Capítulo 7
Cómo fabricar una almendra
A un excursionista cuyo paladar esté harto de productos de cultivo agrícola, puede parecerle divertido probar alimentos silvestres. Es sabido que algunos frutos silvestres, como las fresas salvajes y las zarzamoras, son sabrosos y sanos. Son lo bastante parecidos a cultivos habituales; de ahí que sea fácil reconocer las fresas salvajes, aunque sean mucho más pequeñas que las cultivadas. Los excursionistas aventureros comen con precaución setas, conscientes de que muchas especies pueden ser letales. Pero ni siquiera los aficionados más ardientes a los frutos secos comen almendras silvestres, porque algunas decenas de especies contienen cianuro (el veneno utilizado en las cámaras de gas nazis) suficiente como para resultar mortales. El bosque está lleno de multitud de otras plantas que se piensa que son incomestibles.
Sin embargo, todos los cultivos proceden de especies silvestres. ¿Cómo se convirtieron ciertas plantas silvestres en cultivos? La cuestión es especialmente intrigante en lo relativo a muchos cultivos (como la almendra) cuyos progenitores silvestres son letales o tienen mal sabor, y a otros cultivos (como el maíz) que parecen del todo distintos de sus antepasados silvestres. ¿Qué hombre o mujer de las cavernas tuvo alguna vez la idea de «domesticar» una planta, y cómo la hizo realidad?
La domesticación (o aclimatación) de una planta puede definirse como su cultivo, y con ello, intencionadamente o no, producir un cambio genético de su antepasado silvestre de forma que la hagan más idónea para los consumidores humanos. El desarrollo de cultivos es hoy una tarea consciente, de alta especialización, que llevan a cabo científicos profesionales. Éstos tienen ya noticia de cientos de cultivos existentes y no obstante se ponen a trabajar en uno más. Para lograr este objetivo, plantan muchas semillas o raíces distintas, seleccionan la mejor progenie y plantan sus semillas, aplican conocimientos de genética al desarrollo de buenas variedades que se reproduzcan con fidelidad, e incluso puede ser que apliquen las últimas técnicas de ingeniería genética para transferir genes de utilidad específica. En el campus Davis de la Universidad de California hay un departamento entero (el Departamento de Pomología) dedicado a las manzanas, y otro (el Departamento de Viticultura y Enología), a las uvas y el vino.
Pero la adaptación de plantas se remonta a más de 10 000 años. Los primeros agricultores no aplicarían seguramente técnicas de genética molecular para obtener sus resultados. Los primitivos agricultores ni siquiera disponían de cultivos ya existentes que les sirvieran de modelo para el desarrollo de nuevas variedades. De aquí la imposibilidad de que hayan sabido que, con cualquier cosa que hicieran, el resultado iba a ser un sabroso regalo.
Entonces ¿cómo, de forma inconsciente, adaptaron plantas los agricultores primitivos? Por ejemplo, ¿cómo transformaron almendras venenosas en sanas y comestibles sin saber lo que estaban haciendo? ¿Qué cambios introdujeron realmente en las plantas silvestres, además de convertirlas en más grandes o menos venenosas? Los tiempos necesarios para la adaptación varían en gran manera incluso para los cultivos más valiosos: por ejemplo, los guisantes se adaptaron a su cultivo hacia 8000 a. C., el olivo alrededor de 4000 a. C., las fresas no antes de la Edad Media y las pacanas no hasta 1846. Muchas plantas silvestres valiosas que dan alimentos muy apreciados por millones de personas, como las encinas que son buscadas en muchas partes del mundo por sus bellotas comestibles, siguen sin que ni siquiera en nuestros días hayan podido ser adaptadas al cultivo. ¿Qué fue lo que hizo que muchas plantas fueran más fáciles o más apetecibles que otras de adaptar al cultivo? ¿Por qué los olivos claudicaron ante agricultores de la Edad de Piedra, mientras que las encinas continúan resistiéndose a nuestros más brillantes agrónomos?
Empecemos por considerar la adaptación al cultivo desde el punto de vista de las plantas. En lo relativo a éstas, los humanos no somos sino una más de los miles de especies animales que inconscientemente «domestican» plantas.
Al igual que todas las especies animales (la humana inclusive), las plantas han de expandir sus vástagos a áreas en las que puedan desarrollarse adecuadamente a partir de los genes de sus predecesores. Los animales jóvenes se dispersan andando o volando, pero las plantas no poseen esa opción, por lo que han de recurrir a una suerte de «autostop». Algunas especies vegetales tienen semillas que se adaptan a su transporte por el viento o por flotación en el agua, mientras que otras implican a un animal en el acarreo de sus semillas, envolviéndolas en frutos sabrosos y dando a conocer la madurez de éstos por su aspecto u olor. El animal hambriento arranca y come el fruto, se aleja andando o volando y luego escupe o defeca las semillas en algún lugar lejos del árbol progenitor. De esta forma es posible trasladar semillas a miles de kilómetros.
Puede resultar chocante enterarse de que las semillas de las plantas son capaces de aguantar la digestión en estómago e intestinos y germinar una vez expulsadas con las heces. Cualquier lector que no sea demasiado remilgado puede hacer la prueba por sí mismo. Las semillas de muchas especies de plantas silvestres necesitan en efecto atravesar el aparato digestivo de un animal antes de ser capaces de germinar. Por ejemplo, una especie de melón africano está tan bien adaptado a servir de comida a un animal carroñero parecido a la hiena llamado aardvark, que casi todos los melones de esa especie crecen en los lugares que sirven de letrina a dichos animales.
