CAPÍTULO DIECISIETE

A las diez de la mañana, tras nueve horas seguidas de mirar en bares de ligues y corrientes, en busca de Thomas Goff y Martin Bergen, Lloyd abandonó, se resignó a la idea de irse a Nueva York a husmear los rastros antiguos de Goff. Administración pagaría el billete y dietas. Antes de irse, vería a un abogado experto en agujeros legales para utilizarlos contra Havilland. Veía ondear la derrota como un estandarte negro. Se rindió a la evidencia de que al único sitio donde podía ir era al pasado.

Su antiguo barrio le recibió con pancartas que se burlaban de sus principios como policía. Aparcó en Sunset con Vendóme y subió a saltos las viejas escaleras de cemento hasta la cúspide de Silverlake, esperando ver temas antiguos que justificasen su personalidad de cuarenta y dos años de brega que tanto le había costado alcanzar.

Pero la neblina eterna de Los Ángeles difuminó y luego cerró su pretendido ensueño. No podía ver la casa de sus padres a un kilómetro de distancia; panoramas enteros muy familiares aparecían cubiertos por una masa de evaporación de las nubes bajas y contaminación industrial. Era el alto precio a pagar por unas dudosas conquistas.

En la revuelta de 1965 mató a un miembro de la Guardia Nacional que abrió fuego contra una iglesia con fachada de almacén, llena de negros que compartían café y liturgia. Nadie le culpó jamás por ello y dos meses más tarde ingresó en la Policía de Los Ángeles.

Su carrera de policía fue una serie de éxitos; su papel conjunto de padre y policía, una serie de fracasos al intentar inculcar en los suyos una versión suavizada de sus principios. Cuando esos esfuerzos sólo recibían ira y dolor, se refugiaba en su trabajo, y cuando su trabajo sólo le daba aburrimiento, ira y miedo, hallaba mujeres que querían verle, tocarle, ofrecer a cambio su inocencia y después alejarse, antes de que el fervor por la línea dura destruyese la vida placentera que tanto le había costado conseguir.

Y de repente, el año pasado, Terry Verplank se metió en su camino, transformando su mundo en un caos. Y cuando se consumó aquella convivencia, murió y resucitó a la vez. Cicatrizaron las viejas heridas y surgió otro Lloyd, mezcla híbrida de un pasado valeroso, acreditado con sangre, y un futuro al que finalmente llegaría.

Y su fervor por la línea dura se quebró y congeló, quedando en el aire, en medio de una grieta:

Antes de que pudiera invocar su voto de abstinencia llevó el coche hasta Whilshire con Beverly Glen al único lugar donde creían en la parte blanda de su grieta. La puerta estaba abierta y anunció su presencia con un carraspeo. Como respuesta oyó suave ruido de pasos y una risa.

—Llegas temprano.

Trató de localizar de dónde venía la voz.

—Soy Hopkins, Linda.

Linda salió de un ropero junto al salón, con una bata de seda.

—Ya sé quién eres.

Lloyd se acercó hasta ella.

—¿Es tan fácil conocerme?

Describió un gesto afirmativo y otro negativo con la cabeza.

—No lo sé. Y no te justifiques por lo de esta tarde. Yo estaba tan fuera de tono como tú. ¿Esta vez no hay pretexto?

—No.

—¿Quieres que hablemos antes, o después?

—Después.

Linda sonrió e indicó el dormitorio con la cabeza, esperando que Lloyd entrara delante. Cuando lo tuvo de espalda, se soltó la bata que cayó al suelo. Lloyd se volvió ante el leve ruido y contempló el desnudo al contraluz de una leve lámpara del vestíbulo. Sin acercarse, Lloyd empezó a desnudarse, enfadado al caer el revólver al suelo. Linda rió al oír el golpe, luego a carcajadas cuando se agachó para quitarse torpemente los zapatos y calcetines, y cuando al abrir la cremallera casi se cae. Ella pasó junto a él hasta la cama, susurrando algo como «más allá del más allá». Adoptó una postura insinuante, con un haz de luz sobre el abdomen. Y guiado por aquella luz, Lloyd se acercó a ella.

