17.- La pista de Gaunt
17
LA PISTA DE GAUNT
… Creo que no habrá dejado de notarlo —continuó Gaunt después de un momento. Bajó la cabeza y miró a Francis de hito en hito—. Supongo que le habrá preocupado terriblemente. ¿Es así?
Hubo tal simplicidad en la mirada de Francis, que, a juicio, del americano, pareció francamente absurda, irritante. Tales revelaciones suelen llegar a lo más recóndito de una conciencia. Francis, después de oírlas, pareció avejentado y abatido.
—Sí —replicó en voz baja—. Y lo peor de todo… es que tenía que ser yo el culpable.
El rumor de la cascada se iba distanciando, las aguas murmuraban en el foso, mientras el ruido de la marea lo dominaba todo. Una petulante corneja graznaba en su vuelo al hogar. Todas las hojas secas caían y se diseminaban; así las palabras y acciones del joven, juguetes del viento como el frágil follaje.
—De todas las cosas del mundo —siguió diciendo Gaunt—, la que usted más detesta es la fatuidad, la suficiencia, la conciencia de sí mismo, aun cuando usted disputa a todos esa clase de conciencia. Esta es la causa real por la que detesta a Kestevan y gusta de hostilizarle. ¡Le encuentra usted tan seguro, tan pagado de sí mismo! En usted hay todo lo contrario: duda, incertidumbre, desconfianza. ¡Mire allí! —y extendió el brazo hacia la mole inconmovible de Bowstring—. Usted quisiera ser como eso: estandarte de batalla. Y el no serlo le aplasta.
Francis observó silencioso la dirección de la mano.
—Ya presentía algo de eso —dijo, después de una pausa—. Sabía que era un fracasado. Sólo deseaba no ser un crim…
—Y ésa fue también la causa —prosiguió, severo, Gaunt— por la cual odiaba a lady Rayle, por sus análisis de sí misma y de los demás. Siempre le inspiraba espanto lo que podía encontrar dentro de su propio corazón. Todo lo retorcía y configuraba a la hechura de lo que más temía ser —Gaunt no elevaba la voz, pero había en sus palabras una especie de furia reprimida y piadosa—. Tiene usted imaginación, criterio y simpatía; posee la materia que impulsa las grandes cosas, pero juzga esas dotes como una debilidad… ¡Hombre, hombre, alerta! ¡Mire a la verdad y repudie esos desvarios antes que le destruyan la vida!
Francis le escuchaba con curiosidad.
—¿Luego —musitó— ha descubierto cómo se forjó la trama?
—Conozco a cierta persona que incitó su imaginación a planear este crimen. Usted mismo lo vio con una especie de horror, aun cuando lo ha estado planeando. Usted mismo lo pronosticó, en su debilidad, insistiendo sin cesar en que era ligeramente loco. Entonces, un padre que le corta el camino es asesinado; en su cuello se anuda una cuerda perteneciente a usted, en concepto general, cuyos antecedentes se asociaban a una mente desequilibrada.
Gaunt detúvose vacilante; sus ojos se nublaron de pesar.
