Capítulo 8

Manzanas o indios

Acabamos de ver cómo los pueblos de algunas regiones comenzaron a cultivar especies vegetales silvestres, un paso de consecuencias trascendentales e imprevistas para su forma de vida y para el lugar que sus descendientes ocuparían en la historia. Permítasenos retomar nuestras preguntas: ¿por qué la agricultura nunca surgió de forma independiente en algunas zonas fértiles y sumamente aptas, como California, Europa, la Australia templada y África subecuatorial? ¿Por qué, entre las zonas donde la agricultura surgió de manera independiente, se desarrolló mucho antes en unas que en otras?

Se han apuntado dos explicaciones opuestas: problemas con la población local, o problemas con las plantas silvestres disponibles localmente. Por una parte, quizá casi cualquier zona templada o tropical bien surtida de agua del planeta ofrece suficientes especies de plantas silvestres aptas para su aclimatación. En ese caso, la explicación de por qué la agricultura no se desarrolló en algunas de esas zonas estribaría en las características culturales de sus respectivas poblaciones. Por otra parte, quizá al menos algunos humanos de cualquier zona extensa del planeta habrían sido receptivos a la experimentación que condujo a la aclimatación de las plantas. Sólo la falta de plantas silvestres adecuadas podría explicar por qué la producción de alimentos no evolucionó en algunas zonas.

Como veremos en el capítulo siguiente, el problema correspondiente para la domesticación de grandes mamíferos salvajes resulta más fácil de resolver, porque hay un número inferior de especies de estos animales que de plantas. En el mundo hay sólo unas 148 especies de grandes herbívoros y omnívoros terrestres mamíferos salvajes, los grandes mamíferos que podrían considerarse candidatos a la domesticación. Sólo un modesto número de factores determina si un mamífero es apto para la domesticación. Es, pues, sencillo repasar los grandes mamíferos de una región y verificar si la falta de domesticación de mamíferos en algunas regiones se debió a la no disponibilidad de especies salvajes adecuadas y no a las poblaciones locales.

Este enfoque sería mucho más difícil de aplicar a las plantas debido al mero número —200 000— de especies de plantas silvestres que dan flores, que son las plantas que dominan la vegetación de la Tierra y que han proporcionado casi todos nuestros cultivos. No podemos esperar examinar todas las especies vegetales silvestres ni siquiera de una zona limitada como California, y evaluar cuántas de ellas habrían sido cultivables. Pero ahora veremos cómo abordar este problema.

Cuando nos enteramos de que hay tantas especies de plantas que dan flores, la primera reacción podría ser la siguiente: sin duda, con todas esas especies vegetales silvestres sobre la Tierra, cualquier zona con un clima suficientemente benigno debería haber tenido especies más que suficientes para proporcionar numerosos candidatos para el desarrollo de cultivos.

Pero pensemos después que la inmensa mayoría de las plantas silvestres no son aptas por razones obvias: son leñosas, no producen frutos comestibles y sus hojas y raíces tampoco son comestibles. De las 200 000 especies de plantas silvestres, sólo unos miles son consumidas por el ser humano, y sólo unos cientos de ellas han sido más o menos aclimatadas. Incluso de estos varios cientos de cultivos, la mayoría proporcionan suplementos menores a nuestra dieta y no habrían bastado por sí solas para sustentar el nacimiento de las civilizaciones. Sólo una docena de especies representan más del 80 por 100 del volumen anual del total de cultivos del mundo moderno. Estas doce estrellas son los cereales trigo, maíz, arroz, cebada y sorgo; la leguminosa soja; las raíces o tubérculos patata, mandioca y batata; las productoras de azúcar caña de azúcar y remolacha azucarera, y la fruta banana. Los cultivos cerealistas por sí solos representan más de la mitad de las calorías consumidas por las poblaciones humanas del mundo. Con un número tan reducido de cultivos principales en el mundo, todos ellos aclimatados hace miles de años, es menos sorprendente que muchas zonas del mundo no tuvieran plantas autóctonas silvestres con un potencial destacado. El hecho de no haber aclimatado ni una sola planta alimenticia importante y nueva en la época moderna sugiere que en realidad los pueblos de la antigüedad podrían haber explorado prácticamente todas las plantas silvestres útiles y comenzaron a cultivar todas aquéllas que merecían la pena.

Con todo, algunos casos de no aclimatación de plantas silvestres continúan siendo difíciles de explicar. Los casos más flagrantes se refieren a plantas que fueron aclimatadas en una zona pero no en otra. Podemos estar seguros, pues, de que era efectivamente posible desarrollar la planta silvestre para transformarla en un cultivo útil, y hemos de preguntar por qué esa especie silvestre no fue aclimatada en ciertas zonas.

Un típico ejemplo desconcertante proviene de África. El importante cereal llamado sorgo fue aclimatado en la zona del Sahel africano, inmediatamente al sur del Sahara. Esta planta también se da en forma silvestre en zonas tan distantes como el África austral, pero ni ella ni ninguna otra planta fue cultivada en el África austral hasta la llegada del conjunto de cultivos que los agricultores bantúes llevaron desde el África situada al norte del ecuador hace 2000 años. ¿Por qué los pueblos indígenas del África austral no aclimataron el sorgo por sí mismos?

Igualmente desconcertante es la no aclimatación del lino en su variedad silvestre en Europa occidental y el norte de África, o del trigo esprilla en su variedad silvestre en los Balcanes meridionales. Dado que estas dos plantas figuraban entre los primeros ocho cultivos del Creciente Fértil, estaban presumiblemente entre las plantas silvestres más fácilmente aclimatadas. Fueron adoptadas para el cultivo en aquellas zonas de su distribución silvestre fuera del Creciente Fértil tan pronto llegaron con todo el paquete de producción de alimentos desde el Creciente Fértil. ¿Por qué, pues, no habían comenzado ya a cultivarlas motu proprio las poblaciones de esas zonas adyacentes?

Asimismo, los cuatro frutos aclimatados más antiguos del Creciente Fértil tenían zonas de distribución silvestres que iban mucho más allá del Mediterráneo oriental, donde parece que fueron cultivadas por vez primera: la oliva, la uva y el higo se daban hacia el oeste hasta Italia y España y el noroeste de África, mientras que la palma datilera se extendía a todo el norte de África y Arabia. Estos cuatro frutos se encontraban sin lugar a dudas entre los más fáciles de aclimatar de los frutos silvestres. ¿Por qué los pueblos que no habitaban en el Creciente Fértil no los aclimataron, y comenzaron a cultivarlos únicamente cuando ya habían sido aclimatados en el Mediterráneo oriental y llegaron desde allí como cultivos?

Otros ejemplos llamativos afectan a especies silvestres que no fueron aclimatadas en zonas donde la producción de alimentos nunca surgió espontáneamente, aun cuando esas especies silvestres tenían parientes cercanos aclimatados en otros lugares. Por ejemplo, la oliva Olea europea fue aclimatada en el Mediterráneo oriental. Hay unas 40 especies más de olivas en el África tropical y austral, el sur de Asia y el este de Australia, algunas de ellas estrechamente emparentadas con la Olea europea, pero ninguna de ellas fue aclimatada nunca. Asimismo, aunque una especie de manzana silvestre y una especie de uva silvestre fueron aclimatadas en Eurasia, hay muchas especies de manzana y uva silvestre emparentadas en América del Norte, algunas de las cuales han sido hibridizadas en épocas modernas con los cultivos derivados de sus homólogos eurasiáticos silvestres para mejorar esos cultivos. ¿Por qué, pues, los indígenas americanos no aclimataron esas manzanas y uvas aparentemente útiles por sí mismos?

Podríamos continuar indefinidamente con este tipo de ejemplos. Pero el razonamiento tiene un error fatal: en la aclimatación de plantas no se trata de que los cazadores-recolectores aclimaten una sola planta y, por lo demás, continúen inmutables con su forma de vida nómada. Supongamos que las manzanas silvestres de América del Norte hubieran evolucionado realmente hasta convertirse en un espléndido cultivo con sólo que los cazadores-recolectores indios se hubieran hecho sedentarios y las hubieran cultivado. Pero los cazadores-recolectores nómadas no habrían dejado sin más su forma de vida tradicional, se hubieran asentado en aldeas y hubieran comenzado a cuidar huertos de manzanas a menos que muchas otras plantas silvestres cultivables, y animales domesticables, hubieran estado a su disposición para hacer una existencia productora de alimentos sedentaria competitiva con la existencia basada en la caza y la recolección.

¿Cómo, en una palabra, evaluamos el potencial de toda una flora local para la aclimatación? Para los indígenas americanos que no aclimataron las manzanas norteamericanas, ¿radicaba el problema realmente en los indios o en las manzanas?

