10.- La ventana abierta
10
LA VENTANA ABIERTA
El inspector Tape quiso acompañarle, dejando a los demás en la biblioteca.
—¡En el cuarto de Doris! —murmuró Francis, aplastando el cigarrillo en el cenicero.
Sir George jadeó acremente:
—Le ruego que se modere, Frank. Mientras nos dan este respiro, déjeme prevenirle: sea cuerdo. Cese en esas divagaciones, que le pueden perjudicar. El inspector es hombre peligroso y no quiera usted ser su víctima. Andese con cautela.
Con sorpresa de todos, Kestevan habló.
—Es edificante lo que ha dicho —terció, subiéndose los puños de la camisa que se le salían desmesuradamente—. ¡Atreverse a insinuar que lady Rayle pudiera tramar algo contra…!
—¿Tiene usted algo que ver en nuestros asuntos? —preguntó Francis con un renovado interés y mirándole curiosamente—. Ya era tiempo de que se oyera el timbre de su voz. ¿Podría, pues, decirnos qué clase de película es la que van a producir Irene y usted? Ella admira su arte, pero me ha dicho que su ambición es hacer Hamlet… No lo puedo soportar…
Kestevan se incorporó, apretados los puños y dando un paso adelante.
—¿Quién le ha revelado nuestros planes? —preguntó amenazador.
—Espías —dijo Francis en tono misterioso—. ¿Y qué, Kestevan? Un fatal presentimiento me advierte que harán una película terriblemente rusa. Una de esas poderosas producciones sin diálogo, en las cuales el autor resuelve todos los problemas que preocupan al mundo y es desterrado a Siberia por ello. Durante muchos años —musitó, pensativo, Francis— las empresas editoriales han estado empeñadas en una amarga rivalidad por imprimir las novelas rusas en el tipo más pequeño que fuera posible. Una vez aceptado el microcosmo, el autor será deificado. Además, los pueblos de habla inglesa estamos convencidos de que ninguna novela tiene verdadero mérito si los nombres de sus personajes pueden pronunciarse a primera lectura. El de Irene es inglés, lo sé… Sí, Kestevan, presiento que eso será ruso. Con toda probabilidad, La familia contaminada, por Boris Stifv.
Kestevan se puso en pie, apoyó las manos en la cintura y avanzó a grandes pasos.
—¡Que me lleven los diablos si sé lo que quiere decir! —bramó—. Lo único claro es que insulta usted a lady Rayle. ¿Será, sin duda, porque nuestra vinculación le trastorna y enfurece? Sí, vamos a rodar en común, pero será algo grande, que no está al nivel de ciertas mentes.
—¡Histrioncillo miserable! —puntualizó el otro.
—Será en ruso, es verdad. Supongo que también se ha enterado de eso, ¿verdad?, pero de factura inglesa. Sí, por alguien que es de su familia. ¡Una mujer! ¡Hará bien siendo menos injurioso, Steyne!
—¿Eh? —murmuró Francis—. ¿Alguien de mi…?
—Por lo menos, tiene el mismo apellido; luego infiero que lo es. Pero lo sea o no —resopló Kestevan haciendo a un lado esta cuestión—, convendrá que sea más respetuoso con el nombre de lady…
—¿Se refiere acaso —interrogó, intrigado, sir George— a esa escritora Gertrudis Stein?
—Sí, a ella.
—¡Ah! ¡Por las barbas de Moisés! —exclamó Francis—. La gran estilista de la familia… de Worcestershire.
—Perfectamente. ¿Hay algo cómico en eso? No estoy seguro de qué se trata, pero lady Rayle lo juzga excelente. Grábeselo bien en la mente, Steyne, y en cuanto a lo de echarme usted de esta casa…
—No lo dude, histrioncillo —sonrió Francis, lanzando una bocanada de humo—. En cuanto a su interpretación, creo que estará magnífico. Gran contribución. ¿Qué parte representará? ¿La regla perdida, los puntos suspensivos o el locuaz plato de frutilla? Y en ruso, además. ¡Pobre Hollywood! La obra será una revuelta artística.
Hablaba con animación creciente, los ojos chispeantes y más recia la voz. Temiendo un choque, sir George intervino:
—¡Calma, muchacho! Piense que su padre yace sin vida en la habitación de al lado.
