Prólogo
La pregunta de Yali
Todos sabemos que el curso de la historia ha sido muy diferente para los pueblos de las distintas regiones del planeta. En los 13 000 años transcurridos desde el fin del último período glacial, unas partes del mundo han desarrollado sociedades industriales alfabetizadas y poseedoras de útiles de metal, otras sólo han desarrollado sociedades agrícolas no alfabetizadas, y otras han seguido albergando sociedades de cazadores-recolectores equipados con útiles de piedra. Estas desigualdades históricas han proyectado largas sombras sobre el mundo moderno, porque las sociedades alfabetizadas que disponían de útiles de metal han conquistado o exterminado a las otras sociedades. Aunque estas diferencias constituyen el hecho más fundamental de la historia universal, las razones que las explican siguen siendo inciertas y controvertidas. Esta desconcertante cuestión de sus orígenes me fue planteada hace veinticinco años de una forma sencilla y personal.
En julio de 1972, caminaba yo por una playa de la isla tropical de Nueva Guinea, donde en mi condición de biólogo estudiaba, y estudio, la evolución de las aves. Me habían hablado ya de un excepcional político local llamado Yali, que por aquellas fechas efectuaba una gira por el distrito. Dio la casualidad de que Yali y yo paseásemos en la misma dirección aquel día, hasta que él me alcanzó. Caminamos juntos durante una hora sin dejar de hablar en ningún momento.
Yali rebosaba carisma y energía. Sus ojos emitían un destello fascinante. Habló con seguridad acerca de sí mismo, pero también hizo innumerables e incisivas preguntas y escuchó atentamente. Nuestra conversación comenzó con un tema que estaba por aquel entonces en la mente de todos los habitantes de Nueva Guinea: el rápido ritmo de los acontecimientos políticos. Papúa Nueva Guinea, que es como hoy se llama la nación de Yali, estaba aún en aquellas fechas bajo la administración de Australia por mandato de las Naciones Unidas, pero la independencia flotaba en el ambiente. Yali me explicó su papel en la preparación de la población local para el autogobierno.
Al cabo de un rato, Yali cambió de conversación y comenzó a hacerme innumerables preguntas. Nunca había salido de Nueva Guinea y su nivel educativo no había pasado de la escuela secundaria, pero su curiosidad era insaciable. Primero quiso saber cosas de mi trabajo sobre las aves de Nueva Guinea (entre otras, cuánto me pagaban por desempeñarlo). Le expliqué cómo diferentes grupos de aves habían colonizado Nueva Guinea en el transcurso de millones de años. Me preguntó después cómo habían llegado a Nueva Guinea los antepasados de su pueblo en las últimas decenas de miles de años, y cómo los europeos blancos habían colonizado Nueva Guinea en los últimos doscientos años.
La conversación mantuvo un tono cordial, aunque ambos éramos conscientes de la tensión existente entre las dos sociedades que representábamos. Hace dos siglos, todos los pobladores de Nueva Guinea seguían viviendo en la Edad de Piedra. Es decir, usaban herramientas de piedra semejantes a las sustituidas en Europa por los útiles de metal hace miles de años, y habitaban en aldeas no organizadas bajo alguna autoridad política centralizadora. Los blancos llegaron, impusieron el gobierno centralizado y aportaron bienes materiales cuyo valor fue reconocido de inmediato por los neoguineanos, desde hachas de acero, cerillas y medicinas, hasta vestidos, bebidas no alcohólicas y paraguas. En Nueva Guinea todos estos artículos recibieron colectivamente el nombre de «cargamento».
Muchos colonizadores blancos desdeñaron abiertamente a los pobladores de Nueva Guinea por considerarlos «primitivos». Incluso el menos capaz de los «señores» blancos de Nueva Guinea, como se les seguía llamando en 1972, disfrutaba de un nivel de vida muy superior al de los nativos de Nueva Guinea, más alto incluso que el de políticos carismáticos como Yali. Pero Yali había hecho preguntas a muchos blancos como ahora me interrogaba a mí, y yo se las había formulado a muchos neoguineanos. Yali y yo sabíamos perfectamente que los neoguineanos son por término medio tan inteligentes al menos como los europeos. Estas cosas debían de estar presentes en la mente de Yali cuando, con otra mirada penetrante de sus ojos relampagueantes, me preguntó: «¿Por qué vosotros los blancos desarrollasteis tanto cargamento y lo trajisteis a Nueva Guinea, pero nosotros los negros teníamos tan poco cargamento propio?».
Era una pregunta sencilla que apuntaba al centro de la vida tal como Yali la experimentaba. Sí, seguía habiendo una enorme diferencia entre la forma de vida del neoguineano medio y la del europeo o estadounidense medio. Diferencias comparables separan también las formas de vida de otros pueblos del mundo. Esas enormes disparidades deben de tener causas poderosas que cabría suponer obvias.
Pero resulta difícil responder a la pregunta aparentemente sencilla de Yali. No tuve una respuesta que ofrecerle entonces. Los historiadores profesionales continúan discrepando acerca de la solución; la mayoría ni siquiera formulan ya la pregunta. En los años transcurridos desde que Yali y yo mantuvimos aquella conversación, he estudiado y escrito sobre otros aspectos de la evolución, la historia y el lenguaje humanos. Este libro, escrito veinticinco años después, intenta responder a Yali.
Aunque la pregunta de Yali se refería sólo a las diferentes formas de vida de los neoguineanos y los blancos europeos, puede extenderse a un conjunto más amplio de contrastes en el mundo moderno. Los pueblos de origen euroasiático, especialmente los que continúan viviendo en Europa y Asia oriental, además de los trasplantados a América del Norte, dominan el mundo moderno en lo relativo a riqueza y poder. Otros pueblos, incluidos la mayoría de los africanos, se han desprendido de la dominación colonial europea pero continúan muy rezagados en lo que se refiere a riqueza y poder. Otros pueblos, como los habitantes autóctonos de Australia, América y el extremo meridional de África, han dejado de ser dueños incluso de sus propias tierras pero han sido diezmados, sometidos y en algunos casos exterminados por los colonizadores europeos.
Así pues, la pregunta sobre la desigualdad en el mundo moderno puede reformularse del modo siguiente: ¿por qué la riqueza y el poder se distribuyeron como lo están ahora, y no de otra manera?; por ejemplo, ¿por qué los indígenas americanos y africanos y los aborígenes australianos no fueron quienes diezmaron, sometieron y exterminaron a los europeos y los asiáticos?
