Capítulo 14

Desde el igualitarismo a la cleptocracia

En 1979, mientras volaba con unos amigos misioneros sobre una remota cuenca de terrenos pantanosos de Nueva Guinea, advertí la presencia de algunas cabañas a unos kilómetros de distancia. El piloto me explicó que, en algún lugar de la fangosa extensión situada debajo de nosotros, un grupo de cazadores de cocodrilos indonesios se había encontrado recientemente con un grupo de nómadas de Nueva Guinea. Ambos grupos habían sido presa del pánico, y el encuentro había terminado con la muerte de varios nómadas por disparos de los indonesios.

Mis amigos misioneros suponían que los nómadas pertenecían a un grupo no contactado llamado fayus, que sólo era conocido para el mundo exterior a través de relatos de sus aterrorizados vecinos, un grupo convertido de nómadas antiguos llamados kirikiris. Los primeros contactos entre los forasteros y los grupos de Nueva Guinea son siempre peligrosos en potencia, pero este comienzo fue especialmente poco propicio. Sin embargo, mi amigo Doug voló hasta la zona en helicóptero para intentar entablar relaciones amistosas con los fayus. Regresó, vivo pero zarandeado, para contar un extraordinario relato.

Resultó que los fayus vivían normalmente en familias individuales, dispersos en los pantanos y reuniéndose una o dos veces al año para negociar el intercambio de novias. La visita de Doug coincidió con una de esas reuniones, en la que tomaron parte unas decenas de fayus. Para nosotros, unas decenas de personas constituyen una reunión ordinaria y pequeña, pero para los fayus era un acontecimiento poco habitual y alarmante. Los asesinos se encontraron súbitamente cara a cara con los familiares de sus víctimas. Por ejemplo, un hombre fayu escupió al hombre que había matado a su padre. El hijo levantó su hacha y se abalanzó hacia el asesino, pero fue derribado al suelo tras un forcejeo por unos amigos; después, el asesino llegó hasta donde se hallaba el hijo postrado con un hacha y también fue derribado. Los dos hombres fueron contenidos, gritando de ira, hasta que parecieron suficientemente agotados como para poder ser dejados en libertad. Otros hombres se insultaban sistemáticamente, se retorcían de ira y frustración y golpeaban el suelo con sus hachas. Aquella tensión continuó durante los varios días que duró la reunión, mientras Doug rezaba para que la visita no terminase en violencia.

Los fayus son unos 400 cazadores-recolectores, divididos en cuatro clanes que viven recorriendo unos cientos de kilómetros cuadrados. Según su propio relato, llegaron a ser unos 2000, pero su población se vio reducida sobremanera como consecuencia del asesinato de fayus por fayus. No tenían mecanismos políticos ni sociales, que nosotros damos por supuestos, para lograr la resolución pacífica de las disputas graves. Finalmente, como consecuencia de la visita de Doug, un grupo de fayus invitó a un valeroso matrimonio de misioneros a vivir con ellos. La pareja vive allí desde hace más de diez años y ha convencido gradualmente a los fayus de que renuncien a la violencia. De este modo, los fayus están siendo llevados al mundo moderno, en el que se enfrentan a un futuro incierto.

Muchos otros grupos de habitantes de Nueva Guinea y de indígenas de la Amazonia que no habían tenido previamente contacto con el exterior han debido también a misioneros su incorporación a la sociedad moderna. Después de los misioneros llegan los maestros y los médicos, los burócratas y los soldados. La difusión del gobierno y la religión han estado vinculadas, pues, durante toda la historia escrita, tanto si la difusión ha sido pacífica (como sucedió finalmente con los fayus) como si lo fue por la fuerza. En el segundo caso suele ser el gobierno el que organiza la conquista, y la religión la que la justifica. Aunque a veces los nómadas y las tribus derrotan a los gobiernos y las religiones organizados, la tendencia en los últimos 13 000 años ha sido que los nómadas y las tribus hayan perdido la batalla.

Al final del último período glacial, gran parte de la población del mundo vivía en sociedades semejantes a las de los fayus actuales, y nadie vivía en una sociedad mucho más compleja. En fechas tan recientes como 1500, menos del 20 por 100 de la superficie de la Tierra estaba delimitada por fronteras que definían Estados gobernados por burócratas y regidos por leyes. Hoy en día, todo el planeta a excepción de la Antártida está dividido de ese modo. Los descendientes de las sociedades que alcanzaron antes el gobierno centralizado y la religión organizada terminaron dominando el mundo moderno. La combinación de gobierno y religión ha funcionado, pues, junto con los gérmenes, la escritura y la tecnología, como uno de los cuatro grupos principales de agentes próximos que han conducido a la pauta más amplia de la historia. ¿Cómo surgieron el gobierno y la religión?

Las hordas de fayus y los estados modernos representan extremos opuestos del espectro de las sociedades humanas. La sociedad estadounidense moderna y los fayus se diferencian por la presencia o ausencia de una fuerza policial profesional, ciudades, dinero, distinciones entre ricos y pobres y muchas otras instituciones políticas, económicas y sociales. ¿Surgieron juntas todas estas instituciones, o bien unas surgieron antes que otras? Podemos inferir la respuesta a esta pregunta comparando sociedades modernas en diferentes niveles de organización, examinando relatos escritos o datos arqueológicos sobre sociedades del pasado, y observando cómo las instituciones de una sociedad cambian con el tiempo.

Los antropólogos culturales que intentan describir la diversidad de las sociedades humanas suelen dividirlas en al menos media docena de categorías. Todo intento de esta índole de definir las fases de cualquier continuum evolutivo o de desarrollo —ya sea de los estilos musicales, las etapas de la vida humana o las sociedades humanas— está doblemente condenado a la imperfección. En primer lugar, dado que cada fase surge de una fase anterior, las líneas de demarcación son inevitablemente arbitrarias. (Por ejemplo, ¿es una persona de 19 años un adolescente o un adulto joven?). En segundo lugar, las secuencias del desarrollo no son invariables, por lo que los ejemplos catalogados bajo la misma fase son inevitablemente heterogéneos. (Brahms y Liszt se revolverían en sus tumbas si supieran que ahora se les agrupa como compositores del período romántico). Sin embargo, las fases alineadas arbitrariamente proporcionan un útil atajo para examinar la diversidad de la música y de las sociedades humanas, a condición de que se tengan presentes las advertencias anteriores. Con tal espíritu, utilizaremos una clasificación sencilla basada en sólo cuatro categorías —horda, tribu, jefatura y Estado (véase Tabla 14.1)— para comprender las sociedades.

TABLA 14.1 Tipos de sociedades
Horda Tribu Jefatura Estado
Miembros
Número de personas decenas centenares millares más de 50 000
Modelo de asentamiento nómada Fijo: 1 aldea Fijo: 1 o más aldeas fijo: muchas aldeas y ciudades
Base de las relaciones parentesco Clanes basados en parentesco clase y residencia clase y residencia
Etnicidades y lenguas 1 1 1 1 o más
Gobierno
Toma de decisiones, liderazgo «igualitaria» «igualitaria» u «hombre-grande» centralizada, hereditaria centralizada
Burocracia no no no, o 1 o 2 niveles muchos niveles
Monopolio de la fuerza y la información no no
Resolución de conflictos informal informal centralizada leyes, jueces
Jerarquía de asentamientos no no No → aldea suprema capital
Religión
¿justifica la cleptocracia? no no Sí → no
Economía
Producción de alimentos no No → sí Sí → intensiva intensiva
División del trabajo no No → sí No → sí
Intercambios recíprocos recíprocos Redistributivos («tributo») Redistributivos («impuestos»)
Control de la tierra horda clan jefe varios
Sociedad
Estratificada no no sí, por parentesco sí, no por parentesco
Esclavitud no no pequeña escala gran escala
Artículos de lujo para la élite no no
Arquitectura pública no no No → sí
Alfabetización autóctona no no No → aldea suprema a menudo

Una flecha horizontal indica que el atributo varía entre las sociedades más y menos complejas de ese tipo

Las hordas son las sociedades más pequeñas, pues constan típicamente de entre 5 y 80 personas, la mayoría de ellas estrechamente emparentadas por nacimiento o matrimonio. De hecho, una horda es una familia extensa o varias familias extensas emparentadas. Hoy en día, las hordas que aún viven de manera autónoma se circunscriben casi por entero a las regiones más remotas de Nueva Guinea y la Amazonia, pero en la época moderna ha habido muchas otras que no han caído bajo el control de un Estado o han sido eliminadas o exterminadas hasta tiempos recientes. Entre éstas se cuentan muchos o la mayoría de los pigmeos africanos, los cazadores-recolectores san de África austral (llamados bosquimanos), los aborígenes australianos, los esquimales (inuit) y los indios de algunas zonas pobres de recursos de América como Tierra del Fuego y los bosques boreales septentrionales. Todas estas hordas modernas son o han sido cazadores-recolectores nómadas en vez de productores de alimentos sedentarios. Probablemente todos los seres humanos vivieron en hordas hasta al menos hace 40 000 años, y la mayoría aún lo hacían hace sólo 11 000 años.