Ella decía algo mientras Lloyd la abrazaba, la sentía y la saboreaba; sobre puertas verdes y amor, en leves suspiros. Cuando los besos se hicieron más persistentes y descendieron hasta los senos, ella decía «sí» y los suspiros se hicieron jadeos. Y con la repetición de esa palabra continuó descendiendo hasta que el «sí» se hizo más fuerte hasta llegar a un: «¡Ahora, por favor, ahora!»

Lloyd obedeció, uniéndose las dos mitades con un movimiento brusco, que fue remitiendo en uno más continuado cuando Linda se apretaba a él impulsándole hacia arriba. Él se movía lento, ella con el desenfreno y pasión de un grácil animal que explotaba sin gracilidad, para formar un punto/contrapunto de toma y daca que en la lucha mataba el concepto de técnica. Entonces él comenzó a moverse con la furia de ella, y el ente poli-puta se abrió paso hasta un éxtasis mudo, jadeante.

Linda fue la primera en sucumbir a la realidad, sacando la cabeza del hueco del cuello de Lloyd. Recorrió con sus manos la espalda y le besó el cuello con ternura hasta que él alzó la cabeza de la almohada para mirarla, descubriendo una cara en blanco, con lágrimas. Lo único que pudo decir o pensar fue:

—Hopkins.

Lloyd rodó de costado y tomó su mano. Como seguía callado, Linda le dijo:

—Ya es después. Vamos a hablar. ¿Recuerdas?

Volviéndose hacia ella, Lloyd preguntó:

—¿De qué quieres hablar?

—De todo, menos de lo que acaba de suceder. Ha sido perfecto, no nos metamos con ello.

Lloyd se movió de forma que sus ojos quedaron casi junto a los de Linda.

—¿Nada de confidencias post coito demoledoras?

Ella afirmó con la cabeza, rozando las narices y dijo:

—Sí. Voy a dejar la «vida». Tengo guardados setenta de los grandes que servirán para montar algún tipo de negocio. También dejaré al curacocos. Si dejo yo sola de ser una fulana ya no me hace falta, y el tratamiento es demasiado caro para una agresiva mujer de negocios.

—Él va a sentir mucho que te marches.

—Lo sé. Es un siquiatra estupendo, pero no quiero tratos con hombres que están obsesionados conmigo. Simplemente me da pena que tenga mis fotos colgadas. Y que las retire cuando voy a visitarle; me siento manipulada. ¿Recuerdas las fotos? Exáctamente, ¿qué poses tenía?

—No eran poses, ni fotos de estudio. Eran instantáneas.

La cara de Linda se oscureció.

—¿En serio? ¡Qué raro! Todas las fotos del álbum eran de estudio.

Lloyd se encogió de hombros; de pronto se dio cuenta de una conexión que había pasado por alto.

—Nunca debes subestimar tu poder. Ni siquiera con sabiondos como Havilland. ¿Le hablaste alguna vez de Stanley Rudolph?

—Sí, pero no di su nombre. Lo único que le conté fue que le gustaba sacarme fotos desnuda. ¿Por qué? No quiero hablar de «tu» caso ni de «mis» clientes.

—Ni yo tampoco. ¿De qué quieres hablar?

—Cuéntame por qué rompiste con tu mujer.

—No es un cuento muy bonito.

—Nunca lo es.

Lloyd se tendió boca arriba para separarse algo de Linda. Trató de encontrar las palabras adecuadas y se dio cuenta de que si no la miraba a los ojos el relato sería una serie de mentiras de disculpa. Se volvió buscando sus ojos y comenzó.

—Fue el año pasado. Tenía descuidada a mi familia y desde años atrás me timaba con otras mujeres. Pero el año pasado, todo saltó en pedazos.

»Estaba en Robos y Homicidios, más o menos en los casos que me apetecía cuando una llamada anónima nos avisó de un asesinato. Una joven. Llevé la investigación que nos condujo hacia un asesino de masas, un cabrón tan jodidamente listo que ningún poli en todo el Condado nunca pudo echarle el guante. Para cuando fui a mis jefes con la información, se había cargado a unas dieciséis mujeres.

Linda llevó sus manos a la boca mordiendo los nudillos.

