Capítulo 11
El regalo mortal del ganado
Hemos examinado ya cómo la producción de alimentos surgió en un número reducido de centros, y cómo se propagó a ritmos desiguales desde esas zonas a otras. Estas diferencias geográficas constituyen importantes respuestas en última instancia a la pregunta de Yali acerca de por qué diferentes pueblos terminaron con grados distintos de poder y prosperidad. Sin embargo, la producción de alimentos por sí sola no es una causa inmediata. En una lucha de uno contra uno, un agricultor desnudo no habría tenido ventaja alguna sobre un cazador-recolector desnudo.
En cambio, una parte de la explicación del poder de los agricultores reside en la muy superior densidad de población que la producción de alimentos podía sustentar: diez agricultores desnudos tendrían sin duda ventaja sobre un cazador-recolector desnudo en una lucha. La otra parte es que ni los agricultores ni los cazadores-recolectores están desnudos, al menos no lo están metafóricamente hablando. Los agricultores tienden a exhalar gérmenes más desagradables, a poseer mejores armas y armaduras, a poseer por lo general tecnologías más poderosas y a vivir bajo gobiernos centralizados con élites ilustradas más capaces para librar guerras de conquista. De ahí que en los cuatro capítulos siguientes analizaremos cómo la causa última de la producción de alimentos condujo a las causas inmediatas de los gérmenes, la escritura, la tecnología y el gobierno centralizado.
Los vínculos que relacionan el ganado y los cultivos con los gérmenes me fueron ilustrados de manera inolvidable gracias a un caso hospitalario del que tuve conocimiento a través de un médico amigo. Cuando mi amigo era un joven médico sin experiencia, fue llamado a la habitación de un hospital para ocuparse de una pareja casada agotada por una misteriosa enfermedad. No ayudó el hecho de que la pareja también tuviera dificultades de comunicación entre sí y con mi amigo. El marido era un hombre pequeño y tímido, enfermo de neumonía causada por un microbio no identificado, y con sólo un dominio limitado de la lengua inglesa. Actuaba de traductora su bella esposa, preocupada por el estado de su marido y atemorizada por el entorno desconocido del hospital. Mi amigo estaba agotado también tras una larga semana de trabajo en el hospital y por el intento de averiguar qué factores de riesgo no habituales podrían haber causado la extraña enfermedad. La tensión hizo que mi amigo olvidara todo aquello que le habían enseñado acerca de la confidencialidad del paciente: cometió el tremendo error de pedir a la mujer que preguntase a su marido si había tenido alguna experiencia sexual que pudiera haber causado la infección.
Bajo la mirada del médico, el marido se ruborizó, se encogió hasta parecer más pequeño aún, intentó desaparecer debajo de las sábanas y con voz entrecortada dijo unas palabras con voz apenas audible. Su esposa gritó súbitamente presa de cólera y se irguió hasta parecer mucho más alta que él. Antes de que el médico pudiera detenerla, agarró un pesado frasco metálico, lo estampó con toda su fuerza en la cabeza de su marido y salió despotricando de la habitación. El médico tardó algún tiempo en reanimar al marido y mucho más en saber, a través del inglés entrecortado del hombre, qué había dicho para encolerizar de ese modo a su esposa. La respuesta surgió lentamente: había confesado que había mantenido reiteradas relaciones sexuales con ovejas en una visita reciente a la granja familiar; quizá fue así como había contraído el misterioso microbio.
Este incidente parece extrañamente excepcional y sin posibles significaciones más amplias. De hecho, ilustra un tema inmenso de gran importancia: las enfermedades humanas de origen animal. Muy pocos de nosotros amamos a las ovejas en el sentido carnal de este paciente. Pero la mayoría de nosotros amamos platónicamente a la mayoría de nuestras mascotas animales, como perros y gatos. En cuanto que sociedad, parecemos tener sin duda una inclinación desordenada por las ovejas y otros animales, a juzgar por el inmenso número de ellos que criamos. Por ejemplo, en la fecha en que se realizó un censo reciente, los 17 085 400 habitantes de Australia tenían un concepto tan elevado de las ovejas que poseían 161 600 000 de ellas.
Algunos de nosotros, adultos, y más aún nuestros hijos, contraemos enfermedades infecciosas de nuestros animales domésticos. Normalmente no son más que una molestia, pero algunas han evolucionado hasta transformarse en algo mucho más grave. Los principales elementos mortíferos para la humanidad en nuestra historia reciente —la viruela, la gripe, la tuberculosis, la malaria, la peste, el sarampión y el cólera— son enfermedades contagiosas que evolucionaron a partir de enfermedades de los animales, aun cuando la mayoría de los microbios responsables de nuestras enfermedades epidémicas estén paradójicamente casi limitados ahora a los seres humanos. Dado que las enfermedades han sido los principales elementos mortíferos de los seres humanos, han sido por ello factores configuradores decisivos de la historia. Hasta la Segunda Guerra Mundial, eran más numerosas las víctimas de guerra que morían a causa de microbios contraídos durante la guerra que de heridas sufridas en combate. Todas las historias militares que glorifican a los grandes generales simplifican en exceso la prosaica verdad: los vencedores de las guerras del pasado no fueron siempre los ejércitos que disponían de los mejores generales y las mejores armas, sino que a menudo fueron simplemente aquéllos que portaban los gérmenes más desagradables para transmitirlos a sus enemigos.
Los ejemplos más sombríos del papel de los gérmenes en la historia se encuentran en la conquista europea de América que comenzó con el viaje de Colón en 1492. Aun siendo numerosos ios indígenas americanos que fueron víctimas de los conquistadores españoles, fueron muchos más los que cayeron víctimas de los microbios españoles. ¿Por qué fue tan desigual el intercambio de gérmenes desagradables entre América y Europa? ¿Por qué las enfermedades de los indígenas americanos no diezmaron a los invasores españoles, se propagaron a Europa y acabaron con el 95 por 100 de la población europea? Preguntas semejantes surgen en relación con muchos otros pueblos autóctonos que fueron diezmados por gérmenes eurasiáticos, así como en relación con los posibles conquistadores europeos que fueron diezmados en los trópicos de África y Asia.
Así pues, se trata de cuestiones relativas a los orígenes animales de las enfermedades humanas las que están detrás de la pauta más amplia de la historia humana, y detrás de alguna de las cuestiones más importantes de la salud humana en nuestros días. (Pensemos en el sida, una enfermedad humana de propagación explosiva que parece haber evolucionado a partir de un virus residente en monos africanos salvajes). Este capítulo comenzará examinando qué es una «enfermedad», y por qué algunos microbios han evolucionado hasta «ponernos enfermos», mientras que la mayoría de las demás especies de seres vivos no nos ponen enfermos. Examinaremos por qué muchas de nuestras enfermedades infecciosas más conocidas se presentan en forma de epidemia, como nuestra actual epidemia de sida y las epidemias de «muerte negra» (peste bubónica) de la Edad Media consideraremos a continuación cómo los antepasados de los microbios que ahora están circunscritos a nosotros se transmitieron a partir de sus huéspedes animales originarios. Finalmente, veremos cómo el análisis de los orígenes animales de nuestras enfermedades contagiosas ayudan a explicar el trascendental intercambio, prácticamente unidireccional, de gérmenes entre los europeos y los indígenas americanos.
