiento en la parte superior y la firma del solicitante abajo. Leyó con atención los cinco impresos; no conocía los nombres pero sí quién los pedía: el capitán Fiedrick T. Gaffaney, de Asuntos Internos. El converso tardío a la fe que se las hizo pasar moradas como teniente en Robos y Homicidios. Se fijó con más detalle; sintió que el frío le subía por el espinazo hasta el cerebro. Conocía muy bien la firma; aquéllas eran burdas falsificaciones.

Sacó el bloc y anotó los nombres. Teniente Duane W. Tucker, Wilshire; capitán Daniel X. Murray, Central; teniente John L. Rolando, Devonshire; capitán Steven A. Kaiser, West Valley; teniente Howard J. Christie, Rampart.

Se quedó mirando esos nombres. Tuvo una inspiración y metió otra vez la mano bajo la alfombra, sacando la última ficha; se quedó como muerto al leer su encabezamiento: Lloyd W. Hopkins, placa +1114, 27/2/42, sargento, Robos/Homicidios.