CAPÍTULO QUINCE
Tras un apretón de manos y unos breves saludos, Linda Wilhite tomó asiento y empezó a hablar. Havilland escuchó un autoanálisis impreciso; entonces dejó de dedicarle toda su atención y se puso a buscar el modo de que la belleza de Linda colaborase para él en el único objetivo importante de su vida; que su pensamiento fuera siempre un paso por delante del de Lloyd Hopkins.
Puesto que los dos eran genios, el motor mental del Noctámbulo debía ir siempre a tope, atento a todo descuido y fuga cometido durante la partida de ajedrez. Dejó del todo el tema Linda y se concentró en el único fallo posible de aquella partida: Jungle Jack Herzog.
Su relación había sido de mutuo respeto, sincero en Herzog, fingido el del doctor. El Alquimista era el prototipo del enfermo siquiátrico, buscador de la verdad que, cuando la encuentra y no puede soportar la angustia, se encierra en su concha. Por eso el doctor jugó con su idea fantástica de emplear los expedientes robados para abrir una brecha en la credibilidad de la Policía de Los Ángeles, que por extensión redimiera a su amigo Marty Bergen y que éste, aunque cobarde y despreciable, fijase su atención en Herzog.
Pero la verdad fue demasiado fuerte para él, y Herzog, presa de vergüenza masculina, huyó a un destino final desconocido. A poco de su desaparición, Goff limpió su apartamento. La probabilidad de que no hubiese dejado pistas o contactos con Bergen o la policía era astronómica: el vergonzoso descubrimiento de su homosexualidad lo impedía. Pero Lloyd llegó a encontrar relación entre Herzog y Goff, «sin hablar de archivos». Esto era un peligro en potencia, aunque Herzog no pudo saber nunca nada de las actividades delictivas de Goff. Lo importante era hacer creer a Hopkins que él protegía a alguien cercano a Goff; que se veía frente a un dilema ético y que estaba entre la espada y la pared. Haría el papel de hombrecillo liberal inseguro y con conciencia, al que tanto odiaban los policías, y el «loco de Lloyd» tragaría anzuelo, sedal y plomada.
El Viajero Nocturno frenó su mente, insertando latiguillos y tópicos de siquiatra cuando decaía el monólogo de Linda. Tenía que decirle algo; antes hizo un resumen, había que calmar a sus solitarios y disculparse por su ausencia; entonces sonrió y dijo:
—He dejado que hable sin cortar con preguntas; en el pensar está su problema, no la solución. Tiene que darme «hechos», medir las verdades básicas y sus matices, pedirme consejo, aceptarlo o rechazarlo, y pasar al siguiente «hecho». Habrá leído todo lo publicado con buena intención sobre autoayuda y está atiborrada de alimento «inútil»; déme «hechos».
Linda se ruborizó, golpeó los brazos del sillón.
—Hechos. Quiere hechos, pues ahí van: hecho, estoy sola. Hecho, estoy cachonda. Hecho, acabo de conocer a un hombre que me gusta. Hecho, seguro que le voy. Hecho, añora a su esposa que le dejó abandonado. Hecho, no se deja, por más que lo desee. Hecho, esto me jode un montón.
Havilland sonrió. La letanía le sonaba a un pez tragándose el anzuelo.
—Hábleme de él; cuénteme hechos, físicos o de otro tipo, y después sus conclusiones.
Linda alisó el borde de la falda y le devolvió la sonrisa.
—De acuerdo. Es corpulento, de unos cuarenta años, ojos grises muy profundos, y pelo castaño. Campechano. Viste con descuido. Es simpático, arrogante, sarcástico. Muy inteligente, pero nada artificial. En fin, «lo tiene»; es un «natural».
El doctor tenía la impresión de que el pez, tras engullir el anzuelo, por una extraña razón empezaba a comer el sedal. Habló con una voz incorpórea, como filtrada por una cámara acústica.
—¿«Lo tiene»? ¿Es un «natural»? Eso no son hechos. Por favor Linda, concrete más.
—No se me enfade. Usted dijo conclusiones.
Havilland echó el cuerpo hacia atrás con la sensación de que su enojo había hecho que el sedal se partiera.
—Lamento haber alzado la voz. Hay veces que la inconcreción me irrita.
—No se disculpe, doctor. Usted conoce las emociones humanas mucho mejor que yo.
—Sí. Más hechos, por favor.
Linda se miró sus manos enlazadas y empezó a contar con los dedos.
—Es un poli, orgulloso en exceso, está solo, es…, mierda, lo «tiene».
Havilland sintió que la belleza de Linda era igual que un alambre de espino cuyas puntas se le clavaran en la yugular y que su voz las afilaba como cuchillas de afeitar.
—Doctor, no consigo concretar hechos sobre ese hombre. No sabe io extraño que es haberle conocido tan poco después de empezar esta terapia, y seguro que de este conocimiento no saldrá nada, pero los únicos hechos que tengo son mis intuiciones. Doctor, ¿se encuentra usted bien?