Para responder a esta pregunta, compararemos ahora tres regiones situadas en extremos opuestos entre centros de aclimatación independientes. Como hemos visto, uno de ellos, el Creciente Fértil, fue quizá el centro más antiguo de producción de alimentos del mundo, y el lugar donde tuvieron su origen varios cultivos fundamentales del mundo moderno y casi todos sus animales domesticados importantes. Las otras dos regiones, Nueva Guinea y el este de Estados Unidos, aclimataron plantas locales, pero estos cultivos eran muy pocos en variedad, sólo uno de ellos alcanzó importancia mundial, y el paquete alimentario resultante no sustentó un desarrollo extensivo de tecnología humana y organización política como en el Creciente Fértil. Teniendo en cuenta esta comparación, preguntaremos: ¿tenían la flora y el entorno del Creciente Fértil claras ventajas sobre los de Nueva Guinea y el este de Estados Unidos?

Uno de los hechos fundamentales de la historia humana es la temprana importancia de la parte de Asia suroccidental llamada Creciente Fértil (por la forma de media luna de sus tierras altas en un mapa: véase fig. 8.1). Esta zona parece haber sido el escenario más antiguo de una cadena de avances, como las ciudades, la escritura, los imperios y lo que llamamos (para bien o para mal) civilización. Todos estos avances surgieron, a su vez, de densas poblaciones humanas, excedentes alimentarios almacenados y la alimentación de especialistas no agricultores que fue posible por el nacimiento de la producción de alimentos en forma de cultivo de plantas y cría de animales. La producción de alimentos fue la primera de esas grandes innovaciones que apareció en el Creciente Fértil. De ahí que todo intento de comprender los orígenes del mundo moderno deban entender la cuestión de por qué las plantas y los animales aclimatados del Creciente Fértil dieron a esta zona una ventaja de salida tan poderosa.

Afortunadamente, el Creciente Fértil es con diferencia la parte del planeta más estudiada y mejor conocida en lo que se refiere al nacimiento de la agricultura. Se ha identificado la planta silvestre antepasada de la mayoría de los cultivos aclimatados en el Creciente Fértil o sus proximidades; se ha demostrado su estrecha relación con el cultivo mediante estudios genéticos y cromosomáticos; se conoce su ámbito de distribución geográfica silvestre; se han identificado los cambios experimentados en virtud de la aclimatación, y a menudo se los ha comprendido a nivel de genes únicos, cambios que pueden observarse en sucesivos estratos del registro arqueológico; y se conocen el lugar y la fecha aproximados de la aclimatación. No niego que otras zonas, en particular China, tengan también ventajas como escenarios primitivos de aclimatación, pero esas ventajas y el desarrollo resultante de cultivos pueden especificarse con mucho detalle en el caso del Creciente Fértil.

Una ventaja del Creciente Fértil es que está situado dentro de una zona del llamado clima mediterráneo, un clima caracterizado por inviernos suaves y húmedos y veranos largos, calurosos y secos. Este clima selecciona las especies vegetales capaces de sobrevivir a la larga estación seca y reanudar el crecimiento rápidamente al volver las lluvias. Muchas plantas del Creciente Fértil, especialmente especies de cereales y leguminosas, se han adaptado de una manera que las hace útiles para los humanos: son anuales, lo cual significa que la propia planta se seca y muere en la estación seca.

En apenas un año de vida, las plantas anuales siguen siendo inevitablemente pequeñas hierbas. Muchas de ellas ponen en cambio gran parte de su energía en la producción de grandes semillas, que permanecen latentes durante la estación seca y están dispuestas después para retoñar cuando llegan las lluvias. Las plantas anuales malgastan, pues, poca energía en fabricar madera o tallos fibrosos incomestibles, como el cuerpo de árboles y arbustos. Pero muchas de las grandes semillas, especialmente las de los cereales y las leguminosas anuales, son comestibles para los humanos. Constituyen seis de los doce grandes cultivos del mundo moderno. En cambio, si se vive cerca de un bosque y se mira por la ventana, las especies vegetales que se ven suelen ser árboles y arbustos, la mayor parte de cuyos cuerpos no se pueden comer, y que dedican menos energía a las semillas comestibles. Naturalmente, algunos árboles del bosque de zonas de clima húmedo producen grandes semillas comestibles, pero estas semillas no están adaptadas para sobrevivir a una larga estación seca y, por tanto, para un largo almacenamiento por parte del ser humano.

Una segunda ventaja de la flora del Creciente Fértil es que los antepasados silvestres de muchos cultivos del Creciente Fértil fueron ya abundantes y sumamente productivos, y crecían en extensas concentraciones cuyo valor debía de ser evidente para los cazadores-recolectores. Estudios experimentales en los que los botánicos han recolectado semillas de tales concentraciones naturales de cereales silvestres, de modo muy parecido a como los cazadores-recolectores debían de hacerlo hace más de 10 000 años, indican que pueden obtenerse cosechas anuales de hasta casi 1 t de semillas por ha, con una producción de 50 kilocalorías de energía alimentaria por sólo una kilocaloría de trabajo invertido. Al recolectar grandes cantidades de cereales silvestres en un breve plazo cuando las semillas estaban maduras, y almacenarlas para su uso como alimento durante el resto del año, algunos pueblos de cazadores-recolectores del Creciente Fértil se habían asentado ya en aldeas permanentes aún antes de comenzar a cultivar plantas.

Dado que los cereales del Creciente Fértil eran tan productivos en su forma silvestre, fueron pocos los cambios que fue necesario introducir en ellos cuando pasaron a ser cultivados. Como hemos visto en el capítulo precedente, los principales cambios —la ruptura de los sistemas naturales de dispersión de las semillas y de inhibición de la germinación— evolucionaron automática y rápidamente en cuanto los humanos comenzaron a cultivar las semillas en los campos. Los antepasados silvestres de nuestros cultivos de trigo y cebada tienen un aspecto tan parecido a los propios cultivos que la identidad del antepasado nunca se ha puesto en duda. Debido a esta facilidad de aclimatación, las plantas anuales de grandes semillas fueron el primer cultivo, o uno de los primeros, que se desarrolló no sólo en el Creciente Fértil sino también en China y el Sahel.

Compárese esta rápida evolución del trigo y la cebada con la historia del maíz, el principal cultivo cerealista del Nuevo Mundo. El antepasado probable del maíz, una planta silvestre llamada teosinto, tiene un aspecto tan distinto del maíz en su semilla y sus estructuras florales que incluso su papel de antepasado ha sido apasionadamente discutido por los botánicos durante mucho tiempo. El valor del teosinto como alimento no debía de impresionar a los cazadores-recolectores: era menos productivo en su estado silvestre que el trigo silvestre, producía mucha menos semilla que el maíz que se desarrolló finalmente a partir de él, y encerraba sus semillas en cubiertas duras y no comestibles. Para que el teosinto llegase a ser un cultivo útil, tuvo que experimentar cambios drásticos en su biología reproductiva, aumentar en gran medida su inversión en semillas y perder las pétreas cubiertas de sus semillas. Los arqueólogos continúan debatiendo enérgicamente cuántos siglos o milenios de desarrollo del cultivo en América fueron necesarios para que las mazorcas de maíz de la antigüedad avanzaran desde un tamaño diminuto hasta el de un pulgar humano, pero parece claro que fueron necesarios varios miles de años más para que alcanzara las dimensiones modernas. Este contraste entre las virtudes inmediatas del trigo y la cebada y las dificultades planteadas por el teosinto podrían haber sido un factor importante en las diferencias en cuanto al desarrollo de las sociedades humanas del Nuevo Mundo y Eurasia.

Una tercera ventaja de la flora del Creciente Fértil es que incluye un alto porcentaje de «autosuficiente», es decir plantas que suelen polinizarse a sí mismas pero que ocasionalmente son polinizadas por otras. Recordemos que la mayoría de las plantas silvestres son habitualmente hermafroditas que se polinizan unas a otras, o bien se trata de individuos masculinos y femeninos distintos que inevitablemente dependen de otro individuo para la polinización. Estos datos de la biología reproductiva desconcertaron a los primeros agricultores porque, tan pronto como localizaban una planta mutante productiva, su retoño se cruzaría con otros individuos vegetales y, por tanto, perderían su ventaja heredada. En consecuencia, la mayoría de los cultivos pertenecen al pequeño porcentaje de plantas silvestres que son hermafroditas, que suelen polinizarse a sí mismas o bien se reproducen sin sexo mediante la propagación vegetativa (por ejemplo, por una raíz que duplica genéticamente la planta matriz). Así pues, el alto porcentaje de plantas «autosuficientes» hermafroditas de la flora del Creciente Fértil ayudó a los primeros agricultores, porque supuso que un alto porcentaje de la flora silvestre tenía una biología reproductiva cómoda para el ser humano.

