11.- Un fantasma con armadura

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UN FANTASMA CON ARMADURA

Francis tuvo a su cargo la descripción del resto de los sucesos, desde el descubrimiento del cuerpo de Doris Mundo hasta la llegada del inspector Tape. Este mostrábase irritado y francamente incrédulo. Insistía especialmente en los detalles monetarios.

—¡Diez mil libras en bonos al portador!… —nuevo retorcimiento del bigote y un amplio surco en la frente—. Es increíble, señores. ¡Si por lo menos tuviéramos los números…!

—Los tengo yo aquí —dijo Massey, abriendo su cartera. Revolvió algunos papeles y presentó al inspector una hoja en la que había anotados varios números—. Respecto al dinero en la caja fuerte, no hay nada.

—¿No recuerda a cuánto ascendería, más o menos?

—A varios centenares de libras, a mucho tirar. Era el producto de las rentas.

—Diez mil li… —refunfuñaba el inspector, asombrado por la magnitud de la suma—. Es increíble. Pero ¿para qué tener tanto dinero en casa? ¿Se puede saber?

—Compras a los anticuarios. Siempre pagaba en efectivo. En primer lugar, no gustaba de escribir cheques porque lo encontraba molesto, y en segundo lugar, porque las cuentas nunca coincidían, lo que le llevaba a la conclusión de que cada vez que extendía un cheque, el Banco trataba de robarle.

—¡Hum!… Bueno. Ahora tenemos un documento muy curioso: esa carta referente al doctor Manning. ¿Eh? Sin que ello implique ofensa para nadie… —Tape enarcó las cejas y masculló algunas palabras ininteligibles.

—Esa carta ha sido una sorpresa para todos —explicó Francis en tono indolente—. Por ella he llegado al conocimiento de que me ha excluido del testamento hasta donde legalmente pudo hacerlo. No es una novedad. Varias veces me ha desheredado y otras tantas me ha instituido heredero después. En el momento actual ignoro si estoy desheredado o no —hubo una pausa durante la cual Francis puso los guanteletes a un lado de la mesa, añadiendo—: Lo cual me tiene particularmente sin cuidado.

—Así y todo, importa que tenga una conversación con el doctor Manning. Simple formulismo, ya supondrá. Sin embargo… Disculpe, señor; tengo entendido que la verdadera beneficiaría es lady Rayle, ¿no es así?

—Así será. El futuro del cine depende de eso —dijo Francis.

—¿El futuro de…? ¿Cómo ha dicho?

—Nada, señor. Voy a beber algo. Hable con los demás, si gusta.

Francis se encaminó hacia la puerta con visible descontento, despertando la atención del policía, que no le perdió de vista hasta que hubo abandonado la biblioteca.

—Ahora, señores —anunció el inspector con soltura persuasiva—, debemos admitir que la hora es avanzada. Mi mujer se inquieta si estoy fuera hasta muy tarde. No significa esto —rectificó en seguida con actitud severa— que un miembro de la fuerza pública elude el deber cuando está de servicio, pero…, en fin, hay que atender a las damas en noches como éstas. ¿No les parece? Bien. Si el señor —dijo, dirigiéndose bruscamente a Kestevan, que dio un salto— quiere hacerme el relato de sus movimientos durante la noche, pondremos fin por hoy a los interrogatorios, ¿eh?

Kestevan se sacudió las mangas de la americana. Miró vacilante a los demás y vio los ojos vigilantes de sir George y Massey fijos en los suyos. Sin embargo, la ausencia de Francis le tenía más tranquilo.

—¡Bien! No sé nada de lo ocurrido, inspector —contestó resueltamente—. Ni el menor detalle.

—Por lo menos —insistió Tape—, ¿querrá decirme en qué empleó el tiempo hasta que le comunicaron la muerte de su señoría?