Las hordas carecen de muchas instituciones que nosotros damos por supuestas en nuestra sociedad. No tienen una base de residencia única con carácter permanente. El territorio de la horda es utilizado conjuntamente por todo el grupo, en vez de estar repartido entre subgrupos o individuos. No hay una especialización económica regular, a excepción de las impuestas por la edad y el sexo: todos los individuos sanos participan en la recogida de alimentos. No hay instituciones formales, como leyes, policía y tratados, para resolver los conflictos que surjan en el seno de la horda y entre distintas hordas. La organización de la horda suele ser calificada de «igualitaria»: no hay una estratificación social formalizada en clases altas y bajas, no hay un liderazgo formalizado o hereditario, y no hay monopolios formalizados de la información y la toma de decisiones. Sin embargo, el término «igualitario» no debería entenderse con el significado de que todos los miembros de la horda sean iguales en prestigio y contribuyan por igual a las decisiones. Por el contrario, el término significa simplemente que cualquier «liderazgo» de la horda es informal y ha sido adquirido mediante cualidades como la personalidad, la fuerza, la inteligencia y las habilidades guerreras.

Mi experiencia personal con las hordas proviene de la zona pantanosa de las tierras bajas de Nueva Guinea donde viven los fayus, una región que recibe el nombre de Llanuras de los Lagos. Allí encontré familias extensas integradas por unos cuantos adultos con sus niños y mayores dependientes, que vivían en rudimentarios refugios temporales a orillas de los ríos y se desplazaban en canoa y a pie. ¿Por qué los pueblos de las Llanuras de los Lagos continúan viviendo como hordas nómadas, cuando la mayoría de los otros pueblos de Nueva Guinea, y casi todos los demás pueblos del mundo, viven hoy en grupos sedentarios más amplios? La explicación es que la región carece de concentraciones de recursos densas a nivel local que permitan que muchas personas vivan juntas, y que (hasta la llegada de los misioneros que llevaron las plantas cultivables) carecían también de plantas autóctonas que pudieran permitirles una agricultura productiva. El alimento básico de las hordas es la palma de sagú, cuyo corazón produce una médula con alto contenido en fécula cuando la palma llega a la madurez. Las hordas son nómadas porque deben desplazarse cuando han cortado los árboles de sagú maduros de una zona. El número de integrantes de la horda se mantiene bajo debido a enfermedades (especialmente la malaria), la falta de materias primas en la zona pantanosa (incluso las piedras para hacer herramientas deben conseguirse mediante el comercio) y la cantidad limitada de alimento que los pantanos producen para el ser humano. Limitaciones semejantes sobre los recursos accesibles a la tecnología humana existente se dan en las regiones del mundo ocupadas por otras hordas.

Nuestros parientes animales más cercanos, el gorila, el chimpancé y el bonobo de África también viven en hordas. Todos los humanos presumiblemente también lo hicieron, hasta que la mejora de la tecnología para extraer alimentos permitió que algunos cazadores-recolectores se establecieran en viviendas permanentes en algunas zonas ricas en recursos. La horda es la organización política, económica y social que heredamos de nuestros millones de años de historia evolutiva. Nuestro desarrollo más allá de ella ha tenido lugar en las últimas decenas de miles de años.

La primera de esas fases más acá de la horda recibe el nombre de tribu, que se diferencia por ser más grande (típicamente, está formada por cientos de personas en vez de por decenas) y llegar a poseer asentamientos fijos. Sin embargo, algunas tribus, e incluso jefaturas, están formadas por ganaderos que se desplazan estacionalmente.

La organización tribal queda ilustrada por los pobladores de las tierras altas de Nueva Guinea, cuya unidad política antes de la llegada del gobierno colonial era una aldea o un grupo de aldeas unidas. Esta definición política de la «tribu» es, pues, a menudo mucho más pequeña de lo que los lingüistas y los antropólogos culturales definirían como tribu, a saber, un grupo que comparte lengua y cultura. Por ejemplo, en 1964 comencé a trabajar entre un grupo de habitantes de las tierras altas llamados forés. Según los criterios lingüísticos y culturales, había entonces 12 000 forés, que hablaban dos dialectos mutuamente ininteligibles y vivían en 65 aldeas de varios cientos de personas cada una. Pero no había unidad política alguna entre las aldeas del grupo de lengua foré. Cada poblado estaba envuelto en una pauta cambiante y caleidoscópica de guerra y variaciones de alianzas con todos los poblados vecinos, sin tener en cuenta si los vecinos eran forés o hablantes de una lengua distinta.

Las tribus, recientemente independientes y ahora subordinadas de diversas formas a Estados nacionales, continúan ocupando gran parte de Nueva Guinea, Melanesia y la Amazonia. Una organización tribal semejante en el pasado se deduce de los datos arqueológicos de asentamientos de dimensiones considerables, pero que carecían de los sellos distintivos de las jefaturas que examinaremos más adelante. Estas pruebas sugieren que la organización tribal comenzó a surgir hace unos 13 000 años en el Creciente Fértil y después en otras zonas. Un requisito previo para vivir en asentamientos es la producción de alimentos o un entorno productivo con recursos especialmente concentrados que puedan cazarse y recolectarse dentro de una zona reducida. Por eso los asentamientos, y por deducción las tribus, comenzaron a proliferar en el Creciente Fértil en esa época, cuando los cambios climáticos y la mejora de la tecnología se unieron para permitir cosechas abundantes de cereales silvestres.

Además de ser diferente de la horda en virtud de su residencia sedentaria y el gran número de sus integrantes, la tribu difiere también en cuanto que está formada por un grupo de parentesco formalmente reconocido, llamado clan, que intercambia individuos para el matrimonio. La tierra pertenece a un clan en particular, no a toda la tribu. Sin embargo, el número de personas de una tribu sigue siendo bastante bajo como para que cada persona conozca a todas las demás por su nombre y sus relaciones.

Para otros tipos de grupos humanos, «unos cientos» también parece ser un límite máximo de tamaño de grupo compatible con el hecho de que cada miembro conozca a todos los demás. En nuestra sociedad estatal, por ejemplo, es probable que el director de una escuela conozca a todos sus alumnos por su nombre si a la escuela asisten unos cientos de niños, pero no si el número de alumnos es de unos miles. Una de las razones por las que la organización del gobierno humano tiende a cambiar del propio de la tribu al de la jefatura, en sociedades con más de unos cientos de miembros, es que la difícil cuestión de la resolución de conflictos entre extraños se agudiza en grupos más numerosos. Otro hecho que diluye los posibles problemas de la resolución de conflictos en las tribus es que prácticamente todo el mundo está emparentado con todo el mundo, ya sea por lazos sanguíneos, por matrimonio o por ambos factores. Estos vínculos de relaciones que unen a todos los miembros de la tribu hacen innecesarias la policía, las leyes y otras instituciones para la resolución de conflictos en sociedades más numerosas, pues cuando dos habitantes del poblado tienen una disputa comparten a muchos parientes, que les presionarán para que el conflicto no llegue a ser violento. En la sociedad tradicional de Nueva Guinea, si un neoguineano se encontraba con un neoguineano desconocido cuando ambos estaban lejos de sus respectivas aldeas, emprendían una larga conversación acerca de sus familiares, en un intento de establecer alguna relación, y por tanto alguna razón, por la que uno y otro no debían intentar matarse.

A pesar de todas estas diferencias entre hordas y tribus, siguen existiendo muchas semejanzas. Las tribus tienen aún un sistema de gobierno informal e «igualitario». La información y la adopción de decisiones son comunitarias. En las tierras altas de Nueva Guinea he observado reuniones de aldea a las que asistían todos los adultos de la misma, sentados en el suelo, pronunciándose discursos sin ninguna apariencia de que una persona «presidiera» el debate. En muchas aldeas de las tierras altas hay una persona llamada «hombre grande», que es el más influyente de la aldea. Pero ese puesto no es un cargo formal que deba ocuparse, y sólo supone un poder limitado. El hombre grande no tiene autoridad independiente para tomar decisiones, no conoce secretos diplomáticos y no puede hacer otra cosa que intentar influir en las decisiones de la comunidad. Los hombres grandes alcanzan este estatus por sus propios atributos; el cargo no es heredado.

Las tribus comparten también con las hordas un sistema social «igualitario», sin linajes o clases clasificados. No sólo el estatus no se hereda; ningún miembro de una tribu u horda tradicional puede adquirir un grado desproporcionado de riqueza por su propio esfuerzo, porque cada individuo tiene deudas y obligaciones para con muchos otros. Es imposible, pues, para un forastero adivinar, a partir de las apariencias, cuál de todos los hombres adultos de una aldea es el hombre grande: vive en el mismo tipo de cabaña, viste la misma indumentaria y los mismos adornos, o está tan desnudo como todos los demás.

Al igual que las hordas, las tribus carecen de burocracia, fuerza policial e impuestos. Su economía se basa en intercambios recíprocos entre individuos o familias, en vez de en la redistribución de los tributos pagados a una autoridad central. La especialización económica es ligera: faltan especialistas artesanos a tiempo completo, y todos los adultos sanos (incluido el hombre grande) participan en el cultivo, la recolección o la caza de alimentos. Recuerdo una ocasión en que, cuando pasaba por un huerto de las islas Salomón, vi que un hombre que estaba cazando me hacía señas desde lejos, y me di cuenta para mi asombro que se trataba de un amigo mío llamado Faletau. Era el tallista de madera más famoso de las Salomón, un tallista de gran originalidad, pero que no se había liberado de la necesidad de cultivar sus propias batatas. Dado que la tribu carece, pues, de especialistas económicos, carece también de esclavos, porque no hay empleos especializados de baja categoría para que los desempeñen los esclavos.