Las plantas «autosuficientes» también eran cómodas para los primeros agricultores por cuanto ocasionalmente se polinizaban con otras plantas, generando de este modo nuevas variedades entre las cuales se podía seleccionar. Esta interpolinización ocasional se producía no sólo entre individuos de la misma especie, sino también entre especies relacionadas para producir híbridos interespecíficos. Uno de estos híbridos entre los «autosuficientes» del Creciente Fértil, el trigo, se convirtió en el cultivo más valioso del mundo moderno.

De los primeros ocho cultivos importantes que fueron aclimatados en el Creciente Fértil, todos son «autosuficientes». De los tres cereales «autosuficientes» que figuran en este grupo —el trigo escanda, el trigo esprilla y la cebada—, los trigos ofrecían la ventaja adicional de un alto contenido en proteína, entre el 8 y el 14 por 100. En cambio, los cultivos cerealistas más importantes de Asia oriental y del Nuevo Mundo —el arroz y el maíz, respectivamente— tenían un contenido en proteína más bajo que planteaba importantes problemas de nutrición.

Éstas fueron algunas de las ventajas que la flora del Creciente Fértil ofreció a los primeros agricultores: incluía un porcentaje inusitadamente elevado de plantas silvestres aptas para la aclimatación. Sin embargo, la zona de clima mediterráneo del Creciente Fértil se extiende hacia el oeste por gran parte de Europa meridional y el noroeste de África. Hay asimismo zonas de climas mediterráneos semejantes en otras cuatro partes del mundo: California, Chile, el suroeste de Australia y Suráfrica (fig. 8.2). Sin embargo, estas otras zonas mediterráneas no sólo no rivalizaron con el Creciente Fértil como escenarios primitivos de la producción de alimentos, sino que nunca dieron origen a una agricultura autóctona en absoluto. ¿De qué ventaja disfrutaba aquella zona mediterránea en particular del oeste de Eurasia?

Resulta que esta zona, y especialmente su parte del Creciente Fértil, poseía al menos cinco ventajas sobre otras zonas mediterráneas. Primero, el oeste de Eurasia posee con diferencia la zona más extensa del mundo de clima mediterráneo. En consecuencia, tiene una gran diversidad de especies vegetales silvestres y animales salvajes, más alta que en las zonas mediterráneas relativamente pequeñas del suroeste de Australia y Chile. En segundo lugar, entre las zonas mediterráneas, la de Eurasia occidental experimenta la mayor variación climática de una estación a otra y de un año a otro. Esta variación favoreció la evolución, entre la flora, de un porcentaje especialmente alto de plantas anuales. La combinación de estos dos factores —una gran diversidad de especies y un alto porcentaje de plantas anuales— supone que la zona mediterránea de Eurasia occidental es la región que posee con diferencia la mayor diversidad de plantas anuales.

La significación de esta riqueza botánica para el ser humano queda ilustrada por los estudios del geógrafo Mark Blumler sobre la distribución de gramíneas silvestres. Entre los miles de especies de gramináceas silvestres del mundo, Blumler calculó las 56 que tenían las semillas más grandes, la flor y nata del cultivo de la naturaleza: las especies herbáceas con semillas al menos diez veces más pesadas que la media de especies herbáceas (véase Tabla 8.1). Prácticamente todas ellas son originarias de zonas mediterráneas y otros entornos secos estacionalmente. Además, están concentradas abrumadoramente en el Creciente Fértil u otras partes de la zona mediterránea de Eurasia occidental, lo cual ofrecía una enorme selección a los incipientes agricultores: ¡32 de las 56 gramíneas silvestres principales del mundo! Específicamente, la cebada y el trigo escanda, los dos cultivos importantes más antiguos del Creciente Fértil, ocupan respectivamente los puestos tercero y decimotercero en la clasificación de las 56 especies por el tamaño de sus semillas. En cambio, la zona mediterránea de Chile sólo ofrecía dos de esas especies, California y el África austral únicamente una, y el suroeste de Australia, ninguna. Este hecho por sí solo es muy importante para explicar el curso de la historia humana.

TABLA 8.1. Distribución mundial de las especies de

gramíneas silvestres de semilla grande

Zona Número de especies
Asia occidental, Europa, norte de África 33
Zona mediterranea 32
Inglaterra 1
Asia oriental 6
África subsahariana 4
América 11
América de norte 4
Mesoamérica 5
América del sur 2
Australia septentrional 2
Total 56

La tesis doctoral de Mark Blumler, See Weight and Environment in Mediterranean-tipe Grasslands in California and Israel (Universidad de California, Berkeley, 1992), recogía en su tabla 12.1 las 56 especies de gramíneas silvestres de semilla más pesada (excluidos los bambús) para las que se disponía de datos. El peso del grano de estas especies oscilaba entre 10 mg y más de 40 mg, unas diez veces mayor que el valor medio de todas las especies gramíneas del mundo. Estas 56 especies representan menos del 1 por ciento del total de especies de gramíneas del mundo. Esta tabla muestra que la inmensa mayoría de estas especies se concentraban en la zona mediterránea del oeste de Eurasia.

Una tercera ventaja de la zona mediterránea del Creciente Fértil es que ofrece una amplia gama de altitudes y topografías dentro de una distancia corta. Su gama de elevaciones, desde el punto más bajo de la Tierra (el mar Muerto) hasta las montañas de 6000 m (cerca de Teherán) garantiza una variedad correspondiente de entornos, y por tanto una gran diversidad de las plantas silvestres que sirven de posibles antepasados de los cultivos. Estas montañas están en las proximidades de suaves tierras bajas con ríos, llanuras aluviales y desiertos aptos para la agricultura de regadío. En cambio, las zonas mediterráneas del suroeste de Australia y, en menor grado, de Suráfrica y Europa occidental, ofrecen una gama más exigua de altitudes, hábitats y topografías.

La gama de altitudes en el Creciente Fértil supuso temporadas de cosecha escalonadas: las plantas que crecían a altitudes más elevadas producían semillas un poco después que las plantas que crecían a altitudes más bajas. En consecuencia, los cazadores-recolectores podían subir a una ladera para recolectar semillas de cereales a medida que maduraban, en vez de verse abrumados por una estación de cosecha concentrada en una sola altitud, donde todos los granos madurasen simultáneamente. Cuando comenzaba el cultivo, era sencillo que los primeros agricultores tomasen las semillas de los cereales silvestres que crecían en las laderas y dependían de lluvias impredecibles, y que plantasen esas semillas en los húmedos fondos de los valles, donde crecerían de manera fiable y dependerían menos de la lluvia.

La diversidad biológica del Creciente Fértil en pequeñas distancias contribuyó a una cuarta ventaja: su riqueza en antepasados no sólo de cultivos valiosos sino también de grandes mamíferos domesticados. Como veremos, había pocas o ninguna especie de mamífero salvaje apta para la domesticación en las otras zonas mediterráneas de California, Chile, el suroeste de Australia y Suráfrica. En cambio, cuatro especies de grandes mamíferos —la cabra, la oveja, el cerdo y la vaca— fueron domesticadas muy pronto en el Creciente Fértil, posiblemente antes que cualquier otro animal a excepción del perro en cualquier otro lugar del mundo. Estas especies siguen siendo hoy cuatro de los cinco mamíferos domesticados más importantes del mundo (capítulo 9). Pero sus antepasados salvajes eran más comunes en zonas ligeramente distintas del Creciente Fértil, con el resultado de que las cuatro especies fueron domesticadas en diferentes lugares: la oveja posiblemente en la zona central, la cabra en la zona oriental a gran altitud (los montes Zagros de Irán) o bien en la zona suroccidental (el Mediterráneo oriental), el cerdo en la parte septentrional-central y la vaca en la parte occidental, incluida Anatolia. Sin embargo, aun cuando las zonas de abundancia de estos cuatro progenitores salvajes presenten tales diferencias, los cuatro vivían en una proximidad lo bastante estrecha como para ser trasladados fácilmente después de su domesticación de una parte del Creciente Fértil a otra, y toda la región terminó disponiendo de las cuatro especies.