—Al mismo tiempo…, perdone la alusión…, una joven da un traspié, y todo el castillo sabe que usted amaba a Doris Mundo. La muchacha muere por obra de la demencia, como si el genio del mal, vuestro Hyde, se hubiera desprendido de su Jekyll para siempre. Corte por lo sano, señor. No le hará mal. Probablemente, usted ha pensado en las mismas cuestiones. Por último, la persona a la cual usted odiaba realmente, que se erguía entre usted y el dominio, es muerta a tiros. Lady Rayle ha sido eliminada con su automática, la única de su tipo en el castillo. ¿Percibe ahora la sutileza, el ardid demoníaco de poner el arma en una prenda de Saunders? El criminal se ha forjado este razonamiento: es incuestionable que el arma pertenece a Frank Steyne. Este criminal, empero, no realiza sus tretas para la Policía local, representada por el inspector, sino que trabaja para cerebros tan astutos como el suyo; y, sobre todas las cosas, sabe que John Gaunt no es ningún asno. Por tanto, nunca ocultará el arma en un lugar evidente, como su cuarto, por ejemplo. Sólo un estúpido haría eso. Tampoco sería eficiente si la arrojara a un pozo…; la pérdida de un arma no había de llevar en sí necesariamente sospechas contra usted. El tercer recurso de utilizar el cuarto de otro huésped sería poco práctico. He hablado con sir George y me ha dicho que entre ustedes discutieron este asunto; un hombre inocente definiría al punto la situación; especialmente desde que hay consigna de vigilar, daría cuenta del descubrimiento y sería creído. ¡Pero el abrigo de Saunders, el abrigo del criado leal! ¿Quién sino usted habría pensado en ocultarlo allí? Él nunca le descubriría. Y cuando fuera encontrada, como el malhechor esperaba que lo sería, nadie sospechará de Saunders. Inevitablemente, todo el mundo recelará de usted. Este es el último detalle de sutil y espantosa trama.
Hacia Oriente, el mar revestíase de púrpura con el ocaso. Francis volvióse para mirarle un momento. Cuando se volvió, su rostro, nuevamente tranquilo, reflejaba algo así como una mayor vitalidad.
—¡Gracias! —dijo—. ¡Gracias de nuevo, míster Gaunt! Como ve, estoy indefenso… No tengo coartada alguna, ninguna justificación.
—En medio de todo, ha tenido suerte. No quiero decir que el criminal haya tramado todo esto de antemano para hacerlo ahorcar por un crimen premeditado. No, no; creo que puedo demostrar lo contrario. Pero cuando las circunstancias forzaron al malhechor, viose obligado a recurrir a usted para salvarse. Fue planeado mientras corría… y la suerte le ayudó.
—¿Y ahora?…
—Me inclino a creer que ha ido demasiado lejos. Juegos, señor, juegos. Esta noche los tendremos de nuevo. Usted apaga las luces y grita, o algo parecido…
Francis se echó el sombrero sobre los ojos.
—Todo el día hablamos de juegos y, al parecer, vamos a seguir. Cambie el tema… Pero ¿a qué clase de juegos alude?
—Presumo que volveremos a jugar a Hunt the Slipper —replicó el detective—. Si mis presunciones son exactas, el criminal tendrá esta noche un especial interés en esconder la pantufla… Echemos un vistazo a la laguna antes que se ponga el sol.
Dio unos pasos a uno y otro lado, divertido con la belleza rústica del sendero.
—No sé bien de qué está hablando, pero, ¡oh Dios!, me siento otro —dijo Francis, echándose atrás el sombrero con gesto animoso—. Doblemos a la derecha, míster Gaunt. Por allí… Pero ¿cree de veras que podremos echar mano al criminal esta noche?
—Sí…, con la ayuda de usted —Gaunt titubeó—. Mi plan es algo complicado; tal vez fracase, pero es la única pista cierta. Si esta trama no hubiera sido dirigida contra usted, me habría sido imposible descubrir la menor cosa.
Llegaron al espacio despejado de una loma, donde permanecieron en silencio. Una laguna suave se extendía entre macizos de hayas, y hacia el Oeste, sobre las colinas ondulantes, sicómoros achaparrados erguían sus siluetas sobre el poniente. Gaunt se detuvo junto a un puente rústico, sobre el cual se destacaba su arrogante figura. Con su marcial bigote y patillas recortadas, Tairlaine lo comparó a uno de los realistas de las guerras cromwellianas, en contemplación del lago, donde yacía la caballería acuchillada. Francis arrojó una piedra y las aguas se rizaron con arrugas circulares, que se fueron extendiendo con un color rojo subido.
Francis preguntó:
—Entonces, ¿sabe usted quién es la persona que habrá de ir a la horca?
