CAPÍTULO DOS
El sargento Lloyd Hopkins miraba a su mejor amigo y maestro, el capitán Arthur Peltz, el Holandés, en su oficina, esperando que acabase de una vez aquella charla previa y entrase en materia. Habían hablado de todo, desde el equipo de fútbol de la policía de Los Ángeles hasta las últimas denuncias por robo. Era incapaz de ir derecho al grano siempre que quería algo; Lloyd sabía que, desde la marcha de Janice con las niñas, Peltz se creía obligado a agotar antes otros temas triviales; antes hablaban de la familia para romper el hielo, pero, ahora que Lloyd estaba solo, el Holandés daba rodeos con otros asuntos. Cada vez más impaciente y enfadado por ello, Lloyd miró por la ventana los coches en blanco y negro que salían para el turno de noche y le dijo:
—Estás preocupado, Holandés; dime lo que es y te ayudaré.
Peltz posó el sujetalibros de cuarzo que manoseaba.
—Jungle Jack Herzog. ¿Te suena?
Lloyd hizo un gesto:
—No.
Acercando una carpeta, el Holandés le explicó:
—Agente Jacob Herzog, treinta y cuatro años. Trece de poli. Un tío ejemplar, con cojones bien puestos. Cara de infeliz. Trabajó en la Metropolitana y en Información. Estuvo en Antivicio con todas las brigadillas de Los Ángeles, siempre solo. Tres menciones a su valor. Conocido por «el Alquimista», por su habilidad para disfrazarse de cualquier cosa: de viejo cojo, marinero borracho, currante, macarra en moto. Lo que quieras.
Lloyd aguzó la vista.
—¿Y?
—Desapareció hace tres semanas. ¿Recuerdas a Bergen, el cagón?
—Recuerdo que dos tíos partieron en dos a un socio con una del diez, y Bergen tiró su arma y perdió el culo corriendo. Que le formaron juicio por cobardía, donde le machacaron y le echaron del Cuerpo. Que escribió alguna novela corta cuando estuvo en Hollenbeck de patrullero y que no ha parado de revolver mierda contra nosotros desde el panfleto antipolicial Big Orange Insider. ¿Qué coño pinta en todo esto?
El Holandés señaló el expediente.
—Bergen era el mejor amigo de Herzog. Herzog declaró a su favor en el juicio y armó un cirio desafiando al Departamento a que le expulsaran. El jefe mismo se ocupó de que le quitaran de la calle y le dieran un puesto de chupatintas en la Central. Pero Jack valía demasiado para pastar. Ha trabajado de estranjis a petición de la mitad de los jefes de la Antivicio. Los últimos meses estaba aquí, en Hollywood. Lo reclamó Sam Perkins, y le pagaba del fondo para soplones. Mientras que los de Vicio no podían entrar en ningún sitio sin que les descubriesen, Jack los machacaba vivos.
Lloyd cogió el expediente y se lo guardó en el bolsillo:
—¿Denuncia por desaparición? ¿Familia? ¿Amigos?
—Negativo todo ello, Lloyd. Herzog estaba más solo que la una. Sin familia, salvo su anciano padre. El casero no le ha visto desde hace más de un mes, y no ha venido por aquí ni por su oficina en la Central.
—¿Droga? ¿Alcohol? ¿Un coño?
El Holandés soltó un suspiro.
—Se le podría definir como un ascético intelectual. Y a la Jefatura no parece importarle; los primeros en darnos cuenta de su falta somos Walt y yo. Desde lo de Bergen ha actuado como un resentido.
Lloyd suspiró a su vez.
—Has hablado en pretérito de Herzog. ¿Crees que está muerto?
—Sí, ¿tú no?
La respuesta de Lloyd se cortó por un tumulto que venía de la sala de abajo. Se oyeron pasos en el vestíbulo y un policía de uniforme asomó por la puerta.
—Licorería entre Sunset y Wilton. Un atraco. Tres muertos por arma de fuego.
El cuerpo de Lloyd se estremeció, pasando del frío al calor.
—Voy —dijo.