—Lo empleé, verá… Me fui al cuarto de arriba después de levantarme de la mesa, y allí… —manifestó Kestevan tratando de eludir las miradas perseguidoras y empleando un tono de sonámbulo—, y allí estuve escribiendo a mi tía Margaret. Puedo mostrar a usted la carta —añadió en tono desafiante— si le ofrezco alguna duda. Tuve la primera noticia cuando el sirviente vino a mi cuarto y me enteró de lo ocurrido. Entonces me vestí apresuradamente y vine a este salón. Es todo lo que puedo decir.

—¿No salió de su cuarto en ningún momento?

Kestevan iba a despegar los labios para una imprudente negativa, cuando se interpuso sir George.

—Ciertamente, debió de ser cuando vio usted a Doris Mundo, ¿no es así, míster Kestevan?

—Sí —dijo éste, después de una pausa y paseando su mirada perpleja desde sir George al inspector, aunque aparentemente no vio malicia alguna en la pregunta.

—Sí…, yo la vi. Vi a Doris cuando se encaminaba a los aposentos de lady Rayle. Ya declaré esto.

La arruga en la frente del inspector se hizo más profunda; se inclinó pesadamente para echar un vistazo al plano del castillo, puesto en el brazo de la silla de Gaunt.

—¡Oh, ya!… Los aposentos de lady Rayle. Pero su habitación está en el otro extremo de la casa, completamente al otro lado. ¿Cómo pudo ser que viera a Doris por allí?

—¡Oh…, no le extrañe! Me dirigía a visitar a lady Rayle un momento —respondió Kestevan, aturdido—. La visitaba a menudo para discutir…, para hablar de libros y de otras cosas.

—¡Ta, ta, ta! —rezongó el oficial en tono de repulsa; su expresión amenazadora tenía amedrentado al actor—. ¿Por qué acostumbra visitar a las señoras casadas en su gabinete muy de noche?

Kestevan parecía desconsolado.

—Pero… si… yo… no —murmuraba titubeante—. ¡Oh, con mil demonios! —fue éste el primer chispazo de naturalidad surgido de sus labios desde que habitaba el castillo. Con todo, en su explosión de rabia por no poder decir lo que hacía en la noche del crimen, tenía reminiscencias de creación teatral. A la mirada reprensiva del inspector contestó con un gesto desdeñoso.

—Luego…, ¿fue o no al cuarto de la dama?

—No; como vi a la sirvienta ir hacia allí, desistí de la visita —repuso Kestevan cándidamente— y me volví a mi habitación.

—¡Ah! —bramó el inspector como escandalizado—. No le convenía que hubiera un tercero en la entrevista… Bien, bien; no es asunto mío, después de todo. ¿A qué hora, más o menos, vio a Doris Mundo?

—¡Oh Dios! ¿Cómo voy a saberlo? Todos me preguntan lo mismo, como si yo me fijara en eso. Allá por las nueve y media…

Tape hizo otra anotación, seguida de una mirada conminatoria.

—He de suponer, por lo que dice, que se volvió directamente a su cuarto.

—Sí. Al parecer, no lo cree. Juro que volví a mi cuarto.

—Bien, bien; ya lo he oído —asintió el inspector, contrayendo su potente nariz. El reloj alemán del rincón empezó el redoble característico de las horas y la cara rubicunda salió a girar en torno a la esfera. Simultáneamente, las campanadas dieron el toque de la medianoche—. Algunas palabras con el doctor Manning —continuó Tape—, y después un breve interrogatorio a la señora de arriba… Con eso ya podemos dar por terminada la noche.

Cuando hubo partido de la biblioteca, sir George se incorporó en la silla y empezó a dar grandes pasos frente a la chimenea.

—Esto se está volviendo cada vez más feo —decíase moviendo la cabeza—. No hay forma de ignorarlo. Teóricamente, cualquiera de estos crímenes pudo ser perpetrado por un ladrón o un intruso cualquiera. Pero todos sabemos bien una cosa, y es que esto no ha sido cometido por gentes de fuera. Los malhechores no roban guanteletes de una casa un día y vuelven al siguiente para estrangular a los moradores con ellos. Esto es lo que se llama un trabajito interno. Hagámosle cara francamente; uno de nosotros es el culpable.