Naturalmente, estamos predispuestos a pensar en las enfermedades únicamente desde nuestro punto de vista: ¿qué podemos hacer para salvarnos y matar los microbios? Acabemos con esos bribones, y no nos preocupemos de cuáles son sus motivaciones. En la vida en general, sin embargo, tenemos que comprender al enemigo para poder derrotarle, y este enunciado se cumple especialmente en medicina.
Comencemos, pues, dejando a un lado temporalmente nuestro sesgo humano y examinando las enfermedades desde el punto de vista de los microbios. Al fin y al cabo, los microbios son un producto de la selección natural en la misma medida que nosotros lo somos. ¿Qué beneficio evolutivo obtiene un microbio de ponernos enfermos de maneras singulares, como producirnos úlceras genitales o diarrea? ¿Y por qué deberían evolucionar los microbios hasta ser capaces de matarnos? Esto parece especialmente desconcertante y contraproducente, pues un microbio que mata a su huésped se mata a sí mismo.
Básicamente, los microbios evolucionan como otras especies. La evolución selecciona aquellos individuos más eficaces en la producción de crías y en la propagación de éstas a lugares adecuados para vivir. Para un microbio, la propagación puede definirse matemáticamente como el número de nuevas víctimas infectadas por cada paciente original. Ese número depende de cuánto tiempo siga la víctima siendo capaz de infectar a nuevas víctimas, y del grado de eficacia con el que el microbio se trasmita de una víctima a la siguiente.
Los microbios han desarrollado diversas maneras de propagarse de una persona a otra, y de los animales a las personas. El germen que se propaga mejor deja más crías y termina siendo favorecido por la selección natural. Muchos de nuestros «síntomas» de enfermedades representan en realidad formas en las que algunos condenados e inteligentes microbios modifican nuestros cuerpos o nuestro comportamiento de tal manera que estemos dispuestos a propagar microbios.
La manera más natural en que un germen puede propagarse consiste simplemente en esperar ser transmitido pasivamente a la siguiente víctima. Ésta es la estrategia practicada por los microbios que esperan que un huésped sea comido por el huésped siguiente: por ejemplo, la bacteria salmonella, que contraemos comiendo huevos o carne infectados; el gusano responsable de la triquinosis, que pasa de los cerdos a nosotros esperando que nosotros matemos al cerdo y lo comamos sin una cocción adecuada; y el gusano causante de la anisaquiasis, con la que los japoneses y estadounidenses amantes del sushi se infectan ocasionalmente al consumir pescado crudo. Estos parásitos pasan a una persona de un animal comido, pero el virus causante de la enfermedad de la risa (kuru) en las tierras altas de Nueva Guinea solía pasar de una persona a otra persona al comer la carne de la que portaba la enfermedad. Era transmitido por canibalismo, cuando los niños de las tierras altas cometían el fatal error de chuparse los dedos después de jugar con los sesos crudos que sus madres acababan de sacar de las víctimas muertas de kuru que esperaban ser cocinadas.
Algunos microbios no esperan que el viejo huésped muera y ser comidos, sino que viajan en la saliva de un insecto que muerde al antiguo huésped y vuela hasta encontrar un nuevo huésped. El viaje gratuito puede ser proporcionado por mosquitos, pulgas, piojos o moscas tsé-tsé que propagan la malaria, la peste, el tifus o la enfermedad del sueño, respectivamente. La más sucia de las estratagemas para el transporte pasivo es perpetrada por los microbios que pasa una mujer a su feto y, por tanto, infectan a los niños ya en el momento de su nacimiento. Al recurrir a esa estratagema, los microbios responsables de la sífilis, la rubéola, y ahora el sida, plantean dilemas éticos con los que las personas que creen en un universo fundamentalmente justo tienen que luchar denodadamente.
Otros gérmenes resuelven la cuestión por su cuenta, metafóricamente hablando. Modifican la anatomía o los hábitos de su huésped de tal manera que aceleran su transmisión. Desde nuestra perspectiva, las úlceras genitales abiertas causadas por enfermedades venéreas como la sífilis son una terrible indignidad. Desde el punto de vista de los microbios, sin embargo, sólo son un mecanismo útil para conseguir la ayuda de un huésped a fin de inocular microbios en una cavidad corporal de un nuevo huésped. Las lesiones cutáneas causadas por la viruela propagan asimismo los microbios mediante el contacto corporal directo o indirecto (ocasionalmente muy indirecto, como cuando los blancos estadounidenses decididos a exterminar a los indígenas americanos «beligerantes» les enviaban como regalo mantas que habían sido utilizadas previamente por enfermos de viruelas).
Más vigorosa aún es la estrategia practicada por los microbios de la gripe, el resfriado común y la tos ferina, que inducen a la víctima a toser o estornudar, lanzando de este modo una nube de microbios hacia posibles nuevos huéspedes. De manera semejante, la bacteria del cólera induce a su víctima a una severa diarrea que hace llegar las bacterias a los suministros de agua de posibles nuevas víctimas, mientras que el virus responsable de la fiebre hemorrágica coreana se transmite en la orina de los ratones. Para la modificación del comportamiento de un huésped, nada es comparable al virus de la rabia, que no sólo se introduce en la saliva de un perro infectado sino que impulsa al perro a un frenesí de mordeduras y, por tanto, a infectar a muchas nuevas víctimas. Pero en cuanto a esfuerzo físico por parte del propio germen, el premio sigue recayendo en gusanos como el anquilostoma y el esquistosoma, que excavan activamente en la piel del huésped desde el agua o el suelo en los que sus larvas habían sido excretadas en las heces de una víctima anterior.
Así pues, desde nuestro punto de vista las úlceras genitales, la diarrea y la tos son «síntomas de la enfermedad». Desde el punto de vista del germen, son estrategias evolutivas inteligentes para transmitir el germen. Por eso el germen tiene interés en «ponernos enfermos». Pero ¿por qué debería un germen desarrollar la estrategia aparentemente contraproducente de matar a su huésped?
Desde la perspectiva del germen, se trata únicamente de una consecuencia no buscada (¡triste consuelo para nosotros!) de síntomas del huésped que promueven una transmisión eficaz de los microbios. Sí, un paciente de cólera no tratado puede morir finalmente por la producción de fluido diarreico a un ritmo de muchos litros diarios. Al menos durante algún tiempo, sin embargo, en tanto en cuanto el paciente continúe vivo, la bacteria del cólera saca partido de la transmisión masiva a los suministros de agua de sus próximas víctimas. Siempre que cada víctima infecte, por tanto, por término medio a más de una nueva víctima, la bacteria se propagará, aunque el primer huésped muera.