Havilland miraba a través de Linda al tablero de ajedrez que acababa de crear para así recobrar su temple profesional. Reyes, reinas, caballos, todos se caían; el ruido de las fichas le hizo poder sonreír y decirle con voz pausada.
—Lo siento, Linda; uno de mis pequeños ataques de vértigo. También siento haber refutado tus intuiciones. Me ha llamado la atención una cosa cuando describía a ese hombre y es que se parece bastante al de sus fantasías, con jersey talla 44. ¿A usted también le ha pasado eso?
Linda tuvo que cubrirse la boca de las carcajadas.
—Quizá los Rolling Stones no acertaron.
—¿Qué quiere decir?
—Se ve que a usted no le gusta el rock. Es de una canción de los Stones: «No siempre puedes conseguir lo que quieres». Aunque puede que estén en lo cierto, porque si Lloyd no quiere, seguro que no le tendré.
Havilland apoyó yema contra yema sus dedos formando un triángulo que alzó hasta su cara. Miró a Linda a través de él.
—¿Cómo ha afectado ese hombre a tu vida de fantasía?
Linda le dedicó una triste sonrisa.
—Usted no se pierde detalle. Sí, ese hombre es el tipo clásico del jersey. Sí, posee ese halo de violencia que le dije. Sí, le he convertido en el hombre que ve en mi casa las violentas películas. También me agrada que sea poli. ¿Sabe por qué? Porque no me censura que sea una prostituta; los polis y las putas hacemos la calle, por decirlo así.
El doctor dejó caer el triángulo sobre sus muslos.
—Ha progresado mucho su tratamiento sólo en tres sesiones, Linda. Tanto que estoy pensando ofrecerte una sesión de ayuda visual algo vanguardista, dentro de una semana. ¿Está dispuesta a someterse a ello?
—Claro, usted es el médico.
—Sí, lo soy. Y los médicos fijan resultados a obtener. Los míos se consiguen enfrentando a mis pacientes ante sus miedos y secretos más horribles, pasando por puertas verdes, hasta más allá del más allá. Sabe usted que esos enfrentamientos van a resultarle dolorosos en extremo, ¿no es así, Linda?
Linda se levantó, se alisó la falda y colgó el bolso al hombro.
—Si no duele no vale. Soy muy dura, doctor. Aguantaré todas las verdades que quiera echarme. ¿El viernes a las diez y media?
El doctor se puso de pie y tomó la mano de Linda.
—Sí. Una cosa más. ¿Cómo iban vestidos tus padres cuando murieron?
Linda retuvo la mano del doctor meditando la pregunta.
—Mi padre llevaba un pantalón caqui, camisa de lana a cuadros y una gorra de béisbol. Recuerdo las fotos que me enseñó un policía. No se creían que siguiese con la gorra puesta después de volarse los sesos. Mi madre trabajaba de enfermera en prácticas; llevaba uniforme blanco, ¿por qué?
Havilland bajó la mano de Linda.
—Terapia simbólica. Gracias por desenterrar recuerdos tan desagradables.
—Si no duele no vale —le dijo Linda mientras hacía adiós con la mano.
Se quedó en su despacho, aún flotaba aroma de Linda y su perfume. Pensaba por qué su maniobra más audaz producía en él una reacción tan extraña. Recorrió mentalmente toda le sesión y no encontró nada, sólo un pitido que recordaba una sirena de alarma aérea ululando su aviso fatal. Pensativo, tomó el teléfono y marcó un número. Oyó una grabación.
—¡Hola, cariño, soy Sherry! Ahora mismo estoy fuera, pero si te va la marcha, o simplemente palique, díselo al contestador. ¡Ciao!
Colgó de inmediato, consciente del error que acababa de cometer. Sherry vivía en Valle; la llamada era una conferencia interurbana que figuraría en su recibo telefónico. Respiró profundamente y cerró los ojos, en busca de ideas que contrarrestaran aquel fallo. Las encontró en forma de «hechos»: en Júnior Miss sólo había cosas sin imaginación. Buscó en la información robada a Avoñoco y dio con «hechos»; su sistema de seguridad era clase dos, el Alquimista había dicho: «Por tirarte un pedo ya te hacen un expediente. Trabajan allí montones de presos en condicional, con o sin carta de trabajo, montado a base de sobornos por todo el Condado». El expediente robado a la policía decía que el jefe de seguridad de Avonoco era un jugador empedernido que había sido sometido a tratamiento siquiátrico. Material de primera para Thomas Goff. De primerísima calidad para un siquiatra capacitado.
El Noctámbulo cerró con llave su despacho y bajó por el ascensor hasta la fila de cabinas del vestíbulo. Estaba mirando las páginas amarillas cuando dio con la causa de su conducta poco adecuada y desorientada, producto de emociones baratas:
Tenía celos de la atracción que Linda sentía por Lloyd Hopkins.