Francis, con gesto impulsivo, estalló:
—¡Déjeme enloquecer! ¡No trate de moderarme! La tara de la familia está saliendo a la superficie. Si no hablo así, seré presa de furor. Además, los restos del viejo no están ya allí. ¡Mire!… Están evacuando el cementerio.
Pero Francis no miró, diose vuelta y trató de encender un fósforo para el cigarrillo, mientras un policía de uniforme azul y el impasible Saunders aparecieron en la puerta de la sala de armas llevando su carga mortuoria. El doctor Manning guiaba sus pasos.
Iban silenciosos y con expresión tétrica. Cuando desaparecieron por el corredor, Tairlaine oyó decir al doctor Manning:
—¡En la sala de música, por favor!
—Sic transit —murmuró Francis, bajando el tono de su voz—. ¡Dios tenga piedad de su alma loca! Tenía buenas cosas, no hay duda. Ya todo pasó… ¡Adiós, viejo! —después de encender el cigarrillo, añadió—: ¡Oh, ahí anda míster Gaunt! ¿Qué habrá visto?
Limpiándose el polvo de las manos con su pañuelo, míster Gaunt entró en la biblioteca.
—¡Bien! —inquirió sir George—. ¿Encontraste algo?
Aquél se encaminó a llenar su copa de brandy antes de contestar.
Un leve carmín coloreaba sus salientes pómulos; su mirada, habitualmente apagada, era más vivaz.
—No me atrevo a decirlo todavía —contestó lentamente—. Ese plano que trazaste, George, me ha sido de gran utilidad. Incidentalmente, he oído la última parte de la conversación. ¿Conque se han encontrado los guanteletes?
—Sí.
—Y en el dormitorio de la pobre joven —reflexionó Gaunt—. Sí; veremos qué es eso. Debo decirle, míster Steyne, que hizo una observación muy interesante cuando examinaba usted la posición del cuerpo.
—¿Le ha inducido a hacer alguna averiguación?
No le contestó al momento. Su mirada recorrió las diversas personas del grupo, como si estuviera considerando o descartando eventualidades. Finalmente, se fijó en Kestevan. Este, más pálido que habitualmente, se había acercado al fuego, dando la espalda a Gaunt.
—Observó usted —resumió Gaunt— que parecía como si alguien, al estrangularle, le hubiera levantado del suelo y mantenido en el aire hasta que se produjera la muerte. Me inclino a creer que en esa observación había gran parte de verdad. Pero con esta diferencia. Por ejemplo…
Repentinamente extendió los brazos. Sus finos y sólidos dedos se aferraron al cuello del actor, que fue levantado en el aire como un muñeco. Gaunt le hizo volverse para que los otros contemplaran su actitud.
Un grito inhumano, arrancado por el terror, brotó de los labios de Kestevan. Francis botó en el asiento y sir George lanzó una exclamación de asombro.
—Observen sus piernas —apuntó Gaunt.
Tan suavemente como si hubiera sostenido un objeto liviano, depositó al artista en el suelo. Kestevan casi se bamboleó; demudado el rostro, se llevó angustiosamente una mano al cuello de la camisa y con la otra se afirmó fuertemente en una silla. El designio de Gaunt se había realizado: todos pudieron comprobar su demostración. El actor suspendido en el aire les había ofrecido un cuadro horrible: una pierna se había extendido hacia adelante; la otra, arqueada hacia arriba hasta casi tocarle el abdomen; los pies rectos, en punta, y los brazos echados hacia atrás.
Sacudiéndose rabiosamente, el hombre jadeó:
—¡Oh, por Cristo! ¿Qué significa este atropello? —respiraba con dificultad—. Me ha estrujado la camisa… Tendré que cambiarme de ropa.
—Presento a usted mis más sinceras excusas, señor —dijo Gaunt fríamente—. Fue una demostración que requería la investigación. —No parecía ebrio, ni enojado en absoluto—. Necesitaba un hombre pequeño como usted. Míster Massey tiene también la estatura requerida, pero es quizá demasiado corpulento para mi experiencia. Además, necesitaba cogerle a usted desprevenido para comprobar los movimientos que le provocaría la reacción.
—El motivo del experimento —dijo Francis— ha sido cumplido. Pero ¿qué se proponía demostrar con ello?
—Un hombre que es estrangulado, sea cogido por delante o por detrás, acciona como han visto que lo ha hecho míster… ¿Su nombre, señor?