Las fresas salvajes son un ejemplo de cómo las futuras plantas «autostopistas» atraen a los animales. Cuando las semillas de fresa son todavía jóvenes y no están en condiciones de ser plantadas, el fruto es verde, amargo y duro. Al madurar, las fresas se tornan rojas, dulces y tiernas. Este cambio de color sirve de señal de ataque a pájaros como los zorzales, que caen sobre las fresas arrancándolas y echando a volar, para acabar escupiendo o defecando las semillas.
Como es natural, las plantas portadoras de las fresas salvajes no «idearon» conscientemente atraer a los pájaros en el preciso momento, y no antes o después, en que las semillas estuviesen listas para su dispersión. En cambio, lo que hicieron fue evolucionar por selección natural. Cuanto más verdes y amargas las fresas jóvenes, menos semillas serían destruidas por los pájaros que comiesen el fruto antes de que dichas semillas estuvieran a punto; cuanto más dulce y roja la fresa en sazón, más numerosos los pájaros que desperdigarían las semillas ya maduras.
Son incontables las plantas que tienen sus frutos adaptados para ser comidos y diseminados por determinadas especies de animales. Como las fresas a los pájaros, están las bellotas adaptadas a las ardillas, los mangos a los quirópteros y algunos juncos a las hormigas. Esto está acorde con una parte de nuestra definición de domesticar plantas, al igual que lo está con la modificación genética de una planta ancestral de manera que resulte más útil para los consumidores. Mas nadie definiría en serio tal proceso evolutivo como domesticación, ya que los pájaros, los quirópteros y otros animales consumidores no cumplen la otra parte de la definición: no cultivan las plantas conscientemente. Del mismo modo, las primeras fases no intencionadas del desarrollo de cultivos a partir de plantas silvestres consistían en plantas que evolucionaban de forma que inducían a los humanos a comer y dispersar su fruto sin que todavía las cultivaran a propósito. Las letrinas humanas, como las de los aadvark, pueden haber constituido terrenos de prueba para los primeros cultivadores no conscientes.
Las letrinas son únicamente uno de los primeros lugares donde sin proponérnoslo depositamos las semillas de las plantas silvestres que ingerimos. Al recoger plantas silvestres comestibles y luego llevarlas a casa, algunas se pierden en el camino o en la vivienda. Algunos frutos se pudren y se tiran a la basura, mientras que las semillas que contienen siguen estando sanas. Al llevarnos las fresas a la boca nos tragamos inevitablemente, por ser tan diminutas, las semillas que forman parte del fruto, semillas que expulsamos luego con las heces, pero hay otras semillas que son lo bastante grandes como para poder ser escupidas por la boca. Así, nuestras escupideras y nuestros vertederos se unieron a las letrinas para formar los primeros laboratorios de investigación agrícola.
Cualquiera que fuese el «laboratorio» de tal clase en donde acabaran las semillas, éstas solían proceder de sólo ciertas especies de plantas comestibles, a saber aquéllas que preferíamos comer por un motivo u otro. El que está acostumbrado a recoger bayas, selecciona determinados frutos o arbustos. Con el tiempo, al empezar los primeros agricultores a sembrar semillas de manera consciente, sin lugar a dudas lo hacían con las de plantas que antes habían elegido recoger, aun cuando no entendieran el principio genético de que las bayas grandes contienen semillas que luego crecerán hasta convertirse en arbustos que den más bayas grandes.
Así, cuando nos adentramos en una espesura rodeados de mosquitos en un día caluroso y húmedo, no lo hacemos sólo en busca de determinado arbusto productor de fresas. Aunque sea de forma inconsciente, elegimos los arbustos que parecen más ricos en fruto, si creemos que vale la pena. ¿Cuáles son esos criterios inconscientes?
Uno es, desde luego, el tamaño. Se prefieren las bayas grandes, porque no vale la pena pasar mucho rato sólo para acabar achicharrado por el sol y acribillado por los mosquitos con el fin de obtener unos pocos frutos que no son sino bolitas diminutas. Esto aporta parte de la explicación de por qué algunas plantas cultivadas dan frutos mucho más grandes que sus antepasados silvestres. Casi todo el mundo está familiarizado con esos fresones y frambuesas de los supermercados, de tamaño gigantesco en comparación con los silvestres. Estas diferencias sólo han aparecido en siglos recientes.
En otras plantas, estas diferencias de tamaño se remontan a los mismísimos inicios de la agricultura, cuando los guisantes cultivados evolucionaron por selección humana hasta ser diez veces el peso de los silvestres. Los pequeños guisantes silvestres habían sido objeto de acopio por cazadores-recolectores durante miles de años, al igual que en la actualidad recogemos las pequeñas fresas salvajes, antes de que la recolección y cultivo preferentes de los guisantes de mayor tamaño —es decir lo que llamamos agricultura— empezara automáticamente a contribuir a incrementos del tamaño medio del guisante generación tras generación. De forma similar, las manzanas del supermercado suelen tener más de 7 cm de diámetro, mientras que las silvestres sólo tienen poco más de dos. Las panochas de maíz primitivas tienen algo más de 12 mm de largo, pero los agricultores indios mexicanos de 1500 habían logrado ya panochas de 15 cm, y algunas panochas modernas tienen 45 cm de largo.
Otra diferencia obvia entre las semillas que ahora se siembran y muchos de sus antepasados silvestres es el amargor. Algunas semillas silvestres evolucionaron a ser amargas, de mal sabor o incluso venenosas, a fin de impedir que los animales las comieran. Así, la selección natural actúa de forma opuesta en semillas y frutos. Las plantas de frutos sabrosos logran que sus semillas sean dispersadas por animales. De lo contrario, el animal masticaría también la semilla, con lo que la inutilizaría.
