CAPÍTULO SEIS
Setenta y dos horas del caso de la licorería. Más de dos mil horas investigando todas y cada una de las posibles pistas serias. Resultado: cero. Comprobaciones exhaustivas de los historiales de las víctimas; cero multiplicado por el silencio del factor azar, gente decente en un lugar erróneo y a la hora errónea. Seres queridos tentando a Dios por quién sabe qué motivos. Escarbar en hechos vulgares que no llevaban a ninguna parte.
El informe de huellas era un amasijo de círculos, rayaduras y manchas. Las marcas de tacones y restos de tejido eran todos de las víctimas. Los informes de los confidentes eran desquiciados y no encajaban con la idea que Lloyd se había hecho del asesino; un ser frío y astuto, sin deseo de hacerse famoso. Si las pesquisas de revólveres del 41 robados eran negativas, habría que preguntar por todo el país, y poner a un equipo de expertos en informática a investigar los más de trescientos mil coches japoneses, a cotejarlos uno a uno con todos los delincuentes convictos, con todos los sospechosos fichados, buscando algo en común. Si nada surgía y la búsqueda del arma no arrojaba luz, el caso moriría en el montón de asuntos pendientes.
Lloyd estaba en el despacho del Holandés, disfrutando la tranquilidad de una Comisaría secundaria al atardecer. Resopló; el tiempo trabajaba en su contra. Leyó los informes de Tráfico en toda la ciudad. La noche del 23 de Abril mandó parar a once coches japoneses amarillos, por diferentes infracciones: cuatro eran mujeres; cinco, negros marginados, dos sin antecedentes, los otros tres con delitos menores por droga o impago de la pensión de divorcio; los dos restantes eran blancos: un abogado por conducir ebrio y un chaval por hacerlo bajo narcóticos, tal vez cola, según el agente que le detuvo. Ninguna pista.
—¡Mierda!
Revolvió furioso el despacho; encontró lápices y papel impreso en el cajón de la mesa y dejó una nota:
Holandés, el tiempo se acaba. Hay atracos a montones en el centro y seguro que me endosan algún caso. Los informes de tráfico del 23 y de los chivatos, cero. ¿Puedes hacer esto?
1. Manda un grupo de polis de uniforme de casa en casa (un radio de seis manzanas de la licorería). Que pregunten:
A. Coches japoneses amarillos vistos (matrículas).
B. Vagabundos de los últimos tiempos.
C. Conversaciones que tuvieron los tres muertos (los tres eran del barrio). ¿Dijeron algo sospechoso?
D. Verificar los informes de los policías que fueron de casa en casa la noche del crimen. ¿Quiénes no estaban en casa aquella noche?
E. Di a tu gente que Homi tiene consignación especial para este caso. Que cobrarán horas extras con el próximo libramiento.
2. Pide a Hollywood Oeste y a Tráfico datos sobre todos los coches amarillos de los últimos seis meses. Separa todos los partes de Tráfico desde ahora y comprueba los informes de Homi que hablen de lo mismo.
3. Asunto Herzog. Tengo una sensación extraña, aparte del hecho de que J.H. robara mi expediente. Antes de avisar a Asuntos Internos quiero tener algo sólido. ¿Has husmeado algo de los seis policías? ¿Siguen sin aparecer las carpetas? Voy a dormir unas noches en el cubil de J.H. (886-3317), a ver si pasa algo. Además, si los jefazos de Homi no dan conmigo, no me pueden encargar más casos.
Llamaron a la puerta y alguien tosió. Lloyd dejó la nota bajo el pisapapeles.
—¡Adelante!
Entró el teniente Walt Perkins, cerrando la puerta. Lloyd le vio algo nervioso y le preguntó:
—¿Me buscas a mí o al Holandés, Walt?
—A ti.
Lloyd le indicó una silla. Perkins no hizo caso.
—He hablado con la brigadilla. Herzog siempre iba solo. Muchos querían ir con él, por su fama, pero Herzog pasaba de todos. Decía de broma que el noventa y cinco por cien de los Antivicio eran alcohólicos. Era…
Perkins titubeaba. A Lloyd la excitación le hizo revivir: el hombre de pelo color arena «no» era policía.
Perkins seguía moviendo los pies, trazando ochos imaginarios en el suelo.
—Lloyd, no quiero que Asuntos Internos meta las narices en la brigada.