Del mismo modo que los compositores musicales del período clásico van desde C. P. E. Bach hasta Schubert y abarcan, por tanto, todo el espectro desde los compositores barrocos hasta los compositores románticos, las tribus también se fusionan en hordas en un extremo y en jefaturas en el extremo opuesto. En particular, el papel del hombre grande de una tribu en la distribución de la carne de los cerdos sacrificados para los festines insinúa el papel de los jefes en la recolección y la redistribución de alimentos y mercancías —ahora reinterpretadas como tributo— en las jefaturas. Asimismo, la presencia o ausencia de arquitectura pública es supuestamente una de las distinciones entre las tribus y las jefaturas, pero las grandes aldeas de Nueva Guinea tienen a menudo casas de culto (llamadas haus tamburan, a orillas del río Sepik) que presagian los templos de las jefaturas.

Aunque algunas hordas y tribus sobreviven hoy en día en tierras remotas y ecológicamente marginales, fuera del control del Estado, las jefaturas plenamente independientes desaparecieron a comienzos del siglo XX porque tendían a ocupar excelentes tierras codiciadas por los Estados. Sin embargo, en 1492 las jefaturas estaban aún muy extendidas en gran parte del este de Estados Unidos, en zonas productivas de América del Sur y América Central y del África subsahariana que no habían sido subsumidas todavía bajo Estados autóctonos, y en toda Polinesia. Las pruebas arqueológicas de las que nos ocupamos más abajo indican que las jefaturas surgieron hacia 5500 a. C. en el Creciente Fértil y hacia 1000 a. C. en Mesoamérica y los Andes. Examinemos las características distintivas de las jefaturas, muy diferentes de los Estados europeos y americanos modernos, y, al mismo tiempo, de las hordas y las sociedades tribales sencillas.

En lo que se refiere al tamaño de la población, las jefaturas eran considerablemente más grandes que las tribus, y oscilaban entre varios miles y varias decenas de miles de personas. Este tamaño generaba un serio potencial de conflictos internos porque, para cualquier persona que viviera en una jefatura, la inmensa mayoría de las demás personas de la jefatura no estaban estrechamente emparentadas por la sangre o el matrimonio ni les eran conocidas de nombre. Con el nacimiento de las jefaturas, hace unos 7500 años, la gente tuvo que aprender, por primera vez en la historia, cómo encontrarse con extraños habitualmente sin intentar matarlos.

La solución de este problema consistía en parte en que una persona, el jefe, ejerciera el monopolio del derecho a usar la fuerza. A diferencia del hombre grande de la tribu, el jefe ocupaba un cargo reconocido, que se ocupaba por derecho hereditario. En vez de la anarquía descentralizada de la asamblea de aldea, el jefe era una autoridad centralizada permanente, tomaba todas las decisiones importantes y tenía el monopolio sobre información decisiva (como qué jefe vecino era especialmente amenazador, o qué cosecha habían supuestamente prometido los dioses). A diferencia de los hombres grandes, los jefes podían ser reconocidos a distancia por rasgos distintivos visibles, como un gran abanico en la espalda en la isla de Rennell, en el Pacífico suroccidental. Cuando un ciudadano corriente se encontraba con un jefe, estaba obligado a realizar señales rituales de respeto, como (en Hawai) postrarse. Las órdenes del jefe podían ser transmitidas a través de uno o dos niveles de burócratas, muchos de los cuales eran a su vez jefes de baja graduación. Sin embargo, a diferencia de los burócratas del Estado, los burócratas de la jefatura cumplían funciones generalizadas en vez de especializadas. En el Hawai polinesio, los mismos burócratas (llamados konohiki) recaudaban tributos y supervisaban el regadío, y organizaban las peonadas para el jefe, mientras que las sociedades estatales disponen de recaudadores de impuestos, gerentes de distrito de aguas y consejos de reclutamiento por separado.

Cuando una jefatura tenía una población numerosa en una zona pequeña, exigía grandes cantidades de alimentos, que se obtenían mediante la propia producción de alimentos en la mayoría de los casos, pero también por la caza-recolección en algunas zonas especialmente ricas. Por ejemplo, los indios norteamericanos de la costa del Pacífico noroccidental, como los kwakiutl, nootka y tlingit, vivían bajo el mando de jefes en aldeas sin agricultura ni animales domésticos, porque los ríos y el mar albergaban una gran riqueza en salmones y fletanes. Los excedentes alimentarios generados por algunas personas, relegadas al rango de pueblo llano, servían para alimentar a los jefes, sus familias, los burócratas y los artesanos especializados, que fabricaban canoas, cazuelas o escupideras o trabajaban como tatuadores o capturadores de pájaros.

Los artículos de lujo, formados por los productos de esos artesanos especializados, u otros objetos raros obtenidos merced al comercio de larga distancia, estaban reservados para los jefes. Por ejemplo, los jefes hawaianos tenían mantos de plumas, algunos de ellos formados por decenas de miles de plumas y que requerían muchas generaciones humanas para su manufactura (por parte de fabricantes de mantos pertenecientes al pueblo llano, naturalmente). Esta concentración de artículos de lujo hace posible a menudo reconocer a los jefes mediante la arqueología, por el hecho de que algunas tumbas (las de los jefes) contienen artículos mucho más ricos que otras (las del pueblo llano), en contraste con los enterramientos igualitarios de la historia humana anterior. Algunas jefaturas complejas de la antigüedad pueden distinguirse también de las aldeas tribales por los restos de arquitectura pública compleja (como templos) y por una jerarquía regional de los asentamientos, según la cual un lugar (el lugar del jefe supremo) era obviamente más grande y tenía más edificios administrativos y objetos que otros lugares.

Al igual que las tribus, las jefaturas estaban formadas por múltiples linajes hereditarios que vivían en un mismo lugar. Sin embargo, mientras que los linajes de las aldeas tribales son clanes de igual rango, en una jefatura todos los miembros del linaje del jefe tenían unos requisitos previos hereditarios. De hecho, la sociedad estaba dividida en clases hereditarias de jefes y pueblo llano, y los jefes hawaianos se subdividían, a su vez, en ocho linajes clasificados jerárquicamente, cada uno de los cuales concentraba sus matrimonios dentro de su propio linaje. Por otra parte, dado que los jefes requerían siervos para oficios secundarios, además de artesanos especializados, las jefaturas se diferenciaban de las tribus por tener muchos empleos que podían ser desempeñados por esclavos, obtenidos típicamente mediante la captura en incursiones.

La característica económica más distintiva de las jefaturas era su cambio de la dependencia exclusiva de los intercambios recíprocos, propia de las hordas y las tribus, en virtud de la cual A entrega a B un regalo esperando que B, en un futuro no especificado, le entregue un regalo de valor comparable al de A. Nosotros, que vivimos en Estados modernos, nos permitimos este tipo de comportamiento en ocasión de cumpleaños y fiestas, pero la mayoría de nuestro flujo de bienes se logra más bien comprando y vendiendo por dinero de acuerdo con la ley de la oferta y la demanda. Aunque continuaron con los intercambios recíprocos y no tenían comercialización ni dinero, las jefaturas desarrollaron un nuevo sistema adicional llamado economía redistributiva. Un ejemplo sencillo supondría que un jefe recibiera trigo en la época de la cosecha de cada agricultor de la jefatura, a continuación organizaría un festín para todos y serviría el trigo o bien almacenaría el trigo y gradualmente lo entregaría de nuevo en los meses comprendidos entre una cosecha y otra. Cuando una gran proporción de los artículos recibidos del pueblo llano no se le redistribuía sino que era guardado y consumido por los linajes de jefes y los artesanos, la redistribución se convertía en tributo, precursor de los impuestos que hicieron su aparición por vez primera en las jefaturas. Los jefes exigían al pueblo llano no sólo bienes, sino también trabajo para la construcción de obras públicas, que también podían revertir en beneficio del pueblo llano (por ejemplo, sistemas de regadío para ayudar a alimentar a todos) o bien beneficiar principalmente a los jefes (por ejemplo, exuberantes tumbas).

Hemos venido hablando de las jefaturas genéricamente, como si todas fueran iguales. En realidad, las jefaturas presentaban notables variaciones. Las más grandes solían tener jefes más poderosos, más rangos de linajes de jefes, mayores distinciones entre jefes y pueblo llano, más retención de tributos por parte de los jefes, más estratos de burócratas y una arquitectura pública más grandiosa. Por ejemplo, las sociedades de pequeñas islas de Polinesia eran efectivamente muy semejantes a las sociedades tribales que tenían un hombre grande, con la salvedad de que el puesto de jefe era hereditario. La cabaña del jefe tenía el mismo aspecto que cualquier otra, no había burócratas ni obras públicas, el jefe redistribuía de nuevo la mayoría de los productos al pueblo llano, y la tierra era controlada por la comunidad. Pero en las islas más extensas de Polinesia, como Hawai, Tahití y Tonga, los jefes eran reconocibles a primera vista por sus adornos, se erigían obras públicas merced a mano de obra numerosa y forzada, la mayor parte de los tributos era retenida por los jefes, y toda la tierra era controlada por ellos. Otra gradación entre las sociedades de linajes clasificados era entre aquellas en las cuales la unidad política era una aldea autónoma y las formadas por un grupo regional de aldeas, en las que la aldea más grande y dotada de un jefe supremo controlaba las aldeas más pequeñas y con jefes menores.