—Kestevan —apuntó Francis.
—Como míster Kestevan. Sus rodillas accionan juntas y patalea adelante o atrás contra el estrangulados La probabilidad más admisible, por tanto, es que forcejee hacia atrás. Es un movimiento instintivo por parte de quien trata de prenderse a la garganta de otro. Sobrevenida la muerte, como es lógico, los miembros de la víctima se aflojan y queda inerte. Ustedes advirtieron la falta de un botón de camisa. Es casi inconcebible suponer que nadie, en una lucha, intente arrancar un objeto tan diminuto como un botón de camisa. Sólo con gran dificultad lograrán ustedes si lo intentan, arrancar sus propios botones, aun encontrándose quietos. Este que ven se soltó, supongo, al igual que se salió del bolsillo la cadena del reloj, cuando lord Rayle se doblaba hacia atrás, mientras luchaba y sacaba el pecho hacia adelante, según míster Kestevan nos ha demostrado. Se preguntan ustedes adónde conduce esto. Hemos observado que su señoría, después de muerto, estaba tendido de espaldas. Ahora bien: faltaba un botón en su túnica, según observó muy sagazmente el inspector Tape. El ojal que correspondía a ese botón estaba considerablemente deformado, pero en una dirección muy curiosa. ¿Recuerdan en qué dirección?
—¿En cuál? —repitió Francis, confundido—. ¡Por Júpiter, no! No me fijé en absoluto. ¿Qué quiere decir eso de la dirección?
—Estaba deformado hacia arriba —informó Gaunt—. No necesito recurrir a nuevos experimentos, pero… —volvióse hacia Kestevan, que, sobresaltado, dio un paso atrás—, pero supongan que yo estuviera forcejeando con míster Kestevan. El lleva, en la ficción, una túnica suelta abotonada por delante. Yo le prenderé en la lucha y la desgarraré por el botón del pecho, como lo fue la de lord Rayle. Pero si yo he agarrado la ropa, habrá de ser inevitablemente desde arriba y ocasionar el desgarro hacia abajo. No ejerceré la tracción desde debajo del botón, como si tratara de arrancarle el hábito hacia arriba, por la cabeza.
—¿Qué infieres de eso? —puntualizó sir George.
Gaunt, después de beber un sorbo de whisky, prosiguió:
—Este desgarro, sin embargo, se ha producido desde abajo. Pero no como resultado de una lucha. En realidad, señores, nuestra lucha empieza a parecer muy poca cosa y con gran ventaja para una de las partes… Empero, ¿y si lord Rayle estaba de espaldas, y bajo la túnica abotonada había algo que yo necesitaba poseer…, digamos las llaves, la cartera o algo especial…, y no hubiera tiempo que perder?…
Francis interrumpió, palmeándose la frente:
—Usted agarraría la túnica por abajo y tiraría hacia arriba para abrirla más rápidamente, y así saltaría el botón. Hacia arriba, sí, como quien abre una lata de sardinas.
Sir George reprochó mansamente:
—Como comparación, Frank, para referirse al padre, no parece muy…
—No, cierto —masculló Francis—; pero continúe, míster Gaunt. Sus deducciones son muy prácticas.
—Le tenemos tendido de espaldas, mientras el criminal rebusca en sus bolsillos. Sea cual fuere la forma en que hubiese caído, sus miembros no estaban ciertamente en la extraña posición en que nosotros los vimos más tarde, lo que hace suponer que impidieran los esfuerzos del matador. Debemos suponer, por tanto, que después de la muerte, el asesino, con relativa facilidad, pudo atarle la cuerda al cuello, sin duda para simular el asesinato por este procedimiento. ¿Y después?… Podemos comprender ahora por qué el criminal puso el cuerpo boca abajo: le era necesaria esa postura para darle las tres vueltas al cuello. Pero…
Gaunt se inclinó adelante. Hallábase ahora en pie, de espaldas a la chimenea, sus angulosas facciones en la sombra. Tairlaine presintió una interesante deducción, aunque el investigador buscara ciegamente en la oscuridad.