La agricultura fue lanzada en el Creciente Fértil por la temprana aclimatación de ocho cultivos, llamados «cultivos fundadores» (porque fundaron la agricultura en la región y posiblemente en el mundo). Esos ocho fundadores fueron tres cereales (trigo escanda, trigo esprilla y cebada), cuatro leguminosas (lenteja, guisante, garbanzo y arveja) y una fibra (lino). De estos ocho, sólo dos —el lino y la cebada— crecen silvestres en abundancia fuera del Creciente Fértil y Anatolia. Dos de los fundadores tenían zonas de distribución muy reducidas en estado silvestre, pues el garbanzo se circunscribía al sureste de Turquía y el trigo escanda al propio Creciente Fértil. Así pues, la agricultura pudo nacer en el Creciente Fértil a partir de la domesticación de plantas silvestres disponibles en la propia zona, sin tener que esperar la llegada de cultivos derivados de plantas silvestres aclimatadas en otras regiones. A la inversa, dos de los ocho cultivos fundadores no podían haber sido aclimatados en ningún otro lugar del mundo a excepción del Creciente Fértil, ya que no crecían en estado silvestre en otros lugares.

Gracias a esta disponibilidad de mamíferos salvajes y plantas silvestres, los primeros pobladores del Creciente Fértil pudieron reunir rápidamente un paquete biológico poderoso y equilibrado para la producción intensiva de alimentos. Ese paquete comprendía tres cereales, como principales fuentes de hidratos de carbono, cuatro leguminosas, con entre el 20 y el 25 por 100 de proteínas, y cuatro animales domésticos, como principales fuentes de proteínas, complementados por el generoso contenido en proteínas del trigo; y el lino como fuente de fibra y aceite (el llamado aceite de linaza: las semillas del lino tienen aproximadamente un 40 por 100 de aceite). Finalmente, miles de años después del comienzo de la domesticación de animales y la producción de alimentos, los animales también comenzaron a ser utilizados para obtener leche, lana, tiro para el arado y transporte. Así pues, los cultivos y los animales de los primeros agricultores del Creciente Fértil llegaron a satisfacer las necesidades económicas básicas de la humanidad: hidratos de carbono, proteínas, grasas, vestido, tracción y transporte.

Una última ventaja de la primitiva producción de alimentos en el Creciente Fértil es que podría haber tenido que enfrentarse a menos competencia de la forma de vida de los cazadores-recolectores que la de otras zonas, incluido el Mediterráneo occidental. En el suroeste de Asia hay pocos ríos caudalosos y sólo un corto litoral, que proporcionan unos recursos acuáticos relativamente escasos (en forma de peces y crustáceos fluviales y costeros). Una de las especies de mamíferos importante entre las que se cazaba para aprovechar su carne, la gacela, vivía en un principio en grandes rebaños, pero fue explotada en exceso por la creciente población humana y quedó reducida a pequeñas cantidades. Así pues, el paquete de la producción de alimentos superó rápidamente a la dotación de los cazadores-recolectores. Las aldeas sedentarias basadas en los cereales existían ya antes del nacimiento de la producción de alimentos y predispusieron a aquellos cazadores-recolectores a la agricultura y la ganadería. En el Creciente Fértil, la transición de la caza y la recolección a la producción de alimentos tuvo lugar con relativa rapidez: en 9000 a. C. la gente no tenía aún cultivos ni animales domésticos y dependía por completo de alimentos silvestres, pero en 6000 a. C. las sociedades eran casi totalmente dependientes de los cultivos y los animales domésticos.

La situación en Mesoamérica ofrece un fuerte contraste: esta zona proporcionaba sólo dos animales domesticables (el pavo y el perro), cuya producción de carne era muy inferior a la de la vaca, la oveja, la cabra y el cerdo; y el maíz, el cereal básico de Mesoamérica, era, como ya hemos explicado, difícil de aclimatar y quizá lento de desarrollar. En consecuencia, la domesticación puede no haber comenzado en Mesoamérica hasta aproximadamente 3000 a. C. (la fecha sigue siendo incierta); aquellos primeros avances fueron obra de personas que eran aún cazadores-recolectores nómadas; y las aldeas sedentarias no nacieron hasta aproximadamente 1500 a. C.

En todo este repaso a las ventajas del Creciente Fértil para el temprano nacimiento de la producción de alimentos, no hemos tenido que invocar ninguna supuesta ventaja de los propios pueblos del Creciente Fértil. De hecho, no tengo noticia de que nadie haya sugerido en serio ninguna supuesta característica biológica distintiva de los pueblos de la región que pudiera haber contribuido a la potencia de su paquete de producción de alimentos. En cambio, hemos visto que las muchas características distintivas del clima, el entorno, las plantas silvestres y los animales del Creciente Fértil proporcionan conjuntamente una explicación convincente.

Dado que los paquetes de producción de alimentos que surgieron de manera autóctona en Nueva Guinea y en el este de Estados Unidos eran considerablemente menos potentes, ¿podría residir la explicación para esas zonas en las personas que las habitaban? Antes de pasar a examinar esas regiones, sin embargo, debemos considerar dos cuestiones que surgen en relación con cualquier zona del mundo donde la producción de alimentos nunca se desarrolló de manera independiente ni tuvo como resultado un paquete menos potente. En primer lugar, ¿conocen realmente bien los cazadores-recolectores y los incipientes agricultores todas las especies silvestres disponibles en su zona y sus usos, o podrían haber pasado por alto posibles antepasados de cultivos valiosos? En segundo lugar, si conocen las plantas y los animales de sus zonas, ¿aprovechan ese conocimiento para domesticar las especies más útiles entre las disponibles, o hay factores culturales que les impiden hacerlo?

Por lo que se refiere a la primera pregunta, todo un campo de la ciencia, llamado etnobiología, estudia el conocimiento que tienen los pueblos de las plantas y los animales silvestres de su entorno. Estos estudios se han concentrado especialmente en los escasos pueblos de cazadores-recolectores que aún existen, así como en los pueblos agricultores que dependen todavía en gran medida de los alimentos silvestres y los productos naturales. Los estudios indican generalmente que esos pueblos son enciclopedias andantes de historia natural, con nombres individuales (en sus respectivas lenguas locales) para al menos mil especies vegetales y animales, y con un conocimiento detallado de las características biológicas, la distribución y los usos posibles de esas especies. A medida que la gente pasa a depender de modo creciente de plantas y animales domesticados, este conocimiento tradicional pierde gradualmente su valor y acaba por perderse, hasta que se llega a los compradores de los supermercados modernos que no sabrían distinguir una gramínea silvestre de una leguminosa silvestre.

He aquí un ejemplo típico. Durante los últimos treinta y tres años, mientras efectuaba exploración biológica en Nueva Guinea, he pasado mi tiempo de trabajo de campo en ese país en la constante compañía de neoguineanos que continúan usando ampliamente las plantas silvestres y los animales salvajes. Un día, cuando mis compañeros de la tribu foré y yo estábamos muertos de hambre en la jungla porque otra tribu bloqueaba nuestro regreso a nuestra base de abastecimiento, un hombre foré regresó al campamento con una gran mochila llena de hongos que había encontrado y comenzó a asarlos. ¡Por fin la cena! Pero entonces tuve un pensamiento inquietante: ¿y si los hongos fueran venenosos?

Expliqué pacientemente a mis compañeros foré que había leído que algunos hongos eran venenosos, que había tenido noticia incluso de expertos recolectores de hongos estadounidenses que habían muerto debido a la dificultad para distinguir los hongos seguros de los peligrosos, y que aunque todos estábamos hambrientos no merecía la pena correr el riesgo. En ese momento mis compañeros se enfurecieron y me dijeron que me callara y escuchara mientras me explicaban algunas cosas. Después de aguantar durante años que yo les sometiera a interrogatorios sobre los nombres de cientos de árboles y aves, ¿cómo podía insultarlos suponiendo que no tenían nombres para los diferentes hongos? Sólo los estadounidenses podían ser tan estúpidos como para confundir los hongos venenosos con los seguros. Continuaron instruyéndome acerca de 29 tipos de especies de hongos comestibles, del nombre de cada especie en la lengua foré, y de en qué lugar del bosque habría que buscarla. Este, el tánti, crecía en los árboles, y era delicioso y perfectamente comestible.

Siempre que he llevado conmigo a neoguineanos a otras partes de su isla, hablan habitualmente de las plantas y los animales locales con otros neoguineanos con los que se encuentran, y recogen plantas potencialmente útiles y las llevan de vuelta a sus aldeas para intentar plantarlas. Mis experiencias con los habitantes de Nueva Guinea tienen su parangón en las de los etnobiólogos que estudian los pueblos tradicionales de otros lugares. Sin embargo, todos esos pueblos, bien practican al menos alguna producción de alimentos, bien son los últimos restos parcialmente aculturados de las antiguas sociedades de cazadores-recolectores del mundo. El conocimiento de las especies silvestres era presumiblemente aún más pormenorizado antes del nacimiento de la producción de alimentos, cuando cada ser humano sobre la Tierra dependía aún por completo de las especies silvestres para obtener su alimento. Los primeros agricultores eran herederos de ese conocimiento, acumulado durante decenas de miles de años de observación de la naturaleza por humanos biológicamente modernos que vivían en íntima dependencia del mundo natural. Parece, pues, sumamente improbable que especies silvestres de valor potencial hubieran pasado desapercibidas para los primeros agricultores.