Las almendras constituyen un ejemplo sorprendente de cómo cambian algunas semillas amargas al ser domesticadas. La mayor parte de semillas de almendras silvestres contienen una sustancia química de intenso amargor denominada amigdalina, que, como ya hemos dicho, se descompone produciendo el venenoso cianuro. Un aperitivo de almendras amargas puede resultar letal para una persona que sea bastante tonta como para ignorar el aviso del sabor amargo. Dado que la primera etapa de la domesticación inconsciente implica la recolección de semillas para comerlas, ¿cómo demonios pudo la domesticación de almendras silvestres alcanzar esa primera etapa?
La explicación es que algunos ejemplares esporádicos de almendros contienen una mutación en un solo gene que les impide sintetizar la amarga amigdalina. Estos árboles se secan en estado silvestre sin dejar progenie alguna, porque los pájaros descubren sus semillas y se las comen. Pero algunos niños curiosos o hambrientos, hijos de los agricultores primitivos, al mordisquear plantas silvestres que hallaban, acabarían con el tiempo detectando esos almendros de frutos no amargos. (Del mismo modo, los agricultores europeos de hoy reconocen y aprecian esporádicas encinas cuyas bellotas son más dulces que amargas). Esas almendras no amargas son las únicas que los antiguos agricultores habrían plantado, en un principio de manera no intencionada, entre sus montones de desperdicios y más tarde a sabiendas en sus huertos.
En excavaciones arqueológicas en Grecia aparecen ya almendras silvestres que datan de 8000 a. C. Hacia 3000 a. C. estaban ya aclimatadas en tierras del Mediterráneo oriental. Al morir el faraón egipcio Tutankamón, hacia 1325 a. C., las almendras fueron uno de los alimentos que dejaron en su famosa tumba para alimentarle en la otra vida. Las judías «lima», las sandías, las patatas, las berenjenas y las berzas figuran entre la multitud de otros cultivos conocidos cuyos antepasados silvestres eran amargos o venenosos, cultivos de los que ejemplares esporádicos de sabor suave tienen que haber brotado cerca de las letrinas de antiguos paseantes de los campos.
Aunque el tamaño y el buen sabor son los criterios más aparentes por los que se guían los cazadores-recolectores humanos al seleccionar plantas silvestres, otras pautas son los frutos carnosos o sin pepitas, las semillas oleosas y las fibras largas. Poca o ninguna carne frutal recubre las semillas de pepinos y calabazas silvestres, pero las preferencias de los primeros agricultores seleccionaron pepinos y calabazas con más carne que pepitas. Los plátanos cultivados se seleccionaron hace mucho tiempo de forma que fuesen todo carne y nada de semillas, con lo que inspiraron a los modernos científicos agrícolas para la obtención de naranjas y uvas sin pepitas, e incluso sandías también. La eliminación de las pepitas significa un buen ejemplo de cómo la selección humana puede invertir por completo la función evolutiva original de los frutos silvestres, que en la naturaleza sirven para dispersar las semillas.
En la antigüedad, muchas plantas eran seleccionadas de manera análoga por sus frutos o semillas oleaginosas. Entre los primeros árboles frutales aclimatados en las regiones mediterráneas figura el olivo, que se cultiva desde cerca de 4000 a. C. por el aceite de su fruto. Las aceitunas cultivadas no sólo son de mayor tamaño que las silvestres, sino asimismo más oleosas. Los primitivos agricultores seleccionaron el sésamo, la mostaza, las amapolas y el lino también por sus semillas oleaginosas, mientras que los modernos expertos agrícolas han hecho lo mismo con el girasol, la herbácea Carthamus tinctorius y el algodón.
Antes de la reciente aplicación del algodón para obtener aceite, se lo utilizaba por supuesto, por su fibra, para la fabricación de tejidos. Las fibras (que se denominan hilas) son pelos que recubren la semilla del algodón, y los primeros agricultores tanto de América como del Viejo Mundo seleccionaron por separado distintas especies de algodón por sus hilas largas. En el lino y en el cáñamo, otras dos plantas que se cultivaban para obtener las fibras textiles de la antigüedad, dichas fibras salen en cambio del tallo, por lo que se seleccionaban las plantas de tallos más largos y rectos. Pensamos que la mayoría de las plantas se cultivan para la obtención de alimentos, pero el lino es uno de nuestros cultivos más antiguos (domesticado alrededor de 7000 a. C.). Suministraba la fibra de lino que continuó siendo la principal fibra textil de Europa hasta que fue suplantada por el algodón y las fibras sintéticas después de la Revolución industrial.
Hasta ahora, todos los cambios que he descrito en la evolución de las plantas silvestres hasta convertirse en cultivos implican características que los primeros agricultores podían observar de inmediato, como el tamaño, amargor, carnosidad y contenido oleoso del fruto, y la longitud de la fibra. Al cosechar aquellas plantas silvestres que poseían estas cualidades deseables en grado excepcional, los pueblos primitivos expandieron inconscientemente esas plantas, colocándolas en la vía de su aclimatación.
Pero además hubo por lo menos otros cuatro tipos de cambios importantes que no implicaron el que buscadores de bayas hiciesen selecciones aparentes. En estos casos, los recogedores de bayas ocasionaron los cambios, bien cosechando plantas disponibles mientras que otras no lo estaban por razones no aparentes, bien actuando en las plantas para variar las condiciones selectivas.
El primero de estos cambios afectó a los mecanismos silvestres de dispersión de semillas. Muchas plantas poseen mecanismos especializados que desperdigan las semillas (y con ello impiden que los humanos las recolecten de modo eficiente). Solamente se habrían cosechado aquellas semillas mutantes que careciesen de esos mecanismos, convirtiéndose así en progenitoras de los cultivos.