Hasta aquí, nuestro imparcial examen de los intereses de los gérmenes. Volvamos ahora a examinar nuestros propios intereses egoístas: para seguir vivos y sanos, lo mejor que podemos hacer es matar a los condenados gérmenes. Una de nuestras respuestas habituales a la infección consiste en desarrollar fiebre. Una vez más, estamos acostumbrados a considerar la fiebre como un «síntoma de enfermedad», como si se desarrollara inevitablemente sin cumplir función alguna. Pero la regulación de la temperatura corporal está bajo nuestro control genético y no tiene lugar sólo por accidente. Unos cuantos microbios son más sensibles al calor que nuestros cuerpos. Al elevar nuestra temperatura corporal, en realidad intentamos matar a los gérmenes asándolos antes de que nosotros nos asemos.
Otra respuesta habitual en nosotros consiste en movilizar nuestro sistema inmunitario. Los glóbulos blancos de nuestra sangre y otras células buscan activamente y matan a los microbios foráneos. Los anticuerpos específicos que acumulamos gradualmente contra un microbio en particular que nos infecta hace que tengamos menos probabilidades de infectarnos de nuevo una vez curados. Como todos sabemos por experiencia, hay algunas enfermedades, como la gripe y el resfriado común, a las cuales nuestra resistencia es sólo temporal. Podemos contraer finalmente la enfermedad de nuevo. Contra otras enfermedades, sin embargo —como el sarampión, las paperas, la rubéola, la tos ferina y la ya derrotada viruela—, nuestros anticuerpos estimulados por una infección nos confieren inmunidad de por vida. Es el principio de la vacunación: estimular nuestra producción de anticuerpos sin tener que pasar por la experiencia real de la enfermedad, inoculándonos una cepa muerta o debilitada de microbios.
Lamentablemente, algunos microbios inteligentes no ceden ante nuestras defensas inmunitarias. Algunos han aprendido a engañarnos cambiando las piezas moleculares del microbio (sus llamados antígenos) que nuestros anticuerpos reconocen. La constante evolución o reciclado de nuevas cepas de gripe, con diferentes antígenos, explica por qué el haber pasado la gripe dos años antes no nos protege de la cepa distinta que ha llegado este año. La malaria y la enfermedad del sueño son clientes más escurridizos aún por su capacidad para cambiar rápidamente sus antígenos. Entre los más escurridizos está el sida, que desarrolla nuevos antígenos incluso cuando está dentro de un mismo paciente, aplastando por tanto finalmente su sistema inmunitario.
Nuestra respuesta defensiva más lenta es a través de la selección natural, que cambia nuestras frecuencias genéticas de una generación a otra. Para prácticamente cualquier enfermedad, algunas personas resultan ser genéticamente más resistentes que otras. En una epidemia, las personas dotadas de genes para la resistencia a ese microbio en particular tienen más probabilidades de sobrevivir que las personas que carecen de esos genes. En consecuencia, en el transcurso de la historia, las poblaciones humanas expuestas reiteradamente a un patógeno en particular han llegado a estar formadas por una proporción más alta de individuos dotados de esos genes de la resistencia, simplemente porque los desdichados individuos que no tenían los genes tenían menos probabilidades de sobrevivir para transmitir sus genes a sus hijos.
Triste consuelo, podría pensarse de nuevo. Esta respuesta evolutiva no le hace ningún bien al individuo moribundo genéticamente sensible. Pero significa, sin embargo, que una población humana en su conjunto llega a estar mejor protegida del patógeno. Ejemplos de estas defensas genéticas son las protecciones (con un precio) que el gen falciforme llamado gen de Tay-Sachs y el gen de la fibrosis quística pueden conferir a los negros africanos, los judíos asquenazi y los europeos septentrionales contra la malaria, la tuberculosis y las diarreas bacterianas, respectivamente.
En pocas palabras, nuestra interacción con la mayoría de las especies, tal como queda ilustrado por el colibrí, no hace que nos pongamos «enfermos» nosotros ni el colibrí. Ni nosotros ni los colibríes hemos tenido, ni han tenido, que desarrollar defensas uno contra otro. Esta relación pacífica pudo perdurar porque los colibríes no cuentan con nosotros para propagar sus crías ni para ofrecer nuestros cuerpos como alimento. El colibrí evolucionó, en cambio, para alimentarse de néctar e insectos, que encuentra utilizando sus alas.
Pero los microbios evolucionaron para alimentarse de los nutrientes que se encuentran en el interior de nuestro cuerpo, y no tienen alas que les permitan llegar al cuerpo de una nueva víctima una vez que la víctima original ha muerto o ha adquirido resistencia. De ahí que muchos gérmenes hayan tenido que desarrollar estratagemas que les permitieran desarrollarse entre posibles víctimas, y muchas de esas estratagemas son lo que experimentamos como «síntomas de enfermedad». Hemos desarrollado contraestratagemas propias, a las cuales los gérmenes han reaccionado desarrollando contra-contraestratagemas. Nosotros y nuestros patógenos estamos encerrados ahora en una escalada de competición evolutiva, con la muerte de un contendiente como precio de la derrota, y con la selección natural desempeñando el papel de árbitro. Examinemos ahora la forma de la contienda: ¿guerra relámpago o guerra de guerrillas?
Supongamos que contamos el número de casos de una enfermedad infecciosa en particular en una zona geográfica, y que observamos cómo las cifras cambian con el tiempo. Las pautas resultantes presentan grandes diferencias entre unas enfermedades y otras. Para ciertas enfermedades, como la malaria o la anquilostomiasis, pueden aparecer nuevos casos en cualquier mes del año en una zona afectada. Las llamadas enfermedades epidémicas, sin embargo, no producen caso alguno durante un largo período, a continuación sí una oleada de casos, y después ningún caso más de nuevo durante algún tiempo.
Entre este tipo de enfermedades epidémicas, la gripe es conocida personalmente por la mayoría de los lectores, en relación con la cual determinados años son especialmente negativos para nosotros (aunque son grandes años para el virus de la gripe). Las epidemias de cólera llegan a intervalos más largos: la epidemia peruana de 1991 fue la primera que llegó al Nuevo Mundo en el siglo XX. Aunque las epidemias de gripe y cólera en nuestros días merecen las primeras páginas de los periódicos, las epidemias solían ser mucho más aterradoras antes del nacimiento de la medicina moderna. La mayor epidemia de la historia de la humanidad fue una gripe que mató a 21 millones de personas al término de la Primera Guerra Mundial. La «muerte negra» (peste bubónica) mató a la cuarta parte de la población de Europa entre 1346 y 1352, con proporciones de muertes que llegaban hasta el 70 por 100 en algunas ciudades. Cuando se estaba construyendo el ferrocarril Canadian Pacific a través de Saskatchewan a comienzos del decenio de 1880, los indígenas americanos de esa provincia, que hasta esas fechas apenas habían estado expuestos a los blancos y sus gérmenes, murieron de tuberculosis a la increíble tasa del 9 por 100 anual.