Podemos llevar fácilmente esta pregunta un paso más atrás. Hacia 1500, al iniciarse la expansión colonial europea por el mundo, los pueblos de los distintos continentes presentaban ya grandes diferencias en cuanto a tecnología y organización política. Gran parte de Europa, Asia y el norte de África albergaban Estados o imperios que poseían metales, algunos de ellos en el umbral de la industrialización. Dos pueblos indígenas americanos, los aztecas y los incas, gobernaban imperios que disponían de útiles de piedra. Algunas partes del África subsahariana estaban divididas en pequeños Estados o jefaturas equipadas con útiles de hierro. La mayoría de los pueblos restantes —incluidos los de Australia y Nueva Guinea, muchas islas del Pacífico, gran parte de América y zonas reducidas del África subsahariana— vivían en tribus agrícolas o incluso en hordas de cazadores-recolectores que utilizaban herramientas de piedra.
Naturalmente, estas diferencias tecnológicas y políticas existentes hacia 1500 fueron la causa inmediata de las desigualdades del mundo moderno. Los imperios que disponían de armas de acero pudieron conquistar o exterminar a las tribus que tenían armas de piedra y madera. ¿Cómo, sin embargo, llegó el mundo a ser como era en 1500?
Una vez más, podemos llevar fácilmente esta cuestión un paso más atrás, recurriendo a historias escritas y descubrimientos arqueológicos. Hasta el final del último período glacial, hacia 11 000 a. C., todos los pueblos de todos los continentes eran aún cazadores-recolectores. Los diferentes ritmos de desarrollo en distintos continentes, desde 11 000 a. C. hasta 1500, fueron los que condujeron a las desigualdades tecnológicas y políticas de 1500. Mientras que los aborígenes australianos y muchos indígenas americanos seguían siendo cazadores-recolectores, la mayor parte de Eurasia y gran parte de América y el África subsahariana desarrollaron gradualmente la agricultura, la ganadería, la metalurgia y organizaciones políticas complejas. Algunas regiones de Eurasia y una zona de América también desarrollaron independientemente la escritura. Sin embargo, cada uno de estos nuevos avances apareció antes en Eurasia que en otros continentes. Por ejemplo, la producción masiva de utensilios de bronce, que apenas comenzaba en los Andes suramericanos en los siglos anteriores a 1500, se había consolidado ya en algunas zonas de Eurasia a partir de más de 4000 años antes. La tecnología de la piedra de los tasmanos, cuando éstos tuvieron su primer contacto con exploradores europeos en 1642, era más sencilla que la dominante en algunas zonas de la Europa del Paleolítico superior, decenas de miles de años atrás.
Así pues, podemos reformular finalmente la pregunta sobre las desigualdades del mundo moderno del modo siguiente: ¿por qué el desarrollo humano se produjo a ritmos tan diferentes en los distintos continentes? Estos ritmos distintos constituyen la pauta más amplia de la historia y el tema objeto de este libro.
Aunque esta obra trata, pues, en última instancia de la historia y la prehistoria, su tema no es de interés únicamente académico, sino también de inmensa importancia práctica y política. La historia de las interacciones entre pueblos distintos es lo que configuró el mundo moderno mediante la conquista, las epidemias y el genocidio. Estas colisiones crearon reverberaciones que no se han apagado todavía al cabo de muchos siglos, y que continúan activamente en algunas de las zonas más turbulentas del mundo en nuestros días.
Por ejemplo, gran parte de África continúa luchando con su legado del colonialismo reciente. En otras regiones —entre ellas gran parte de América Central, México, Perú, Nueva Caledonia, la antigua Unión Soviética y algunas zonas de Indonesia—, los disturbios civiles o las guerras de guerrillas enfrentan a las aún numerosas poblaciones indígenas con gobiernos dominados por descendientes de los conquistadores invasores. Muchas otras poblaciones indígenas —como las de Hawai, los aborígenes australianos, los indígenas siberianos y los indios de Estados Unidos, Canadá, Brasil, Argentina y Chile— quedaron tan reducidas en número por el genocidio y las enfermedades que actualmente son superadas abrumadoramente en número por los descendientes de los invasores. Aunque son incapaces, por tanto, de emprender una guerra civil, están afirmando gradualmente sus derechos.
Además de estas reverberaciones políticas y económicas actuales de las colisiones del pasado entre los pueblos, hay reverberaciones lingüísticas actuales entre los pueblos, en particular la inminente desaparición de la mayoría de las 6000 lenguas que sobreviven en el mundo moderno, que están siendo sustituidas por el inglés, el chino, el ruso y algunas otras lenguas cuyo número de hablantes ha aumentado enormemente en los últimos siglos. Todos estos problemas del mundo moderno son resultado de las trayectorias históricas implícitas en la pregunta de Yali.
Antes de tratar de responder a la pregunta de Yali, deberíamos hacer una pausa para examinar algunas objeciones al hecho de considerarla. Algunas personas se ofenden ante el mero hecho de que se plantee la pregunta, y ello por varias razones.
Una de las objeciones es la siguiente. Si logramos explicar cómo algunas personas llegaron a dominar a otras personas, ¿no podría parecer que de este modo justificamos la dominación? ¿No parecería decirse que el resultado era inevitable, y que sería inútil, por tanto, tratar ahora de cambiar tal resultado? Esta objeción se basa en la tendencia habitual a confundir la explicación de las causas con la justificación o aceptación de los resultados. El uso que se hace de una explicación histórica es una cuestión independiente de la explicación propiamente dicha. La comprensión se utiliza con más frecuencia para tratar de alterar un resultado que para repetirlo o perpetuarlo. Por eso los psicólogos intentan comprender la mente de los asesinos y los violadores, por eso los historiadores sociales intentan comprender el genocidio, y por eso los médicos intentan comprender las causas de las enfermedades humanas. Estos investigadores no intentan justificar el asesinato, la violación, el genocidio y la enfermedad. En cambio, intentan utilizar su comprensión de una cadena de causas para interrumpir la cadena.
En segundo lugar, ¿no implica el hecho de ocuparse de la pregunta de Yali un enfoque eurocéntrico de la historia, una glorificación de los europeos occidentales y una obsesión por la preeminencia de Europa occidental y la América europeizada en el mundo moderno? ¿No es esa preeminencia sólo un fenómeno efímero de los últimos siglos, que ya está desapareciendo detrás de la preeminencia de Japón y el sureste asiático? De hecho, la mayor parte de este libro se ocupará de pueblos distintos de los europeos. En vez de centrarnos exclusivamente en las interacciones entre los europeos y los no europeos, examinaremos también las interacciones entre diferentes pueblos no europeos, en particular las que tuvieron lugar en el África subsahariana, el sureste de Asia, Indonesia y Nueva Guinea, entre los pueblos indígenas de esas zonas. Lejos de ensalzar a los pueblos de origen europeo occidental, veremos que la mayoría de los elementos básicos de su civilización fueron desarrollados por otros pueblos que vivían en otros lugares y después fueron importados por Europa occidental.