Un ejemplo claro son los guisantes, cuyas semillas (los guisantes que comemos) vienen envueltas en una vaina. Los guisantes silvestres han de salir de la vaina para poder germinar. Para lograrlo, las plantas de guisantes desarrollaron un gen que hace que la vaina explote, lanzando los guisantes al suelo. Las vainas de eventuales guisantes mutantes no explotan. En condiciones silvestres, los guisantes mutantes se secarían encerrados en las vainas de sus plantas progenitoras, y sólo las vainas que estallasen transmitirían sus genes. Pero, a la inversa, las únicas vainas disponibles para el cultivo humano serían las que permanecen en la planta sin abrirse. Así, una vez que los humanos comenzaron a recoger guisantes silvestres como alimento, se produjo la selección inmediata de ese gen mutante especial. Para las lentejas, el lino y las amapolas se seleccionaron parecidos mutantes sin apertura espontánea.
En lugar de estar encerradas en una vaina de apertura brusca, el trigo y la cebada silvestres crecen en la parte superior de un tallo que se rompe espontáneamente lanzando las semillas al suelo, en donde pueden germinar. Una mutación genética particular impide que los tallos se hagan pedazos. En condiciones naturales esa mutación sería letal para la planta, pues las semillas permanecerían colgadas incapaces de germinar y echar raíces. Pero esas semillas mutantes habrían sido las que esperaran en el tallo a beneficio de su recolección y consumo por individuos humanos. Cuando éstos plantaran luego esas semillas mutantes cosechadas, todas las semillas mutantes de la nueva generación estarían otra vez a disposición de los agricultores para su recogida y siembra, mientras que las semillas normales de esa generación caerían al suelo inutilizándose. Así, los agricultores humanos dieron a la selección natural un giro de 180º: el gen anteriormente útil se convirtió en letal, y el mutante antes letal se transformó en útil. Hace unos 10 000 años, esa selección involuntaria de tallos de trigo y cebada que no estallaran fue al parecer la primera «mejora» importante realizada por los humanos en una planta. Ese cambio señaló los comienzos de la agricultura en el Creciente Fértil.
El segundo tipo de cambio fue menos visible aún para los antiguos paseantes del campo. Para las plantas de régimen anual que crecen en áreas de clima irregular en extremo, podría resultar letal que todas las semillas brotaran rápida y simultáneamente. Si eso ocurriera, las plantitas recién germinadas podrían ser aniquiladas en su totalidad por una sola sequía o helada, sin que quedasen semillas para propagar la especie. De ahí el que muchas plantas de ciclo anual hayan desarrollado alternativas compensatorias por medio de inhibidores de germinación, que hacen que las semillas estén al principio aletargadas y aplacen su germinación durante varios años. De ese modo, incluso si la mayoría de plantas jóvenes mueren a causa de un ataque de condiciones climatológicas adversas, quedan en conserva algunas semillas para germinar más adelante.
Una adaptación de alternativa compensatoria muy común por la que las plantas logran ese resultado consiste en encerrar sus semillas en una robusta carcasa o armazón. Entre la multitud de plantas silvestres con tales adaptaciones tenemos el trigo, la cebada, los guisantes, el lino y el girasol. En tanto que tales semillas de brote tardío siguen teniendo la facultad de germinar en condiciones silvestres, considérese lo que ha de haber sucedido al desarrollarse la agricultura. Los primitivos agricultores habrían descubierto por medio de repetidos intentos, algunos fallidos, que podían obtener rendimientos más elevados labrando y regando el terreno para luego sembrar semillas. Con ello, las semillas que brotaban de inmediato crecían hasta convertirse en plantas cuyas semillas se recogían y sembraban al año siguiente. Pero muchas de las semillas silvestres no brotaban al momento y no daban cosecha alguna.
Entre las plantas silvestres, algunos ejemplares mutantes esporádicos carecían de robustas carcasas de semillas u otros inhibidores de la germinación. Tales mutantes brotaban todos sin demora y daban semillas mutantes de cosecha. Los primeros agricultores no habrían percibido la diferencia de la misma forma en que sí observaban y cultivaban selectivamente bayas grandes. El ciclo siembra / crecimiento / cosecha / siembra, en cambio, habría realizado inmediata e inconscientemente la selección de mutantes. Al igual que los cambios en los sistemas de dispersión de semillas, estos cambios en la inhibición de la germinación son característicos del trigo, la cebada, los guisantes y otros muchos cultivos en comparación con sus antepasados silvestres.
El último tipo de cambio importante imperceptible por los primeros agricultores implicaba la reproducción de la planta. Un problema general en el desarrollo de un cultivo es que los tipos esporádicos de plantas mutantes son más útiles para los humanos (por ejemplo, debido al mayor tamaño o menor amargor de las semillas) que los tipos normales. Si esos mutantes deseables procedieran a entremezclarse con plantas normales, la mutación se desvanecería o perdería al momento. ¿Bajo qué circunstancias permaneció en conserva para los primeros agricultores?
En plantas que se reproducen a sí mismas, el mutante se conservaría de manera automática. Esto es cierto para plantas que se reproducen de modo vegetativo (a partir de un tubérculo o raíz de la planta madre), o especies hermafroditas capaces de autofertilizarse. Pero la inmensa mayoría de plantas silvestres no se reproducen de esa forma. Son, bien hermafroditas incapaces de autofertilizarse que se ven obligadas a aparearse con otras hermafroditas (la parte masculina de una fertiliza la parte femenina de otra, y viceversa), bien se trata de plantas de características sexuales claramente definidas —masculinas o femeninas— como las de todos los mamíferos normales. Las primeras se denominan hermafroditas autoincompatibles; las segundas, especies dioicas. Ambas representaron malas novedades para los agricultores primitivos, que podrían con ellas haber perdido mutantes favorables sin entender el porqué.