Las enfermedades infecciosas que nos visitan en forma de epidemia, en vez de hacerlo como un goteo constante de casos, comparten varias características. En primer lugar, se propagan rápida y eficazmente a partir de una persona infectada a una persona sana cercana, con el resultado de que toda la población acaba estando expuesta en un breve período. En segundo lugar, son enfermedades «agudas»: en un breve lapso de tiempo, el paciente muere o se recupera por completo. En tercer lugar, los afortunados de nosotros que nos recuperamos desarrollamos anticuerpos que nos dejan inmunes contra la reaparición de la enfermedad durante mucho tiempo, posiblemente para el resto de nuestra vida. Finalmente, estas enfermedades tienden a estar circunscritas a los humanos; los microbios que las causan tienden a no vivir en el suelo ni en otros animales. Estos cuatro rasgos pueden aplicarse a lo que los lectores pueden considerar las enfermedades epidémicas agudas familiares de la infancia, como el sarampión, la rubéola, las paperas, la tos ferina o la viruela.
La razón de que la combinación de estos cuatro rasgos tienda a hacer que una enfermedad se produzca como epidemia es fácil de entender. De forma simplificada, he aquí lo que sucede. La rápida propagación de los microbios y la rápida trayectoria de los síntomas supone que todos los integrantes de una población humana local se infectan rápidamente, y poco después mueren o se recuperan o inmunizan. No queda nadie vivo que pueda ser infectado. Pero dado que el microbio no puede sobrevivir salvo en el cuerpo de personas vivas, la enfermedad se extingue, hasta que una nueva cosecha de niños llega a la edad propicia y una persona infecciosa llega desde el exterior para dar comienzo a una nueva epidemia.
Una ilustración clásica de cómo estas enfermedades se producen en forma de epidemia es la historia del sarampión en las aisladas islas del Atlántico llamadas Feroe. Una grave epidemia de sarampión llegó a las islas Feroe en 1781 y después desapareció, dejando a las islas libres de sarampión hasta la llegada de un carpintero infectado en un barco procedente de Dinamarca en 1846. En el plazo de tres meses, casi toda la población de las islas Feroe (7782 personas) había contraído el sarampión y después murió o se recuperó, dejando que el virus del sarampión desapareciera una vez más hasta la epidemia siguiente. Los estudios indican que es probable que el sarampión desaparezca de cualquier población humana de poco más de medio millón de personas. Sólo en poblaciones más numerosas puede pasar la enfermedad de una zona local a otra, persistiendo por tanto hasta que han nacido suficientes niños en la zona infectada en un principio como para que el sarampión regrese a ella.
Lo que es cierto para el sarampión en las islas Feroe es cierto de nuestras enfermedades infecciosas agudas conocidas en todo el mundo. Para mantenerse, necesitan una población humana suficientemente numerosa y suficientemente densa, que una nueva cosecha numerosa de niños propensos esté disponible para la infección en el momento en que la enfermedad hubiera desaparecido de otro modo. De ahí que el sarampión y enfermedades semejantes sean conocidas también como enfermedades masivas.
Evidentemente, las enfermedades masivas no podrían sostenerse en las pequeñas hordas de cazadores-recolectores y de agricultores de roza e incendio. La trágica experiencia moderna de los indígenas de la Amazonia y de los pobladores de las islas de Oceanía confirma que prácticamente una tribu entera puede ser exterminada por una epidemia llevada por un visitante del exterior, porque ningún miembro de la tribu posee anticuerpos contra el microbio. Por ejemplo, en el invierno de 1902 una epidemia de disentería llevada por un marinero del ballenero Active mató a 51 de los 56 esquimales sadlermiut, un grupo muy aislado de personas que vivían en la isla de Southampton, en el Ártico canadiense. Además, el sarampión y algunas de nuestras enfermedades «infantiles» tienen más probabilidades de matar a los adultos infecciosos que a los niños, y todos los adultos de la tribu son propensos. (En cambio, los estadounidenses modernos rara vez contraen el sarampión en la edad adulta, porque la mayoría de ellos pasan el sarampión o reciben la vacuna contra esa enfermedad durante la infancia). Una vez liquidada la mayor parte de la tribu, la epidemia desaparece. El pequeño tamaño de la población de las tribus explica no sólo por qué no pueden soportar epidemias introducidas desde el exterior, sino también por qué nunca desarrollan enfermedades epidémicas propias para devolvérselas a los visitantes.
Pero no se pretende decir con esto que todas las poblaciones humanas estén libres de todas las enfermedades infecciosas. Tienen infecciones, pero sólo de ciertos tipos. Unas están causadas por microbios capaces de mantenerse en los animales o en el suelo, con el resultado de que la enfermedad no desaparece sino que permanece disponible y constante para infectar a las personas. Por ejemplo, el virus de la fiebre amarilla es portado por monos salvajes africanos, de ahí que pueda infectar siempre a las poblaciones humanas rurales de África, de ahí que fuera portado por el comercio de esclavos trasatlántico para infectar a los monos y las personas del Nuevo Mundo.
Otras infecciones de pequeñas poblaciones humanas son enfermedades crónicas, como la lepra y el pian. Dado que la enfermedad puede tardar mucho tiempo en matar a su víctima, la víctima continúa viva a modo de depósito de microbios para infectar a otros miembros de la tribu. Por ejemplo, la cuenca de Karimui, en las tierras altas de Nueva Guinea, donde trabajé en el decenio de 1960, estaba ocupada por una población aislada de sólo unos miles de personas, que padecían el índice de lepra más alto del mundo: en torno al 40 por 100. Finalmente, las pequeñas poblaciones humanas también son propensas a infecciones no mortales contra las cuales no desarrollamos inmunidad, con el resultado de que la misma persona puede reinfectarse después de haberse recuperado. Esto sucede con el anquilostoma y muchos otros parásitos.
Todos estos tipos de enfermedad, característicos de pequeñas poblaciones aisladas, deben de ser las enfermedades más antiguas de la humanidad. Fueron aquéllas que pudimos desarrollar y mantener durante los primeros millones de años de nuestra historia evolutiva, cuando la población humana total era pequeña y fragmentada. Estas enfermedades también son compartidas con —o son semejantes a las enfermedades de nuestros parientes salvajes más próximos— los grandes simios africanos. En cambio, las enfermedades masivas, de las que ya nos hemos ocupado, sólo pudieron aparecer con la acumulación de poblaciones humanas numerosas y densas. Esta acumulación comenzó con el nacimiento de la agricultura a partir de hace unos 10 000 años, y después se aceleró con el nacimiento de las ciudades a partir de hace varios miles de años. De hecho, las primeras fechas comprobadas de muchas enfermedades infecciosas conocidas son sorprendentemente recientes: hacia 1600 a. C. para la viruela (tal como se deduce de las picaduras de una momia egipcia), 400 a. C. para las paperas, 200 a. C. para la lepra, 1840 para la poliomielitis epidémica y 1959 para el sida.