La otra pregunta relacionada es si los antiguos cazadores-recolectores y agricultores hacían asimismo buen uso de sus conocimientos etnobiológicos en la selección de plantas silvestres para recoger y finalmente cultivar. Una prueba proviene de un yacimiento arqueológico situado en el borde del valle del Éufrates en Siria, llamado Tell Abu Hureyra. Entre 10 000 a. C. y 9000 a. C., la gente que vivía en ese lugar podría haber residido durante todo el año en aldeas, pero eran aún cazadores-recolectores; el cultivo de plantas no comenzó hasta el milenio siguiente. Los arqueólogos Gordon Hillman, Susan Colledge y David Harris recuperaron grandes cantidades de restos vegetales calcinados del yacimiento, que probablemente representaban desperdicios desechados de plantas silvestres recogidas en otros lugares y llevadas al yacimiento por sus residentes. Los científicos analizaron más de 700 muestras, cada una de las cuales contenía por término medio más de 500 semillas identificables pertenecientes a más de 70 especies vegetales. Resultó que los habitantes del poblado recogían una variedad prodigiosa (¡157 especies!) de plantas identificadas por sus semillas calcinadas, por no hablar de otras plantas que no pueden ser identificadas ya.

¿Recogían aquellos ingenuos aldeanos todo tipo de planta con semillas que podían encontrar, la llevaban a casa, se envenenaban con la mayoría de las especies y se alimentaban sólo de un reducido número de especies? No, no eran tan tontos. Aunque el número de 157 especies parece una recolección indiscriminada, muchas más especies que crecían silvestres en las proximidades estaban ausentes de los restos calcinados. Las 157 especies seleccionadas pueden clasificarse en tres categorías. Muchas de ellas tienen semillas no venenosas e inmediatamente comestibles. Otras, como las leguminosas y los miembros de la familia de la mostaza, tienen semillas tóxicas, pero las toxinas pueden eliminarse fácilmente, quedando las semillas comestibles. Algunas semillas pertenecen a especies utilizadas tradicionalmente como fuentes de tintes o medicinas. Las muchas especies silvestres no representadas entre las 157 seleccionadas son las que habrían sido inútiles o nocivas para la gente, incluidas todas las especies de hierbas más tóxicas del entorno.

Así pues, los cazadores-recolectores de Tell Abu Hureyra no malgastaban el tiempo ni se ponían en peligro recolectando plantas silvestres indiscriminadamente. Por el contrario, es evidente que conocían las plantas silvestres de la zona de modo tan profundo como los actuales habitantes de Nueva Guinea, y usaban ese conocimiento para seleccionar y llevar a casa sólo las plantas con semillas más útiles entre las disponibles. Pero aquellas semillas recolectadas habrían constituido el material para los primeros pasos inconscientes de la aclimatación de plantas.

Mi otro ejemplo de cómo los pueblos de la antigüedad utilizaron aparentemente sus conocimientos etnobiológicos con buen fin proviene del valle del Jordán en el milenio IX a. C., el período del cultivo de plantas más antiguo en esa zona. Los primeros cereales aclimatados del valle fueron la cebada y el trigo escanda, que continúan figurando entre los cultivos más productivos del mundo en la actualidad. Pero, como en Tell Abu Hureyra, cientos de otras especies vegetales silvestres portadoras de semillas debían de crecer en las proximidades, y al menos 100 de ellas habrían sido comestibles y se habrían recolectado antes del nacimiento de la aclimatación de las plantas. ¿Qué tenían la cebada y el trigo escanda para que fueran los primeros cultivos? ¿Fueron aquellos primeros agricultores del valle del Jordán unos incultos en botánica que no sabían lo que hacían? ¿O eran la cebada y el trigo escanda realmente los mejores de los cereales silvestres de la zona que podían haber seleccionado?

Dos científicos israelíes, Ofer Bar-Yosef y Mordejái Kislev, abordaron esta cuestión mediante el examen de las especies de gramináceas silvestres que crecen aún en el valle en nuestros días. Dejando a un lado las especies de semillas pequeñas o de sabor desagradable, escogieron 23 de las gramináceas silvestres de sabor más agradable y semillas más grandes. Como era de esperar, la cebada y el trigo escanda estaban en esa lista.

Pero no era cierto que los otros 21 candidatos hubieran sido igualmente útiles. Entre esas 23 especies, la cebada y el trigo escanda resultaron ser los mejores según muchos criterios. El trigo escanda tiene las semillas más grandes, y la cebada, las segundas en tamaño. Cuando crecen silvestres, la cebada es una de las cuatro especies más abundantes de las 23 seleccionadas, mientras que el trigo escanda es de abundancia mediana. La cebada tiene la ventaja adicional de que su genética y su morfología le permiten desarrollar rápidamente los cambios útiles en la dispersión de las semillas y la inhibición de la germinación, de lo que nos hemos ocupado en el capítulo precedente. El trigo escanda, sin embargo, tiene virtudes compensatorias: puede ser recolectado de manera más eficiente que la cebada, y es un caso insólito entre los cereales por cuanto sus semillas no se adhieren a las cáscaras. En cuanto a las otras 21 especies, sus desventajas incluyen el tener semillas más pequeñas, en muchos casos una abundancia menor, y en algunos casos el hecho de ser plantas perennes en vez de anuales, con la consecuencia de que su evolución habría sido lenta de haber sido aclimatadas.

Así pues, los primeros agricultores del valle del Jordán seleccionaron las dos mejores de las 23 mejores especies de gramináceas silvestres de que disponían. Naturalmente, los cambios evolutivos (tras el cultivo) en la dispersión de las semillas y la inhibición en la germinación habrían sido consecuencias imprevistas de lo que aquellos primeros agricultores hacían. Pero su selección inicial de la cebada y el trigo escanda en vez de otros cereales para recolectar, llevar a casa y cultivar habría sido consciente y basada en los criterios fácilmente detectados del tamaño de las semillas, el sabor y la abundancia.

Este ejemplo del valle del río Jordán, del mismo modo que el de Tell Abu Hureyra, ilustra que los primeros agricultores utilizaron sus conocimientos detallados de las especies locales en su propio beneficio. Dado que sabían mucho más sobre las plantas locales que todo el mundo, a excepción de un puñado de botánicos profesionales modernos, difícilmente no habrían cultivado cualquier especie vegetal silvestre útil que fuera relativamente apta para la aclimatación.

Podemos examinar ahora lo que hicieron realmente los agricultores locales en dos partes del mundo (Nueva Guinea y el este de Estados Unidos) con sistemas de producción de alimentos autóctonos pero aparentemente deficientes en comparación con el del Creciente Fértil, cuando llegaron cultivos más productivos de otros lugares. Si resultase que esos cultivos no llegaron a ser adoptados por razones culturales o de otro tipo, nos quedaríamos con una acuciante duda. A pesar de nuestros razonamientos hasta ahora, deberíamos seguir sospechando que la flora silvestre local albergaba algún antepasado de un posible cultivo valioso que los agricultores no aprovecharon debido a factores culturales semejantes. Estos dos ejemplos demostrarán también en detalle un hecho decisivo para la historia: que los cultivos autóctonos de diferentes partes del planeta no eran igualmente productivos.

Nueva Guinea, la isla más extensa del planeta después de Groenlandia, está situada inmediatamente al norte de Australia y cerca del ecuador. Debido a su posición tropical y a la gran diversidad de topografía y hábitat, Nueva Guinea es rica en especies vegetales y animales, aunque menos que las zonas tropicales continentales debido a su carácter insular. El ser humano vive en Nueva Guinea desde hace al menos 40 000 años, mucho más que en América, y algo más que los humanos anatómicamente modernos en Europa occidental. Así pues, los habitantes de Nueva Guinea han tenido amplias oportunidades de llegar a conocer su flora y fauna locales. ¿Fueron motivados a aplicar este conocimiento al desarrollo de la producción de alimentos?