Gaunt se inclinó para echar las cenizas de su pipa.

—¡Explíqueme, George! —dijo bruscamente—. ¿Cuándo fueron sustraídos la cuerda del arco y los guanteletes?

—Es casi imposible precisarlo —replicó este último—. En ocasiones, su señoría solía ir diariamente a la sala de armas; otras no iba en muchos días. Descubrió la pérdida de ambas cosas; la cuerda del arco, primero, hace dos o tres días; y los guanteletes, esta misma tarde. Cuando ocurría uno de estos hechos u otros parecidos, yo era inculpado por ello. Esto no significa necesariamente que hayan sido sustraídas en diferentes ocasiones. Puede ser que no mirara hasta ayer en la vitrina de los guanteletes y que ambas cosas hubieran desaparecido hace tiempo, simultáneamente.

—Esta es la parte —señaló sir George— que me tiene preocupado, preocupadísimo…, pero dejemos todo a un lado. Estudiemos por orden la situación de cada uno de nosotros —se restregó los ojos con ambas manos y luego hizo un ademán como si tratara de aprisionar algo intangible—. Para exponer los hechos tales como son, cualquiera de nosotros… cualquiera, pudo haber matado a Henry, lord Rayle. Existe una sorprendente falta de justificaciones, de coartadas realmente fundadas, en esos críticos diez o quince minutos después de las nueve y media. Yo me encontraba solo en esos momentos en la sala de billares. Es en extremo improbable que yo pudiera arrastrarme, si su fantasía los induce a imaginarlo, hasta la sala de armas, sin ser visto por Bruce ni por Tairlaine, y consumar allí la estrangulación. Pero, mírese como se mire mi situación, el hecho es que yo estaba solo en la sala de billar. ¿Conformes?

—¡Oh! Pero las cosas no… —protestó Tairlaine, intranquilo.

—Lo mismo puede decirse de Francis. Lógicamente, no puede ser el criminal, pero en estos terribles diez minutos andaba de un lado a otro, buscando cosas que nadie puede comprobar. En suma: que los dos estamos por encima de toda suspicacia; nadie se atreverá a inculparnos. Pero no tenemos coartada. Mister Kestevan, aquí presente, estaba solo en su habitación, escribiendo… o deambulando por las habitaciones o corredores. Otro que carece de coartada. Lady Rayle y el doctor Manning, luego. Ambos estarían en condiciones de justificarse mutuamente, si precisamente en esos minutos peligrosos Manning se hubiera encontrado lejos del lugar en que dejó el auto, ¡con el motor en marcha! Uno y otro sin coartada. Personas como Wood y mistress Carter tienen también necesidad de coartadas. Wood, por ejemplo, no oye el timbre cuando Francis le llama desde la sala de billar. El ruido de ese gramófono es ensordecedor, y, en consecuencia, Wood se queda quieto sin contestar a la llamada. Si quieren llevar las hipótesis más lejos…, ¡tengan en cuenta que sólo estoy fantaseando!…, pueden llegar a la conclusión de que el hecho de que una gramola esté funcionando en el cuarto de un hombre no significa forzosamente que él esté allí. Tales aparatos son eléctricos y automáticos y tocan hasta doce discos sin que nadie tenga que cambiarlos. Finalmente, las únicas personas que estuvieron juntas —el doctor Tairlaine y míster Bruce— están en situación tan comprometida como Patricia Francis, que puntualizó los hechos correctamente: connivencia de dos o más en la casa. Mediante esa connivencia se nos quieren presentar hechos que, a juicio de todos, son imposibles. Supongan que, por cualquier razón, ustedes dos han dado muerte a lord Rayle. Jurarán, por consiguiente, que nadie entró en la sala de armas mientras se hallaban allí. Con ello nos quieren imbuir la creencia de que el criminal entró por la vía secreta que va de la sala de armas al torreón. Jurarán eso y cualquier otra cosa más, en la ignorancia de que las dos puertas de ese pasaje secreto estaban fuertemente clavadas. Luego, sus esfuerzos para desviar las sospechas los lleva a declarar una situación imposible, que los hace del todo sospechosos.