¿Por qué el nacimiento de la agricultura lanzó la evolución de nuestras enfermedades infecciosas masivas? Una razón a la que acabamos de referirnos es que la agricultura mantiene densidades de población humana mucho más altas que la forma de vida de los cazadores-recolectores: por término medio, entre 10 y 100 veces más alta. Además, los cazadores-recolectores cambian con frecuencia de campamento y dejan tras ellos sus montones de heces con microbios y larvas de gusanos acumulados. Pero los agricultores son sedentarios y viven en medio de sus propios sistemas sanitarios, por lo que proporcionan a los microbios un camino corto del cuerpo de una persona al agua potable de otra.
Algunas poblaciones agrícolas hacen que sea más fácil aún la infección de nuevas víctimas por sus propias bacterias y gusanos, al reunir sus heces y orina y extenderlas como fertilizante en los campos donde la gente trabaja. La agricultura de regadío y la piscicultura brindan unas condiciones de vida ideales para los caracoles que portan la esquistosiomasis y para los trematodos que perforan nuestra piel cuando nos metemos en agua cargada de heces. Los agricultores sedentarios acaban rodeados no sólo de sus heces sino también de roedores que transmiten enfermedades, atraídos por los alimentos almacenados de los agricultores. La roza de extensiones de bosque que llevan a cabo los agricultores africanos proporciona asimismo un hábitat ideal para la reproducción de los mosquitos transmisores de la malaria.
Si el nacimiento de la agricultura fue, pues, un filón para nuestros microbios, el nacimiento de las ciudades lo fue mayor, ya que poblaciones humanas aún más densas se hacinaban en condiciones sanitarias todavía peores. No fue sino hasta el comienzo del siglo XX cuando las poblaciones urbanas de Europa fueron finalmente autosuficientes: antes de esas fechas era necesaria la emigración constante de campesinos sanos del medio rural para compensar las constantes muertes de habitantes de las ciudades a causa de enfermedades masivas. Otro filón fue el desarrollo de rutas comerciales mundiales, que en la época romana unían efectivamente las poblaciones de Europa, Asia y el norte de África, un gigantesco criadero para los microbios. Fue entonces cuando la viruela llegó finalmente a Roma con el nombre de peste de Antonino, que mató a millones de ciudadanos romanos entre 165 y 180.
Asimismo, la peste bubónica apareció por vez primera en Europa con el nombre de peste de Justiniano (542-543). Pero la peste no comenzó a golpear Europa con toda su fuerza en forma de epidemia de «muerte negra» hasta 1346, cuando una nueva ruta para el comercio terrestre con China ofreció un rápido tránsito, a lo largo del eje este-oeste de Eurasia, para las pieles infestadas de pulgas procedentes de zonas asoladas por la peste de Asia central a Europa. En nuestros días, nuestros aviones a reacción han permitido que incluso los vuelos intercontinentales más largos sean más breves que la duración de cualquier enfermedad infecciosa humana. Fue así como un avión de Aerolíneas Argentinas, que se detuvo en Lima (Perú) en 1991, se las arregló para entregar a decenas de personas infestadas con el cólera el mismo día en mi ciudad de Los Angeles, situada a más de 5000 km de Lima. El explosivo aumento de los viajes por el mundo de los estadounidenses, y de la inmigración a Estados Unidos, nos está convirtiendo en otro crisol, en esta ocasión de microbios que antes pasábamos por alto considerando que sólo causaban enfermedades exóticas en lejanos países.
Así pues, cuando la población humana llegó a ser suficientemente grande y concentrada, alcanzamos la fase de nuestra historia en la que pudimos desarrollar y sostener por fin enfermedades masivas confinadas a nuestra propia especie. Pero esta conclusión presenta una paradoja: estas enfermedades nunca podrían haber existido antes. En cambio, tuvieron que evolucionar como nuevas enfermedades. ¿De dónde llegaron todas estas nuevas enfermedades?
Estudios moleculares de los microbios causantes de enfermedades han aportado recientemente algunas pruebas. Para muchos de los microbios responsables de nuestras enfermedades exclusivas, los biólogos moleculares pueden certificar ya los parientes más cercanos del microbio. Éstos también resultan ser agentes de enfermedades infecciosas masivas, pero circunscritas a diversas especies de nuestros animales domésticos y mascotas. Entre los animales, las enfermedades epidémicas requieren también poblaciones numerosas y densas y no aquejan a cualquier animal: se circunscriben principalmente a los animales sociales que ofrecen las grandes poblaciones necesarias. De ahí que cuando domesticamos a los animales sociales, como la vaca y el cerdo, éstos ya estaban aquejados de enfermedades epidémicas que sólo esperaban ser transmitidas por nosotros.
Por ejemplo, el virus del sarampión está más emparentado con el virus que causa el tifus bovino. Esta terrible enfermedad epidémica afecta al ganado vacuno y a muchos mamíferos rumiantes salvajes, pero no a los humanos. El sarampión, a su vez, no aqueja al ganado. La estrecha semejanza entre el virus del sarampión y el virus del tifus bovino sugiere que la segunda se trasladó del ganado al ser humano y después evolucionó hasta convertirse en el virus del sarampión modificando sus propiedades para adaptarse a nosotros. Esta transferencia no es en modo alguno sorprendente, si tenemos en cuenta que muchos agricultores viven y duermen cerca de las vacas y sus heces, orina, aliento, pústulas y sangre. Nuestra intimidad con el ganado vacuno dura 9000 años, desde que domesticamos a estos animales, es decir, tiempo más que suficiente para que el virus del tifus bovino nos descubra al lado. Como ilustra la Tabla 11.1, el origen de otras de nuestras enfermedades infecciosas familiares puede remontarse asimismo a enfermedades de nuestros amigos los animales.
TABLA 11.1. Regalos mortíferos de nuestros amigos los animales | |
Enfermedad humana | Animal con el patógeno más relacionado |
Sarampión | Ganado vacuno (tifus bovino) |
Tuberculosis | Ganado vacuno |
Viruela | Ganado vacuno u otros animales con virus relacionados |
Gripe | Cerdos y patos |
Tos ferina | Cerdos y patos |
Malaria | Aves (¿gallinas y patos?) |
Dada nuestra proximidad a los animales a los que amamos, debemos ser bombardeados constantemente por sus microbios. Se han seleccionado por medio de la selección natural, y sólo algunos de ellos logran establecerse como enfermedades humanas. Un rápido examen de las enfermedades actuales nos permite trazar cuatro etapas en la evolución de una enfermedad humana especializada a partir de un precursor animal.