La solución implicaba otro tipo de cambio invisible. Numerosas mutaciones de plantas afectan al propio sistema reproductor. Algunos tipos mutantes dieron frutos incluso sin necesidad de polinización. Así es como aparecieron nuestros plátanos, uvas, naranjas y pomelos sin semillas. Algunos mutantes hermafroditas perdieron su autoincompatibilidad y fueron capaces de fertilizarse a sí mismos; proceso que ejemplifican muchos árboles frutales como el ciruelo, el melocotonero, el manzano, el albaricoquero y el cerezo. Algunas uvas mutantes que normalmente habrían consistido en plantas de sexo masculino o femenino por separado, se convirtieron asimismo en hermafroditas autofertilizantes. Por todos estos motivos, los antiguos agricultores, que no entendían la biología reproductiva de las plantas, acababan no obstante logrando cultivos útiles que se desarrollaban bien y valía la pena volver a plantar, en lugar de mutantes de inicios esperanzadores cuya progenie sin valor estaba destinada al olvido.
Así, los agricultores realizaban su selección entre varias plantas basándose no sólo en cualidades perceptibles como el tamaño y el sabor, sino también según características imperceptibles como los mecanismos de diseminación, la germinación inhibida y la biología reproductiva. En consecuencia, se seleccionaban plantas diferentes por rasgos distintos e incluso opuestos. Algunas (como los girasoles) eran elegidas por sus semillas mucho más grandes, en tanto que otras (como los plátanos) se escogían por sus semillas diminutas o incluso inexistentes. La lechuga se seleccionaba por la lozanía de sus hojas sin tener en cuenta la semilla o fruto; el trigo y el girasol, por sus semillas sin preocuparse de las hojas, y las cucurbitáceas, por su fruto sin que tampoco importaran las hojas. Son especialmente instructivos algunos casos en los que una sola especie de planta fue seleccionada varias veces a efectos distintos dando así lugar a cultivos de muy diferente aspecto. La remolacha, que se cultivaba ya en la antigua Babilonia por sus hojas (como la variante moderna denominada cardo), se cosechó más adelante por su raíz comestible y finalmente (en el siglo XVIII) por su contenido en azúcar (remolacha azucarera). Las verduras ancestrales, que es posible que fueran cultivadas en un principio por sus semillas oleaginosas, experimentaron una diversificación aún mayor al ser objeto de varias selecciones según sus hojas (como los repollos y coles modernos), tallos (colinabo), brotes (coles de Bruselas) o retoños florales (coliflor y brócoli).
Hasta ahora nos hemos ocupado de transformaciones de plantas silvestres en cultivos como resultas de selecciones realizadas, consciente o inconscientemente, por agricultores. Es decir, los agricultores seleccionaban en un principio semillas de ciertos tipos de plantas silvestres para llevarlas a sus huertos, eligiendo luego todos los años determinadas semillas de la progenie a fin de cultivarlas en el huerto del año siguiente. Pero gran parte de la transformación se efectuó asimismo por autoselección de las plantas. La frase «selección natural» de Darwin se refiere a ciertas plantas de determinada especie que sobreviven mejor o se reproducen con más facilidad, o ambas cosas a la vez, que competidoras de la misma especie en condiciones naturales. En efecto, los procesos naturales de supervivencia y reproducción diferenciales realizan la selección. Si cambian las condiciones, puede ser que con ello tipos diferentes de una especie sean capaces de sobrevivir o reproducirse mejor, siendo así «seleccionados por la naturaleza», con el resultado de que la población de esa especie experimenta un cambio evolutivo. Un ejemplo clásico es la aparición del melanismo industrial en las mariposas nocturnas de Gran Bretaña: tipos más oscuros de estas mariposas se fueron haciendo más comunes que las más pálidas conforme el ambiente se iba haciendo más sucio en el siglo XIX, porque las mariposas nocturnas de color oscuro que descansaran en un árbol lleno de suciedad tenían más probabilidades de escapar de los predadores que aquéllas cuyo color pálido contrastaba con el polvo negro.
Casi en tan gran medida como la revolución industrial alteró el ambiente para las mariposas nocturnas, la agricultura lo cambió para las plantas. Un huerto bien labrado, abonado, regado y depurado de malas hierbas supone condiciones de desarrollo muy distintas de las que se dan en una ladera seca y sin abonar. Muchos de los cambios de las plantas en adaptación fueron resultado de esos cambios de condiciones, y, con ello, en los tipos favorecidos de especies. Por ejemplo, si un campesino siembra semillas con demasiada profusión en un huerto, habrá una intensa competencia entre las semillas. Las grandes, que podrán aprovecharse de las buenas condiciones para desarrollarse con rapidez, se encontrarán ahora en ventaja sobre las semillas pequeñas a las que con anterioridad favorecía crecer en laderas secas no fertilizadas donde las semillas estaban más dispersas y la competencia era menos intensa. Tal incremento de competencia entre las propias plantas supuso una contribución de gran importancia al mayor tamaño de la semilla y a otros muchos cambios que aparecieron durante la transformación de plantas silvestres en cultivos antiguos.
¿Qué es lo que más cuenta con respecto a las enormes diferencias de facilidad de adaptación entre plantas, de tal forma que algunas se aclimataron en épocas primitivas, otras no lo fueron hasta la Edad Media, y todavía hay algunas que se han demostrado inmunes a todas nuestras actividades? Podemos hallar muchas de las respuestas examinando la secuencia tan bien establecida en que varios cultivos se desarrollaron en el Creciente Fértil del Asia suroccidental.