Hemos dicho ya que la adopción de la producción de alimentos supuso una competencia entre la forma de vida de producción de alimentos y la de la caza y recolección. La caza-recolección no es tan remuneradora en Nueva Guinea como para eliminar la motivación tendente a desarrollar la producción de alimentos. En particular, los cazadores modernos de Nueva Guinea padecen la agobiante desventaja de la escasez de caza salvaje: no hay ningún animal autóctono mayor que un ave incapaz de volar y unos 45 kg de peso (el casuario) y un canguro de poco más de 20 kg. Los neoguineanos de tierras bajas que viven en la costa obtienen cantidades considerables de pescado y mariscos, y algunos habitantes de las tierras bajas del interior continúan viviendo hoy en día como cazadores-recolectores, subsistiendo especialmente de sagúes silvestres. Pero ningún pueblo vive aún como cazador-recolector en las tierras altas de Nueva Guinea; todos los habitantes modernos de las tierras altas son agricultores que utilizan los alimentos silvestres únicamente para complementar sus dietas. Cuando los habitantes de las tierras altas salen al bosque en expediciones de caza, llevan consigo hortalizas cultivadas en los huertos para alimentarse. Si tienen la mala suerte de que se les acaben las provisiones, incluso mueren de hambre a pesar de sus conocimientos pormenorizados de alimentos silvestres disponibles en la zona. Dado que la forma de vida de los cazadores-recolectores es, pues, no viable en gran parte de la Nueva Guinea moderna, no es de extrañar que todos los habitantes de las tierras altas de Nueva Guinea y la mayoría de los que viven en las tierras bajas sean hoy agricultores sedentarios con complejos sistemas de producción de alimentos. Extensas zonas de las tierras altas que antes eran boscosas fueron convertidas por los agricultores tradicionales de Nueva Guinea en sistemas de campos vallados, drenados y gestionados intensivamente que sustentan a densas poblaciones humanas.

Las pruebas arqueológicas indican que los orígenes de la agricultura en Nueva Guinea son antiguos, pues datan de hacia 7000 a. C. En esas tempranas fechas, todas las masas terrestres que rodean Nueva Guinea estaban ocupadas aún exclusivamente por cazadores-recolectores, por lo que esta antigua agricultura debió de desarrollarse independientemente en Nueva Guinea. Aunque no se han recuperado restos inequívocos de cultivos procedentes de esos primeros campos, es probable que entre los cultivos figurasen algunas de las plantas que se cultivaban en Nueva Guinea en la época de la colonización europea, y que ahora se sabe que fueron aclimatadas localmente a partir de antepasados silvestres de Nueva Guinea. La más importante entre estas plantas domésticas locales es el principal cultivo del mundo moderno, la caña de azúcar, cuyo tonelaje anual producido actualmente iguala casi el de los cultivos número 2 y número 3 combinados (el trigo y el maíz). Otros cultivos de indudable origen neoguineano son un grupo de bananas llamadas bananas Australimusa, el nogal Canarium indicum, y el taro gigante de los pantanos, así como varios tallos de hierbas comestibles, raíces y verduras. El árbol del pan y los tubérculos ñames y el taro (ordinario) podrían ser también plantas aclimatadas en Nueva Guinea, aunque esta conclusión sigue siendo incierta porque sus antepasados silvestres no están limitados a Nueva Guinea, sino que están distribuidos desde Nueva Guinea hasta el sureste de Asia. En la actualidad carecemos de pruebas que puedan resolver la cuestión de si fueron aclimatados en el sureste de Asia, como se ha supuesto tradicionalmente, o independientemente o incluso únicamente en Nueva Guinea.

Sin embargo, resulta que la biota de Nueva Guinea padeció tres graves limitaciones. En primer lugar, ningún cultivo cerealista fue aclimatado en Nueva Guinea, mientras que varios de vital importancia fueron aclimatados en el Creciente Fértil, el Sahel y China. En su énfasis en los tubérculos y los cultivos arbóreos, Nueva Guinea lleva hasta el extremo una tendencia observada en los sistemas agrícolas de otras zonas tropicales húmedas (el Amazonas, África occidental tropical y el sureste de Asia), cuyos agricultores también pusieron el énfasis en cultivos de tubérculos pero lograron tener al menos dos cereales (el arroz asiático y un cereal asiático de semillas gigantes llamado lágrimas de Job). Una razón probable de la no aparición de la agricultura cerealista en Nueva Guinea es la flagrante deficiencia del material de partida silvestre: ninguna de las 56 gramíneas silvestres con semillas de mayor tamaño es autóctona en Nueva Guinea.

En segundo lugar, la fauna de Nueva Guinea no incluía ninguna especie de grandes mamíferos domesticables. Los únicos animales domésticos de la Nueva Guinea moderna, el cerdo, el pollo y el perro, llegaron desde el sureste de Asia a través de Indonesia en los últimos siglos. En consecuencia, mientras los habitantes de las tierras bajas de Nueva Guinea obtienen las proteínas del pescado que capturan, las poblaciones de agricultores de las tierras altas de Nueva Guinea padecen graves limitaciones proteínicas, porque los cultivos básicos que proporcionan la mayor parte de sus calorías (el taro y la batata) tienen bajos contenidos en proteínas. El taro, por ejemplo, contiene apenas un 1 por 100 de proteína, mucho menos incluso que el arroz blanco, y muy por debajo de los niveles de los trigos y las leguminosas del Creciente Fértil (entre el 8 por 100 y el 14 por 100 y entre el 20 por 100 y el 25 por 100 de proteínas, respectivamente).

Los niños de las tierras altas de Nueva Guinea tienen el vientre hinchado característico de una dieta rica en fibra pero deficiente en proteínas. Los neoguineanos viejos y jóvenes comen habitualmente ratones, arañas, ranas y otros pequeños animales que los pueblos de otros lugares que tienen acceso a grandes animales domésticos o grandes especies de caza silvestre no se molestan en comer. El hambre de proteínas es probablemente también la razón última de que el canibalismo fuera generalizado en las sociedades de las tierras altas de la Guinea tradicional.

Finalmente, en otros tiempos, los tubérculos disponibles en Nueva Guinea eran limitados también en cuanto a calorías, así como en cuanto a proteínas, porque no crecen bien en las grandes altitudes donde muchos neoguineanos viven actualmente. Hace muchos siglos, sin embargo, un nuevo tubérculo de origen suramericano en última instancia, la batata, llegó a Nueva Guinea, probablemente a través de Filipinas, donde había sido introducido por los españoles. En comparación con el taro y otros tubérculos de Nueva Guinea presumiblemente más antiguos, la batata puede cultivarse a mayor altitud, crece con más rapidez y da rendimientos más altos por hectárea cultivada y por hora de trabajo. El resultado de la llegada de la batata fue una explosión demográfica en las tierras altas. Es decir, aun cuando la gente practicaba la agricultura en las tierras altas de Nueva Guinea desde muchos miles de años antes de la introducción de la batata, los cultivos locales disponibles les habían limitado en la densidad de población que podían alcanzar y en las altitudes que podían ocupar.

En pocas palabras, Nueva Guinea ofrece un instructivo contraste con el Creciente Fértil. Al igual que los cazadores-recolectores del Creciente Fértil, los de Nueva Guinea desarrollaron independientemente la producción de alimentos. Sin embargo, su producción alimentaria autóctona estuvo limitada por la ausencia en la zona de cereales, leguminosas y animales domesticables, por la deficiencia proteínica resultante en las tierras altas y por las limitaciones de los tubérculos disponibles localmente en altitudes elevadas. Sin embargo, los propios neoguineanos saben hoy tanto de plantas silvestres y animales salvajes disponibles como cualquier otro pueblo de la Tierra cabe esperar que hayan descubierto y probado cualquier especie vegetal silvestre que mereciera la pena aclimatar. Son perfectamente capaces de reconocer las incorporaciones útiles a su despensa de cultivos, como lo demuestra su exuberante adopción de la batata cuando este tubérculo llegó. Esa misma lección se obtiene de nuevo en la Nueva Guinea actual, a medida que las tribus que tienen un acceso preferente a nuevos cultivos y animales introducidos (o que tienen la disposición cultural a adoptarlos) se expanden a costa de las tribus que no tienen acceso o disposición. Así pues, los límites de la producción de alimentos autóctona en Nueva Guinea no tenían nada que ver con los pueblos de Nueva Guinea, y todo con la biota y el entorno de Nueva Guinea.

Nuestro otro ejemplo de agricultura autóctona aparentemente limitada por la flora local proviene del este de Estados Unidos. Al igual que Nueva Guinea, esta zona albergó la aclimatación independiente de plantas silvestres locales. Sin embargo, se conocen mucho mejor los primeros pasos del este de Estados Unidos que los de Nueva Guinea: las plantas cultivadas por los primeros agricultores han sido identificadas, y se conocen las fechas y las secuencias de cultivo de la aclimatación local. Mucho antes de que otros cultivos comenzaran a llegar desde otros lugares, los indígenas americanos se establecieron en los valles fluviales del este de Estados Unidos y desarrollaron una producción de alimentos intensiva basada en los cultivos locales. De ahí que estuvieran en condiciones de aprovechar las plantas silvestres más prometedoras. ¿Cuáles cultivaron realmente, y qué diferencias presentaban los cultivos locales con el paquete fundador del Creciente Fértil?