En tercer lugar, ¿no transmiten palabras como «civilización» y frases como «nacimiento de la civilización» la falsa impresión de que la civilización es buena, los cazadores-recolectores son miserables y la historia de los últimos 13 000 años ha supuesto progreso hacia una mayor felicidad humana? De hecho, no damos por supuesto que los Estados industrializados sean «mejores» que las tribus de cazadores-recolectores, ni que el abandono de la forma de vida basada en la caza y la recolección por el estadio basado en el hierro represente un «progreso», ni que haya conducido a un aumento de la felicidad humana. Mi impresión, basada en haber dividido mi vida entre ciudades de Estados Unidos y aldeas de Nueva Guinea, es que las llamadas bendiciones de la civilización tienen sus pros y sus contras. Por ejemplo, en comparación con los cazadores-recolectores, los ciudadanos de los Estados industrializados modernos disfrutan de una asistencia médica mejor, un riesgo menor de muerte por homicidio y una vida más larga, pero reciben mucho menos apoyo social de las amistades y las familias extensas. Mi motivación para investigar estas diferencias geográficas en las sociedades humanas no es celebrar un tipo de sociedad sobre otro, sino sencillamente comprender qué sucedió en la historia.
¿Necesita realmente la pregunta de Yali otro libro para ser respondida? ¿No conocemos ya la respuesta? Si es así, ¿cuál es?
Probablemente, la explicación más habitual supone explícita o implícitamente dar por sentadas diferencias biológicas entre los pueblos. En los siglos posteriores a 1500, mientras los exploradores europeos adquirían conciencia de las amplias diferencias existentes entre los pueblos del mundo en cuanto a tecnología y organización política, dieron por supuesto que esas diferencias tenían su origen en diferencias en la capacidad innata. Con la aparición de la teoría darviniana, las explicaciones se reformularon en términos de selección natural y origen evolutivo. Los pueblos tecnológicamente primitivos fueron considerados vestigios evolutivos de ascendencia humana de antepasados siniestros. El desplazamiento de esos pueblos por colonizadores de sociedades industrializadas ilustraba la supervivencia de los más aptos. Con la posterior aparición de la genética, fue necesario reformular de nuevo las explicaciones, y esta vez en términos genéticos. Se consideró a los europeos genéticamente más inteligentes que los africanos, y sobre todo más inteligentes que los aborígenes australianos.
Hoy en día, algunos segmentos de la sociedad occidental repudian públicamente el racismo. Sin embargo, muchos occidentales (quizá la mayoría) continúan aceptando explicaciones racistas en privado o subconscientemente. En Japón y muchos otros países, esas explicaciones continúan exponiéndose públicamente y sin pedir disculpas. Incluso estadounidenses, europeos y australianos cultos, cuando se plantea el tema de los aborígenes australianos, suponen que los propios aborígenes tienen algo de primitivo. Es indudable que su aspecto es diferente del de los blancos. Muchos de los descendientes vivos de aquellos aborígenes que sobrevivieron a la época de la colonización europea tienen ahora dificultades para triunfar económicamente en una sociedad australiana blanca.
Un razonamiento aparentemente convincente es el siguiente. Los inmigrantes blancos que llegaron a Australia construyeron un Estado alfabetizado, industrializado, políticamente centralizado y democrático basado en las herramientas metálicas y la producción de alimentos, todo ello en el plazo de un siglo a partir de la colonización de un continente en el que los aborígenes habían vivido como cazadores-recolectores tribales sin metales durante al menos 40 000 años. Se trataba de dos experimentos sucesivos de desarrollo humano, en los que el entorno era idéntico y la única variable era la gente que ocupaba ese entorno. ¿Qué otra prueba podría ser necesaria para determinar que las diferencias entre las sociedades aborigen y europea de Australia surgieron a partir de diferencias entre los propios pueblos?
La objeción a estas explicaciones racistas no es sólo que sean detestables, sino también que están muy equivocadas. No hay pruebas sólidas de la existencia de diferencias humanas en cuanto a inteligencia que sean equiparables a las diferencias humanas en cuanto a tecnología. De hecho, como explicaremos seguidamente, los pueblos de la Edad de Piedra moderna son probablemente más inteligentes por término medio, no menos inteligentes, que los pueblos industrializados. Por paradójico que pueda parecer, en el capítulo 15 veremos que los inmigrantes blancos que llegaron a Australia no merecen el mérito que se les suele atribuir por la construcción de una sociedad industrializada culta con las demás virtudes que se han mencionado. Además, los pueblos que hasta tiempos recientes eran tecnológicamente primitivos —como los aborígenes australianos y de Nueva Guinea— dominan sin el menor problema las tecnologías industriales cuando se les da la oportunidad de hacerlo.
Los psicólogos cognitivos han dedicado ímprobos esfuerzos a buscar diferencias en el cociente intelectual (CI) entre pueblos de diferentes orígenes geográficos que ahora viven en el mismo país. En particular, numerosos psicólogos estadounidenses blancos han intentado durante décadas demostrar que los estadounidenses negros de origen africano son innatamente menos inteligentes que los estadounidenses blancos de origen europeo. Sin embargo, como todo el mundo sabe, los pueblos comparados presentan grandes diferencias en cuanto a entorno social y oportunidades educativas. Este hecho genera dificultades dobles para los intentos de verificar la hipótesis de que las diferencias intelectuales están debajo de las diferencias tecnológicas. En primer lugar, incluso nuestras capacidades cognitivas como adultos están muy influidas por el entorno social que experimentamos durante la infancia, por lo que resulta difícil discernir cualquier influencia de diferencias genéticas preexistentes. En segundo lugar, las pruebas de capacidad cognitiva (como los test de CI) tienden a medir el aprendizaje cultural y no la inteligencia innata pura, cualquier cosa que ésta fuere. Debido a los efectos indudables del entorno infantil y del conocimiento aprendido sobre los resultados de los test de CI, los intentos de los psicólogos no han logrado hasta la fecha establecer de manera convincente la deficiencia genética postulada en los CI de personas no blancas.