La primera fase queda ilustrada por decenas de enfermedades que de vez en cuando contraemos directamente de nuestras mascotas y nuestros animales domésticos. Entre ellas se cuentan la fiebre felina de nuestros gatos, la leptospirosis de nuestros perros, la psittacosis de nuestras gallinas y loros y la brucelosis o fiebre de Malta de nuestras vacas. Podemos contraer asimismo enfermedades de animales salvajes, como la turalemia que los cazadores pueden contraer al desollar conejos de monte. Todos estos microbios se encuentran aún en una fase temprana de su evolución hacia patógenos humanos especializados, no se transmiten todavía directamente de una persona a otra, e incluso su transferencia a nosotros desde los animales sigue siendo poco habitual.
En la segunda fase, un antiguo patógeno animal evoluciona hasta el punto en que se transmite directamente entre las personas y causa epidemias. Sin embargo, la epidemia desaparece por alguna entre varias razones, como ser curada por la medicina moderna o ser detenida cuando toda la población ha sido infectada ya y, bien se ha inmunizado, bien ha muerto. Por ejemplo, una fiebre antes desconocida llamada fiebre de O'nyong-nyong apareció en África oriental en 1959 y procedió a infectar a varios millones de africanos. Probablemente surgió de un virus de monos y fue transmitida al ser humano por los mosquitos. El hecho de que los pacientes se recuperasen rápidamente y quedasen inmunizados a nuevos ataques contribuyó a que la nueva enfermedad desapareciera rápidamente. En Estados Unidos, se aplicó el nombre de fiebre de Fort Bragg a una nueva enfermedad leptospiral que irrumpió en aquel país en el verano de 1942 y no tardó en desaparecer.
Una enfermedad mortal que desapareció por otra razón fue la enfermedad de la risa de Nueva Guinea, transmitida por el canibalismo y causada por un virus de acción lenta del que nadie se ha recuperado nunca. El kuru llevaba camino de exterminar a la tribu foré de Nueva Guinea, formada por 20 000 personas, hasta que la instauración del control del gobierno australiano hacia 1959 puso fin al canibalismo y, por tanto, a la transmisión del virus. Los anales de la medicina están llenos de relatos de enfermedades que no guardan parecido alguno con enfermedades conocidas en nuestros días, pero que en otros tiempos causaron terroríficas epidemias y después desaparecieron tan misteriosamente como habían llegado. La «enfermedad del sudor inglesa», que azotó y aterrorizó Europa entre 1485 y 1552, y los «sudores de Picardía» de los siglos XVIII y XIX en Francia, son sólo dos de las muchas enfermedades epidémicas que desaparecieron mucho antes de que la medicina moderna hubiera ideado métodos para identificar a los microbios responsables de ellas.
Una tercera fase en la evolución de nuestras principales enfermedades está representada por antiguos patógenos animales que se establecieron en el ser humano, que no han (¿todavía?) desaparecido, y que pueden llegar a convertirse aún, o no, en importantes factores de mortandad de la humanidad. El futuro sigue siendo muy incierto para la fiebre de Lassa, causada por un virus derivado probablemente de los roedores. La fiebre de Lassa fue observada por vez primera en 1969 en Nigeria, donde causa una enfermedad fatal tan contagiosa que los hospitales nigerianos son clausurados cuando un solo caso aparece. Mejor estudiada es la enfermedad de Lyme, causada por una espiroqueta que adquirimos mediante el mordisco de garrapatas transportadas por ratones y ciervos. Aunque los primeros casos humanos conocidos en Estados Unidos no aparecieron hasta fechas tan recientes como 1962, la enfermedad de Lyme alcanza ya proporciones epidémicas en muchas partes de este país. El futuro del sida, derivado de virus de los monos y documentado por vez primera en seres humanos hacia 1959, es más seguro aún (desde la perspectiva del virus).
La última fase de esta evolución está representada por las grandes enfermedades epidémicas ya antiguas y circunscritas al ser humano. Estas enfermedades deben de ser los supervivientes evolutivos de muchos más patógenos que intentaron dar el salto a nosotros desde los animales, y la mayoría de los cuales fracasaron.
¿Qué sucede realmente en esta fase, cuando una enfermedad exclusiva de los animales se transforma en una enfermedad exclusiva del ser humano? Una de las transformaciones tiene que ver con un cambio del vector (portador) intermedio: cuando un microbio que depende de un vector artrópodo para la transmisión cambia a un nuevo huésped, el microbio puede verse obligado a encontrar también un nuevo artrópodo. Por ejemplo, el tifus se transmitía inicialmente entre las ratas por medio de las pulgas de las ratas, que se bastaron durante algún tiempo para transmitir el tifus de las ratas a los humanos. Finalmente, los microbios del tifus descubrieron que los piojos del cuerpo humano ofrecían un método mucho más eficaz para desplazarse directamente entre un ser humano y otro. Ahora que los estadounidenses se han despiojado en su mayor parte, el tifus ha descubierto una nueva vía para entrar en nosotros: infectando a las ardillas voladoras del este de América del Norte y trasladándose después a las personas en cuyos desvanes viven ardillas voladoras.
En pocas palabras, las enfermedades representan evolución en marcha, y los microbios se adaptan por selección natural a nuevos huéspedes y vectores. Pero, en comparación con el cuerpo de las vacas, el nuestro ofrece defensas inmunitarias, piojos, heces y químicas diferentes. En este nuevo entorno, un microbio debe desarrollar nuevas fórmulas para vivir y propagarse. En varios casos instructivos, los médicos o veterinarios han podido observar realmente la evolución de los microbios según estas nuevas fórmulas.
El caso mejor estudiado indica lo que sucedió cuando la mixomatosis afectó a los conejos de Australia. Se había observado que el virus de la mixomatosis, originario de una especie silvestre de conejo brasileño, causaba una epidemia mortal en los conejos domésticos europeos, que son una especie distinta. De ahí que el virus fuera introducido deliberadamente en Australia en 1950 con la esperanza de librar al país de su plaga de conejos europeos, insensatamente introducidos en el siglo XIX. En el primer año, la mixomatosis produjo un gratificante (para los agricultores australianos) 99,8 por 100 de tasa de mortalidad en los conejos infectados. Lamentablemente para los agricultores, esa tasa descendió en el segundo año hasta el 90 por 100, y finalmente hasta el 25 por 100, frustrando las esperanzas de erradicar por completo a los conejos de Australia. El problema era que el virus de la mixomatosis evolucionó para defender sus intereses, que son distintos de los nuestros y de los de los conejos. El virus cambió para matar menos conejos y permitir que los infectados mortalmente viviesen durante más tiempo antes de morir. En consecuencia, un virus de la mixomatosis menos mortal propaga crías de virus a más conejos que el virus original, el sumamente virulento virus de la mixomatosis.