En este punto, debería ser ya evidente que las jefaturas introdujeron el dilema fundamental de todas las sociedades no igualitarias y gobernadas desde el centro. En el mejor de los casos, son positivas por cuanto prestan unos servicios costosos imposibles de contratar a título individual. En el peor, funcionan sin inmutarse como cleptocracias, transfiriendo riqueza neta del pueblo llano a las clases altas. Estas nobles y egoístas funciones están indisolublemente vinculadas, aunque algunos gobiernos ponen mucho más énfasis en una función que en la otra. La diferencia entre un cleptócrata y un estadista sabio, entre un varón ladrón y un benefactor público, es únicamente de grado: se trata sólo de saber qué porcentaje del tributo recaudado de los productores queda en poder de la élite, y hasta qué punto les agradan a los ciudadanos corrientes los usos públicos a los que se destinan los tributos redistribuidos. Consideramos al ex presidente del antiguo Zaire, Mobutu, un cleptócrata, porque se quedaba con una proporción excesiva de tributos (el equivalente a miles de millones de dólares) y redistribuía una cantidad excesivamente reducida de tributos (no hubo un sistema telefónico que funcionase en el Zaire de entonces). Consideramos a George Washington un estadista porque gastó el dinero de los impuestos en programas ampliamente admirados y no se enriqueció en su cargo. Sin embargo, George Washington nació en la riqueza, que está distribuida de manera mucho más desigual en Estados Unidos que en las aldeas de Nueva Guinea.

Para cualquier sociedad estratificada, ya sea una jefatura o un Estado, cabría preguntar, pues: ¿por qué el pueblo llano tolera la transferencia de los frutos de su duro trabajo a los cleptócratas? Esta pregunta, planteada por teóricos de la política desde Platón hasta Marx, es planteada de nuevo por los votantes en todas las elecciones modernas. Las cleptocracias que cuentan con escaso apoyo público corren el riesgo de ser derrocadas, ya sea por ciudadanos corrientes oprimidos, ya por futuros cleptócratas de repuesto advenedizos que buscan el apoyo del público prometiendo una proporción más alta de servicios en relación con los frutos robados. Por ejemplo, la historia de Hawai está salpicada una y otra vez de rebeliones contra jefes opresivos, normalmente encabezadas por hermanos menores que prometen menos opresión. Esto nos puede parecer divertido en el contexto del Hawai antiguo, hasta que reflexionamos acerca de todo el sufrimiento que tales luchas siguen causando en el mundo moderno.

¿Qué debe hacer una élite para conseguir el apoyo popular al tiempo que sigue manteniendo una forma de vida más cómoda que el pueblo llano? Los cleptócratas de todas las épocas han recurrido a una mezcla de cuatro soluciones:

1. Desarmar al pueblo y armar a la élite. Esto es mucho más fácil en nuestros días de armamento de alta tecnología —producido únicamente en plantas industriales y monopolizado fácilmente por una élite— que en épocas antiguas de lanzas y palos que podían hacerse fácilmente en casa.

2. Hacer felices a las masas mediante redistribución de gran parte de los tributos recibidos, de maneras populares. Este principio fue tan válido para los jefes hawaianos como lo es para los políticos estadounidenses de nuestros días.

3. Utilizar el monopolio de la fuerza para promover la felicidad, manteniendo el orden público y reprimiendo la violencia. Se trata potencialmente de una ventaja grande y subestimada de las sociedades centralizadas sobre las no centralizadas. Los antropólogos idealizaron en otros tiempos a las hordas y las sociedades tribales como grupos amistosos y no violentos, porque en sus visitas los antropólogos no observaban ningún asesinato en una horda de 25 personas en el transcurso de un estudio de tres años. Naturalmente, no había tales asesinatos: es fácil calcular que una horda formada por una docena de adultos y una docena de niños, sometidos a las inevitables muertes que tienen lugar de todas maneras por las razones habituales distintas del asesinato, no podrían perpetuarse si además uno de sus doce adultos asesinase a otro adulto cada tres años. Información mucho más extensa y a largo plazo sobre sociedades de hordas y tribus revela que el asesinato es la principal causa de fallecimiento. Por ejemplo, dio la casualidad de que estaba efectuando una visita al pueblo iyau de Nueva Guinea en una época en que una antropóloga se entrevistaba con mujeres iyau para preguntarles acerca de la historia de su vida. Una mujer tras otra, cuando se les pedía que dijesen el nombre de su esposo, nombraba a varios esposos sucesivos que habían muerto de muerte violenta. Una respuesta típica era así: «Mi primer esposo fue matado por asaltantes elopis. Mi segundo esposo fue matado por un hombre que me quería, y que se convirtió en mi tercer esposo. Ese esposo fue matado por el hermano de mi segundo esposo, que quería vengar el asesinato». Estas biografías resultan habituales en las llamadas tribus amistosas y contribuyeron a la aceptación de la autoridad centralizada a medida que las sociedades tribales crecieron en población.

4. La última fórmula de los tecnócratas para conseguir el apoyo público consiste en construir una ideología o religión que justifiquen la cleptocracia. Las hordas y las tribus tenían ya creencias sobrenaturales, del mismo modo que las religiones establecidas modernas. Pero las creencias sobrenaturales de las hordas y las tribus no servían para justificar la transferencia de la riqueza ni mantener la paz entre individuos no relacionados. Cuando las creencias sobrenaturales obtuvieron esas funciones y se institucionalizaron, se transformaron en lo que llamamos una religión. Los jefes hawaianos eran muestra de los jefes de otros lugares, por cuanto afirmaban la divinidad, el origen divino o al menos una línea directa con los dioses. El jefe afirmaba servir al pueblo intercediendo por él ante los dioses y recitando las fórmulas rituales necesarias para conseguir lluvia, buenas cosechas y éxito en la pesca.

Las jefaturas tienen de manera característica una ideología, precursora de una religión institucionalizada, que sustenta la autoridad del jefe. El jefe puede combinar los cargos de líder político y sacerdote en una sola persona, o puede apoyar a un grupo distinto de cleptócratas (es decir, los sacerdotes) cuya función es ofrecer una justificación ideológica a los jefes. Por eso las jefaturas dedican tanto de los tributos recaudados a construir templos y otras obras públicas, que actúan como centros de la religión oficial y signos visibles del poder del jefe.

Además de justificar la transferencia de riqueza a los cleptócratas, la religión institucionalizada reporta otros dos importantes beneficios a las sociedades centralizadas. En primer lugar, la ideología o religión compartida ayuda a resolver el problema de cómo han de vivir juntos los individuos no emparentados sin matarse unos a otros: proporcionándoles un vínculo no basado en el parentesco. En segundo lugar, da a la gente una motivación, distinta del interés genético, para sacrificar su vida en nombre de otros. A costa de algunos miembros de la sociedad que mueren en la batalla en su condición de soldados, la sociedad en su conjunto se hace mucho más eficaz para conquistar otras sociedades o resistir a los ataques.

Las instituciones políticas, económicas y sociales que nos resultan más familiares en nuestros días son las de los Estados, que ahora gobiernan toda la superficie terrestre a excepción de la Antártida. Muchos Estados primitivos y todos los modernos han tenido élites ilustradas, y muchos son los Estados modernos que tienen también masas ilustradas. Los Estados desaparecidos tendían a dejar huellas arqueológicas visibles, como ruinas o templos de diseños estandarizados, al menos cuatro niveles de tamaños de asentamientos, y estilos de cerámica que abarcaban decenas de miles de kilómetros cuadrados. Sabemos por ello que los Estados surgieron hacia 3700 a. C. en Mesopotamia y hacia 300 a. C. en Mesoamérica, hace más de 2000 años en los Andes, China y el sureste de Asia y hace más de 1000 años en África occidental. En la época moderna, la formación de Estados a partir de jefaturas ha sido observada reiteradamente. Así pues, poseemos mucha más información sobre los Estados del pasado y su formación que sobre las jefaturas, las tribus y las hordas del pasado.

Los protoestados amplían muchas características de las grandes jefaturas principales (multialdeas). Continúan el aumento de tamaño desde las hordas hasta las tribus y las jefaturas. Mientras que la población de las jefaturas oscila entre unos miles y unas decenas de miles de personas, la población de la mayoría de los Estados modernos supera el millón de habitantes, y la de China, los mil millones. El asentamiento principal del jefe puede convertirse en la capital del Estado. Otros centros de población de los Estados distintos de la capital pueden merecer también el calificativo de auténticas ciudades, algo de lo que carecen las jefaturas. Las ciudades se diferencian de las aldeas en sus obras públicas monumentales, los palacios de los gobernantes, la acumulación de capital a partir de los tributos o impuestos y la concentración de personas distintas en tanto que productores de alimentos.

Los primeros Estados tenían un líder hereditario con un título equivalente al de rey, como un jefe supremo, ejerciendo el monopolio de la información, la toma de decisiones y el poder. Incluso en las democracias de nuestros días, los conocimientos decisivos sólo son accesibles a un número reducido de individuos, que controlan el flujo de información que llega al resto del gobierno, determinando, en consecuencia, las decisiones. Por ejemplo, en la crisis de los misiles de Cuba en 1963, la información y los debates que determinaron si la guerra nuclear se tragaría a 500 millones de personas fueron limitadas inicialmente por el presidente Kennedy a un comité ejecutivo de diez miembros del Consejo de Seguridad Nacional que él mismo designó; después, limitó las decisiones finales a un grupo de cuatro miembros formado por él y tres ministros de su gabinete.