Mi perspectiva sobre esta controversia proviene de treinta y tres años de trabajo con habitantes de Nueva Guinea en sus propias sociedades intactas. Desde el comienzo mismo de mi trabajo con neoguineanos, éstos me impresionaron por ser por término medio más inteligentes, más despiertos, más expresivos y más interesados por las cosas y las personas que les rodean que el europeo o estadounidense medio. En algunas tareas que cabría suponer que reflejan razonablemente aspectos del funcionamiento del cerebro, como la capacidad para trazar un mapa mental de entornos no familiares, parecen considerablemente más diestros que los occidentales. Naturalmente, los neoguineanos suelen tener resultados deficientes en tareas para las cuales los occidentales han sido formados desde la infancia mientras que ellos, al respecto, no han recibido formación alguna. De ahí que cuando neoguineanos no escolarizados procedentes de aldeas remotas visitan las ciudades, les parezcan estúpidos a los occidentales. A la inversa, soy permanentemente consciente de lo estúpido que les parezco a los neoguineanos cuando estoy con ellos en la jungla, exhibiendo mi incompetencia en tareas sencillas (como seguir un rastro en la jungla o construir un refugio) en las que los neoguineanos han sido formados desde la infancia y sobre las que yo no he recibido formación alguna.
Es fácil reconocer dos razones por las que mi impresión de que los habitantes de Nueva Guinea son más inteligentes que los occidentales puede ser correcta. Primera, los europeos viven desde hace cientos de años en sociedades densamente pobladas, dotadas de gobiernos, policía y judicatura centrales. En esas sociedades, las enfermedades epidémicas infecciosas de las poblaciones densas (como la viruela) fueron históricamente la causa principal de fallecimiento, mientras que los asesinatos eran relativamente poco habituales y el estado de guerra era la excepción y no la regla. La mayoría de los europeos que escapaban de infecciones mortales también escapaban de otras posibles causas de muerte y procedían a transmitir sus genes. Hoy en día, la mayoría de los niños occidentales que nacen vivos sobreviven también a infecciones mortales y se reproducen, independientemente de su inteligencia y de los genes que porten. En cambio, los neoguineanos han vivido en sociedades en las que el número de seres humanos era demasiado bajo como para que se desarrollaran las enfermedades epidémicas de las poblaciones densas. Más aún, los neoguineanos tradicionales padecían altos índices de mortalidad por asesinato, guerra tribal crónica, accidentes y problemas para abastecerse de alimentos.
Las personas inteligentes tienen más probabilidades que las menos inteligentes de escapar de esas causas de alta mortalidad en las sociedades tradicionales de Nueva Guinea. Sin embargo, la diferencia en cuanto a mortalidad por enfermedades epidémicas en las sociedades europeas tradicionales tenían poco que ver con la inteligencia, y suponían una resistencia genética que dependía de detalles de la química corporal. Por ejemplo, las personas cuya sangre es de los grupos B o O tienen más resistencia a la viruela que las del grupo sanguíneo A. Es decir, los genes que promueve la selección natural por la inteligencia han sido probablemente mucho más implacables en Nueva Guinea que en las sociedades más densamente pobladas y políticamente complejas, donde la selección natural por la química corporal fue en cambio más potente.
Además de esta razón genética, hay también una segunda razón por la que los habitantes de Nueva Guinea pueden haber llegado a ser más inteligentes que los occidentales. Los niños europeos y estadounidenses modernos dedican gran parte de su tiempo a distraerse pasivamente ante la televisión, la radio y el cine. En la familia estadounidense media, el aparato de televisión está encendido durante siete horas al día. En cambio, los niños de la Nueva Guinea tradicional no tienen prácticamente ninguna de tales oportunidades de entretenimiento pasivo y dedican, en cambio, casi todas sus horas de vigilia a hacer algo activamente, como hablar o jugar con otros niños o adultos. Casi todos los estudios sobre desarrollo infantil subrayan el papel de la estimulación y la actividad en la infancia para la promoción del desarrollo mental, y acentúan la irreversible atrofia mental asociada a la reducción de la estimulación en ese período. Este efecto contribuye sin duda a un componente no genético de la superior función mental media exhibida por los habitantes de Nueva Guinea.
Es decir, en capacidad mental los neoguineanos son probablemente superiores genéticamente a los occidentales, y sin duda son superiores en lo que se refiere a escapar de desventajas devastadoras del desarrollo bajo las cuales la mayoría de los niños de las sociedades industrializadas crecen ahora. Es cierto que no hay nada en la «desventaja» intelectual de los neoguineanos que pueda servir para responder a las preguntas de Yali. Es probable que los dos mismos factores de desarrollo genético y de la infancia distingan no sólo a los neoguineanos de los occidentales, sino también a los cazadores-recolectores y otros miembros de las sociedades tecnológicamente primitivas de los miembros de las sociedades avanzadas tecnológicamente en general. Así pues, el supuesto racista al uso ha de ser invertido. ¿Por qué los europeos, a pesar de su probable desventaja genética y, en la época moderna, su indudable desventaja de desarrollo, terminaron haciéndose con mucho más «cargamento»? ¿Por qué los habitantes de Nueva Guinea terminaron siendo tecnológicamente primitivos, a pesar de lo que considero su inteligencia superior?
Una explicación genética no es la única respuesta posible a la pregunta de Yali. Otra respuesta, muy extendida entre los habitantes de Europa septentrional, invoca los supuestos efectos estimuladores del clima frío de sus tierras y los efectos inhibidores de los climas calurosos, húmedos y tropicales sobre la creatividad y la energía humanas. Es posible que las variaciones estacionales del clima en latitudes altas planteen desafíos más diversos que un clima tropical constante a lo largo de las estaciones. Es posible que los climas fríos exijan que la gente sea más inventiva tecnológicamente para sobrevivir, porque es necesario construir una vivienda cálida y confeccionar vestidos cálidos, mientras que se puede sobrevivir en los trópicos con viviendas más sencillas y sin vestido alguno. O bien el razonamiento se puede invertir para llegar a la misma conclusión: los largos inviernos de las latitudes altas dejan a la gente mucho tiempo para sentarse dentro de sus casas e inventar.
Aunque en otros tiempos fue muy popular, este tipo de explicación tampoco supera un análisis a fondo. Como veremos, los pueblos de Europa septentrional no aportaron nada de importancia fundamental a la civilización de Eurasia hasta los últimos milenios; simplemente, tuvieron la buena suerte de vivir en un emplazamiento geográfico en el que era probable que recibieran avances (como la agricultura, la rueda, la escritura y la metalurgia) desarrollados en zonas más calurosas de Eurasia. En el Nuevo Mundo, las regiones frías de latitudes altas fueron un páramo aún mayor. Las únicas sociedades indígenas americanas que desarrollaron la escritura surgieron en México al sur del trópico de Cáncer; la cerámica más antigua del Nuevo Mundo procede de zonas cercanas al ecuador, en la América del Sur tropical; y la sociedad del Nuevo Mundo a la que se considera generalmente la más avanzada en arte, astronomía y otros aspectos fue la sociedad maya clásica de Yucatán y Guatemala, ambos tropicales, en el primer milenio.