—… pero ¿por qué el asesino colocó el cuerpo inerte en esa extraña posición? Hay ahí, señores, uno de los tres principales problemas. No solamente era innecesaria esa posición, sino que el colocar un cuerpo en esa postura, cual un muñeco tirado, habría requerido un tiempo considerable. Y ya sabemos que el asesino no disponía de tiempo. Si yo no he entendido mal, entre el momento en que lord Rayle entró en la sala de armas y aquel en que su hija descubrió el cadáver no habían transcurrido más de ocho minutos. Luego de su infame tarea, tuvo que preparar la evasión. ¿Por qué perdió ese tiempo?
Francis echó el cigarro a la chimenea.
—Esto se enmaraña cada vez más —dijo contrariado—. ¿Llevan a alguna solución esas deducciones, míster Gaunt? Creyérase que pretende sustituir tres enigmas por uno sólo. Tres grandes problemas. ¡Hum! El primero, me permito suponer, es por qué el criminal dio tres vueltas de cuerda al cuello después de ocurrida la defunción. El segundo acaba usted de indicarlo: ¿por qué puso el cuerpo boca abajo? ¿Cuál es el tercero?
—El botón de la camisa y el de la túnica habían desaparecido —puntualizó Gaunt— y en algún lado habrían de encontrarse. Yo los he encontrado. Y, cosa curiosa, ¿sabe dónde?
—En el suelo, presumo.
Gaunt sacudió lentamente la cabeza.
—No; no en el suelo. En el bolsillo de lord Rayle.
La leña chisporroteaba en la chimenea. Sir George parpadeó insistentemente como un Pickwick despavorido.
—¡Bondad divina! El criminal no sólo cambia la postura del cuerpo, sino que busca los botones en el suelo y los coloca cuidadosamente en los bolsillos de… Me parece, John, que te engañas; eso es imposible.
—Ahí estaban, sin embargo —explicó Gaunt, mostrando los objetos en la palma de la mano. Después de contemplarlos un momento, expresó—: Ustedes lo juzgan imposible, pero yo no creo que esto sea tan difícil de comprender. ¡Por Dios santo! La explicación puede ser bien sencilla. Quisiera que el comisionado estuviera aquí; igualmente Blanchard, con sus aparatos analíticos. Discúlpenme, señores. Quiero decir que de estos menudos hechos pueden inferirse algunas deducciones sorprendentes. Por ejemplo…
Sus ojos, que relucían bajo sus tupidas cejas, cambiaron de fulgor y sus manos cayeron a los costados. Quedóse inmovilizado en su silla junto a la chimenea al franquear la puerta el inspector Tape.
—¡Ah! —dijo el oficial—. Aquí está el misterioso trofeo.
Traía un par de guanteletes de acero reluciente, con los dedos encorvados. Todos se agruparon en torno suyo al exponer los guanteletes a la luz de la chimenea.
Tairlaine los inspeccionó cuidadosamente. Era un trabajo del último diseño gótico, según sir George había indicado, ribeteado en la juntura de los dedos con falanges defensivas que terminaban en puntas muy afiladas. El juego de la muñeca estaba revestido con un paño escarlata deslucido, que llevaba estampadas las armas en lo que en algún tiempo fue de oro. El puñal propiamente dicho, cortado con diseño laborioso, subía hasta más de la mitad del antebrazo, sujetándose en el codo con una fuerte presilla de plata.
El bruñido metal brillaba con el juego de las llamas mientras pasaba de mano en mano.
—¡Fíjense, señores! —observó el inspector súbitamente—. Es un hecho que siempre me he resistido a creer. Ignoro la causa; la tradición tal vez. Yo siempre creí que las gentes de la Edad Media o de tiempos antiguos eran unos gigantes. Esto es lo que todos ignoramos. Hombres corpulentos; tan grandes… como yo mismo. Razas potentes todas.
Detúvose en sus reflexiones, parpadeando.
—Y bien, señores: todo es ficción, pura fantasía. Los trajes de armas que hemos visto son casi todos para hombres pequeños, ni siquiera para hombres corpulentos. Sin embargo, este artefacto es muy pesado.
Sir George tomó uno de los guanteletes y lo examinó.
—Es verdad, inspector —asintió sir George—. El vestido de armas completo solía pesar ochenta y ocho libras, más o menos. Las armas para la lucha tenían un peso algo inferior, y los guerreros a pie llevaban una protección menos consistente. Evidentemente, se trataba de seres pequeños. No tenían adiposidades, ni carne de sobra. Puro músculo. Pero ¿cuál es el significado de su observación?