—Ahora mismo le voy a dar instrucciones de lo que habrá de hacer —dijo Gaunt como si no hubiera oído—. El inspector Tape tiene las suyas y todos hemos de cooperar. Si fracasamos, nada se habrá perdido. Pero ¡esté alerta! —añadió, abandonando la contemplación del lago e incorporándose al grupo—. El hombre es un homicida de quien nunca se habría llegado a sospechar. Me pregunto si él conocería su temperamento, de no haberlo empujado la necesidad. Ahora empieza a mostrarse inquieto, y para echarle mano debemos apelar a un golpe teatral… Los agentes de Tape han estado en guardia todo el día. Si usted sigue mi consejo, creo que podremos atraparlo antes de medianoche… Discúlpenme, señores; mis divagaciones los habrán fatigado. ¿Quieren permitirme un poco de soledad?
Golpeó la baranda del puente con el palo y pareció quedar escuchando el murmullo de la brisa.
—Como guste, señor —dijo Francis; él se volvió irresoluto—. Sólo un leve detalle más: ¿queda algo importante por hacer?
—Eso lo sabrá luego. Para mí sólo queda rondar por la sala de armas.
Los dos abandonaron la loma y lo dejaron solo, apoyado en su bastón, con la cabeza inclinada. Ya a lo lejos, Tairlaine se volvió y vio a Gaunt inmóvil, junto a la orilla, donde las aguas rizosas espejeaban con lúgubre color de sangre.
* * *
El castillo estaba en tal reposo que Tairlaine pudo oír distintamente el reloj alemán de la biblioteca dar once campanadas, graves, lentas, solemnes.
Tairlaine pensaba: «Esta situación es por demás chocante. Sí, es ridículo que un respetable profesor de inglés de la Universidad de Harvard se vea envuelto en las tétricas derivaciones de un hecho de sangre, pero también es fantástica la conducta de un profesor que acepta la misión que ahora estoy desempeñando». A las once menos diez salta del tibio lecho, en que se había acostado media hora antes, y se envuelve solamente en una bata. En seguida, sin encender ninguna luz, abre la puerta de su cuarto y echa a andar por un corredor singularmente propicio para contraer un reumatismo. Luego, sin más iluminación que la suministrada por la dudosa luz de la luna que penetra por las ventanas o el resplandor del fuego aún no extinguido, debe tantear el camino por la escalera. Tiene sólo una ligera idea de la disposición del castillo; pero, con todo, debe bajar la escalera, atravesar el gran salón y recorrer el pasillo hasta la biblioteca, por donde llegará al salón de los trofeos. Una vez en este salón, debe subir al balcón lateral, acurrucarse en un rincón y esperar los acontecimientos.
En esta extraña aventura, absurda antes que romántica, era aconsejable llevar buenas ropas de abrigo y dos pares de medias de lana. Pero en honor del alma emprendedora de Tairlaine, cumple decir que tirita de frío, pues ambas cosas fueron completamente olvidadas.
Retuvo el aliento mientras bajaba la escalera. No se le ocurrió pensar lo que dirían sus colegas de Cambridge si le vieran deslizarse por el gran salón, jugando como un niño a los piratas o a la caza de un malhechor, causante de muchos delitos. Pensaba sólo en las instrucciones de Gaunt. Antes del comienzo de esta aventura, justo es decirlo, se había trazado un plan determinado. Se tomaría la temperatura y anotaría cuidadosamente cualquier síntoma en las reacciones nerviosas y musculares. Con esto se procuraría el material para describir qué se siente realmente en tales circunstancias, en contraste con las descripciones de la literatura clásica. Pero, llegado el momento de la prueba, lo dio todo al olvido. El peligro superó a toda otra preocupación. Una fría corriente de aire le hizo estremecerse en su bata.
Entre las tinieblas cavernarias del gran salón, tres montones de leña ardían bajo las cenizas en la chimenea y reflejaban oscuras estrías de sombra alrededor del hogar. Las personas de la casa se habían acostado temprano esa noche, moviéndose lentamente en presencia del empresario de pompas fúnebres; mañana, la Policía cumpliría con el requisito formal del examen de los cadáveres, y pasado mañana lord y lady Rayle serían inhumados en el mausoleo de la familia, cerca del mar. La presencia de los cuerpos no era muy real, en verdad, pues estaban, embalsamados, en la sala de música, donde los habían depositado para el reconocimiento del día siguiente.