Resulta que los cultivos fundadores del este de Estados Unidos estuvieron compuestos por cuatro plantas aclimatadas en el período comprendido entre 2500 a. C. y 1500 a. C., 6000 años después de la aclimatación del trigo y la cebada en el Creciente Fértil. Una especie local de calabaza proporcionaba pequeños recipientes, además de producir semillas comestibles. Los tres fundadores restantes fueron cultivados únicamente por sus semillas comestibles (el girasol, un pariente de la margarita llamado «hierba de los sumideros» y un pariente lejano de la espinaca del género Chenopodium).

Pero cuatro plantas productoras de semillas y un recipiente distan mucho de ser un paquete de producción de alimentos completo. Durante 2000 años, estos cultivos fundadores sirvieron únicamente de complementos dietéticos menores, mientras los indígenas americanos del este de Estados Unidos continuaron dependiendo principalmente de alimentos silvestres, en particular mamíferos y aves acuáticas salvajes, peces, crustáceos y nueces. La agricultura no suministró una parte importante de su dieta hasta el período comprendido entre 500 a. C. y 200 a. C., después de que otros tres cultivos de semillas (la «hierba nudosa» del género Polyigonum, la «hierba de mayo» y una variedad de cebada) hubieran comenzado a cultivarse.

Un especialista en nutrición moderno habría aplaudido esos siete cultivos del este de Estados Unidos. Todos eran altos en proteínas (entre el 17 por 100 y el 32 por 100, en comparación con entre el 8 por 100 y el 14 por 100 del trigo, el 9 por 100 del maíz e incluso porcentajes menores en el caso de la cebada y el arroz blanco). Dos de ellos, el girasol y la «hierba de los sumideros» tenían también un alto contenido en aceite (entre el 45 por 100 y el 47 por 100). La «hierba de los sumideros», en particular, habría sido el sueño último de un experto en nutrición, ya que contenía el 32 por 100 de proteína y el 45 por 100 de aceite. ¿Por qué no seguimos comiendo hoy en día estos alimentos de ensueño?

Lamentablemente, a pesar de su ventaja nutritiva, la mayoría de estos cultivos del este de Estados Unidos adolecían de graves desventajas en otros aspectos. La espinaca silvestre del género Chenopodium, la «hierba nudosa», la cebadilla y la «hierba de mayo» tenían semillas muy pequeñas, con volúmenes que sólo representaban la décima parte de las semillas del trigo y la cebada común. Peor aún, la «hierba de los sumideros» es un pariente polinizado por el viento de la ambrosía, la conocida planta causante de la fiebre del heno. Al igual que el polen de la ambrosía, el polen de la «hierba de los sumideros» puede causar fiebre del heno en aquellos lugares donde la planta crece en macizos abundantes. Si esto no es suficiente para acabar con el entusiasmo por convertirse en cultivador de la «hierba de los sumideros», añadiremos que desprende un fuerte olor que resulta desagradable para algunas personas, y que el contacto con ella puede causar irritación en la piel.

Los cultivos mexicanos comenzaron finalmente a llegar al este de Estados Unidos por las rutas comerciales a partir del año 1. El maíz llegó hacia 200, pero su papel siguió siendo muy poco importante durante muchos siglos. Finalmente, hacia 900 apareció una nueva variedad de maíz adaptada a los cortos veranos de América del Norte, y la llegada de las judías hacia 1100 completó la trinidad de cultivos de México, formada por el maíz, los frijoles y la calabaza. La agricultura del este de Estados Unidos se intensificó notablemente, y a orillas del río Misisipí y sus afluentes se desarrollaron jefaturas densamente pobladas. En algunas zonas, las plantas domésticas locales originarias se conservaron junto con la mucho mayor productividad mexicana, pero en otras zonas la trinidad las sustituyó totalmente. Ningún europeo pudo ver nunca la «hierba de los sumideros» creciendo en los huertos indios, porque había desaparecido como cultivo en la época al comenzar la colonización europea de América, en 1492. De todas aquellas antiguas especialidades de cultivos del este de Estados Unidos, sólo dos (el girasol y la calabaza del este) han podido competir con los cultivos aclimatados en otros lugares, y continúan cultivándose en nuestros días. Diversos tipos de calabazas tienen su origen en aquellas calabazas americanas aclimatadas hace miles de años.

Así pues, al igual que el caso de Nueva Guinea, el de la región oriental de Estados Unidos es instructivo. A priori, la región podría haber parecido una zona probable para albergar una agricultura autóctona productiva. Posee ricos suelos, precipitaciones moderadas fiables y un clima adecuado que permite una agricultura abundante en nuestros días. La flora es rica en especies, e incluye algunos árboles que producen abundantes bayas y nueces silvestres (como el roble y el nogal americanos). Los indígenas americanos de la zona desarrollaron una agricultura basada en especies aclimatadas locales, se mantuvieron de ella en aldeas e incluso desarrollaron un florecimiento cultural (la cultura de Hopewell tenía su centro en el actual Ohio) entre 200 a. C. y 400. Estuvieron, pues, en condiciones durante varios miles de años de aprovechar como posibles cultivos las plantas silvestres útiles disponibles, cualesquiera que éstas fuesen.

Sin embargo, el florecimiento de Hopewell surgió casi 9000 años después del nacimiento de la vida en aldeas en el Creciente Fértil. Con todo, no fue sino hasta 900 cuando la reunión de la trinidad de cultivos mexicanos desencadenó un auge demográfico de mayores proporciones, el llamado florecimiento misisipiense, que produjo las ciudades más grandes y las sociedades más complejas alcanzadas por los indígenas americanos al norte de México. Pero este apogeo llegó demasiado tarde como para preparar a los indígenas americanos de Estados Unidos ante el inminente desastre de la colonización europea. La producción de alimentos basada en los cultivos del este de Estados Unidos por sí solos habría sido insuficiente para desencadenar el auge, por razones que resulta fácil especificar. Los cereales silvestres disponibles en la zona no eran ni con mucho tan útiles como el trigo y la cebada. Los indígenas americanos del este de Estados Unidos no aclimataron ninguna leguminosa disponible en la zona, ningún cultivo de fibra, ningún fruto y ningún árbol productor de nueces. No tenían animales domesticados a excepción del perro, que probablemente fue domesticado en otros lugares de América.

Es también evidente que los indígenas americanos del este de Estados Unidos no pasaban por alto posibles cultivos importantes entre las especies silvestres que les rodeaban. Incluso los científicos especialistas en genética de las plantas del siglo XX, provistos de todo el poder de la ciencia moderna, han tenido escaso éxito a la hora de aprovechar las plantas silvestres de América del Norte. Sí, ahora tenemos pacanas aclimatadas como árboles productores de bayas, y arándanos como frutos, y hemos mejorado algunos cultivos frutales eurasiáticos (manzanas, ciruelas, uvas, frambuesas, zarzamoras, fresas) mediante su hibridación con parientes silvestres de América del Norte. Sin embargo, estos contados éxitos han cambiado nuestros hábitos alimentarios mucho menos de lo que el maíz mexicano cambió los hábitos alimentarios de los indígenas americanos del este de Estados Unidos a partir de 900.

Los agricultores más informados acerca de las especies domésticas del este de Estados Unidos, los propios indígenas americanos de la región, las juzgaron descartándolas o restándoles importancia cuando llegó la trinidad mexicana. Este resultado demuestra asimismo que los indígenas americanos no estaban limitados por el conservadurismo cultural y eran perfectamente capaces de valorar una buena planta cuando la veían. Así pues, del mismo modo que en Nueva Guinea, las limitaciones a la producción alimentaria autóctona en el este de Estados Unidos no se debieron a los propios pueblos indígenas americanos, sino que dependieron por entero de la biota y el entorno americanos.

Hemos examinado ya ejemplos de tres áreas diferenciadas, en todas las cuales la producción de alimentos surgió de manera autóctona. El Creciente Fértil ocupa un extremo, Nueva Guinea y el este de Estados Unidos están en el extremo opuesto. Los pueblos del Creciente Fértil aclimataron las plantas locales mucho antes. Aclimataron más especies, aclimataron especies mucho más productivas o valiosas, aclimataron una gama mucho más amplia de tipos de cultivos, desarrollaron una producción alimentaria e intensificada y poblaciones humanas densas con más rapidez, y en consecuencia ingresaron en el mundo moderno con una tecnología más avanzada, una organización política más compleja y más enfermedades epidémicas con las cuales infectar a otros pueblos.