Un escalofrío sacudió al doctor Tairlaine, estremeciéndole hasta lo más recóndito de su ser. Desconcertado por la presunta acusación, se levantó para decir:

—¡Simples conjeturas, por supuesto! Pero usted sabe perfectamente que yo nada tengo que ver con lord Rayle, ni conozco la casa…

—No; yo no sé nada de todo eso —replicó secamente sir George—. Bien sé que mi explicación de los hechos es fantástica, pero yo no sé nada. El mismo razonamiento puede aplicarse a los otros testimonios. Tal es mi punto de vista.

Sobrevino un largo silencio. Gaunt, sentado en la sombra, con los párpados entornados y con una copa vacía entre sus manos, no hizo signo alguno de haber escuchado. Su respiración era tan regular, que Tairlaine le supuso abismado en un sopor alcohólico. Massey se acercó a la chimenea y removió los tizones con el pie. Súbitamente, nació en la reunión un recelo profundo, que se tradujo en miradas de desconfianza, casi hostiles, cual si se culparan unos a otros por los crímenes cometidos.

—¡Mantengámonos serenos! —recomendó sir George con autoridad—. Ninguno de nosotros debe rechazar las sospechas con gestos airados ni considerarse por encima de toda acusación. El crimen ha sido cometido por alguien de la casa; el asesino está aquí o allá, quizá entre nosotros. La única manera cuerda de defenderse es mostrarse a plena luz y despejar las suspicacias con actos evidentes que permitan proclamarnos inocentes. Todos somos inocentes…, pero hay que demostrarlo.

—¿Se refiere usted a mí? —preguntó en tono arrogante Kestevan.

—No me refiero a nadie —contestó sir George amablemente—. Consideremos ahora las posibilidades de nuestra culpabilidad… —hizo una pausa al volver Francis al salón. Traía la cara encendida y un fulgor extraño chispeaba en sus ojos. Evidentemente habíase prodigado en las libaciones, lo que se reflejaba en gestos bruscos, poco conformes con su indolencia habitual.

—No me gustan esas expresiones, sir George —dijo, deteniéndose en medio de la biblioteca y observando a todos con recelo—. Evidentemente, el asunto se pone serio y sabe Dios adónde nos va a llevar. Bien.

Sir George se enjugó la frente humedecida.

—Tengo el presentimiento de que he puesto el dedo en la llaga, Frank. Estaba explicando ahora que ninguno de nosotros puede demostrar lo que hacía cuando su padre fue asesinado. Y luego, ¿dónde estábamos cada uno de nosotros cuando Doris Mundo fue estrangulada?

—¡Oh! —dijo el joven, acercándose al fuego y calentándose las manos—. Para eso precisaría saber cuándo murió la pobre Doris. ¡Que me lleven los diablos si lo recuerdo!

Otro silencio. Tairlaine sintióse totalmente desconcertado. Cuantos recuerdos acudían a su cerebro no hacían más que aumentar su desorientación: relatos absurdos, caras hoscas, la gran gramola entonando un himno y el despensero Wood extendiendo una sábana para cubrir el cuerpo.

—También mis recuerdos son confusos —oyóse afirmar a sí mismo—. Todos estábamos excitados, y dudo mucho que nadie tuviera una exacta noción de los hechos… El doctor dijo que cuando fue llamado hacía unos minutos que Doris había muerto. Es lo único que puedo recordar.