Vemos que los primeros cultivos del Creciente Fértil, como el trigo y la cebada y los guisantes aclimatados hace unos 10 000 años, derivaban de antepasados silvestres que ofrecían muchas ventajas. Eran ya comestibles y proporcionaban elevados rendimientos en estado silvestre. Eran de cultivo fácil: bastaba con sembrarlos o plantarlos. Crecían rápido y podían ser cosechados a los pocos meses de la siembra, lo que suponía una gran ventaja para agricultores en ciernes todavía en el límite entre cazadores nómadas y aldeanos sedentarios. Resistían mucho tiempo almacenados, al contrario que otros muchos cultivos posteriores como las fresas y las lechugas. En su mayor parte eran autopolinizadores, es decir las variedades de cultivo podían polinizarse a sí mismas y transmitir inalterados sus propios genes idóneos, en lugar de tener que recurrir a apareamientos híbridos con otras variedades menos útiles para los humanos. Por último, sus antepasados silvestres requerían muy pocos cambios genéticos para convertirse en cultivos. Por ejemplo, en el trigo, sólo las mutaciones para que los tallos no se despedazaran y para germinación uniforme y rápida.
Otra etapa siguiente de la evolución de los cultivos fue la relativa a los primeros árboles frutales, adaptados hacia 4000 a. C. Daban aceitunas, higos, dátiles, granadas y uvas. En comparación con los cereales y las legumbres, tenían el inconveniente de no comenzar a producir alimento hasta por lo menos tres años después de su plantación, y no alcanzar su pleno rendimiento hasta después de diez largos años. Por ello, el cultivo de estos árboles sólo era posible para gentes que ya hubiesen adoptado por completo la vida sedentaria de la aldea. No obstante, estos primitivos árboles frutales eran todavía los de más fácil cultivo entre su clase. A diferencia de adaptaciones más tardías de árboles, podían obtenerse directamente plantando esquejes o incluso semillas. Los esquejes tienen la ventaja de que una vez que los primitivos agricultores habían descubierto o desarrollado un árbol de buen rendimiento, podían estar seguros de que todos sus descendientes seguirían siendo de características idénticas.
Un tercer paso era el de los árboles frutales que habían demostrado ser mucho más difíciles de cultivar, como los de manzanas, peras, ciruelas y cerezas. Estos árboles no pueden cultivarse a partir de esquejes. Es asimismo inútil tratar de cultivarlos a partir de semillas, puesto que el brote de un solo árbol aislado de esas especies es muy inseguro y casi todos dan frutos sin valor. En cambio, tales árboles han de ser cultivados por la difícil técnica del injerto, desarrollada en China mucho tiempo después de los albores de la agricultura. El injerto es una tarea difícil incluso una vez conocido el concepto, puesto que ese propio concepto sólo pudo ser descubierto después de una experimentación muy concienzuda. La invención del injerto distaba mucho del simple hecho de que una nómada se aliviara en una letrina y al regresar más adelante se viese agradablemente sorprendida por la hermosa cosecha de fruta resultante.
Muchos de estos árboles frutales de etapas tardías planteaban otro problema por ser sus progenitores silvestres lo opuesto a la autopolinización. Tenían que ser cruzados con otra planta que perteneciera a una variedad genéticamente distinta de su especie. De aquí que los primitivos agricultores, bien tenían que hallar árboles mutantes que no necesitasen la polinización cruzada, bien debían plantar variedades genéticamente distintas o de sexo diferenciado masculino o femenino, cercanos éstos en el mismo huerto. Todos estos problemas retrasaron la domesticación de manzanas, peras, ciruelas y cerezas hasta los tiempos clásicos. Casi al mismo tiempo, sin embargo, surgió otro grupo de adaptaciones tardías con mucho menos esfuerzo, en forma de plantas silvestres que habían arraigado en un principio como maleza espontánea en campos de cultivos determinados. Entre los cultivos que surgieron como matojos espontáneos figuran el centeno y la avena, los nabos y los rábanos, las remolachas y los puerros, y la lechuga.
Aunque la secuencia detallada que acabo de exponer se refiere al Creciente Fértil, también en otras partes del mundo aparecieron procesos similares. El trigo y la cebada del Creciente Fértil son, en particular, ejemplo del tipo de cultivos que se denominan cereales o grano (pertenecientes a la familia de las herbáceas), mientras que los guisantes y las lentejas de la misma región son ejemplo de legumbres (de la familia de las leguminosas, que incluye también las judías). Los cereales tienen las ventajas de ser de crecimiento rápido, de alto contenido en carbohidratos y de ofrecer un rendimiento de una tonelada de alimento comestible por hectárea cultivada. En consecuencia, los cereales de hoy significan más de la mitad de las calorías del consumo humano y constituyen cinco de los 12 tipos de cultivo más importantes del mundo moderno (trigo, maíz, arroz, cebada y centeno). Algunos cereales son bajos en proteínas, pero este déficit lo compensan las legumbres, que contienen a menudo un 25 por 100 de proteínas (el 38 por 100 en el caso de las semillas de soja). Los cereales y las legumbres en conjunto aportan, por lo tanto, muchos de los ingredientes de una dieta equilibrada.
Tal como se resume en la Tabla 7.1, la adaptación al cultivo de combinaciones de cereales y leguminosas propias de muchas regiones puso en marcha en ellas la producción de alimentos. Los ejemplos más conocidos son la combinación de trigo y cebada con guisantes y lentejas en el Creciente Fértil, la combinación de maíz con varias especies de judías o frijoles en Mesoamérica, y la de arroz y mijo con soja y otras judías en China. Menos conocidas son la combinación, en África, de centeno, arroz africano y mijo perlado con la especie de alubia Vigna sinensis y el cacahuete, y en los Andes, la de quinua (grano no cerealístico) con varias especies de judías.