—¿Por qué? Lo más que te puede pasar es una bronca. Los jefazos de Vicio llevan años haciendo trabajar a Herzog bajo cuerda. Todo el mundo sabe eso.
—No es por ahí.
—¿Entonces qué es?
—Es por ti. Sé con todo detalle lo que te pasó el año último.
Me lo contó un segundo jefe. Te admiro por lo que hiciste, no es por ahí; es que me enteré que el Comité de Ascensos os tienen bloqueados al Holandés y a ti, y yo…
Lloyd vio que se oscurecía el borde de su campo visual. Tragó saliva para no elevar la voz.
—Y tú quieres que me siente y me calle. ¡Con un policía hermano muerto!
Perkins negó con la cabeza y bajó la vista, suspiró:
—No. He pagado a un oficinista de Personal; Herzog figurará como vivo una semana más y luego dará parte. Entonces se abrirá una investigación.
Lloyd dio un puntapié a la papelera; una lluvia de papeles arrugados cayó en las piernas de Perkins. Se acercó a la puerta y le miró a la cara.
—Los conversos de Asuntos Internos te tienen entre ceja y ceja, Hopkins; sobre todo Gaffaney. Eres un gran poli, pero te importan un huevo los demás y perjudicas a los que están contigo. Mira al Holandés, cómo está por tu culpa. ¿Me puedes censurar porque quiera taparme el culo?
Lloyd abrió las manos que había cerrado con toda su fuerza.
—Todo es un trueque. Tú eres administrativo, yo cazador. Tú eres un jefe apreciado, lo que significa que tu gente chulea a las putas para que se la mamen y arranca a los camellos la perica para esnifarla gratis por todo Hollywood. A mí no me aprecian tanto, se me ocurren ideas extrañas, que asustan. Pero yo me gano el sueldo y tú no; así que no me juzgues. Quítate de mi vista, no te vaya a perjudicar; voy a llevar este asunto hasta el fin.
Lloyd fingió ocuparse con los papeles que había en la mesa. En cuanto desvió la mirada, Perkins salió a toda prisa.
Una hora después, ya de noche, Lloyd se fue al Jackie D’s. Estaba el mismo barman de hacía dos noches y el local lo mismo de vacío. El barman con la misma cara triste, extendió un mantel cuando Hopkins se acercó a la barra. Meneó la cabeza:
—No hay compasión en este mundo. Los que beben Ginger Ale vuelven siempre. No hay compasión.
—¿Qué pasa ahora?
—Un concurso de camisetas mojadas del bar de al lado. Primero compites con bebida gratis; luego, con tetas gratis. He oído que el dueño de ese garito va a organizar tías boxeando en el barro, tías afeitándose el coño, tías midiendo pollas. Hago la maleta y voy a algo seguro, como la heroína.
—¿No tiene también suspendida la licencia?
—Sí, pero es joven y le queda moral e imaginación para montar cosas. Ya sabes, rascacielos giratorios en forma de picha de cuarenta pisos de alto, o un garaje subterráneo en forma de un coño que, según entras, un rayo láser te dispara un orgasmo. En este mundo no hay compasión.
—Sí que la hay y aquí estoy yo para probarlo.
El hombre sirvió a Lloyd otra tónica.
—La bofia no trae compasión, sólo problemas.
Lloyd sacó un sobre del bolsillo.
—¿Recuerdas el tío por el que pregunté la otra noche? ¿El que dijiste venía por aquí con el otro, uno de pelo color arena, de treinta y pocos años?
—Sí, lo recuerdo.
—Bien. Vamos a hacer un retrato de aquel tío. Tú vas a ser el artista; acércate a este lado.
Lloyd extendió en la barra las piezas.
—Es lo que se llama un retrato robot. Son partes de la cara que se acoplan según lo va diciendo el testigo. Se empieza por la frente y se sigue hacia abajo; por ejemplo, de nariz hay más de treinta clases, y todo así. ¿Ves cómo se encajan las piezas?
El barman movió cejas, barbillas y bocas del montón y dijo:
—Sí; voy juntando partes hasta que se parecen al tío, ¿no?
—Correcto. Y luego, con un lápiz, doy los toques finales. ¿Lo has comprendido?
—¿Me crees gilipollas?
—Te creo un Goya.
—¿Quién es ese?