—Vayamos por partes —apuntó Francis restregándose las manos junto al fuego—. Nuestros movimientos fueron así: llevamos a Pat al recibimiento, fuimos a ver el cuerpo, volvimos a interrogar a Pat, Bruce la condujo a su aposento, conversamos luego sir George, el doctor Tairlaine y yo. Después, yo fui en busca de Kestevan…, ¡déjeme recordar! Pero, en definitiva, ¿sabemos cuánto tiempo había pasado desde su muerte? Yo no sé si un médico puede determinar una defunción en un tiempo tan breve.

Sir George golpeó con los pies, rabiosamente, en la alfombra.

—Personalmente, no creo en esa facultad. Personalmente también me atrevería a afirmar que ese Manning no es más que un simple petulante. Su único cuidado fue aparecer pomposo… Pero admitimos su dictamen como correcto. ¡Prosiga!

—Luego sigue mi parte, enigmática, confusa —recalcó Francis—. Partí escaleras arriba en busca de Kestevan. Sí, fuerza es que diga que este caballerito no me interesaba mucho. Lo que realmente quería era encontrarme un momento a oscuras y dar rienda suelta a los nervios —fue desafiante su tono al expresarse así—. Estaba a oscuras el comedor; me senté en una silla y creí temblar. Podía oír desde allí el gramófono de Wood. El maldito chisme chirriaba un «Luz del cielo, quién la da» —pasóse la mano por los cabellos y miró a todos con sonrisa lánguida—. Todo esto los confirmará en mi temor de que los Steyne tenemos un tornillo flojo. Sentíame mal, como si estuviera viendo una película barata. Entonces me dije: «Reacciona, muchacho; todo esto es podredumbre; hazte firme y lucha». Así lo hice y corrí escaleras arriba. No sé cuánto tiempo estuve así. Wood vino corriendo tras de mí, y me enteró de la desgracia.

Tairlaine recordó a continuación:

—¡No prosiga! —dijo, levantándose a medias en la silla—. Ahora recuerdo. Wood mencionó el momento en que fue encontrado el cadáver. Dijo que fue en el recorrido para cerrar las puertas…, a las diez y diez. Así lo dijo.

Sir George, sin cesar el paseo, declaró:

—A grosso modo entonces, si aceptamos el veredicto del doctor Manning, tendremos que la muerte de Doris ocurrió a las diez, aproximadamente. Usted y yo, Michael, estábamos aquí hablando. Anteriormente, usted y Bruce estuvieron juntos, y ahora usted y yo. Su caso cuadra mejor; el mío no es malo… ¿Y usted, Bruce?

Repentinamente las facciones del secretario reflejaron una expresión pensativa. Después habló lentamente:

—Estábamos reunidos todos…; luego llevé a miss Patricia a su cuarto. Viéndola tan desconsolada, le administré un soporífero, tratando de distraerla y consolarla. Dejé el cuarto cuando se disponía a acostarse. No sé si esto podrá constituir una coartada positiva, pero sí puedo afirmar que nada hay más realmente cierto.

Sir George volvióse hacia el actor.

—¿Míster Kestevan?

—Ya lo dije una vez, y lo repetiré cuantas veces sea preciso, que yo no salí de mi cuarto Lo único que…

—¡Bien, bien! Ahora es el turno de Manning. Ya sabemos que el doctor bajó para ver el cuerpo de Henry; después fue enviado arriba para comunicar la nueva. Si fue arriba o a otro lado, tendremos que preguntárselo. Lo mismo a lady Rayle y a Wood. No debemos exceptuar a nadie de la casa. Se nos presenta la misma situación en el caso de Doris que en el otro, pues no tenemos la seguridad de si ella fue muerta antes o después de lord Rayle. Faltan las coartadas.

Francis daba impresión de cansancio, de aplanamiento. Nada de alucinamiento ni desesperación en su actitud; simplemente cansancio.

—¿Quedamos…, pues, señor? —inquirió.