El control central es más trascendental, y la redistribución económica en forma de tributos (rebautizados como impuestos) más extensa, en los Estados que en las jefaturas. La especialización económica es más extrema, hasta el punto de que hoy en día ni siquiera los agricultores pueden ser autosuficientes. De ahí que los efectos sobre la sociedad sean catastróficos cuando el gobierno del Estado se desmorona, como sucedió en Gran Bretaña al desaparecer los soldados, los administradores y la acuñación de moneda de los romanos entre 407 y 411. Incluso los primeros Estados de Mesopotamia ejercían un control centralizado sobre sus economías. Sus alimentos eran producidos por cuatro grupos especializados (productores de cereales, ganaderos, pescadores y hortelanos), de cada uno de los cuales el Estado tomaba la producción y a cada uno de los cuales entregaba los suministros, herramientas y alimentos necesarios distintos del tipo de alimento que ese grupo producía. El Estado suministraba semillas y animales de tiro a los productores de cereales, se quedaba con la lana de los ganaderos, intercambiaba la lana mediante el comercio de larga distancia por metales y otras materias primas esenciales, y pagaba las raciones de comida de los peones que mantenían los sistemas de regadío de los que dependían los agricultores.

Muchos de los primeros Estados, quizá la mayoría, adoptaron la esclavitud en una escala muy superior que las jefaturas. Esto no se debió a que las jefaturas mostrasen una disposición más bondadosa hacia los enemigos derrotados, sino a que la mayor especialización económica de los Estados, con más producción en masa y más obras públicas, exigía más necesidad de mano de obra esclava. Además, la mayor escala de la guerra estatal permitía disponer de más cautivos.

El nivel o los dos niveles de administración de la jefatura se multiplican sobremanera en los Estados, como sabe cualquiera que haya visto un organigrama de cualquier gobierno. Junto con la proliferación de niveles verticales de burócratas, hay también una especialización horizontal. En vez de ser los konohiki quienes se ocupen de todos los aspectos de la administración de un distrito de Hawai, los gobiernos estatales disponen de varios departamentos distintos, cada uno con su propia jerarquía, parar llevar la gestión del agua, los impuestos, el reclutamiento militar, etc. Incluso los pequeños Estados tienen burocracias más complejas que las grandes jefaturas. Por ejemplo, el Estado de Maradi, en África occidental, tenía una administración central con más de 130 cargos oficiales.

La resolución de conflictos internos en el seno de los Estados ha alcanzado una creciente formalización mediante las leyes, la judicatura y la policía. Las leyes son a menudo escritas, porque muchos Estados (con notables excepciones, como el de los incas) han dispuesto de élites ilustradas, al haberse desarrollado la escritura más o menos en la misma época de la formación de los primeros Estados tanto en Mesopotamia como en Mesoamérica. En cambio, ninguna jefatura primitiva que no estuviera al borde de la condición de Estado desarrolló la escritura.

Los primeros Estados tenían religiones estatales y templos estandarizados. A muchos de los primeros reyes se les consideraba divinos y se les concedía un trato especial en innumerables aspectos. Por ejemplo, los emperadores aztecas e incas eran transportados en literas; delante de la litera del emperador inca iban unos siervos que barrían y limpiaban el suelo; y la lengua japonesa incluye formas especiales del pronombre personal de segunda persona que sólo se utilizan para dirigirse al Emperador. Los primeros reyes eran asimismo los jefes de la religión del Estado, o bien tenían sumos sacerdotes dependientes. El templo mesopotámico era el centro no sólo de la religión sino también de la redistribución económica, la escritura y la tecnología artesanal.

Todas estas características del Estado llevan al extremo los acontecimientos que condujeron desde las tribus hasta las jefaturas. Además, sin embargo, los Estados han divergido de las jefaturas en varias direcciones nuevas. La más fundamental de estas distinciones es que los Estados están organizados de acuerdo con líneas políticas y territoriales, no según las líneas de parentesco que definían a las hordas, las tribus y las jefaturas sencillas. Por otra parte, las hordas y las tribus están formadas siempre, y las jefaturas habitualmente, por un solo grupo étnico y lingüístico. Los Estados, sin embargo —especialmente los llamados imperios, formados por una amalgama o conquista de Estados—, son por lo general multiétnicos y multilingües. Los burócratas del Estado no son seleccionados principalmente sobre la base del parentesco, como en las jefaturas, sino que son profesionales seleccionados al menos en parte sobre la base de la formación y la capacidad. En los Estados posteriores, incluidos la mayoría de los actuales, el liderazgo pasó a ser a menudo no hereditario, y muchos Estados abandonaron por completo el sistema de clases hereditarias formales que se arrastraba desde las jefaturas.

En los últimos 13 000 años, la tendencia predominante en la sociedad humana ha sido la sustitución de las unidades más pequeñas y menos complejas por otras más grandes y más complejas. Obviamente, se trata sólo de una tendencia media a largo plazo, con innumerables giros en ambas direcciones: 1000 fusiones por 999 inversiones. Sabemos por la prensa diaria que las grandes unidades (por ejemplo, las antiguas URSS, Yugoslavia y Checoslovaquia) pueden desintegrarse en unidades más pequeñas, como sucedió con el imperio de Alejandro de Macedonia hace más de 2000 años. Las unidades más complejas no siempre conquistan a las menos complejas, sino que pueden sucumbir ante ellas, como sucedió con los imperios romano y chino cuando fueron derrotados por las jefaturas «bárbaras» y mongolas, respectivamente. Pero la tendencia a largo plazo ha seguido siendo hacia sociedades grandes y complejas, que han culminado en los Estados.

También es evidente que la razón del triunfo de los Estados sobre las entidades más sencillas, cuando unos y otras chocan, reside en parte en que los Estados suelen disfrutar de una ventaja en armamento y otras tecnologías, y de una gran ventaja numérica en población. Pero las jefaturas y los Estados también tienen otras dos posibles ventajas intrínsecas. En primer lugar, una toma de decisiones centralizada tiene la ventaja de concentrar las tropas y los recursos. En segundo lugar, las religiones oficiales y el fervor patriótico de muchos Estados hacen que sus tropas estén dispuestas a combatir de manera decisiva.

La segunda disposición está programada de manera tan fuerte en los ciudadanos de los Estados modernos, a través de nuestras escuelas, iglesias y gobiernos, que olvidamos que la misma supone una ruptura radical con la historia humana anterior. Todos los Estados tienen una consigna que insta a sus ciudadanos a estar dispuestos a morir si es necesario por el Estado: «Por el Rey y el país», dicen los británicos; y «Por Dios y España» supieron decir los españoles. Sentimientos semejantes motivaban a los guerreros aztecas del siglo XVI: «No hay nada como morir en la guerra, nada como la muerte florida tan preciosa para Él [el dios nacional azteca Huitzilopochtli], que da la vida: desde lejos lo veo, mi corazón lo ansía».

Estos sentimientos son impensables en las hordas y las tribus. En todos los relatos que mis amigos de Nueva Guinea me han ofrecido de sus antiguas guerras tribales, no había el menor atisbo de patriotismo tribal, de carga suicida ni de ninguna otra conducta militar que entrañase un riesgo aceptado de ser matado. En cambio, las incursiones se iniciaban mediante emboscadas o contando con una fuerza superior, a fin de reducir al mínimo a toda costa el riesgo de que alguien pudiera morir por su aldea. Pero esta actitud limita gravemente las opciones militares de las tribus, en comparación con las sociedades estatales. Naturalmente, lo que hace de los fanáticos patriotas y religiosos unos enemigos tan peligrosos no es la muerte de los fanáticos mismos, sino su disposición a aceptar la muerte de una parte de su población a fin de aniquilar o aplastar al enemigo infiel. El fanatismo en la guerra, del tipo que impulsó a las conquistas cristianas e islámicas que conocemos por la historia, fue probablemente desconocido en la Tierra hasta el surgimiento de las jefaturas y sobre todo de los Estados en los últimos 6000 años.

¿Cómo evolucionaron las sociedades pequeñas, no centralizadas y basadas en el parentesco, hasta convertirse en sociedades grandes y centralizadas en las que la mayoría de los miembros no están estrictamente emparentados entre sí? Una vez examinadas las fases de esta transformación desde las hordas hasta los Estados, nos preguntamos ahora qué impulsó a las sociedades a transformarse de ese modo.

En muchos momentos de la historia, los Estados han surgido de manera independiente, o, como dicen los antropólogos culturales, «prístinamente», es decir en ausencia de Estados circundantes preexistentes. Los orígenes estatales prístinos tuvieron lugar al menos una vez, posiblemente muchas veces, en cada uno de los continentes a excepción de Australia y América del Norte. Los Estados prehistóricos incluían los de Mesopotamia, el norte de China, los valles del Nilo y el Indo, Mesoamérica, los Andes y África occidental. Estados autóctonos en contacto con Estados europeos han surgido a partir de las jefaturas reiteradamente en los últimos tres siglos en Madagascar, Hawai, Tahití y muchas partes de África. Las jefaturas han surgido prístinamente incluso con mayor frecuencia, en todas estas mismas regiones y en el sureste de América del Norte y el noroeste del Pacífico, la Amazonia, Polinesia y el África subsahariana. Todos estos orígenes de sociedades complejas nos ofrecen una rica base de datos para comprender su desarrollo.