—Mis superiores no querían autorizarme a que siguiera la investigación. A muchos departamentos les resultaba molesto. Así que me fui por mi cuenta. Janice se fue por aquel entonces, llevándose a las niñas. Sólo quedamos el asesino y yo. Averigüé quién era, un tal Teddy Verplank. Los medios hablaban mucho de él, del «Matarife de Hollywood», como le llamaban. Seguro que has oído su nombre. Salí a por él, pero se metió por medio una mujer con la que yo salía, y la asesinó. Yo me fui a matarlo. Hubo un tiroteo y otro policía, mi mejor amigo, le mató. Esta parte no llegó nunca a la prensa. Janice y las niñas no saben lo que pasó exactamente, sólo que me pegaron un tiro y que casi no la cuento. Ahora me quedan pesadillas para sufrir y mucha sangre inocente que expiar.

Linda se quedó sorprendida al verle reír.

—Esperaba un relato vulgar y cursi: otros hombres, otras mujeres, y me encuentro con una epopeya gótica.

Desconcertado por esa reacción, Lloyd sólo pudo decir:

—Casi parece que te ha excitado.

Linda le besó con ternura.

—Mi padre mató de un tiro a mi madre y después se saltó los sesos. Yo tenía diez años. No soy una novata. A veces tengo pensamientos muy turbios. Vamos a dormir con algo más agradable. Quiero que estemos juntos.

Lloyd se levantó y cerró la puerta del cuarto, alejando todo trazo de luz.

—También yo —dijo.

El día comenzó con una sorda cadencia de números que venía del salón. Lloyd no hizo caso, sería Linda haciendo gimnasia frente a la tele, y volvió a dormirse; poco más tarde le despertó un mordisco en el cuello. Abrió los ojos y vió a Linda con leotardos negros, sudando, agachada y con algo oculto a la espalda. Cuando se acercó para besarla ella se apartó de la trayectoria de sus labios.

—¿Cuál es tu talla?

Lloyd se incorporó, frotándose los ojos.

—¿No hay un beso? ¿No invitas a desayunar? ¿No «cuándo volvemos a vernos»?

—Luego. Ahora responde a mi pregunta.

—La cuarenta y seis.

Linda musitó «mierda», mientras le entregaba un paquete de Brooks Brothers con una lazada rosa. Él la abrió y se encontró con un jersey azul marino primorosamente doblado. Tocó la suave textura y soltó un silbido.

—Cachemira. ¿Lo has comprado para mí?

Linda lo negó con la cabeza.

—Algún día te contaré la historia. Es de talla algo pequeña, pero úsalo, por favor.

Lloyd se levantó y abrazó a Linda, dándole el beso de la mañana.

—Gracias. Adelgazaré y así te gustaré más.

—No podrás gustarme más. ¿Qué pasa, Hopkins? Estás enfadado.

—Alegría de efecto retardado. Mi vida liada de por sí, acaba de complicarse muchísimo más, y me encanta.

—La alegría es mutua. ¿Qué viene ahora?

—Tengo que ir a Nueva York dentro de unos días. Voy a investigar en sus antiguas guaridas y hablar con gente que le conoció. Es lo último que queda por hacer. A la vuelta te llamo.

—Más te vale. ¿Por qué no te duchas mientras preparo el desayuno? Dentro de una hora tengo clase de yoga, pero por lo menos podemos desayunar juntos.

Lloyd se duchó alternando chorros de agua fría y caliente, perdido entre el ruido del agua y una música que llegaba de la cocina. Se secó y se puso la ropa, yendo a la cocina. Linda estaba manejando la radio.

—Odio ser aguafiestas, pero acaban de dar malas noticias. Han matado en Malibú a un poli de LAPD. No he oído los detalles, pero…

Lloyd cogió un botón y buscó otra emisora que sólo daba noticias; captó el final del parte meteorológico. Se sentó y miró a Linda. Le puso un dedo en los labios.

—Lo repetirán. Los asesinatos a polis son bombas.

«Adelante de nuevo, Bob», decía el hombre del tiempo.