Al pasar frente a esa habitación, percibió perfume de flores. Una sensación de terror —la primera hasta entonces— le llegó hasta la médula. En la oscuridad, y ya cerca de la pared, un estremecimiento sacudió todo su cuerpo y su corazón comenzó a latir desesperadamente. Se sintió absolutamente solo. ¿Era una ilusión? Le pareció que, en alguna parte, algo se movía.
Gaunt, después de la comida, le había dado instrucciones en privado; de lo que el detective habría dicho a los demás, no tenía el menor indicio. Cuando por fin llegó a la baranda de hierro del balcón, asióse fuertemente a los barrotes con una sensación de alivio. Palpando suavemente para localizar su situación, encontró la pared en la cual estaban las ventanas, cuya resistencia habíase experimentado la noche anterior, y se acurrucó en un ángulo del balcón. Algo distante, a su derecha, estaba la primera de las ventanas, llevada a la misma altura que la baranda del balcón, según descubrió al tantear. ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Minutos, horas?… No tenía la menor idea.
El ruido de la catarata sonaba en sus oídos como el tronar del Niágara. Súbitamente, tuvo la sensación de que algo se movía en la sala. Un clic…
Tairlaine casi botó en su escondite. El ruido era tan tenue que, de no haberse producido a muy escasa distancia, habría dejado de percibirlo. El ruido procedía de la ventana más próxima, de la que daba al dormitorio de lord Rayle.
Trató de atisbar entre las tinieblas, pero nada pudo ver. A continuación, un levísimo reguero de luz: el breve haz luminoso de una linterna eléctrica, pero suficientemente claro para que sus ojos espantados pudieran ver lo que sucedía.
Alguien había abierto esta ventana desde el interior y las hojas seguían moviéndose sobre sus goznes. A tres o cuatro pies de altura, los coloreados cristales brillaron al reflejar la luz; después, la linterna se apagó. Tairlaine tenía la impresión de que alguien pasaba por la ventana, pero ningún otro ruido se lo confirmó.
Silencio…, silencio…, durante agobiadores minutos entre el rumor de la cascada. Tairlaine creyóse, al fin de su resistencia, bajo el terrible peso de la duda. Latiéndole el corazón como un tambor, intentó incorporarse. Aun temiendo ser descubierto por la luz, forzó sus piernas casi insensibles en dirección a la ventana. Su mano tocó allí, pero echóse atrás al punto; nuevamente había visto la luz.
El hombre de la linterna se movía en el cuarto de lord Rayle sin producir el menor rumor. Perdida la noción de tiempo y lugar, el americano avanzó más… Otro esfuerzo y vio el interior. Quienquiera que fuese, el hombre revolvía cosas en el cuarto ropero. De espaldas a la ventana, Tairlaine no alcanzó a ver sus rasgos, ni a determinar su estatura y su corpulencia. Sólo pudo ver que había descolgado uno de los vestidos blancos y rebuscaba afanoso en los bolsillos. No emitió ningún sonido, pero tuvo una contracción que tanto revelaba alivio como triunfo; en uno de los bolsillos había encontrado un trozo de papel y lo examinaba a la luz de la linterna. Luego colgó el hábito y apagó la luz. Mas antes de extinguirla se aproximó a la ventana. Tairlaine retrocedió, por puro instinto. Si el intruso iba a salir por el balcón, probablemente tomaría el camino de la sala de armas. Y si Tairlaine permanecía allí, obstruyendo el paso de la escalera…
Al percibirse un leve rechinamiento de la ventana, el americano se echó atrás, en dirección contraria. Un terror incontenible recorrió su cuerpo. Desesperadamente se asió a la baranda… No llegó a oír al hombre escalar el marco de la ventana, pero veía un hilo de luz a lo largo del balcón, moviéndose hacia la escalera.