Vemos cómo estas diferencias entre el Creciente Fértil, Nueva Guinea y el este de Estados Unidos fueron consecuencia directa de las distintas series de especies vegetales y animales salvajes disponibles para su domesticación, no de limitaciones de los propios pueblos. Cuando otros cultivos más productivos llegaron de otros lugares (la batata a Nueva Guinea, la trinidad mexicana al este de Estados Unidos), las poblaciones locales los aprovecharon sin demora, intensificaron la producción de alimentos y crecieron sobremanera en población. Por extensión, sugiero que las zonas del planeta donde la producción de alimentos nunca se desarrolló de manera autóctona —California, Australia, la pampa argentina, Europa occidental, etc.— podrían haber ofrecido incluso menos en cuanto a plantas silvestres y animales salvajes aptos para la domesticación que Nueva Guinea y el este de Estados Unidos, donde al menos surgió una producción de alimentos limitada. De hecho, el estudio mundial de Mark Blumler sobre gramináceas silvestres de grandes semillas disponibles localmente, al que hemos hecho mención en el capítulo anterior, y el estudio mundial de grandes mamíferos localmente disponibles que presentaremos en el capítulo próximo, coinciden en mostrar que todas esas zonas de producción indígena de alimentos no existente o limitada eran deficientes en antepasados salvajes de ganado y cereales domesticables.

Recuérdese que el nacimiento de la producción de alimentos suponía una competición entre la producción de alimentos y la caza-recolección. Cabría preguntarse, pues, si todos estos casos de nacimiento lento o inexistente de la producción de alimentos podrían deberse más a una excepcional riqueza local de recursos para ser cazados y recolectados que a una disponibilidad excepcional de especies aptas para la domesticación. De hecho, la mayoría de las zonas donde la producción de alimentos autóctona surgió tarde, o no surgió en absoluto, ofrecía a los cazadores-recolectores unos recursos excepcionalmente pobres y no ricos, porque la mayoría de los grandes mamíferos de Australia y América (pero no de Eurasia y África) se habían extinguido hacia el fin de los períodos glaciales. La producción de alimentos se habría enfrentado a una competencia menor aún de la caza y la recolección en esas zonas que en el Creciente Fértil. De ahí que estos fallos o limitaciones locales de la producción de alimentos no puedan atribuirse a la competencia de abundantes oportunidades de caza.

Por si acaso estas conclusiones se malinterpretaran, deberíamos terminar este capítulo con advertencias contra la exageración de dos puntos: la disposición de los pueblos a aceptar mejores cultivos y ganado, y las limitaciones impuestas por las plantas silvestres y los animales salvajes disponibles en la zona. Ni esa disposición ni estas limitaciones son absolutas.

Hemos examinado ya muchos ejemplos de adopción por las poblaciones locales de cultivos más productivos aclimatados en otros lugares. Nuestra conclusión amplia es que la gente puede reconocer las plantas útiles, que por tanto habría reconocido probablemente plantas locales mejores que fueran aptas para su aclimatación en caso de haber existido, y que no les impide hacerlo ningún conservadurismo cultural o tabú. Pero debe añadirse a esta frase una gran matización: «a largo plazo y en grandes áreas». Cualquier persona informada sobre las sociedades humanas puede citar innumerables ejemplos de sociedades que rechazaron cultivos, ganado y otras innovaciones que habrían sido productivas.

Naturalmente, no suscribo la evidente falacia de que todas las sociedades adoptan sin demora todas las innovaciones que les serían útiles. Lo cierto es que, en continentes enteros y otras grandes zonas que albergan cientos de sociedades competidoras, algunas sociedades estarán más abiertas a la innovación y algunas otras serán más resistentes. Las que adoptan los nuevos cultivos, ganado o tecnologías pueden estar facultadas, por tanto, para alimentarse mejor y superar en número, desplazar, conquistar o exterminar a las sociedades que se resisten a la innovación. Se trata de un fenómeno importante cuyas manifestaciones van mucho más allá de la adopción de nuevos cultivos, y al que volveremos en el capítulo 13.

Nuestra otra advertencia se refiere a los límites que las especies silvestres disponibles localmente imponen al nacimiento de la producción de alimentos. No digo que la producción de alimentos nunca pudiera haber surgido, en ningún período de tiempo, en todas las zonas donde en realidad no hubiese surgido de manera autóctona en la época moderna. Los europeos actuales que observan que los aborígenes australianos entraron en el mundo moderno siendo cazadores-recolectores de la Edad de Piedra dan por supuesto a menudo que los aborígenes habrían continuado de ese modo para siempre.

Para apreciar la falacia, pensemos en un visitante del espacio exterior que cayera en la Tierra en 3000 a. C. El habitante del espacio no habría observado producción de alimentos alguna en el este de Estados Unidos, porque la producción de alimentos no comenzó en esa zona hasta aproximadamente 2500 a. C. Si el visitante de 3000 a. C. hubiera sacado la conclusión de que las limitaciones planteadas por las plantas silvestres y los animales salvajes del este de Estados Unidos excluían la producción de alimentos para siempre en esa zona, los hechos que tuvieron lugar el milenio subsiguiente habrían demostrado que el visitante estaba equivocado. Incluso un visitante del Creciente Fértil en 9500 a. C. en vez de en 8500 a. C. podría haberse engañado y supuesto que el Creciente Fértil era permanentemente no apto para la producción de alimentos.

Es decir, mi tesis no es que California, Australia, Europa occidental y todas las demás zonas donde no apareció una producción de alimentos autóctona estuvieran desprovistas de especies aclimatables y habrían continuado ocupadas únicamente por cazadores-recolectores de manera indefinida si no hubieran llegado especies domésticas o pueblos foráneos. Por el contrario, señalo que las regiones presentaban grandes diferencias en la gama de especies domesticables disponibles, que presentaban las correspondientes diferencias en la fecha en que surgió la producción de alimentos local, y que la producción de alimentos no había surgido aún independientemente en las regiones fértiles en la época moderna.

Australia, supuestamente el continente más «atrasado», ilustra a la perfección este punto. En el sureste de Australia, la parte bien provista de agua del continente y la más apta para la producción de alimentos, las sociedades aborígenes parecen haber evolucionado en los últimos milenios de acuerdo con una trayectoria que habría conducido finalmente a la producción de alimentos autóctona. Habían construido ya aldeas para el invierno, habían comenzado a gestionar intensivamente el entorno para la producción de pescado mediante la construcción de trampas, redes e incluso largos canales. Si los europeos no hubieran colonizado Australia en 1788 y abortado esa trayectoria independiente, los aborígenes australianos podrían haberse convertido en productores de alimentos al cabo de unos milenios, y habrían cuidado de estanques de peces domesticados y cultivado ñames y gramíneas de semillas pequeñas australianas aclimatadas.

Teniendo presentes estos hechos, podemos responder ahora a la pregunta implícita en el título de este capítulo. Preguntábamos si la razón de que los indios de América del Norte no aclimatasen las manzanas norteamericanas residía en los indios o en las manzanas.

No quiero decir, por tanto, que las manzanas nunca pudieran haber sido aclimatadas en América del Norte. Recuérdese que las manzanas figuraban históricamente entre los árboles frutales que resultaba más difícil cultivar y entre los últimos importantes que fueron aclimatados en Eurasia, porque su propagación requiere la difícil técnica del injerto. No hay pruebas de cultivo en gran escala de manzanas ni siquiera en el Creciente Fértil y en Europa hasta la época griega clásica, 8000 años después del comienzo de la producción de alimentos en Eurasia. Si los indígenas americanos hubieran avanzado al mismo ritmo en la invención o adquisición de técnicas de injerto, también ellos habrían aclimatado finalmente las manzanas, hacia 5500, es decir unos 8000 años después del nacimiento de la aclimatación en América del Norte, que tuvo lugar hacia 2500 a. C.

Así pues, la razón de que los indígenas americanos no aclimatasen las manzanas norteamericanas en la época de la llegada de los europeos no residía ni en las personas ni en las manzanas. En lo que hace a los requisitos previos de carácter biológico de la aclimatación de las manzanas, los agricultores indios de América del Norte eran como los agricultores eurasiáticos, y las manzanas silvestres norteamericanas eran como las manzanas silvestres eurasiáticas. De hecho, algunas variedades de manzanas de los supermercados que ahora consumen los lectores de este capítulo han sido desarrolladas recientemente mediante el cruce de manzanas eurasiáticas con manzanas silvestres norteamericanas. En cambio, la razón de que los indígenas americanos no comenzasen a cultivar las manzanas reside en toda la serie de especies vegetales silvestres y animales salvajes disponibles para los indígenas americanos. El modesto potencial de aclimatación de esa serie fue el responsable del tardío comienzo de la producción de alimentos en América del Norte.