Un tercer tipo de respuesta a Yali invoca la supuesta importancia de los valles fluviales situados a poca altitud en climas secos, donde la agricultura sumamente productiva dependía de sistemas de regadío en gran escala que, a su vez, requerían burocracias centralizadas. Esta explicación fue sugerida por el hecho indudable de que los imperios y los sistemas de escritura más antiguos que conocemos nacieron en los valles de los ríos Tigris y Eufrates, en el Creciente Fértil y en el valle del Nilo. Los sistemas de control de agua también parecen haber estado asociados a una organización política centralizada en otras zonas del mundo, entre ellas el valle del Indo del subcontinente indio, los valles de los ríos Amarillo y Yangtsé, de China, las tierras bajas mayas de Mesoamérica y el desierto costero de Perú.
Sin embargo, estudios arqueológicos pormenorizados han revelado que los sistemas de regadío complejos no acompañaron el nacimiento de las burocracias centralizadas, sino que le siguieron después de un lapso considerable. Es decir, la centralización política surgió por alguna otra razón y después permitió la construcción de sistemas de regadío complejos. Ninguno de los avances decisivos que precedieron a la centralización política en esas mismas partes del mundo estuvo asociado a los valles fluviales y a sistemas de regadío complejo. Por ejemplo, en el Creciente Fértil la producción de alimentos y la vida en las aldeas tuvo su origen en las colinas y las montañas, no en los valles fluviales situados a escasa altitud. El valle del Nilo siguió siendo un páramo cultural durante unos tres mil años después de que la producción de alimentos en aldeas comenzara a florecer en las colinas del Creciente Fértil. Los valles fluviales del suroeste de Estados Unidos llegaron a albergar finalmente la agricultura de regadío y sociedades complejas, pero sólo después de que muchos de los avances en los que se basaban aquellas sociedades hubieran sido importados de México. Los valles fluviales del sureste de Australia continuaron ocupados por sociedades tribales sin agricultura.
Pero otro tipo de explicación enumera los factores inmediatos que permitieron que los europeos matasen o conquistaran a otros pueblos, en particular las armas de fuego, las enfermedades infecciosas, las herramientas de acero y los productos manufacturados europeos. Esta explicación está en el camino correcto, ya que es posible demostrar que estos factores fueron directamente responsables de las conquistas de los europeos. Sin embargo, esta hipótesis es incompleta porque también ella sólo ofrece una explicación aproximada (primaria) que identifica las causas inmediatas. La explicación sugiere una investigación de las causas últimas: ¿por qué fueron los europeos y no los africanos, o los indígenas americanos, quienes terminaron poseyendo armas de fuego, los gérmenes más terribles y el acero?
Aunque se han efectuado algunos avances en la identificación de esas causas últimas en el caso de la conquista del Nuevo Mundo por Europa, África sigue siendo un gran enigma. África es el continente donde los protohumanos evolucionaron durante más tiempo, donde también los humanos anatómicamente modernos podrían haber aparecido, y donde enfermedades autóctonas como la malaria y la fiebre amarilla mataron a los exploradores europeos. Si una larga ventaja de salida sirve de algo, ¿por qué las armas de fuego y el acero no aparecieron primero en África, permitiendo que los africanos y sus gérmenes conquistasen Europa? ¿Y qué explica el hecho de que los aborígenes australianos no fueran más allá de la etapa de cazadores-recolectores con útiles de piedra?
Las preguntas que surgen de la comparación de las sociedades humanas en todo el mundo suscitaron en otros tiempos gran atención de historiadores y geógrafos. El ejemplo moderno más conocido de ese empeño fueron los doce volúmenes de Estudio de la historia de Arnold Toynbee. A Toynbee le interesaba especialmente la dinámica interna de 23 civilizaciones avanzadas, de las cuales 22 eran alfabetizadas, y 19, eurasiáticas. Le interesaban menos la prehistoria y las sociedades más simples y no alfabetizadas. Sin embargo, las raíces de la desigualdad en el mundo moderno se remontan a la prehistoria. De ahí que Toynbee no plantease la pregunta de Yali, ni aceptase lo que consideramos la pauta más amplia de la historia. Otros libros de historia universal tienden a centrarse asimismo en las civilizaciones eurasiáticas alfabetizadas y avanzadas en los últimos 5000 años, tratando de manera muy breve las civilizaciones indígenas americanas precolombinas, e incluso de forma más breve el resto del mundo a excepción de sus interacciones recientes con las civilizaciones de Eurasia. Desde el intento de Toynbee, las síntesis mundiales de causación histórica han perdido el favor de la mayoría de los historiadores, por entender que plantean un problema aparentemente insoluble.
Especialistas de varias disciplinas han proporcionado síntesis globales de estos temas. Contribuciones especialmente útiles han sido las efectuadas por geógrafos ecologistas, antropólogos culturales, biólogos que han estudiado la domesticación de animales y el cultivo de las plantas y estudiosos interesados por la repercusión de las enfermedades infecciosas en la historia. Estos estudios han llamado la atención sobre algunas partes del rompecabezas, pero sólo ofrecen piezas de la necesaria síntesis amplia que faltaba.
Así pues, no hay una respuesta generalmente aceptada para la pregunta de Yali. Por otra parte, las explicaciones inmediatas están claras: algunos pueblos desarrollaron armas de fuego, gérmenes, acero y otros factores que les confirieron poder político y económico antes de que otros lo hicieran; y algunos pueblos nunca desarrollaron esos factores de poder en absoluto. Por otra parte, las explicaciones últimas —por ejemplo, por qué los útiles de bronce aparecieron en épocas tempranas en algunas zonas de Eurasia, tarde y sólo localmente en el Nuevo Mundo, y nunca en la Australia aborigen— continúan sin estar claras.
La falta de tales explicaciones últimas deja un gran vacío intelectual, pues de ese modo la pauta más amplia de la historia continúa sin ser explicada. Mucho más grave, sin embargo, es el vacío moral que queda por llenar. Es perfectamente evidente para todo el mundo, tanto si se es un racista confesado como si no, que los diferentes pueblos han seguido trayectorias diferentes en la historia. El Estados Unidos moderno es una sociedad moldeada a la europea, que ocupa tierras conquistadas a los indígenas americanos y que incorpora a los descendientes de millones de africanos negros subsaharianos traídos a América como esclavos. La Europa moderna no es una sociedad moldeada por los africanos negros subsaharianos que trajeron a millones de indígenas americanos como esclavos.