De las muchas teorías que se ocupan del problema del origen del Estado, la más sencilla niega que exista un problema que resolver. Aristóteles consideraba a los Estados la condición natural de la sociedad humana, que no exigía explicación alguna. Su error fue comprensible, porque todas las sociedades de las que pudo tener conocimiento —las sociedades griegas del siglo IV a. C.— eran Estados. Sin embargo, ahora sabemos que, en 1492, gran parte del mundo estaba organizado en jefaturas, tribus u hordas. La formación de los Estados exige ciertamente una explicación.

La siguiente teoría es la más conocida. El filósofo francés Jean-Jacques Rousseau especuló con que los Estados se formaban mediante un contrato social, una decisión racional a la que se llegaba cuando la gente calculaba su interés personal, llegaba al acuerdo de que estaría mejor en un Estado que en sociedades más sencillas, y eliminaba voluntariamente tales sociedades más sencillas. Pero la observación y los datos históricos no han revelado un solo caso de formación de un Estado en esa atmósfera etérea de visión de futuro desapasionada. Las unidades más pequeñas no abandonan voluntariamente su soberanía y se fusionan en unidades mayores. Lo hacen únicamente mediante la conquista o bajo coacción externa.

Una tercera teoría, que goza aún de aceptación entre algunos historiadores y economistas, parte del hecho indudable de que tanto en Mesopotamia como en el norte de China y México comenzaron a construirse sistemas de regadío en gran escala, más o menos en la misma época en que comenzaron a surgir los Estados. La teoría señala asimismo que todo sistema grande y complejo de regadío o de gestión hidráulica requiere una burocracia centralizada para construirlo y mantenerlo. La teoría convierte después una correlación temporal aproximada observada en una cadena de causa y efecto postulada. Supuestamente, los mesopotámicos, los chinos septentrionales y los mexicanos previeron las ventajas que un sistema de regadío en gran escala les reportaría, aun cuando en aquellos tiempos no había ningún sistema de esas características en miles de kilómetros a la redonda (o en ningún lugar sobre la Tierra) que les sirviera de ejemplo de tales ventajas. Aquella gente clarividente decidió fundir sus pequeñas e ineficientes jefaturas en un estado más amplio capaz de bendecirlas con el regadío en gran escala.

Sin embargo, esta «teoría hidráulica» de la formación del Estado está sometida a las mismas objeciones que se apuntan en contra de las teorías del contrato social en general. Más específicamente, se ocupa únicamente de la fase final de la evolución de las sociedades complejas. No dice nada de qué impulsó la progresión desde la horda hasta la tribu y la jefatura durante todos los milenios anteriores a que la perspectiva del regadío en gran escala se divisara en el horizonte. Cuando se examinan en detalle nuestras fechas históricas o arqueológicas, éstas no respaldan la idea del regadío como fuerza impulsora de la formación de Estados. En Mesopotamia, el norte de China, México y Madagascar existían ya sistemas de regadío en pequeña escala antes del nacimiento de los Estados. La construcción de sistemas de regadío en gran escala no acompañó a la aparición de los Estados, sino que llegó mucho después a cada una de esas zonas. En la mayoría de los Estados formados en la zona maya de Mesoamérica y en los Andes, los sistemas de regadío siempre siguieron siendo en pequeña escala, de tal modo que las comunidades pudieran construirlos y mantenerlos por sí solas. Así pues, incluso en las zonas donde surgieron efectivamente sistemas complejos de gestión hidráulica, éstos fueron una consecuencia secundaria de los Estados que debieron formarse por otras razones.

Lo que me parece que apunta a una visión esencialmente correcta de la formación de los Estados es un hecho indudable de validez mucho más amplia que la correlación entre regadío y formación de algunos Estados: a saber, que el tamaño de la población regional es el factor de predicción más fuerte de la complejidad de la sociedad. Como hemos visto, las hordas están formadas por unas decenas de individuos, las tribus por unos centenares, las jefaturas por unos miles y unas decenas de miles, y los Estados generalmente por más de 50 000. Además de esta correlación rudimentaria entre tamaño de la población regional y tipo de sociedad (horda, tribu, etc.), hay una tendencia más fina, dentro de cada una de estas categorías, entre población y complejidad social: por ejemplo, que las jefaturas con poblaciones numerosas resultan ser más centralizadas, estratificadas y complejas.

Estas correlaciones sugieren sin duda que el tamaño de la población regional o la densidad de población, o la presión demográfica, tienen algo que ver con la formación de las sociedades complejas. Pero las correlaciones no nos dicen con precisión cómo funcionan las variables de población en una cadena de causa y efecto cuyo resultado sea una sociedad compleja. Para seguir esa cadena, permítasenos recordar ahora cómo surgen las poblaciones densas y numerosas. A continuación podemos examinar por qué una sociedad grande pero sencilla no podía mantenerse. Con estos datos a modo de contexto, volveremos finalmente a la cuestión de cómo una sociedad más sencilla se hace realmente más compleja a medida que la población regional aumenta.

Hemos visto que las poblaciones grandes o densas sólo surgen en condiciones de producción de alimentos, o al menos en condiciones excepcionalmente productivas para la caza y la recolección. Algunas sociedades productivas de cazadores-recolectores alcanzaron el nivel organizativo de las jefaturas, pero ninguna alcanzó el nivel de los Estados: todos los Estados alimentan a sus ciudadanos mediante la producción de alimentos. Estas consideraciones, junto con la recién mencionada correlación entre tamaño de la población regional y complejidad de la sociedad, han conducido a un prolongado debate del tipo de si fue primero la gallina o el huevo acerca de las relaciones causales entre la producción de alimentos, las variables demográficas y la complejidad social. ¿Es la producción intensiva de alimentos la causa que desencadena el crecimiento demográfico y conduce de alguna manera a una sociedad compleja? ¿O bien son las poblaciones grandes y las sociedades complejas la causa que de alguna manera conduce a la intensificación de alimentos?

Plantear la cuestión en esa forma de «o… o» es desacertada. La intensificación de la producción de alimentos y la complejidad de la sociedad se estimulan mutuamente, por autocatálisis. Es decir, el crecimiento demográfico conduce a la complejidad social mediante mecanismos de los que nos ocuparemos más adelante, mientras que la complejidad social conduce a su vez a la intensificación de la producción de alimentos y, por tanto, al crecimiento demográfico. Las sociedades centralizadas complejas son las únicas capaces de organizar obras públicas (incluidos los sistemas de regadío), el comercio a larga distancia (incluida la importación de metales para fabricar mejores herramientas agrícolas) y las actividades de diferentes grupos de especialistas económicos (como la alimentación de los ganaderos con los cereales de los agricultores, y el traslado del ganado de los ganaderos a los agricultores para su uso como animales de labranza). Todas estas capacidades de las sociedades centralizadas han fomentado la intensificación de la producción de alimentos, y por tanto el crecimiento demográfico, a lo largo de la historia.

Además, la producción de alimentos contribuye al menos de tres maneras a características específicas de las sociedades complejas. En primer lugar, supone aportaciones de trabajo a impulsos estacionales. Cuando la cosecha ha sido almacenada, la mano de obra de los agricultores queda a disposición de la autoridad política centralizada para su aprovechamiento, a fin de construir obras públicas que difundan el poder del Estado (como las pirámides egipcias), o para construir obras públicas que puedan alimentar a más bocas (como los sistemas de regadío o los estanques de peces del Hawai polinesio), o para emprender guerras de conquista para formar entidades políticas más amplias.

En segundo lugar, la producción de alimentos puede organizarse de tal manera que genere excedentes alimentarios almacenados, que permitan la especialización económica y la estratificación social. Los excedentes pueden utilizarse para alimentar a todos los niveles de una sociedad compleja: los jefes, los burócratas y otros miembros de la élite; los escribas, los artesanos y otros especialistas no productores de alimentos; y los propios agricultores, en épocas en que sean reclutados para construir obras públicas.

Finalmente, la producción de alimentos permite o exige que la gente adopte una forma de vida sedentaria, requisito previo para la acumulación de posesiones sustanciales, el desarrollo de tecnologías y artesanías complejas y la construcción de obras públicas. La importancia de la residencia fija para una sociedad compleja explica por qué los misioneros y los gobiernos, siempre que tomaban su primer contacto con tribus u hordas nómadas de Nueva Guinea o la Amazonia que no hubiesen tenido contacto previo alguno con el exterior, tienen universalmente dos objetivos inmediatos. Un objetivo, naturalmente, es el evidente de «pacificar» a los nómadas: es decir disuadirles de matar a los misioneros, a los burócratas o de matarse entre sí. El otro objetivo es inducir a los nómadas a establecerse en aldeas, para que los misioneros y los burócratas puedan encontrar a los nómadas, llevarles servicios como la asistencia sanitaria o la escuela y convertirlos y controlarlos.