—¿No se le ha ocurrido pensar —respondió lentamente el baronet, después de mirar largo tiempo la puerta de la sala de armas— que esa parte del dinero en el robo de los bonos puede resultar una trampa? Todos nos hemos concentrado en la discusión de los bonos y la forma de atrapar a su poseedor, pero los otros detalles del asunto suscitan mucha desconfianza. En otras palabras: el robo de los bonos sería una pantalla para encubrir una sustracción mayor.

—¡Eh! —exclamó Massey—. No se roban diez mil libras en bonos para una simulación.

—¡Por el amor de Dios, Bruce! Sea más imaginativo —refunfuñó sir George—. Los bonos, aunque sean al portador, no son lo mismo que el dinero. Tenemos los números de esos bonos y la Policía sabe qué hacer para emplearlos. El hombre que haya matado a Henry para robar esos bonos tiene que ser el último de los locos. En cuanto a lo otro, lo más que él o ella habrá conseguido será unos cuantos centenares de libras esterlinas. Pero hay otra cosa aún, más seria quizá… No concierne al saqueo de esas cajas… Es el supuesto fantasma.

—¿Eh? —dijo Francis, pestañeando—. ¡El fantasma!

—Usted nos lo mencionó esta tarde cuando nos trajo de la estación a Michael y a mí. Usted, como de costumbre, se hizo el botarate amable. No sé por qué lo mencionó. Nos dijo que Doris Mundo sufrió un susto mayúsculo al creer ver uno de esos trajes de pie en la escalera que conduce al gran salón, y no tengo reparo en decírselo: el caso me preocupó mucho.

—Le preocupó… ¿por qué?

Sir George fijó una larga mirada en su interlocutor, cual si considerara a un enfermo.

—Desde hace mucho tiempo, Frank —dijo deliberadamente—, está usted insistiendo en las taras mentales y aberraciones de su familia. Se le ha convertido en una obsesión. Es bochornoso escucharle y aflige que un hombre hable así. Su padre le oyó a menudo expresarse en esa forma y debiera comprender cuánto daño y hasta qué punto esas palabras le afectaron. Escuche lo que sigue.

—Hable sin reparos —murmuró Francis sombríamente.

—Ya debe haber supuesto quién era ese fantasma y cuáles eran sus designios al adoptar tal treta —prosiguió sir George—. Su padre quiso por este medio espantar a los sirvientes e imbuirles terror hacia los trofeos que coleccionaba con tanta pasión…

Francis le interrumpió:

—¿Y cree usted que eligió a la persona más supersticiosa del castillo, a Doris, para provocar terror?

—No me atrevo a precisar tal cosa. Pienso tan sólo que a su mente delirante le habría deleitado espantar a la servidumbre, para que se apartaran medrosos de sus preciosas armaduras. ¿Recuerda ahora algún otro detalle de ese episodio terrorífico?

Francis movió la cabeza. Después de un breve silencio, dijo con firmeza inesperada:

—Ignoro si mi padre tuvo alguna vez la intención de causar ese miedo en Doris. Sé muy bien quién hizo eso: fue Irene.

—¿Irene? —sir George experimentó un sobresalto; su confusión era intensa—. ¿Piensa que ella?…

—¡Oh, no se extrañe tanto, demontre! La conoce usted bien. Sabe cómo siente y cómo piensa: «realidades», «verdades crudas», «rudeza», y toda esa carroña literaria que han inyectado los escritores de argumentos de cine. Si se tomó tanto interés por Doris no fue por simpatía personal, sino por el placer de atormentarla, de torturar su timidez. Le llamaba a eso «extirpación de supersticiones ingénitas». Yo la he visto cruzar los cuchillos para causar estremecimiento en la pobre muchacha; la he visto simular un tropezón para que el vaso que llevaba Doris en la mano volcara su contenido y se hiciera añicos contra el suelo. A veces le contaba historias espeluznantes de espectros o crímenes fantásticos, para reírse después y llamarla idiota por creerlas… Solía decir que estaba haciendo con Doris un experimento psicoanalítico.