Estos resultados son totalmente sesgados: no se trata de que el 51 por 100 de América, Australia y África hubiese sido conquistado por los europeos, mientras que el 49 por 100 de Europa lo fuese por indígenas americanos, aborígenes australianos o africanos. Todo el mundo moderno ha sido configurado por resultados sesgados. De ahí que deban tener explicaciones inexorables, más básicas que meros detalles relativos a quién fue el ganador en una batalla o quién desarrolló algún invento en una ocasión hace unos miles de años.
Parece lógico suponer que la pauta de la historia refleja diferencias innatas entre las propias personas. Naturalmente, se nos ha enseñado que no es de buena educación decirlo en público. Leemos estudios técnicos en los que se afirma que se demuestran diferencias innatas, y también leemos refutaciones que afirman que esos estudios adolecen de defectos técnicos. Vemos en nuestra vida diaria que algunos pueblos conquistados continúan constituyendo una subclase, siglos después de que tuviera lugar la conquista o la importación de esclavos. Nos dicen que esto también debe atribuirse no a fallos biológicos, sino a desventajas sociales y limitación de oportunidades.
Sin embargo, tenemos que preguntarnos. Seguimos viendo todas estas diferencias mayúsculas y persistentes en la situación de los pueblos. Se nos asegura que la explicación biológica aparentemente transparente de las desigualdades del mundo a partir de 1500 es errónea, pero no se nos dice cuál es la explicación correcta. Hasta que no dispongamos de alguna explicación convincente, pormenorizada y aceptada de la pauta amplia de la historia, la mayoría de la gente continuará sospechando que la explicación biológica racista es, al fin al cabo, correcta. Este me parece el argumento más fuerte para escribir este libro.
Los periodistas suelen pedir regularmente a los escritores que resuman un grueso libro en una sola frase. Para este libro, he aquí la frase: «La historia siguió trayectorias distintas para diferentes pueblos debido a las diferencias existentes en los entornos de los pueblos, no debido a diferencias biológicas entre los propios pueblos».
Naturalmente, la idea de que la geografía ambiental y la biogeografía influyeron en el desarrollo societario es antigua. En nuestros días, sin embargo, los historiadores no tienen en gran estima esta concepción, que se considera errónea o simplista, o es caricaturizada como determinismo ambiental y por consiguiente descartada; o bien todo el tema de intentar comprender las diferencias existentes en el mundo se archiva por considerarlo demasiado difícil. Es evidente, sin embargo, que la geografía tiene alguna repercusión en la historia; la cuestión planteada se refiere a cuánta repercusión, y a si la geografía puede explicar la pauta amplia de la historia.
Están dadas las circunstancias para dedicar una mirada nueva a estas cuestiones debido a la nueva información proveniente de disciplinas científicas aparentemente alejadas de la historia humana. Estas disciplinas son, sobre todo, la genética, la biología molecular y la biogeografía en su aplicación a los cultivos y sus antepasados silvestres; las mismas disciplinas más la ecología del comportamiento, en su aplicación a los animales domésticos y sus antepasados salvajes; la biología molecular de los gérmenes humanos y los gérmenes relacionados de los animales; la epidemiología de las enfermedades humanas; la genética humana; la lingüística; los estudios arqueológicos sobre todos los continentes y las islas importantes; y los estudios de historia de la tecnología, la escritura y la organización política.
Esta diversidad de disciplinas plantea problemas para futuros autores de un libro destinado a responder a la pregunta de Yali. El autor debe poseer una serie de conocimientos que abarquen las disciplinas mencionadas, para que los avances pertinentes puedan ser sintetizados. La historia y la prehistoria de cada continente también deben ser sintetizadas. La materia objeto del libro es la historia, pero el enfoque es el de la ciencia, en particular el de ciencias históricas como la biología y la geología evolutiva. El autor debe comprender de primera mano la experiencia de una serie de sociedades humanas, desde las sociedades de cazadores-recolectores hasta las civilizaciones modernas de la era espacial.
Estas exigencias parecen requerir en un principio la obra de múltiples autores. Sin embargo, ese enfoque estaría condenado desde el principio, porque la esencia del problema reside en desarrollar una síntesis unificada. Esta consideración impone una autoría única, a pesar de las dificultades que plantea. Inevitablemente, ese único autor tendría que sudar copiosamente para asimilar materiales provenientes de muchas disciplinas, y requeriría la orientación de muchos colegas.
Mi formación me condujo a varias de estas disciplinas aun antes de que Yali me plantease su pregunta en 1972. Mi madre es profesora y lingüista; mi padre, médico especializado en la genética de las enfermedades infantiles. Debido al ejemplo de mi padre, pasé por la escuela esperando llegar a ser médico. También me convertí en un fanático observador de aves a la edad de 7 años. Supuso, pues, una fácil decisión, en mi último año en la universidad, pasar de mi meta inicial de la medicina a la de la investigación biológica. Sin embargo, durante mis años en la escuela y la universidad, mi formación fue principalmente en lenguas, historia y escritura. Incluso después de haberme decidido a obtener el doctorado en fisiología, casi abandoné la ciencia durante mi primer año de cursos para graduados para hacerme lingüista.
Desde que terminé mi doctorado, en 1961, he dividido mis actividades de investigación científica entre dos campos: la fisiología molecular por una parte, y la biología evolutiva y la biogeografía por otra.Como ventaja imprevista para los fines de este libro, la biología evolutiva es una ciencia histórica obligada a usar métodos diferentes de los de las ciencias de laboratorio. Esa experiencia me ha familiarizado con las dificultades de la elaboración de un enfoque científico de la historia humana. El hecho de vivir en Europa de 1958 a 1962, entre amigos europeos cuyas vidas habían sido brutalmente traumatizadas por la historia europea del siglo XX, me hizo comenzar a pensar de manera más seria en cómo las cadenas de causas funcionan en el desarrollo de la historia.
Desde hace treinta y tres años, mi trabajo de campo como biólogo evolutivo me ha puesto en estrecho contacto con una amplia gama de sociedades humanas. Mi especialidad es la evolución de las aves, que he estudiado en América del Sur, África austral, Indonesia, Australia y, especialmente, Nueva Guinea. El vivir con los pueblos nativos de esas zonas me ha familiarizado con muchas sociedades humanas tecnológicamente primitivas, desde las de cazadores-recolectores hasta las de agricultores tribales y pueblos pescadores que dependían hasta épocas recientes de útiles de piedra. Así pues, lo que la mayoría de las personas considerarían formas de vida extrañas de la prehistoria remota son para mí la parte más vivida de mi vida. Nueva Guinea, aunque sólo representa una pequeña parte de la superficie terrestre del planeta, abarca una fracción desproporcionada de su diversidad humana. De las 6000 lenguas del mundo moderno, 1000 están confinadas en Nueva Guinea. En el curso de mi trabajo sobre las aves de Nueva Guinea, mi interés por el lenguaje se reavivó debido a la necesidad de obtener listas de nombres locales de especies de aves en casi 100 lenguas de Nueva Guinea.