Así pues, la producción de alimentos, que hace aumentar el tamaño de la población, actúa también de muchas formas para hacer posibles las características de las sociedades complejas. Pero esto no demuestra que la producción de alimentos y las poblaciones grandes hagan inevitables las sociedades complejas. ¿Cómo podemos explicar la observación empírica de que la organización de la horda o de la tribu no funciona para las sociedades formadas por cientos de miles de personas, y que todas las grandes sociedades existentes tienen una organización centralizada compleja? Podemos citar al menos cuatro razones obvias.

Una razón es el problema del conflicto entre extraños no emparentados. Este problema crece astronómicamente a medida que aumenta el número de la población que forma la sociedad. Las relaciones en el seno de una horda de 20 personas suponen sólo 190 interacciones bipersonales (20 personas por 19 veces dividido por 2). Pero una horda de 2000 personas tendría un 1 999 000 diadas. Cada una de estas diadas representa una bomba de relojería en potencia que puede explotar en una discusión asesina. Cada asesinato en las sociedades de hordas y tribus suele conducir a un intento de homicidio por venganza, que pone en marcha otro ciclo interminable de asesinato y contraasesinato que desestabiliza la sociedad.

En una horda, en la que todos están estrechamente emparentados con todos, personas emparentadas simultáneamente con las dos partes contendientes se interponen para mediar en las disputas. En una tribu, en la que muchas personas siguen siendo familiares cercanos y todo el mundo al menos conoce a todo el mundo por su nombre, los familiares mutuos y los amigos mutuos median en las disputas. Pero una vez que se ha traspasado el umbral de «varios cientos», por debajo del cual todo el mundo puede conocer a todo el mundo, el creciente número de diadas se convierte en pares de extraños no emparentados. Cuando dos extraños luchan, pocas personas presentes serán amigos o familiares de ambos contendientes, con interés personal en detener la lucha. En cambio, muchos espectadores podrían ser amigos o familiares de sólo un contendiente y se pondrían de parte de esa persona, haciendo que la lucha entre dos personas pase a ser una reyerta general. De ahí que una sociedad grande que continúe dejando la resolución de los conflictos a todos sus miembros tenga garantizada la explosión. Este factor, por sí solo, explicaría por qué las sociedades integradas por miles de miembros sólo pueden existir si desarrollan una autoridad centralizada que monopolice la fuerza y resuelva los conflictos.

Una segunda razón es la creciente imposibilidad de tomar decisiones de forma comunitaria a medida que aumenta el tamaño de la población. La toma de decisiones por toda la población adulta sigue siendo posible en los poblados de Nueva Guinea de tamaño bastante reducido como para que las noticias y la información lleguen rápidamente a todo el mundo, para que todo el mundo pueda escuchar a todo el mundo en una junta general de la aldea, y para que todo aquel que desee hablar en la asamblea tenga la oportunidad de hacerlo. Pero todos estos requisitos previos para la toma de decisiones comunitaria llegan a ser inalcanzables en las comunidades mucho más grandes. Incluso en nuestros días, en esta época de micrófonos y altavoces, todos sabemos que una reunión de grupo no es en modo alguno la forma de resolver cuestiones para una masa de miles de personas. De ahí que una sociedad grande deba ser estructurada y centralizada para que llegue a tomar decisiones de manera eficaz.

Una tercera razón tiene que ver con consideraciones de tipo económico. Toda sociedad requiere un medio para transferir productos entre sus miembros. Puede suceder que un individuo adquiera una cantidad mayor de un producto un día y menos cantidad otro. Dado que los individuos son diferentes en su talento, a un individuo le puede tocar siempre un exceso de algún producto fundamental y un déficit de otros. En las sociedades pequeñas que tienen pocos pares de miembros, las necesarias transferencias de productos resultantes pueden organizarse directamente entre pares de individuos o familias, mediante intercambios mutuos. Pero las mismas matemáticas que hacen ineficiente la resolución directa de conflictos en lo que respecta a pares en las sociedades grandes hace que sean también ineficientes las transferencias económicas directas entre pares. Las sociedades grandes sólo pueden funcionar económicamente si disponen de una economía redistributiva además de una economía recíproca. Los bienes que exceden las necesidades de un individuo deben ser transferidos de un individuo a una autoridad centralizada, que después redistribuye los productos a los individuos que tienen déficit de ellos.

Una última consideración que exige una organización compleja para las grandes sociedades tiene que ver con la densidad de población. Las sociedades grandes de productores de alimentos tienen no sólo más población en número, sino también una densidad de población más alta que las pequeñas hordas de cazadores-recolectores. Cada horda de unas decenas de cazadores ocupa un territorio extenso, dentro del cual pueden adquirir la mayoría de los recursos esenciales para ellos. Pueden obtener sus necesidades restantes comerciando con hordas vecinas en los intervalos comprendidos entre guerras entre las bandas. A medida que la densidad de población aumenta, el territorio de esa población con tamaño de horda de unas decenas de personas quedaría reducido a una pequeña superficie, donde cada vez más necesidades de la vida habrían de obtenerse fuera de la zona. Por ejemplo, no se podrían dividir los escasos 40 000 km2 de Holanda y sus 16 millones de habitantes en 800 000 territorios individuales, cada uno de 5 ha y que sirviera de hogar a una horda autónoma de veinte personas que quedarían confinadas de manera autosuficiente dentro de sus 5 ha, aprovechando ocasionalmente una tregua temporal para llegar hasta las fronteras de su minúsculo territorio con el fin de intercambiar algunos productos comerciales y novias con la horda siguiente. Este tipo de realidades espaciales requieren que las regiones densamente pobladas sustenten sociedades grandes y organizadas de manera compleja.

Las consideraciones relativas a la resolución de conflictos, la toma de decisiones, la economía y el espacio convergen, pues, en exigir que las grandes sociedades sean centralizadas. Pero la centralización del poder abre inevitablemente la puerta —para quienes ejercen el poder, tienen conocimiento de la información, toman las decisiones y redistribuyen los productos— para aprovechar las oportunidades resultantes con el propósito de recompensarse a sí mismos y a sus familiares. Esto es evidente para cualquiera que conozca cualquier agrupación moderna de personas. A medida que las sociedades se han desarrollado, las personas que han adquirido un poder centralizado se establecen gradualmente como élite, quizá surgiendo en un principio como uno de los clanes de la aldea que antes era de igual rango que el resto y que acaba convirtiéndose, en cuanto a sus miembros, en «más iguales» que los demás.

Éstas son las razones por las que las grandes sociedades no pueden funcionar con la organización de la horda y son, en cambio, cleptocracias complejas. Pero nos queda aún la cuestión de cómo las sociedades pequeñas y sencillas evolucionaron realmente o se fundieron en sociedades grandes y complejas. La fusión, la resolución centralizada de conflictos, la toma de decisiones, la redistribución económica y la religión cleptocrática no se desarrollaron automáticamente mediante un contrato social a la manera de Rousseau. ¿Qué impulsa la fusión?

La respuesta depende en parte del razonamiento evolutivo. Hemos dicho al principio de este capítulo que las sociedades clasificadas en la misma categoría no son todas idénticas entre sí, porque los seres humanos y los grupos humanos son infinitamente diversos. Por ejemplo, entre las hordas y las tribus, los hombres grandes de unas son inevitablemente más carismáticos, poderosos y expertos para tomar decisiones que los hombres grandes de otras. Entre las grandes tribus, las que tienen hombres grandes más fuertes y, por tanto, una centralización mayor, tienden a tener ventaja sobre las que tienen menos centralización. Las tribus que resuelven los conflictos de manera tan eficiente como los fayus tienden a extinguirse en jefaturas o tribus más pequeñas. Las sociedades que cuentan con una resolución de conflictos eficaz, una toma de decisiones acertada y una redistribución económica armoniosa pueden desarrollar una tecnología mejor, concentrar su poder militar, apoderarse de territorios más extensos y productivos y aplastar a las sociedades más pequeñas autónomas una a una.

Así pues, la competencia entre sociedades de un determinado nivel de complejidad tiende a conducir a sociedades del nivel de complejidad siguiente si las condiciones lo permiten. Las tribus conquistan o se mezclan con otras tribus para alcanzar el tamaño de las jefaturas, que conquistan o se unen a otras jefaturas para alcanzar el tamaño de los Estados, que conquistan o se unen a otros Estados para convertirse en imperios. De manera más general, las unidades grandes disfrutan en potencia de una ventaja sobre las unidades pequeñas si —y hablamos de un «si» poderoso— las unidades grandes pueden resolver los problemas que lleva consigo el mayor tamaño, como las amenazas permanentes de pretendientes al liderazgo advenedizos, o los rencores del pueblo llano por la cleptocracia y los crecientes problemas de la integración económica.

La fusión de unidades más pequeñas en unidades más grandes ha sido documentada a menudo por medios arqueológicos o históricos. En contra de lo apuntado por Rousseau, estas fusiones no se producen nunca en virtud de un proceso por el cual sociedades pequeñas no amenazadas deciden libremente fundirse, a fin de promover la felicidad de sus ciudadanos. Los dirigentes de las sociedades pequeñas, del mismo modo que los de las grandes, son celosos de su independencia y sus prerrogativas. La fusión tiene lugar, en cambio, de una de estas dos maneras: mediante fusión bajo la amenaza de fuerza externa, o por conquista efectiva. Los ejemplos disponibles para ilustrar cada modo de fusión son innumerables.