«Más detalles del asesinato de Malibú», anunció otra voz austera. «Detectives del Shériff de L.A. acaban de comunicar que el cadáver encontrado cerca del cruce entre PCH y la Carretera del Cañón del Mescal es el del teniente de la Brigada Rampart, con más de veinte años de servicios, llamado Howard Christie. El cuerpo decapitado fue hallado esta mañana por unos súrfers de la zona, que avisaron a la subcomisaría de Malibú de tan macabro hallazgo. El capitán Michael Seidman, de Malibú, comunicó a los periodistas: ‘Se trata de un homicidio, pero desconocemos aún las causas de la muerte, y no hay sospechosos; sin embargo, podemos precisar que el teniente Christie fue asesinado en el aparcamiento encima de la playa, donde se encontró el cuerpo’. Desde aquí pedimos a toda persona que se encontrara anoche o esta mañana en las cercanías de esa zona y haya podido ver algo, que se ponga en contacto con esta comisaría. Necesitamos toda ayuda de cualquier tipo. Continuaremos ofreciendo más detalles. Y ahora…»

Linda apagó la radio y miró a Lloyd.

—Cuéntame, Hopkins.

—Ha sido Goff. Ya no voy a Nueva York. Si no sabes nada de mí en cuarenta y ocho horas, mándame flores.

Recogió el jersey y echó a correr a la puerta.

Linda se estremeció imaginando la partida de su amante como una carrera hasta el infierno.

En el cruce de la Autovía de la Costa con la carretera del Cañón del Mescal había un jaleo de mil demonios; coches patrulla dando destellos, cámaras de TV, cientos de periodistas y mirones abarrotaban el aparcamiento y obligaban al tráfico hacia el sur a circular por un solo carril.

Lloyd aparcó al otro lado y apagó la sirena. Prendió la placa en la solapa y cruzó ambas calzadas esquivando coches hasta llegar a una parte del pavimento acordonada con cintas que decían: «Escena del crimen». Dentro de la zona había muchos policías de paisano y expertos en huellas con maletines. Una hilera de teléfonos estaba ocupada por policías informando. Al fondo, agachados junto a la baranda, media docena de policías extendían polvo en busca de huellas.

—Me sorprende que haya tardado tanto.

Lloyd se volvió al oír la voz del capitán Gaffaney que se abría paso hasta quedarse frente a él. Se quedaron mirando el uno al otro hasta que Gaffaney, acariciando el pasador de corbata con la cruz y la bandera, le dijo:

—Éste es un trabajo muy complicado y le prohibo que usted intervenga. Es jurisdicción del shériff y Asuntos Internos; se encargará de las conexiones con otros casos conexos.

—¿Casos conexos? ¡Capitán, esto es obra de Thomas Goff, lo mire por donde lo mire!

Gaffaney tomó a Lloyd por el brazo.Éste se resistió al principio pero se dejó llevar junto a las cabinas.

—Asuntos Internos va a actuar con los otros policías a los que robaron los expedientes. Se les va a interrogar y probablemente dar protección; salvo a usted. Olvidemos el pasado, sargento. Dígame lo que sabe y, si es posible, le dejaremos que siga con ello.

Lloyd dio unos golpecitos a la cubierta de la cabina.

—Por lo menos, Martin Bergen ha leído esos archivos. Ha desaparecido, pero unas galeradas que dejó para publicar demuestran sin lugar a dudas que Herzog le enseñó esos historiales. Creo que debemos pedir una orden de busca y captura contra Bergen y otra de registro del Big Orange Insider.

Gaffaney soltó un silbido.

—Los medios nos van a crucificar.

—Que les den por el culo a los medios. Tengo una pista sobre Goff basada en rumores, por un siquiatra de primera que tiene un paciente que conoce a Goff. Pero el gilipollas se oculta tras el secreto profesional, y se niega a soltar el nombre de su fuente.

—¿Ha considerado consultar a Natham Steiner?

—Sí. Hoy pensaba ir a su despacho ¿Y usted qué tiene? La radio decía que a Christie le han decapitado, eso suena a un cuarenta y uno.

Gaffaney acarició el pasador.

—Gracias a un equipo del shériff, muy competente, tengo una buena reconstrucción. El forense tardará horas en su informe pero de momento yo lo veo así:

»Uno, sí, le mataron de disparos. Christie rompió la barandilla al recibir los impactos y cayó por el acantilado. Dos, fue decapitado, pero el trozo mayor de cráneo que han encontrado es del tamaño de una moneda. ¿Sabe por qué? Porque casi seguro que le mataron con su propio revólver. No ha aparecido por ninguna parte. También le han robado la placa. He hablado con un sabueso de la Rampart y me ha dicho que Christie usaba un Python del tres cincuenta y siete, tanto en servicio como fuera de él, y que siempre lo tenía cargado con balas de punta teflón. —Gaffaney sacó una bala con blindaje de cobre—. Sopese este monstruo, sargento. Lo saqué del cinto de Christie mientras los médicos no miraban. Las balas y la cabeza de Christie estarán aún en vuelo hacia la isla Catalina.