—Un barman que pinta cuadros en ratos libres.
Le llevó media hora de rebuscar, comparar, rechazar, volver a coger hasta que sacó una cara completa. Lloyd la miró y dijo:
—No está mal. Un tipo bien parecido, con un toque de rencor. ¿Estás de acuerdo?
—Sí. Ahora que lo dice, tenía pinta de rencoroso.
—Vale. Ahora rellena lo que falta.
Sacó un lápiz y lo puso junto al retrato. El barman lo cogió, miró al retrato desde varios ángulos, sombreó las mejillas, ensanchó la nariz y puso en los labios un trazo fino de odio. Lo remató con una rúbrica con florituras.
—Ya está. Es el mismo cabrón en persona.
Lloyd lo acercó a la luz. Cara enjuta y enérgica. La boca delgada daba una frialdad helada a sus rasgos regulares. Sonrió y sintió que le tiraban de la manga.
—¿Dónde está la compasión de que hablabas?
Lloyd se guardó el boceto:
—Llama a Antivicio mañana, a las diez en punto. Te dirán que han retirado los cargos contra ti y que no tienes ninguna suspensión de licencia.
—¡Joder! ¿Tanto mandas?
—Sí.
—¡Compasión! ¡La compasión prevalece!
Mientras se dirigía por Cahuenga al domicilio de Herzog, pensaba: sólo prevalece la caza. «Rastrea todas las pistas hacia adelante y atrás en el tiempo y te encuentras igual que hace cuatro, ocho o dieciséis años: persiguiendo a seres diabólicos, demasiado perversos para ser llamados humanos y demasiado desgraciados para poder llamarse otra cosa. Encontrándolos o no, vigilando atento y asustado, impartiendo una justicia ambigua, rompiéndote los cuernos por unas doctrinas tan variables o fijas como tú quieras que sean.» La caza prevalece: prueba de ello es que se caza siempre en el mismo lugar. El Distrito de Los Ángeles, con miles de kilómetros de asfalto, neón, laderas con árboles y maleza, arterias retorciéndose y girando en redondo, producía migraciones humanas que siempre estallaban en sangre y destrucción del paisaje dejándolo a la vez alterado y permanente.
Lloyd miró afuera; sabía exactamente dónde estaba; quince años atrás trabajó para Antivicio en un bar, el Tropics de Ray Backer. Ya no existía; toda la manzana estaba demolida. El Tropics era ahora una lavandería de autoservicio, y la gasolinera Texaco de la esquina una iglesia coreana. Un pensamiento le asaltó: si la ciudad se volvía irreconocible y los únicos símbolos de su permanencia eran las violencias sangrientas, ¿se estaba volviendo loco?
El vestíbulo de la casa estaba lleno de chavales jugando con máquinas de marcianitos. Lloyd pasó junto a ellos al ascensor y subió a la planta cuatro. El pasillo estaba desierto, con mucho ruido de música estéreo y televisión; se acercó a la 423 y escuchó, no oyó nada y forzó la puerta.
Accionó el interruptor: vio el mismo piso aséptico, con la única variante, desde su visita anterior, de más correspondencia, publicidad y cartas de la Compañía Eléctrica y de Telefónica con sendos ultimátum. Como el dormitorio y la cocina seguirían igual, Lloyd se sentó en el sofá a pensar con tranquilidad.
Su mente cavilaba; las incógnitas eran el 41 y los informes robados; sonó el teléfono. Lloyd descolgó y disimuló la voz:
—¡Diga!
—El Holandés, Lloyd.
—¡Mierda!
—¿Esperabas a alguien?
—En realidad, no. No me acordaba que te dejé el teléfono.
—¿Algo nuevo sobre Herzog?
—Un buen dibujo del que le acompañaba por bares. Nada más.
—Tengo algo sobre esas fichas desaparecidas. ¿Tienes lápiz?
Lloyd sacó un bolígrafo y el bloc espiral.
—Dispara.
—Bien. Uno, siguen sin aparecer. Dos, «nadie» del Cuerpo presentó esas peticiones. Tres, los seis policías gozan de mucho prestigio en el Depar…
Lloyd le interrumpió.
—¿Qué hay de común en todos ellos? Yo soy el único por debajo de teniente.