De aquel interés surgió mi libro más reciente, un relato de carácter no técnico de la evolución humana titulado The Third Chimpanzee. En su capítulo XIV, titulado «Conquistadores accidentales», intentaba comprender el resultado del encuentro entre europeos e indígenas americanos. Una vez terminado ese libro, me di cuenta de que otros encuentros modernos, así como prehistóricos, entre los pueblos planteaban preguntas semejantes. Entendí que la cuestión con la que había lidiado en aquel capítulo XIV era en esencia la pregunta que Yali me había formulado en 1972, simplemente trasladada a una parte distinta del mundo. Y por eso, finalmente, con la ayuda de muchos amigos, intentaré satisfacer la curiosidad de Yali, y la mía propia.
Los capítulos de esta obra se dividen en cuatro partes. La primera parte, titulada «Del Edén a Cajamarca», está integrada por tres capítulos. El capítulo 1 ofrece una rápida panorámica de la evolución y la historia humanas, desde nuestra divergencia de los simios, hace unos 7 millones de años, hasta el fin del último período glacial, hace unos 13 000 años. Seguiremos la propagación de los humanos ancestrales, desde nuestros orígenes en África hasta los demás continentes a fin de comprender la situación del mundo inmediatamente antes de que comenzaran los acontecimientos que a menudo se agrupan con el término «nacimiento de la civilización». Resulta que el desarrollo humano en algunos continentes obtuvo una ventaja de salida en el tiempo sobre los acontecimientos de otros.
El capítulo 2 nos prepara para analizar los efectos de los entornos continentales en la historia en los últimos 13 000 años, examinando brevemente los efectos de los entornos insulares en la historia durante escalas de tiempo, y zonas, menores. Cuando los polinesios ancestrales se extendieron por el Pacífico, hace unos 3200 años, se encontraron con islas que presentaban grandes diferencias en cuanto a entornos. Al cabo de unos milenios, aquella sociedad polinesia ancestral única había producido en aquellas islas diversas una serie de sociedades fijas diversas, desde tribus de cazadores-recolectores hasta protoimperios. Aquella irradiación puede servir de modelo para la irradiación más larga, en mayor escala y menos comprendida, de las sociedades en diferentes continentes desde el fin del último período glacial, para convertirse en diversas tribus de cazadores-recolectores e imperios.
El capítulo 3 nos presenta las colisiones entre pueblos de distintos continentes, narrando a través de testigos contemporáneos relatos del más dramático de tales encuentros en la historia: la captura del último emperador inca independiente, Atahualpa, en presencia de todo su ejército por Francisco Pizarro y su pequeño grupo de conquistadores, en la ciudad peruana de Cajamarca. Podemos identificar la cadena de hechos aproximados que permitió que Pizarro capturase a Atahualpa, y que funcionaron en las conquistas europeas de otras sociedades indígenas americanas. Entre esos factores figuraban los gérmenes, los caballos, la alfabetización, la organización política y la tecnología de los españoles, especialmente los barcos y las armas de fuego. Este análisis de causas inmediatas es la parte fácil de este libro; la parte difícil es la identificación de las causas últimas que condujeron a ellas y al resultado real, en vez de al resultado posible opuesto de que Atahualpa viajase a España y capturase al rey Carlos I.
La segunda parte, titulada «Nacimiento y difusión de la producción de alimentos», formada por los capítulos 4 a 10, está dedicada a lo que considero la constelación más importante de causas últimas. En el capítulo 4 se expone cómo la producción de alimentos —es decir la obtención de alimentos mediante la agricultura y la ganadería, en vez de la caza y la recolección de alimentos terrestres— condujo en última instancia a los factores inmediatos que permitieron el triunfo de Pizarro. Pero el nacimiento de la producción de alimentos presentó variaciones en el planeta. Como veremos en el capítulo 5, los pueblos de algunas regiones del mundo desarrollaron la producción de alimentos por sí mismos; otros pueblos la adquirieron en épocas prehistóricas de esos centros independientes; y otros más, ni desarrollaron ni adquirieron la producción de alimentos en tiempos prehistóricos, sino que siguieron siendo cazadores-recolectores hasta épocas modernas. El capítulo 6 examina los numerosos factores que impulsaron el cambio de la forma de vida de los cazadores-recolectores a la producción de alimentos, en algunas zonas pero no en otras.
Los capítulos 7, 8 y 9 muestran cómo las plantas llegaron a cultivarse y el ganado a domesticarse en época prehistórica a partir de plantas y animales silvestres, por parte de incipientes agricultores y ganaderos que podían no tener idea alguna del resultado. Las diferencias geográficas en las series locales de plantas silvestres y animales salvajes disponibles para el cultivo y la domesticación son importantes para explicar por qué sólo algunas zonas se convirtieron en centros independientes de producción de alimentos, y por qué surgió ésta antes en algunas de esas zonas que en otras. A partir de esos escasos centros de origen, la producción de alimentos se propagó con mucha más rapidez a unas zonas que a otras. Un factor importante entre los que contribuyeron a esas diferencias en los ritmos de propagación resulta haber sido la orientación de los ejes de los continentes: predominantemente oeste-este en el caso de Eurasia y predominantemente norte-sur en América y África (capítulo 10).
Así como el capítulo 3 esbozaba los factores inmediatos que explicaban la conquista de los indígenas americanos por Europa, y el capítulo 4, el desarrollo de esos factores a partir de la causa última de la producción de alimentos, en la tercera parte («De los alimentos a las armas, los gérmenes y el acero», capítulos 11 a 14) se siguen en detalle las conexiones desde las causas últimas hasta las causas inmediatas a partir de la evolución de gérmenes característicos de poblaciones humanas densas (capítulo 11). Fueron muchos más los indígenas americanos y otros pueblos no euroasiáticos los que murieron a causa de los gérmenes euroasiáticos que por obra de las armas de fuego o acero de los euroasiáticos. A la inversa, pocos o ningún germen letal distintivo esperaban a los futuros conquistadores europeos en el Nuevo Mundo. ¿Por qué fue tan desigual el intercambio de gérmenes? En este punto, los resultados de recientes estudios de biología molecular son reveladores por cuanto vinculan los gérmenes con el nacimiento de la producción de alimentos, en Eurasia mucho más que en América.