La fusión bajo la amenaza de fuerza externa queda perfectamente ilustrada por la formación de la confederación de indios cherokís en el sureste de Estados Unidos. Los cherokís estaban divididos inicialmente en 30 o 40 jefaturas independientes, cada una de las cuales estaba integrada por una aldea de unas 400 personas. El aumento de la colonización blanca condujo a conflictos entre los cherokís y los blancos. Cuando los cherokís robaban o atacaban a colonos y comerciantes blancos, los blancos no podían discriminar entre las diferentes jefaturas cherokís y tomaban represalias indiscriminadamente contra cualquier cherokí, ya fuera mediante acciones militares o suprimiendo el comercio. Para responder, las jefaturas cherokís se vieron obligadas gradualmente a unirse en una confederación única en el transcurso del siglo XVIII. En un principio, las jefaturas más grandes hacia 1730 eligieron a un líder global, un jefe llamado Moytoy, a quien en 1741 le sucedió su hijo. La primera tarea de estos líderes fue castigar a los cherokís que atacaban a los blancos y tratar con el gobierno blanco. Hacia 1758, los cherokís regularizaron su proceso de toma de decisiones con un consejo anual inspirado en el modelo de los anteriores consejos de aldea y que se reunió en una aldea (Echota), que se convirtió por tanto en «capital» de hecho. Finalmente, los cherokís adquirieron la escritura (como vimos en el capítulo 12) y adoptaron una constitución escrita.

La confederación cherokí se formó, pues, no por conquista sino por la fusión de entidades menores anteriormente celosas, que se fundieron únicamente cuando se vieron amenazadas de destrucción por fuerzas externas poderosas. De manera muy parecida, en un ejemplo de formación de Estados que se describe en todos los manuales de historia de Estados Unidos, las propias colonias estadounidenses blancas, una de las cuales (Georgia) había precipitado la formación de un estado cherokí, se vieron impulsadas a formar una nación propia cuando se sintieron amenazadas por la poderosa fuerza externa de la monarquía británica. Las colonias estadounidenses se mostraron en un principio tan celosas de su autonomía como las jefaturas cherokís, y su primer intento de fusión en virtud de los artículos de la Confederación (1781) resultó inviable porque reservaba demasiada economía a las ex colonias. Sólo las nuevas amenazas, en particular la rebelión de Shays de 1786 y la carga de la deuda de guerra no resuelta, vencieron la renuencia extrema de las ex colonias a sacrificar la economía y las impulsaron a adoptar la fuerte y actual constitución federal en 1787. La unificación en el siglo XIX de los celosos principados de Alemania resultó igualmente difícil. Tres intentos anteriores (el Parlamento de Frankfurt en 1848, el restablecimiento de la Confederación Alemana de 1850 y la Confederación Alemana del Norte de 1866) fracasaron antes de que la amenaza externa de la declaración de guerra de Francia en 1870 condujera finalmente a que los príncipes renunciasen a gran parte de su poder en favor de un gobierno alemán imperial central en 1871.

El otro modo de formación de las sociedades complejas, además de la fusión bajo la amenaza de la fuerza externa, es la fusión por conquista. Un ejemplo bien documentado es el origen del Estado zulú, en el sureste de África. Cuando fueron observados por vez primera por los colonizadores, los zulúes estaban divididos en decenas de pequeñas jefaturas. A finales del siglo XVIII, al aumentar la presión demográfica, las luchas entre las jefaturas crecieron en intensidad. Entre todas aquellas jefaturas, el problema omnipresente de idear estructuras de poder centralizadas fue resuelto con éxito por un jefe llamado Dingiswayo, que logró influencia sobre la jefatura de los mtetwas matando a un rival hacia 1807. Dingiswayo desarrolló una organización militar centralizada superior mediante el reclutamiento de jóvenes de todas las aldeas y su agrupación en regimientos por edades en vez de por aldeas de origen. Desarrolló también una organización política centralizada superior absteniéndose de matar a sus rivales a medida que conquistaba otras jefaturas, dejando intacta a la familia del jefe conquistado y limitándose a sustituir al jefe conquistado por un familiar dispuesto a cooperar con Dingiswayo. Desarrolló una resolución de conflictos centralizada superior ampliando la decisión en las disputas. De este modo, Dingiswayo pudo conquistar y comenzar la integración de otras 30 jefaturas zulúes. Sus sucesores fortalecieron el estado zulú embrionario resultante mediante la expansión de su sistema judicial, su policía y sus ceremonias.

Este ejemplo zulú de Estado formado por la conquista puede multiplicarse de manera casi indefinida. Los Estados autóctonos cuya formación a partir de jefaturas fue presenciada por europeos en los siglos XVIII y XIX incluyen el Estado hawaiano polinesio, el Estado tahitiano polinesio, el Estado merina de Madagascar, Lesotho y Swazi y otros Estados de África austral además del de los zulúes, el Estado ashanti de África occidental y los Estados de Ankole y Buganda en Uganda. Los imperios azteca e inca se formaron mediante conquistas en el siglo XV, antes de la llegada de los europeos, pero sabemos mucho de su formación gracias a los relatos orales indios transcritos por los primeros colonizadores españoles. La formación del Estado romano y la expansión del Imperio de Macedonia con Alejandro fueron descritos con detalle por autores clásicos contemporáneos.

Todos estos ejemplos ilustran que las guerras, o las amenazas de guerra, han desempeñado un papel fundamental en la mayoría, si no en todas las fusiones de sociedades. Pero las guerras, incluso entre simples hordas, han sido un hecho constante de la historia humana. ¿Por qué, pues, comenzaron a causar fusiones las sociedades sólo en los últimos 13 000 años? Hemos llegado ya a la conclusión de que la formación de sociedades complejas está vinculada de alguna manera con la presión demográfica, por lo que debemos buscar ahora un vínculo entre la presión demográfica y el resultado de la guerra. ¿Por qué deben tender las guerras a causar fusiones de sociedades cuando las poblaciones son densas pero no cuando son poco densas? La respuesta es que la suerte de los pueblos derrotados depende de la densidad de población, con tres posibles resultados.

Cuando las densidades de población son muy bajas, como suele suceder en las regiones ocupadas por hordas de cazadores-recolectores, los supervivientes de un grupo derrotado sólo tienen que alejarse más de sus enemigos. Éste tiende a ser el resultado de las guerras entre hordas nómadas de Nueva Guinea y la Amazonia.

Cuando las densidades de población son moderadas, como las regiones ocupadas por tribus productoras de alimentos, no quedan grandes zonas vacantes a las que puedan huir los supervivientes de una horda derrotada. Pero las sociedades tribales que carecen de una producción intensiva de alimentos no tienen empleo alguno para los esclavos ni producen excedentes alimentarios bastante grandes como para producir muchos tributos. De ahí que los vencedores no tengan uso alguno para los supervivientes de una tribu derrotada, a menos que tomen a las mujeres en matrimonio. Los hombres derrotados son matados y su territorio puede ser ocupado por los vencedores.

Cuando la densidad de población es elevada, como en las regiones ocupadas por Estados o jefaturas, los derrotados tampoco tienen un lugar a donde huir, pero los vencedores tienen ahora una opción para aprovecharlos al tiempo que los dejan vivos. Dado que las jefaturas y las sociedades estatales tienen especialización económica, los derrotados pueden ser utilizados como esclavos, como solía suceder en los tiempos bíblicos. Alternativamente, dado que muchas de estas sociedades disponen de sistemas intensivos de producción de alimentos, capaces de producir grandes excedentes, los vencedores pueden dejar vivos a los derrotados pero privarlos de autonomía política, obligarles a pagar tributos regularmente en alimentos o mercancías, y fundir su sociedad en el Estado o jefatura victoriosos. Éste ha sido el resultado habitual de las batallas asociadas a la fundación de Estados o imperios durante toda la historia escrita. Por ejemplo, los conquistadores españoles deseaban imponer tributos a las poblaciones autóctonas derrotadas de México, por lo que estaban muy interesados en las listas de tributos del Imperio azteca. Resultó que el tributo recibido por los aztecas cada año de sus pueblos subditos incluía 7000 t de maíz, 4000 t de frijoles, 4000 t de amaranto en grano, dos millones de balas de algodón y enormes cantidades de cacao, vestidos de guerra, escudos, tocados de plumas y ámbar.

Así pues, la producción de alimentos y la competencia y difusión entre las sociedades condujeron como causas últimas, a través de cadenas de causación que eran diferentes en los detalles pero que implicaban grandes densidades de población y vida sedentaria, a los agentes inmediatos de la conquista: gérmenes, escritura, tecnología y organización política centralizada. Dado que estas causas últimas se desarrollaron de manera diferente en los distintos continentes, también sucedió lo mismo con esos agentes de conquista. De ahí que estos agentes tendieran a surgir asociados entre sí, pero que la asociación no fuera estricta: por ejemplo, un imperio surgía sin escritura entre los incas, y la escritura, con pocas enfermedades epidémicas entre los aztecas. Los zulúes de Dingiswayo ilustran que cada uno de estos agentes contribuyó de manera un tanto independiente a la pauta de la historia. Entre las decenas de jefaturas zulúes, la jefatura mtetwa no disfrutaba de ventaja alguna de la tecnología, ni de la escritura ni de gérmenes, sobre otras jefaturas, que sin embargo lograron derrotarla. Su ventaja estribaba únicamente en las esferas del gobierno y la ideología. El Estado zulú resultante pudo, por tanto, conquistar una parte de un continente durante casi un siglo.