—A eso iba. De acuerdo, son seis fichas: uno eres tú, el mejor detective de Homi del Cuerpo. Dos, Johnny Rolando, ya le conoces; ha sido asesor en programas de TV. Ambos pertenecéis al grupo de policías legendarios. Y los cuatro restantes, Tucker, Murray, Christie y Kayser, no son más que jefes uniformados que trabajan duro y con más de veinte años de servicios. Lo que…
Lloyd volvió a interrumpir.
—¿No has sacado más que eso?
Peltz suspiró:
—Tú calla y escucha, ¿quieres? Los cuatro tienen algo en común: todos trabajan pluriempleados en fábricas como jefes de seguridad nocturnos. Ya conoces el truco, vigilantes mal pagados, gente en condicional, drogatas con sustancias químicas a su alcance, que los empleados no roben mucho, y todo ese rollo.
Las ruedecitas empezaron a moverse en su cabeza.
—¿De dónde te vino el soplo?
—Un amigo del FBI. Las cuatro fábricas, Fibras de Vidrio Avonoco, Cosméticos Júnior Miss, Automociones Jahnelka y Plásticos Surferdawn son lo que podríamos llamar empresas semiclandestinas. Guardianes rechazados del Cuerpo de Policía, archivos con trapos sucios de empleados, ya sabes, para atarles corto si esnifan y se van de la lengua. Archivos gordos en la gente de Avonoco. Construyen equipos de alta seguridad para la base Andrews de la Fuerza Aérea; pagan menos del salario mínimo a todos los que no sean directivos. ¿Te gusta?
—No lo sé. ¿Donde está el truco? ¿Contratar a policías de verdad como figurones? ¿Tener a raya a los perros guardianes? ¿Intermediarios, si algún empleado resulta lastimado?
El Holandés bostezó:
—Básicamente, yo diría que sí.
—¿Algo de basura importante en los policías?
—En realidad, no. Johnny Rolando se tira a starlettes de televisión. Christie, el de Avonoco, tiene un historial de jugador vicioso y tratamientos siquiátricos. Te encanta endilgarles mierda a los jefes en vez de irte a tu casa a dormir. No es más que una muestra al azar de lo mejorcito de Los Ángeles.
Lloyd no sabía si reír o enfadarse. De repente sintió remordimientos y se vio obligado a decir:
—Me disculparé delante de Perkins.
—Está bien. Se lo debes. Me pongo a trabajar con la nota que me dejaste y te doy otras cuarenta y ocho horas con lo de Herzog. Después denunciaré su desaparición. El padre de Herzog es un viejo, Lloyd, se lo debemos.
—Sí. ¿De qué tiene miedo Perkins?
—De nada de la mierda que le has acusado. Su brigada antivicio es la más limpia de toda la ciudad.
—Entonces, ¿de qué?
—De ti. Un poli de cuarenta y dos años, sin nada que perder y terco como una muía, asusta a cualquiera. Hasta a mí me asustas a veces.
Lloyd sintió un fuerte remordimiento.
—Buenas noches, Holandés.
—Buenas noches, muchacho.
Lloyd colgó; pensó en nuevas facetas del caso. Pensaba en posible chantaje, pero sus ojos no se apartaban del teléfono. ¿Llamaría a San Francisco, a Janice y las niñas? ¿Le diría que la casa seguía casi como la dejó, que solo usaba la cocina y el cuartito para conservar el resto como prueba de lo que fue y podía volver a ser? Sus charlas telefónicas con Janice habían mejorado de tono, eran civilizadas. ¿Había llegado el momento de insistir para restaurar el pasado familiar?
La respuesta le vino de su trabajo. No. Los de Asuntos Internos de la desaparición de Herzog tomarían nota de las llamadas; el querido de Janice no aceptaría el cobro revertido de ésta. La realidad de ser policía le volvía a joder.
Se tumbó en el sofá y se entregó a una serie de conjeturas. Llevaba así media hora pensando diversos tipos de chantaje cuando oyó llamar suave a la puerta y una voz de mujer.
—¿Jack? ¿Jack? ¿Estás ahí, Jack?
Lloyd se levantó y abrió la puerta. Una rubia alta apareció enmarcada a la luz del vestíbulo. Su mirada era vaga y su blusa y vaqueros de firma estaban arrugados. Alzó la vista hasta él.
—¿Eres Marty Bergen? ¿Está Jack?