Lloyd hizo una raya con la uña en la punta de la bala.

—Mierda, creo que los polis del shériff tienen razón; es mucho más pesada que una cuarenta y uno. ¿Y qué más hay? ¿Algo sobre Avonoco? ¿El coche de Christie? ¿Otros coches? ¿Testigos? ¿Huellas de sangre en el suelo?

El capitán le puso una mano en el pecho, frenando sus ímpetus.

—Pare el carro, me está poniendo nervioso. No tenemos todavía nada de eso, excepto un rastro de sangre que va desde la barandilla, cruzando por el pasadizo subterráneo hasta el aparcamiento del otro lado de la PCH. El rastro va disminuyendo, lo que indica que el asesino no fue herido, se manchó con la sangre de Christie. Los expertos están haciendo pruebas comparativas; pronto tendremos confirmación. ¿Cuál es «su» paso siguiente?

Estrujar a Nate Steiner para consejos legales de todo tipo. Presionar al siquiatra. ¿Y usted?

El capitán Fred Gaffaney esbozó una sonrisa irónica.

—Interrogar a los demás jefes de seguridad, revisar sus historiales, agitar esqueletos. Los federales están ahora en Avonoco. Christie, por el cargo que tenía en Avonoco, era casi un federal, o sea, que el asunto es carne conexa para el FBI. Siga en contacto, Hopkins; si desea transcripciones de interrogatorios de Asuntos Internos, llame a Peltz.

Lloyd se dirigió a su coche sin prestar atención a los sádicos que se apilaban en la PCH, bebiendo cerveza y estirando el cuello para intentar ver algo del drama. Tenía casi la mano en la puerta cuando el joven del Big Orange Insider pasó en coche junto a él y le hizo un gesto obsceno con el dedo.

Nathan Steiner era un abogado especialista en traficantes de droga. Su punto fuerte era el obstruccionismo, aburrir con mandatos y órdenes judiciales, demandas y contrademandas, mociones de información sobre futuros jurados, posibles testigos y empleados de justicia. Tácticas para descalificar por parciales a testigos, o de predisposición en contra a miembros del jurado. A menudo estas maniobras tenían éxito, pero lo más frecuente era que «El Gran Nathan» ganase sus pleitos por agotamiento de los jueces, al acosarlos con violentos ataques burocráticos hasta conseguir que cometieran algún desliz insignificante. Todo el mundo sabía que muchos jueces cedían de entrada a sus peticiones de penas reducidas con tal de mantenerle alejado de su sala y evitar el tormento de aguantar sus teatrales intervenciones. Lo que no sabía todo el mundo era que «El Gran Nathan» sentía mucho remordimiento por la gran cantidad de buitres que quedaban libres con sus artimañas y que a pesar de su altisonante defensa de los derechos ciudadanos trataba de redimir su culpa asesorando a miembros de LAPD para burlar leyes sobre registros, detenciones y libertad por causa probable.

Por eso, cuando Lloyd irrumpió sin avisar, se dispuso a escucharle. Sentándose antes de que lo invitasen, Lloyd describió un caso teórico del derecho que asistía a un médico para no divulgar información conseguida en el ejercicio de su profesión.

Insistió en que había que registrar «todos» los archivos del doctor porque aún no se sabía el nombre del sospechoso.

Cuando terminó su exposición, Lloyd se echó hacia atrás y esperó la respuesta. Steiner refunfuñó:

—Dame tres o cuatro días para pensarlo.

Lloyd se levantó y sonrió. Steiner le preguntó a qué venía aquella sonrisa.

—A que yo también soy un obstruccionista.