Para encontrar un ejemplo semejante en el ser humano, no hay más que pensar en la sorprendente evolución de la sífilis. Hoy en día, nuestras dos asociaciones inmediatas con la sífilis son las úlceras genitales y una enfermedad de desarrollo muy lento, que conduce a la muerte de muchas víctimas que no han recibido tratamiento sólo después de muchos años. Sin embargo, cuando la sífilis fue registrada por primera vez de manera concluyente en Europa, en 1495, sus pústulas cubrían a menudo el cuerpo de la cabeza a las rodillas, hacían desprenderse la carne del rostro de las personas infectadas y llevaban a la muerte al cabo de unos meses. En 1546, la sífilis había evolucionado hasta convertirse en la enfermedad con los síntomas que tan bien conocemos actualmente. Aparentemente, como en el caso de la mixomatosis, las espiroquetas de la sífilis que evolucionaron para mantener vivas a sus víctimas durante más tiempo pudieron transmitir, por tanto, su cría de espiroquetas a más víctimas.
La importancia de los microbios letales en la historia humana queda ilustrada a la perfección por la conquista y repoblación del Nuevo Mundo por los europeos. Fueron muchos más los indígenas americanos que murieron en la cama por gérmenes eurasiáticos que en los campos de batalla por las armas y las espadas europeas. Aquellos gérmenes socavaron la resistencia de los indios al matar a la mayoría de ellos y sus dirigentes y al minar la moral de los supervivientes. Por ejemplo, en 1519 Cortés desembarcó en la costa de México con 600 españoles, para conquistar un Imperio azteca ferozmente militarista, que tenía una población de muchos millones. El hecho de que Cortés llegase a la capital azteca, Tenochtitlán, escapase con la pérdida de «sólo» dos tercios de su fuerza y lograse abrirse camino de regreso a la costa demuestra las ventajas militares españolas y la ingenuidad inicial de los aztecas. Pero cuando llegó la siguiente arremetida de Cortés, los aztecas no eran ya ingenuos y combatieron calle a calle con la máxima tenacidad. Lo que dio a los españoles una ventaja decisiva fue la viruela, que llegó a México en 1520 por un esclavo infectado que provenía de la Cuba española. La epidemia resultante avanzó hasta matar casi la mitad de los aztecas, incluido el emperador Cuitláhuac. Los aztecas supervivientes se vieron desmoralizados por la misteriosa enfermedad que mataba a los indios y perdonaba a los españoles, como si fuese un aviso de la invencibilidad de éstos. En 1618, la población inicial de México, que era de unos 20 millones, había descendido hasta aproximadamente 1,6 millones de personas.
Pizarro llevó una suerte igualmente funesta cuando desembarcó en la costa de Perú en 1531 con 168 hombres para conquistar el Imperio inca, con millones de subditos. Por suerte para Pizarro y por desgracia para los incas, la viruela había llegado a aquella tierra hacia 1526, matando a gran parte de la población inca, incluido el emperador Huayna Cápac y su sucesor designado. Como vimos en el capítulo 3, el resultado de que el trono quedase vacante fue que otros dos hijos de Huayna Cápac, Atahualpa y Huáscar, se enzarzaran en una guerra civil que Pizarro aprovechó para conquistar a los divididos incas.
Cuando en Estados Unidos pensamos en las sociedades más pobladas que existían en el Nuevo Mundo en 1492, sólo las de los aztecas y los incas suelen llegar a nuestras mentes. Olvidamos que América del Norte también albergaba nutridas sociedades indias en el lugar más lógico, el valle del Misisipí, en el que hoy se encuentran algunas de las mejores tierras agrícolas del país. En este caso, sin embargo, los conquistadores no contribuyeron directamente en modo alguno a la destrucción de las sociedades; los gérmenes eurasiáticos, propagándose antes que ellos, lo hicieron todo. Cuando Hernando de Soto se convirtió en el primer conquistador europeo que recorrió el sureste de Estados Unidos, en 1540, llegó a emplazamientos de ciudades indias abandonadas dos años antes porque sus habitantes habían muerto como consecuencia de epidemias. Estas epidemias habían sido transmitidas por indios de la costa infectados por españoles que habían visitado esta zona. Los microbios de los españoles se propagaron al interior antes que los propios españoles.
De Soto pudo ver todavía algunas ciudades indias densamente pobladas bordeando el tramo inferior del Misisipí. Cuando su expedición terminó, faltaba aún mucho tiempo para que los europeos llegasen de nuevo al valle del Misisipí, pero los microbios eurasiáticos se habían establecido ya en América del Norte y seguían propagándose. En la época de la siguiente aparición de europeos en el bajo Misisipí, la de los colonizadores franceses de finales del siglo XVII, casi todas aquellas grandes ciudades indias habían desaparecido. Sus vestigios son los grandes túmulos del valle del Misisipí. Hasta tiempos muy recientes no nos hemos dado cuenta de que muchas de las sociedades constructoras de túmulos estaban aún intactas en gran medida cuando Colón llegó al Nuevo Mundo, y que se desmoronaron (probablemente como consecuencia de las enfermedades) entre 1492 y la exploración sistemática del Misisipí por los europeos.
Cuando yo era joven, a los escolares estadounidenses se nos enseñaba que América del Norte había estado ocupada en un principio por sólo un millón de indios. Esa cifra tan baja era útil para justificar la conquista por los blancos de lo que podía considerarse un continente casi vacío. Sin embargo, las excavaciones arqueológicas y el análisis pormenorizado de las descripciones dejadas por los primeros exploradores europeos de nuestras costas parecen indicar ahora un número inicial de unos 20 millones de indios. Para el Nuevo Mundo en su conjunto, el descenso de la población india en los dos siglos siguientes a la llegada de Colón se calcula en hasta el 95 por 100.
Los principales elementos mortíferos fueron los gérmenes del Viejo Mundo a los cuales los indios nunca habían estado expuestos, y contra los cuales no tenían, por tanto, resistencia genética ni inmunitaria. La viruela, el sarampión, la gripe y el tifus compitieron por alcanzar el primer puesto entre los elementos mortales. Por si esto no hubiera sido suficiente, la difteria, la malaria, las paperas, la tos ferina, la peste, la tuberculosis y la fiebre amarilla aparecieron poco después. En innumerables casos, los blancos estaban realmente allí para presenciar la destrucción que tenía lugar cuando llegaban los gérmenes. Por ejemplo, en 1837 la tribu india mandan, que tenía una de las culturas más complejas de las Grandes Llanuras, contrajo la viruela de un barco de vapor que remontaba el río Misuri desde San Luis. La población de una aldea mandan descendió de 20 000 habitantes a menos de 40 al cabo de unas semanas.
Mientras que más de una docena de enfermedades infecciosas importantes originarias del Viejo Mundo se establecieron en el Nuevo Mundo, quizá ni un solo factor letal llegó a Europa desde América. La única posible excepción es la sífilis, cuya zona de origen sigue siendo objeto de controversia. La unilateralidad de este intercambio de gérmenes es más llamativa si cabe cuando recordamos que una población humana densa es un requisito previo para la evolución de nuestras enfermedades infecciosas masivas. Si las recientes revaloraciones de la población del Nuevo Mundo precolombino son correctas, no era muy inferior a la población contemporánea de Eurasia. Algunas ciudades del Nuevo Mundo como Tenochtitlán se contaban entre las más pobladas del planeta en aquellas fechas. ¿Por qué no había en Tenochtitlán gérmenes terribles esperando a los españoles?