TABLA 7.1. Ejemplo de primitivos tipos de cultivo importante en el mundo antiguo | |||||
Zona | Tipo de cultivo | ||||
Cereales, otras herbáceas | Leguminosas | Fibra | Raíces, tubérculos | Cucurbitáceas | |
Creciente Fértil | Trigo escanda, trigo esprilla, cebada | Guisante, lenteja, garbanzo | lino | — | melón |
China | panizo, mijo, arroz | soja, adzuki, mung | cáñamo | — | [melón] |
Mesoamérica | maíz | judía común, judía terapy, judía escarlata | algodón (G. hirsutum), yuca agave | jicama | calabazas (C. pepo, etc.) |
Los Andes, Amazonia | Quinua, [maíz] | judía lima, judía común, cacahuete | Algodón (G. barbadense) | mandioca, batata, patata, oca | calabazas (C. maxima, etc.) |
África occidental y Sahel | sorgo, mijo perlado, arroz africano | Vigna sinensis, Apios tuberosa | algodón (G. herbaceum) | ñames africanos | sandía, calabaza de peregrino |
India | [trigo, cebada, arroz, sorgo, mijos | Dolichos lablab, gram negra, gram verde | algodón (G. arboreum), lino | — | pepino |
Etiopía | teff, mijo, [trigo, cebada] | [guisante, lenteja] | [lino] | — | — |
Este de EEUU | hierba de mayo, cebada, hierba nudosa, Chenopodium | — | — | Heliantus tuberosus | calabazas (C. pepo, etc.) |
Nueva Guinea | caña de azucar | — | — | ñames, taro | — |
La tabla incluye los principales cultivos, de cinco tipos de cultivos, de primitivos escenarios agrícolas de distintas partes del mundo. Los corchetes indican nombres de cultivos que fueron aclimatados por primera vez en otro lugar; los nombres encerrados entre corchetes designan especies aclimatadas locales. Se omiten los cultivos que llegaron o adquirieron importancia más tarde, como la banana en África, el maíz y las judías en el este de EEUU y la batata en Nueva Guinea. Los algodones son cuatro especies del género Gossypum, cada una de ellas originaria de una parte determinada del mundo; las calabazas son cinco especies del género Cucurbita. Téngase en cuenta que los cereales, las leguminosas y las fibras iniciaron la agricultura en la mayoría de las zona, pero que los cultivos de raíces y tubérculos y las cucurbitáceas fueron importantes desde los primeros momentos sólo en algunas zonas.
La Tabla 7.1 muestra asimismo que la temprana adaptación del lino a fibra en el Creciente Fértil fue coincidente en otras zonas. El cáñamo, cuatro especies de algodón, la yuca y la pita facilitaron de diversas formas fibras para cordajes y vestimentas en China, Mesoamérica, India, Etiopía, África subsahariana y América del Sur, con el complemento, en varias de esas regiones, de lana de animales domésticos. Entre los primeros centros de producción alimentaria, sólo el este de Estados Unidos y Nueva Guinea no disponían de fibra.
Junto a estos paralelismos, existían por otro lado importantes diferencias entre los métodos de producción alimentaria del mundo. Una es que la agricultura en gran parte del Viejo Mundo llegó a consistir en siembras a voleo y monocultivos, y con el tiempo, en campos arados. Es decir, las semillas se lanzaban a puñados, lo que daba lugar a que todo un campo se dedicara a un solo cultivo. Una vez que se domesticaron los bueyes, los caballos y otros mamíferos grandes, se los uncía a arados, y los campos eran labrados con ayuda de estos animales. En el Nuevo Mundo, sin embargo, no se llegó a domesticar ningún animal que pudiera ser uncido a un arado, por lo que los campos eran siempre labrados a mano por medio de palos o azadones, y las semillas se plantaban una a una a mano y no se diseminaban a puñados. La mayor parte de los campos del Nuevo Mundo se convirtieron así en huertos mixtos de varios cultivos que se plantaban unos junto a otros, sin monocultivos.
Las principales fuentes de calorías y carbohidratos constituían otra diferencia importante entre organizaciones agrícolas. Como hemos observado, en muchas áreas aquéllas consistían en cereales. En cambio, la función de los cereales fue asumida o compartida por raíces y tubérculos, que en la antigüedad eran de muy poca significación en el Creciente Fértil y en China. La mandioca y la batata se convirtieron en alimentos básicos en la América del Sur tropical, la patata y la oca en los Andes, los ñames en África, y los ñames indopacíficos y el taro en Asia suroriental y Nueva Guinea. Los cultivos arbóreos, en especial el banano y el árbol del pan, suministraban también alimentos básicos ricos en carbohidratos en Asia suroriental y Nueva Guinea.
Vemos así que hacia los tiempos de la antigua Roma, casi todos los cultivos más destacados de nuestros días eran ya cosechados en alguna parte del mundo. Como veremos asimismo al tratar de los animales domésticos (capítulo 9), los primitivos cazadores-recolectores estaban íntimamente familiarizados con las plantas silvestres de sus respectivas zonas, y es evidente que los agricultores primitivos descubrieron y adaptaron todas aquéllas que valían la pena. Por supuesto, los monjes de la Edad Media empezaron a cultivar fresas y frambuesas, y los expertos agrícolas modernos siguen mejorando los cultivos antiguos y han aportado otros de menor importancia, en especial algunas bayas (como vaccinios, arándanos y kiwis) y frutos secos (macadamias, pacanas y anacardos). Mas estos pocos cultivos nuevos siguen siendo de poca importancia en comparación con primitivos alimentos básicos como el trigo, el maíz y el arroz.