Después de detenerse en un puesto de tacos y devorar unos burritos, Lloyd se fue a casa a cambiar de ropa. Se puso pantalón y camisa caquis, muy usados, unas botas de seguridad y una gorra de béisbol con letrero «Estilo de vida Miller». Satisfecho de su atuendo de trabajador con barba de un día, rebuscó en el garaje y dio con un juego de útiles de ladrón que había salvado del olvido en un almacén de pruebas de la Central, hacía diez años: taladro a pilas con brocas de acero al cadmio, una palanqueta y un mazo. Los guardó en un maletín y se fué a Century City a cometer un delito de segundo grado.

El atraco duró tres horas.

Dejó el coche a medio kilómetro y se fue a pie hasta el cruce de Olimpic con Century Park Este, donde se encontró a un guarda limpiando un césped de la era espacial frente al edificio. Le explicó que le habían llamado a reparar los cables en una oficina de la planta veintiséis. Sólo le preocupaba una cosa. Necesitaba toma de corriente, con enchufes para herramienta tipo industrial. También era bueno un lavabo para rascar las partes oxidadas. El punto de toma le daba igual; traía cable de sobra. Pero, ¿habría un trastero o algo parecido en el veintiséis?

El hombre asintió con expresión aturdida y Lloyd dio gracias por su cara de atontado. Finalmente dijo que sí; en todas las plantas, en el mismo sitio, hay un cuarto trastero. Al extremo norte del pasillo. Lloyd preguntó:

—¿Me dejará el guarda del piso que lo use para mi trabajo?

La mirada del hombre se volvió a turbar. Se quedó callado unos instantes y al fin le dijo:

—Lo mejor es que esperes a que se marchen a las cuatro los guardas y que le pidas al guarda de la entrada las llaves del trastero.

Lloyd le dio las gracias y entró en el rascacielos.

Comprobó en las plantas tres, cinco y ocho el extremo norte de los pasillos y en todos encontró una puerta cerrada con el letrero «Mantenimiento».

Las puertas eran robustas, pero en la cerradura había espacio para meter la palanqueta. Si no circulaba nadie por allí cerca, iba a resultar fácil.

Le quedaban dos horas por matar hasta que se fueran los guardas, así que bajó hasta la planta baja por las escaleras de servicio y se fue a una farmacia a comprar guantes de cirujano. Al volver al Century todos sus pensamientos sobre el laberinto Goff/Herzog/Bergan/Christie se habían apartado de su mente y sólo pensaba en que delinquir le resultaba excitante y divertido. Desde la sombra de un árbol sintético vio salir a las 4.02 a media docena de hombres de uniforme. Esperó diez minutos y, al no ver a más, cogió la caja de herramientas y entró, pasando junto al guarda del vestíbulo hasta la escalera de servicio junto a los ascensores y calzándose los guantes en cuanto entró en la desierta caja de escalera. Respiró a fondo y subió con calma los veintiséis pisos hasta la puerta del pasillo frente al 2641.

El pasillo estaba vacío y en silencio. Recobró el paso normal y pasó frente al despacho de John Havilland. Al llegar al cuarto de mantenimiento, sacó la palanca y la encajó entre el marco y la puerta. Tiró con todas sus fuerzas y la puerta cedió.

El cuarto tenía unos dos metros de fondo; estaba lleno de escobas, cepillos y detergentes. Entró y buscó la luz; cerró la puerta y colocó una broca de diez milímetros en el taladro. Se agachó, pulsó el botón y clavó la broca en la puerta a medio metro del suelo. Presionando y girando a la derecha hizo un agujero apenas visible que dejaba entrar aire suficiente. Apagó el taladro y se sentó cómodamente. Suponía que las siete era la hora más apropiada para su intrusión; hasta entonces no cabía otra cosa que esperar.

Sumido en la oscuridad, Lloyd escuchó la marcha de los empleados consultando la esfera luminosa del reloj: unos se fueron a las cinco, otro grupo a las cinco y media y otro a las seis. Después de esa hora hubo un silencio ininterrumpido.

A las siete se incorporó, se desperezó y entreabrió la puerta para acostumbrar los ojos a la luz. Una vez que sus sentidos se alertaron, cogió el maletín y salió hasta la 2604.

Era una cerradura simple de acero, con la llave en el pomo. Intentó primero con una ganzúa, pero era demasiado corta y no podía alzar todos los dientes del bombillo. No tenía más opción que taladrar o forzar la puerta. Consideró la posibilidad de que cada despacho tuviera su propia alarma, y decidió tentar a la suerte. Sacó una palanca plana y afilada y forzó la puerta.