Otra cadena de causación condujo desde la producción de alimentos hasta la escritura, posiblemente el invento más importante de los últimos milenios (capítulo 12). La escritura ha evolucionado desde cero sólo en un número reducido de ocasiones en la historia humana, en zonas que habían sido los puntos más antiguos de la producción de alimentos en sus respectivas regiones. Todas las demás sociedades que han conocido la escritura lo hicieron mediante la difusión de sistemas de escrituras o de la idea de la escritura desde uno de esos contados centros primarios. De ahí que, para el estudioso de la historia universal, el fenómeno de la escritura sea especialmente útil para analizar otra constelación importante de causas: los efectos de la geografía en la facilidad con que se propagaron las ideas y las invenciones.
Lo que sirve para la escritura sirve también para la tecnología (capítulo 13). Una cuestión decisiva es si la innovación tecnológica depende hasta tal punto de unos cuantos genios inventores, y de muchos factores culturales idiosincrásicos, como para resistirse a una comprensión de las pautas mundiales. De hecho, veremos que, paradójicamente, este gran número de factores culturales hace más fácil, no más difícil, comprender las pautas mundiales de la tecnología. Al permitir a los agricultores generar excedentes alimentarios, la producción de alimentos permitió a las sociedades agrícolas mantener a artesanos especializados a tiempo completo que no cultivaban sus propios alimentos y que desarrollaron las tecnologías.
Además de mantener a escribas e inventores, la producción de alimentos permitió asimismo que los agricultores mantuviesen a políticos (capítulo 14). Las hordas nómadas de cazadores-recolectores son relativamente igualitarias, y su esfera política se limita al territorio de la horda y a alianzas cambiantes con las hordas vecinas. Con el nacimiento de las poblaciones densas, sedentarias y productoras de alimentos llegó el surgimiento de los jefes, los reyes y los burócratas. Aquellas burocracias fueron fundamentales no sólo para gobernar dominios extensos y muy poblados, sino también para mantener ejércitos permanentes, enviar flotas de exploración y organizar guerras de conquista.
La cuarta parte («La vuelta al mundo en cinco capítulos», capítulos 15 a 19) aplica las lecciones de las partes segunda y tercera a cada unos de los continentes y algunas islas importantes. El capítulo 15 examina la historia de Australia y de la gran isla de Nueva Guinea, en otros tiempos unida a Australia formando un continente. El caso de Australia, que alberga a las sociedades humanas recientes de tecnología más sencilla, y único continente donde la producción de alimentos no se desarrolló de manera autóctona, plantea una prueba decisiva para las teorías sobre las diferencias intercontinentales en las sociedades humanas. Veremos por qué los aborígenes australianos continuaron siendo cazadores-recolectores, incluso cuando la mayoría de los pueblos de la vecina Nueva Guinea se hicieron productores de alimentos.
Los capítulos 16 y 17 integran los acontecimientos de Australia y Nueva Guinea en la perspectiva de toda la región que abarca el Asia oriental continental y las islas del Pacífico. El nacimiento de la producción de alimentos en China generó varios grandes movimientos prehistóricos de poblaciones humanas, o de rasgos culturales, o de ambas cosas. Uno de estos movimientos, en la propia China, creó el fenómeno político y cultural de China tal como la conocemos actualmente. Otro tuvo como resultado la sustitución, prácticamente en todo el territorio del Asia suroriental tropical, de los cazadores-recolectores indígenas por agricultores de origen chino meridional en última instancia. Otro movimiento, la expansión austroindonesia, sustituyó asimismo a los cazadores-recolectores indígenas de Filipinas e Indonesia y se extendió hasta las islas más remotas de Polinesia, pero no pudo colonizar Australia y la mayor parte de Nueva Guinea. Para el estudioso de la historia universal, todas estas colisiones entre pueblos del Asia oriental y el Pacífico son doblemente importantes: formaron los países donde vive un tercio de la población del mundo moderno, y en los cuales el poder económico se concentra cada vez más; y proporcionaron modelos especialmente claros para comprender la historia de los pueblos de otras regiones del mundo.
El capítulo 18 retorna al problema presentado en el capítulo 3, la colisión entre los pueblos europeos e indígenas americanos. Un resumen de la historia de los últimos 13 000 años del Nuevo Mundo y el oeste de Eurasia aclara cómo la conquista de América por Europa fue simplemente la culminación de dos trayectorias históricas largas y básicamente independientes. Las diferencias entre esas trayectorias estuvieron marcadas por las diferencias continentales en cuanto a plantas y animales domesticables, gérmenes, fechas de poblamiento, orientación de los ejes continentales y barreras ecológicas.
Finalmente, la historia del África subsahariana (capítulo 19) ofrece sorprendentes semejanzas, además de contrastes, con la historia del Nuevo Mundo. Los mismos factores que moldearon los encuentros de los europeos con los africanos moldearon también sus encuentros con los indígenas americanos. Pero África era asimismo diferente de América en cuanto a todos estos factores. En consecuencia, la conquista europea no creó una colonización generalizada ni duradera del África subsahariana, a excepción del extremo meridional. De importancia más duradera fue un cambio demográfico a gran escala que tuvo lugar dentro de la propia África: la expansión bantú. Resulta que esta expansión fue impulsada por muchas de las mismas causas que intervinieron en Cajamarca, en Asia oriental, en las islas del Pacífico y en Australia y Nueva Guinea.
No albergo ilusión alguna de que estos capítulos consigan explicar la historia de todos los continentes durante los últimos 13 000 años. Evidentemente, esto sería imposible de lograr en un solo libro aun en el caso de que abarcásemos todas las respuestas, algo que no sucede. En el mejor de los casos, este libro identifica varias constelaciones de factores ambientales que, a mi juicio, ofrecen una gran parte de la respuesta a la pregunta de Yali. El reconocimiento de esos factores subraya el residuo inexplicado, cuya comprensión será tarea para el futuro.
El Epílogo, titulado «El futuro de la historia humana como ciencia», presenta algunas piezas del residuo, incluido el problema de las diferencias entre distintas partes de Eurasia, el papel de los factores culturales no relacionados con el entorno y el papel de los individuos. Puede ser que el mayor de estos problemas no resueltos sea la consolidación de la historia humana como ciencia histórica, en igualdad con ciencias históricas reconocidas como la biología evolutiva, la geología y la climatología. El estudio de la historia humana plantea efectivamente dificultades reales, pero las ciencias históricas reconocidas se encuentran con algunos de los mismos desafíos. De ahí que los métodos desarrollados en algunos de estos otros campos puedan resultar también útiles en el campo de la historia humana.
Confío en haber convencido ya al lector de que la historia no es «sólo un maldito hecho detrás de otro», como dijo un cínico. Es cierto que hay pautas amplias en la historia, y la búsqueda de su explicación en tan productiva como fascinante.