Al llegar al piso inferior, el haz luminoso exploró los puntos contiguos, descendió hasta la sala de armas y revoloteó sobre las grandes vitrinas contiguas a una puerta y se mantuvo inmóvil sobre una de ellas, próxima a la puerta del salón y a una caja de dagas, y que tenía la puerta abierta; brillando en bruscos reflejos, la luz oscilaba dentro de la vitrina, bailando ora sobre un traje de los llamados semiarmaduras de mediados del siglo XVII, ora sobre las bragas o canilleras y las pesadas botas, cuadradas en su extremidad. Finalmente, la luz se detuvo en un yelmo de reluciente visera.
El hombre hurgaba en el interior de la vitrina inclinándose. A la deformada luz de la linterna, parecía un horrible y monstruoso insecto. La luz tanteó el fondo de un yelmo borgoñón de asedio, aumentando la impresión de espanto cuando el yelmo se abrió para recibir en su boca la mano del intruso.
—¡Atájenlo! —gritó una poderosa voz.
La resonancia del grito causó estupor en Tairlaine, produciéndole el efecto de un porrazo en la nuca. Vaciló y cayó de espaldas contra el muro, al tiempo que la sala de armas se inundaba con un mar de luz. El eco del grito persistía en el gran recinto. En el aturdimiento de la caída, Tairlaine alcanzó a ver, como a través de una bruma confusa, que el museo se llenaba de figuras uniformadas, convergentes todas hacia la vitrina de las dagas. Un instante después, el americano se encontró bajando velozmente la escalera. El inmenso insecto sólo vaciló un instante, y en seguida procedió. Desprendióse del menudo envoltorio que llevaba y huyó de la vitrina iluminada.
—¡No le pierdan de vista! —era la voz del inspector Tape—. ¡Síganle! ¡Quiere huir por…!
Prodújose un choque. Corriendo, tropezando, con la mente febril, Tairlaine se encontró fuera de la escalera en espiral; y al producirse el choque, observó los gestos del hombre de la luz. El intruso había introducido el puño en otra de las vitrinas de armas, y la muñeca había salido ensangrentada, pero con una daga sujeta entre los dedos. Después, corriendo agachado, el desconocido se precipitó hacia la puerta que daba a la biblioteca. Un policía de uniforme azul intentó cortarle el paso, pero la súbita iluminación le deslumbró. La puerta era fuertemente sacudida. Tairlaine advirtió de pronto que Francis, con una pistola automática en la mano, le rozaba el codo. Presa de incontenible furia, Francis se adelantó a todos, dando caza al fugitivo, que ya había logrado franquear la puerta.
—¡Atrás, bandido! —gritó una voz en la biblioteca.
Las luces brotaron también allí, y el intruso viose rodeado de nuevo, buscando alocado la forma de huir. Tairlaine le vio, enfurecido, junto al gran reloj alemán.
—¡Atrás! —volvió a gritar la voz—. ¡Atrás o…!
Extendió la mano que esgrimía la daga por la punta y la sangre que manaba de la muñeca desgarrada le salpicó el rostro. Sobre su cabeza, el reloj alemán, con solemne y animosa calma, comenzó a dar las doce campanadas de la medianoche.
El malhechor lanzó un rugido y la mano armada se alzó para herir. Tairlaine oyó la punta de la daga clavarse en la puerta, instantes antes que retumbara el fuego de la 45. La bala tocó al intruso en el pecho y lo lanzó contra la caja del reloj. A poco, hombre y reloj derrumbáronse, cayendo hacia adelante. Daban la impresión de luchadores rodando por el suelo, en mortal y estruendosa riña.
Por encima del ruido, Tairlaine oía la exasperada voz de Francis:
—¡Eres nuestra, bestia hedionda!… ¡Toma otra bala!… ¡y otra!… ¿Conque eras tú, Bruce Massey? ¿Tú, el criminal maldito? ¡Los diablos te lleven! ¡Muere…, muere!
Y en medio de los fogonazos y estampidos, el carillón seguía dando campanadas. Luego, en un suspiro, la cara rubicunda dio su última vuelta y cesó la marcha.