Le saludaron el silencio y la oscuridad.

Cerró con cuidado la puerta, apartando bajo la alfombra las astillas desprendidas. Tanteó el interruptor y encendió la luz de la antesala. Linda Wilhite resplandecía en la pared. Le lanzó un beso y fue a abrir el despacho. La llave no estaba echada. Apagó la luz del hall y, sacando una linterna, se guió por su luz murmurando:

—Vamos con calma, cuidado, mucho cuidado.

Apuntó a las paredes arrancando destellos de los paneles barnizados, de diplomas en marcos y del cuadro de Edward Hopper que había visto en su primera visita. Hizo recorrer la luz por toda la sala, a la altura de su cintura, encontrando estantes llenos de libros médicos encuadernados en piel, dos sillas una frente a otra y la mesa del doctor en roble tallado, «pero ningún archivador».

Pensando en «caja fuerte», palpó las paredes, leyendo los títulos antes de mirar detrás de ellos. Facultad de Medicina de Harvard. Hospital de San Vicente, de Castleford. Riqueza de la Costa Este, pero detrás sólo madera.

La encontró tras el cuadro y después dio un puñetazo en la pared; era una Armbruster «Ultimate», de triple blindaje, inviolable. Quedaba sólo la mesa del doctor, o nada.

Se acercó a la mesa con la linterna en la boca para poder manejar su equipo de ladrón. Sujetó el cajón de arriba para meter el cincel y casi se cae de espaldas cuando se abrió él solo.

Estaba lleno de lápices y bolígrafos, cuartillas, clips; debajo una pila de sobres. Los sacó, viendo en el borde escritos a máquina: Apellido, inicial intermedia, nombre, «pacientes».

Había cinco sobres, llenos de cuartillas. Los tres primeros con nombre de mujer; leyó la cuarta. Se enteró que William A. Paterson III tenía dificultades con las mujeres porque su abuela era una dominante, y que Havilland llevaba seis años con el caso, dos veces por semana, 110$ cada sesión. Lloyd miró la foto anexa; Waterson no parecía ni con mucho ser el hombre que trataba con Goff; parecía un tonto ricachón a quien le falta echar un polvo.

Leyó el encabezamiento del último expediente; vio una serie de «alias» que obligó a la mecanógrafa a salirse del cajetín: Olfield, Richard; al. Richard Brown, al. Richard Green, al. Richard Goff.

El último sobrenombre agitó a Lloyd. Abrió el sobre. En la primera página estaba adosada una foto; un busto que se parecía tanto a Goff que tenían como poco que ser gemelos. Leyó las catorce hojas estremeciéndose cuando se aclaró el motivo de tal parecido.

Richard Olfield era medio hermano de Thomas Goff, resultado de la unión de la madre de Goff con un rico neoyorquino del norte. Llevaba cuatro años de tratamiento con Havilland. La relación amor/odio con su hermano era descrita por el doctor como «neurosis evidente». Thomas Goff era un malhechor notable; Richard Olfield, un agente de bolsa/rentista que vivía sobre todo de extorsiones al padre por la alcohólica madre de Goff, quien crió juntos a los niños. Pasó por encima largos párrafos de jerga siquiátrica, intuyendo los lazos de sangre; el ansia por emular las hazañas delictivas de su hermano le llevó a cometer delitos esporádicos, robando en casas donde había objetos de arte, por informes que conseguía en la Bolsa de Valores. «Ahí estaba el contacto con Stanley Rudolph», oculto tras un cobarde pretexto ético de Havilland; quería informar a la policía sin divulgar el nombre del paciente. El uso ocasional por Olfield del nombre de su medio hermano lo describía el doctor como «identidad con móvil de engaño», el deseo de asumir otra personalidad y actuar con el aspecto amado y odiado de la persona suplantada, recobrando el equilibrio de su ego al reducir el sentimiento amor/odio a «Una norma admisible».