Surcos de encono en la frente y una expresión de intenso disgusto revistieron las facciones de Francis con una máscara de repulsión. Algo feroz desde su interior le hizo apretar los puños. Terminó diciendo:

—A veces me dieron tentaciones de castigar a esa mujer. Ahí tiene su nueva ciencia, señor. ¡Dios la maldiga!

Sobrevino una pausa embarazosa. A falta de cosa mejor, Tairlaine sacó el reloj y se puso a mirar la esfera sin verla. Massey registró afanosamente su cartera, buscando algún documento para la ocasión, y sir George, con las piernas extendidas hacia el fuego, volvió al tema del fantasma, observando tenazmente la expresión del otro.

—¿Quiere decirme si conoce otra historia de armaduras andantes? —preguntó.

—No.

—¿O se acuerda de lo que ocurrió en la noche en que Doris creyó ver al fantasma?

—Sí —replicó Francis en tono uniforme—. Tengo buenas razones para recordarlo —se estremeció, impresa en su rostro una sensación desgarradora—. Lo siento. Creyérase que esta noche dejé de ser el británico inconmovible de siempre. No… Nunca más… ¡Bien! Era tarde aquella noche. La una pasada, bien pasada. Yo me encontraba aquí, en la biblioteca, frente al fuego, leyendo y bebiendo… Pero no estaba ebrio —afirmó en tono rotundo, mirando a todos antes de bajar la vista—. ¡Juro que no estaba ebrio! Concentrado en la lectura, vi a alguien que se movía en el recibimiento o en las proximidades. Era tarde para andanzas de nadie, pero no le presté mucha atención. Pensé que fuera Saunders. Es su costumbre traerme bebida por la noche, y no se va a su cuarto hasta que me he acostado… Bien; estaba yo leyendo aquí y creí que Saunders se acercaba por la puerta. Por ello no levanté la vista, y me limité a decirle: «¡Déjalo sobre la mesa y, por el amor de Dios, retírate a descansar!». Me contestó la voz de Doris. Salté en la silla, sorprendido por su presencia. Es costumbre del servicio que a las diez y quince todos estén acostados. Allí estaba ella. Irene la había tenido levantada, hablando, alisándole el cabello. De improviso, Irene recordó que había olvidado… o pretendió haber olvidado, abajo, en el recibimiento, en la biblioteca o alguna parte, un ejemplar de sus favoritos rusos. En consecuencia, envió a Doris a buscarlo. Decía Irene que no podía precisar el sitio en que había dejado el libro, de modo que la pobre chica tenía que buscarlo por todas partes, a pesar del terror que sentía en la oscuridad. Hizo que encendiera una vela y le advirtió que no usara la luz eléctrica, pues el viejo podía advertirlo y se pondría furioso. Como era de suponer, Doris no pudo encontrar el libro, y estuvo disculpándose por haber venido a molestarme. La ayudé en su tarea, y ante la inutilidad de la búsqueda le aconsejé que volviera arriba y dijera a Irene que se fuera al diablo.

Se interrumpió, respirando a pleno pulmón. Sir George tartajeó rudamente:

—¿Y qué pasó después?

—Me volví a la chimenea y reanudé la lectura. Antes de despedirla le dije que encendiera tantas luces como se le antojara, y yo mismo lo habría hecho de saber que la muchacha tenía tanto temor a Irene que no se atrevía a desobedecerla… En eso la sentí proferir un grito y oí caer el candelero por el lado del gran salón. Cuando yo llegué, la encontré presa de un pánico mortal. No vi nada, ni a nadie más. Al día siguiente me enteré, indirectamente, de lo que pretendía haber visto.

Massey murmuró algo por lo bajo.

Francis, paulatinamente, se había dejado llevar por el recuerdo punzante de la joven asesinada. Parecía dispuesto a proseguir el relato, pero bruscamente se detuvo, y se limitó a decir:

—Esta es la historia del fantasma. Deduzcan de ello lo que les parezca.