Lloyd la invitó a pasar, estudiándola sin ocultarlo. Treinta escasos, rostro inteligente y enérgico. Cuerpo esbelto, tenso por algún motivo, con garbo. «Abórdala con suavidad», pensó.
Ella se paró junto al sofá.
—Me llamo Hopkins; soy policía. Jack Herzog hace un mes que falta. Lo estoy buscando.
La mujer dio un paso atrás consciente, sus zapatos tocaron el sofá y se sentó. Se llevó las manos a la cara, luego las bajó y se apretó los muslos. Sus dedos palidecieron.
—¿Cómo se llama?
—Meg Barnes.
Su voz tranquila le invitaba a preguntar más.
—Voy a hacerle preguntas personales.
—Adelante.
—¿Cuando vio a Herzog la última vez?
—Hará cosa de un mes.
—¿Qué clase de relación tenían?
—Amigos, a veces amantes. El sexo iba y volvía; ninguno de los dos lo forzábamos. La última vez que le vi dijo que quería estar él solo una temporada. Le dije que al cabo de un mes volvería.
—Lo cual es esta noche.
—Sí.
—¿Habló con Herzog en ese mes?
—No.
—Las últimas veces que se vieron, ¿hubo sexo?
Meg vaciló y al fin dijo:
—No. ¿Pero qué tiene que ver eso con su desaparición?
—Herzog es un hombre excepcional, señorita Barnes. Todo lo que sé de él así lo indica. Quiero hacerme una idea de su estado de ánimo cuando desapareció.
—Yo se lo puedo contar. Jack estaba o radiante del todo o muy deprimido, era como un columpio. Casi sólo hablaba de cómo rehabilitar a Marty Bergen. Decía que iba a joder a los jetazos de LAPD por lo que hicieron.
—¿Por qué pensó que yo era Bergen?
—Porque Bergen y yo somos los únicos amigos de Jack, y usted es corpulento, como Jack describía a Bergen.
Lloyd se quedó un rato ordenando sus ideas.
—¿Dijo Herzog de qué modo iba a rehabilitar a Bergen y joder a los peces gordos?
—No. Nunca.
—¿Podría darme casos concretos de su conducta eufórica o abatida?
Meg Barnes reflexionó la pregunta.
—Jack estaba o muy callado o se reía de cualquier cosa, fuese graciosa o no. Se reía de forma histérica de alguien o algo llamado doctor John el Noctámbulo. La última vez dijo que estaba muy asustado y que eso le sentaba bien.
Lloyd sacó el esquema robot.
—¿Ha visto a este hombre?
Meg lo negó con la cabeza.
—No.
—¿Le dicen algo los nombres de Howard Christie, John Rolando, Duane Tucker, Daniel Murray o Steven Kayser?
—No.
—¿Y Avonoco, Autos Jahnelka, Plásticos Surferdawn o Cosméticos Júnior Miss?
—No. ¿Qué son?
—No importa. ¿Y mi nombre, Lloyd Hopkins?
—¡No! ¿Por qué me pregunta esas cosas?
Lloyd no repondió. Se levantó y lanzó al suelo el cojín en que estuvo sentado y arrastró la mesa hasta la pared. Cuando dio la vuelta, Meg Barnes estaba mirándole fijamente.
—Jack ha muerto.
—Sí.
—¿Asesinado?
—Sí.
—¿Va a coger al que lo hizo?
Lloyd encogió los hombros con un escalofrío.
—Sí.
—¿Va a dormir aquí? —La resignación había sustituido al nerviosismo controlado de su voz.
—Sí.
—¿Le echó de casa su mujer?
—Algo por el estilo.
—Podría venir a casa conmigo.
—No puedo.
—No suelo decir eso a menudo.
—Ya lo sé.
Ella se levantó y caminó hacia la puerta. Lloyd vio sus pasos como una carrera contra el llanto. Cuando su mano alcanzó la puerta, Lloyd le preguntó:
—¿Qué clase de hombre era Herzog?
Las palabras y las lágrimas de Meg Barnes salieron cálidas.
—Un hombre con miedo a ser vulnerable. Un hombre tierno que temía a su ternura, que la enmascaraba con su placa y su revólver. Un hombre amable.
La puerta se cerró de golpe cuando las lágrimas hicieron que las palabras sobraran. Lloyd apagó las luces y se quedó mirando por la ventana en la oscuridad enmarcada por neón.