Leyó el expediente una segunda vez, atento a las notas más recientes. Decía que Olfield se estaba entregando cada vez con más fuerza a la sique de Goff y «estaba adquiriendo dimensiones patológicas». Goff odiaba a las mujeres, rondaba por bares en su busca para abusar de ellas; Olfield pagaba a putas que se dejasen pegar. Goff tenía odio a la bofia, hablaba a menudo de matar policías; Olfield empezaba a copiar esa tendencia de su medio hermano. La última anotación era del 2 de Febrero; poco más de dos meses; decía que Richard Olfield estaba llegando al esquema clásico del paranoico/esquizofrénico criminal».

Dejó la carpeta; se preguntó si Olfield había dejado la terapia desde febrero, o si Havilland tenía más datos en otro sitio. Revisó más cajones y dio con una agenda; en la «O» figuraba Olfield, calle Windemere 4109, Hollywood, 464-7892.

Lloyd se sentó a meditar; vio con rabia que no podía acusar a Havilland por encubrimiento, su asalto ilegal lo impedía; pensó luego en Olfield y se calmó. Colocó las fichas en su sitio y con su maletín en mano se dirigió a la puerta; se decía:

—No dejes que Havilland se entere de que han violado sus secretos. No dejes que alerte a Olfield; y que éste alerte a Goff. Esconde tus pistas.

Contempló el marco astillado; consideró varias opciones. Sacó la palanqueta y fue a la oficina contigua. Pensó «Ya», y forzó la puerta.

Sólo oyó la madera al romperse. Forzó la otra, y la otra y de repente el zumbido de alarma cubrió el ruido de madera rota.

El zumbido fue subiendo hasta quedarse fijo en un registro agudo. Recogió la caja de herramienta y corrió hasta el trastero, mirando al pasar las señales de los ascensores: estaban ya en el sexto piso y subían rápido.

Abrió el trastero, y dejó entreabierta la puerta. Se fue a la escalera de servicio y cerró tras él, quedando una rendija para mirar. Segundos después se abrió el ascensor y oyó pasos apresurados y un solo respirar agitado. Vio al guarda desenfundar y entrar cauteloso al trastero; Lloyd, de un salto, se acercó y cerró de golpe, dejando encerrado al guarda.

—¿Qué hostias pasa? —gritaba el guardia atrapado; oyó seis disparos que atravesaban la puerta y rebotaban en el pasillo.

Volvió a las escaleras y bajó como un rayo las veintiséis plantas. Jadeando y sudando por el esfuerzo, abrió la puerta de comunicación con el vestíbulo. Nadie. Salió y atravesó el cesped sintético hasta Century City Este, con aire inocente. Ya estaba llegando a su coche sin distintivos cuando oyó un ulular de sirenas acercándose. Con temblor en sus manos fue hasta Hollywood Hills.

Windemere era una transversal en la zona cara del Auditorio. La manzana 4100 era de chalés bajos, sin árboles ni setos en la acera. Un sitio fácil de vigilar.

Aparcó en la esquina y recorrió a pie la manzana. Ningún Toyota amarillo. Retrocedió, apuntando con su linterna los letreros marcados en el bordillo. El 4109 estaba enfrente, a dos puertas de su coche. Miró la hora: 8.42; la casa estaba oscura como un tizón.

Regresó al Matador y sacó la Ithaca oculta bajo el asiento. Metió una bala en la recámara, cruzó la calle y tocó el timbre.

No hubo respuesta ni luces de dentro. Pegó la cara a la ventana; una cortina gruesa impedía toda visión. Pegado a la pared, dio la vuelta a la casa, cruzó el porche y fue a la parte de atrás; ningún coche, gruesas cortinas en las ventanas. Un denso seto medianero impedía el paso. Estiró el cuello y vio más ventanas oscuras. El brillo y los sonidos de las casas vecinas acentuaba la soledad de ésta. Después de casi una hora llegó un Mercedes blanco que paró frente a la casa. Se bajaron un hombre, demasiado alto para ser Goff, y una enfermera, con mucho sobeo y caricias. Ella soltaba grititos cuando él le mordía el cuello. Subieron al porche y entraron. Se cerró la puerta cuando una luz se filtraba entre las cortinas.

Se quedó mirando las cortinas pensando en aquella mujer. Si era una fulana, Olfield le había pagado para aguantar una paliza. Pero algo no encajaba; el uniforme y sus afectuosas caricias apuntaban a una amiguita o un ligue. Refrenó su impaciencia con el pretexto de no poner en peligro a la chica y se dispuso a esperar en la noche.