Un posible factor coadyuvante es que el nacimiento de las poblaciones humanas densas comenzó un poco después en el Nuevo Mundo que en el Viejo Mundo. Otro es que los tres centros americanos con mayor densidad de población —los Andes, Mesoamérica y el valle del Misisipí— nunca estuvieron conectados por un comercio rápido como para convertirse en un único criadero enorme de microbios, a la manera en que Europa, el norte de África, India y China se enlazaron en la época romana. Estos factores siguen sin explicar, sin embargo, por qué el Nuevo Mundo terminó aparentemente sin epidemia masiva letal alguna. (Se ha informado de ADN de tuberculosis en la momia de un indio peruano que murió hace 1000 años, pero el procedimiento de identificación utilizado no distinguía la tuberculosis humana de un patógeno estrechamente relacionado [Mycobacterium bovis] cuya presencia es generalizada en los animales salvajes).
En cambio, lo que debe de ser la principal razón de la no aparición de enfermedades masivas mortales en América se hace evidente cuando nos detenemos a formular una sencilla pregunta: ¿a partir de qué microbios cabría pensar que habrían evolucionado? Hemos visto que las enfermedades masivas eurasiáticas evolucionaron a partir de enfermedades de animales gregarios eurasiáticos que fueron domesticados. Mientras que en Eurasia existían muchos animales de estas características, en América sólo se domesticaron cinco animales en total: el pavo en México y el suroeste de Estados Unidos; la llama/alpaca y el cobaya en los Andes; el pato almizclado en la América del Sur tropical, y el perro en toda América.
A su vez, vimos también que esta escasez extrema de animales domésticos en el Nuevo Mundo refleja la escasez de material salvaje de partida. Aproximadamente el 80 por 100 de los grandes mamíferos salvajes de América se extinguieron al final del último período glacial, hace unos 13 000 años. Los escasos animales domésticos que les quedaron a los indígenas americanos no eran fuente probable de enfermedades masivas, en comparación con la vaca y el cerdo. El pato almizclado y el pavo no viven en bandadas enormes, y no son especies a las que apetezca manosear (como los corderos) y con las que tengamos mucho contacto físico. El cobaya podría haber contribuido a nuestro catálogo de males con una infección tripanosomiásica como la enfermedad de Chagas o leishmaniasis, pero esto no está claro. Inicialmente, lo más sorprendente es la ausencia de cualquier enfermedad humana derivada de la llama (o la alpaca), acerca de la cual se siente la tentación de considerarla el equivalente andino del ganado vacuno eurasiático. Sin embargo, la llama tenía cuatro desventajas en su contra como fuente de patógenos humanos: vivía en manadas más pequeñas que la oveja y la cabra y el cerdo; su número total nunca fue ni por lo más remoto tan grande como el de las poblaciones eurasiáticas de ganado doméstico, ya que la llama nunca se extendió más allá de los Andes; la gente no bebe (y se infecta por) leche de llama; y la llama no se guarda bajo techo, en estrecha relación con las personas. En cambio, las madres humanas de las tierras altas de Nueva Guinea amamantan a menudo a los cerditos, y tanto los cerdos como las vacas se guardan con frecuencia en el interior de las cabañas de los campesinos.
La importancia histórica de las enfermedades derivadas de los animales se extiende mucho más allá de la colisión entre el Viejo Mundo y el Nuevo Mundo. Los gérmenes eurasiáticos desempeñaron un papel importante a la hora de diezmar a los pueblos indígenas en muchas otras partes del mundo, entre ellos los pobladores de las islas del Pacífico, los aborígenes australianos y los pueblos khoisan (hotentotes y bosquimanos) de África austral. Las mortalidades acumuladas de estos pueblos, previamente no expuestos, por gérmenes eurasiáticos osciló entre el 50 por 100 y el 100 por 100. Por ejemplo, la población india de la isla La Española descendió desde unos 8 millones, en la época de la llegada de Colón en 1492, a cero en 1535. El sarampión llegó a Fiji con un jefe fijiano que regresaba de una visita a Australia en 1875, y procedió a matar a aproximadamente la cuarta parte de la población fijiana en aquellas fechas (después de que la mayoría de los fijianos hubieran muerto ya a causa de epidemias a partir de la visita del primer europeo, en 1791). La sífilis, la gonorrea, la tuberculosis y la gripe que llegaron con el capitán Cook en 1779, seguidas de una gran epidemia de tifus en 1804 y numerosas epidemias «menores», redujeron la población de Hawai desde aproximadamente medio millón en 1779 hasta 84 000 personas en 1853, año en que la viruela llegó finalmente a Hawai y mató a unos 10 000 supervivientes. Estos ejemplos podrían multiplicarse casi indefinidamente.
Sin embargo, los gérmenes no actuaron únicamente en beneficio de los europeos. Aunque el Nuevo Mundo y Australia no albergaban enfermedades epidémicas autóctonas que esperasen a los europeos, las zonas tropicales de Asia, África, Indonesia y Nueva Guinea contaban sin duda con esas epidemias. La malaria en todo el Viejo Mundo tropical, el cólera en el sureste de Asia tropical y la fiebre amarilla en el África tropical fueron (y siguen siendo) los elementos mortales tropicales más conocidos. Estas epidemias representaron el obstáculo más serio para la colonización europea de los trópicos, y explican por qué el reparto colonial europeo de Nueva Guinea y de la mayor parte de África no culminó hasta casi 400 años después del comienzo del reparto del Nuevo Mundo por Europa. Por otra parte, una vez que la malaria y la fiebre amarilla se transmitieron a América a través del tráfico marítimo europeo, se impusieron como obstáculo importante para la colonización también de los trópicos del Nuevo Mundo. Un ejemplo conocido es el papel de esas dos enfermedades en el desbaratamiento de los planes franceses, y casi en el desbaratamiento del plan estadounidense, que en última instancia tuvo éxito, de construir el canal de Panamá.
Teniendo en cuenta todos estos hechos, intentemos recuperar de nuevo nuestro sentido de la perspectiva acerca del papel de los gérmenes en la respuesta a la pregunta de Yali. Es indudable que los europeos desarrollaron una gran ventaja en armas, tecnología y organización política sobre la mayoría de los pueblos no europeos a los que conquistaron. Pero esa ventaja por sí sola no explica por completo cómo en un principio tan pocos inmigrantes europeos llegaron a sustituir a tan grandes proporciones de la población autóctona de América y algunas otras partes del mundo. Esa sustitución no podría haber tenido lugar sin el siniestro regalo de Europa a otros continentes: los gérmenes desarrollados a partir de la prolongada intimidad de los eurasiáticos con los animales domésticos.