Pero todavía faltan en nuestra lista de triunfos algunas plantas que, a pesar de su valor alimenticio, nunca han podido ser aclimatadas. Entre estos fallos son destacables las encinas, cuyas bellotas constituían el alimento básico de los indígenas de California y del este de Estados Unidos, así como el sustento de reserva de agricultores europeos en tiempos de hambre o mala cosecha. Las bellotas son valiosas desde el punto de vista de la nutrición, por su riqueza en almidón y grasa vegetal. Al igual que otros muchos alimentos silvestres, que por lo demás son comestibles, casi todas las bellotas contienen taninos muy amargos, pero los aficionados a las bellotas han aprendido a tratar los taninos del mismo modo que lo hacían con las sustancias químicas amargas de las almendras y de otras plantas silvestres: bien moliendo y lavando las bellotas para eliminar los taninos, bien cultivando bellotas de mutantes esporádicos de encina de bajo contenido en taninos.
¿Por qué no hemos logrado adaptar una fuente tan valiosa de alimentación como las bellotas? ¿Por qué tardamos tanto en aclimatar fresas y frambuesas? ¿Qué es lo que sucede con aquellas plantas que se resistieron a su domesticación por primitivos agricultores capaces de dominar técnicas tan difíciles como el injerto?
Sucede que las encinas presentan tres rasgos desfavorables. Primero, su crecimiento lento agotaría la paciencia de casi todos los agricultores. La siembra del trigo produce una cosecha en pocos meses; la plantación de una almendra la transforma en un árbol con frutos en tres o cuatro años; pero una bellota plantada puede no resultar productiva en un decenio o más. Segundo, las encinas evolucionaron para dar un fruto seco de tamaño y sabor adecuados para las ardillas, a las que todos hemos visto enterrar bellotas para luego cavar y comérselas. Las encinas crecen a partir de las bellotas que de vez en cuando las ardillas olvidan desenterrar. Con miles de millones de ardillas diseminando cientos de bellotas todos los años por casi todos los bosques adecuados para las encinas, nosotros, los humanos, no hemos tenido la oportunidad de seleccionar encinas para las bellotas que nos gustan. Los mismos problemas de crecimiento lento y ardillas rápidas pueden explicar asimismo por qué las hayas y el nogal duro, muy explotados como árboles silvestres por europeos y americanos autóctonos, respectivamente, no fueron también domesticados.
Por último, quizá la diferencia más importante entre las almendras y las bellotas sea que el amargor es controlado por un solo gen dominante en las almendras, pero parece que lo es por muchos genes en las bellotas. Si los agricultores primitivos plantaron almendras o bellotas a partir de mutantes ocasionales no amargos, las leyes de la genética hicieron que la mitad de los frutos del árbol resultante fuesen asimismo no amargos en el caso de los almendros, pero casi todos seguirían siendo amargos en el caso de las encinas. Sólo esto acabaría con el entusiasmo de cualquier bellotero en ciernes que, después de habérselas con las ardillas, lograra no haber perdido la paciencia.
Por lo que atañe a fresas y frambuesas, nos encontrábamos con problemas parecidos de competencia con los zorzales y otros pájaros adictos a las bayas. Es verdad, los romanos sí extendían fresas salvajes por sus huertos. Pero con miles de millones de zorzales europeos defecando semillas de fresa salvaje por todas partes (por supuesto, también en los huertos romanos), las fresas seguían siendo las pequeñas bayas que gustaban a los zorzales, no las grandes que desean los humanos. Sólo con el reciente descubrimiento de redes protectoras e invernaderos pudimos infligir una derrota definitiva a los zorzales, para volver a diseñar las fresas y las frambuesas de acuerdo con nuestros propios gustos.
Así pues, hemos visto que la diferencia entre los gigantescos fresones de supermercado y las pequeñas fresas salvajes significa sólo un ejemplo de los variados rasgos que distinguen a las plantas cultivadas de sus antepasados silvestres. Esas diferencias surgieron inicialmente de variaciones naturales entre las propias plantas silvestres. Algunas, como la variación de tamaño en la fresa y de amargor en el fruto seco, habrían sido detectadas de inmediato por los agricultores primitivos. Otra variación, como la de los mecanismos de dispersión de semillas o su aletargamiento, habría permanecido oculta a los humanos hasta la aparición de la botánica moderna. Pero tanto si la selección de plantas silvestres comestibles por agricultores antiguos se atuvo a criterios conscientes como si no fue así, la evolución resultante de plantas silvestres hasta convertirse en cultivos fue en un principio un proceso no consciente. Fue consecuencia inevitable de nuestra selección de tipos de plantas silvestres, y de la competencia entre plantas que en los huertos favorecían tipos distintos de los predominantes en la naturaleza.
Ésa es la razón por la que Darwin, en su obra El origen de las especies, no empezó con un relato de la selección natural. En cambio, su primer capítulo es una exposición pormenorizada de cómo nuestras plantas y animales domésticos derivaron de una selección artificial por los humanos. En lugar de hablar de las aves de las islas Galápagos con que habitualmente le relacionamos, Darwin empezó por explicar ¡cómo los agricultores desarrollan variedades de uva espina! Escribió: «He visto expresar gran sorpresa en las obras de horticultura ante la maravillosa pericia de los horticultores que han logrado resultados tan espléndidos a partir de materiales tan escasos; pero el arte ha sido sencillo, y por lo que concierne al resultado final, se ha producido de manera casi inconsciente. Ha consistido siempre en cultivar la variedad más conocida, sembrar sus semillas y, al aparecer por casualidad alguna variedad mejor, seleccionarla, y así sucesivamente». Estos principios de desarrollo de cultivos por selección artificial continúan siendo nuestro modelo más inteligible del origen de las especies por selección natural.