—Lo digo porque esos guanteletes se han hecho para manos poco grandes —repuso Tape con escepticismo—. Yo mismo me los probé y no conseguí que mi mano entrara. Desearía, si no lo toman a mal, que cada uno de ustedes hiciera la misma prueba…
—Es muy justo —accedió Francis sin titubear—. Pásemelos; yo me los probaré.
Su mano, aunque grande, era delgada y amoldada a aquella medida. Si bien un poco justo, el guantelete parecía hecho para él. Levantó la mano a la luz de la chimenea, examinando curiosamente los diversos movimientos que le imprimía.
—Como de medidas casi…, las junturas se mueven fácilmente —comentó, doblando lentamente la mano derecha—. Con alguna práctica, podría recoger cosas menudas del suelo. Es más fácil que con un guante. ¡Oh! Parece que ha sido engrasado; sí, recientemente engrasado. Pruébenla ustedes también.
Había algo de tétrico en el brillo de las junturas y en las contracciones que el joven hacía frente a la cara. Tairlaine pudo evitar con esfuerzo un estremecimiento.
Massey los aceptó cautelosamente de manos de Francis y hubo de hacer varios ensayos antes que pudiera introducir ambas manos en los guanteletes. Luego fue el turno de sir George, para quien la manopla era excesivamente estrecha. Tairlaine tenía dimensiones casi idénticas y se ajustaron fácilmente. Su piel raspó las partes corroídas del forro, causándole una sensación tan ruda, que hizo un gesto apresurado para sacárselos. Al entregar los guanteletes a Kestevan, el celebrado intérprete de papeles de gangster dio un paso atrás.
—¿Qué le pasa? —refunfuñó Francis—. ¿No quiere probárselos?
Kestevan llevóse instintivamente las manos al cuello, sometido poco antes a violenta experimentación. Miró altivamente a Francis y alargó la mano para la prueba, como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa.
—¡Ahí están! —exclamó con las manos en alto—. Creo que ajustan bien.
La escena sorprendió a Tairlaine.
«Extraño cuadro», pensó.
Mientras en los demás estos guanteletes habían sido meras incongruencias, prestaban a Kestevan una gracia felina. Le estaban bien; hacían juego con su espíritu y con su plástica, y envolvían su cara pálida y su cabello negro con una especie de resplandor medieval. Kestevan tuvo conciencia de ello, y, aun cuando al principio sintió deseo de sacárselos, los retuvo un instante después, luciéndolos en una pose artística, sensual. Ante esa impresión, Tairlaine pensó para sí: «Su interpretación de héroe ruso podrá ser más o menos dudosa; pero no hay duda de que, como César Borgia, haría una actuación admirable». El fatuo y pomposo artista volvió a la realidad cuando los fatídicos aceros, instrumentos de terror, se hallaron fuera de sus manos.
—¿Los otros?… —el inspector Tape miró en su derredor y renunció a más pruebas—. Después, después. Ahora vamos a…
Nubes de humo envolvían a Gaunt cuando se sentó junto al fuego haciéndose sombra con la mano. Frunciendo el entrecejo, inquirió:
—¿Dónde los ha encontrado, inspector?
—¡Ah, en cuanto a eso…! En la habitación de la muchacha, como ya le habrán dicho.
—¿Dónde?
—En… ¿cómo le diré, si no ha estado en la pieza?
—Tengo un plano de la casa, gracias a sir George. ¿Dónde estaban?
—Junto a la cama de Doris, señor. En el suelo, como si los hubieran arrojado del lecho. Míster Carter los encontró; no hizo sino entrar en la habitación y encender la luz, y allí los encontró.
—¿No había nadie más en el cuarto?
—No, señor. Anteriormente, una muchacha llamada Annie Morrison dormía en la misma habitación, pero esta noche… —el inspector titubeó otra vez y carraspeó—. Por una u otra razón, mistress Carter dispuso que Annie durmiera en otro cuarto con otras dos sirvientas. Doris estuvo sola desde las ocho treinta. Nadie más estuvo allí desde entonces.
Distraídamente, Francis había recogido los guanteletes y trataba de introducir los dedos.
—¿Ha interrogado a las otras muchachas? —preguntó—. Quiero decir, ¿averiguó si alguna de ellas vio u oyó algo durante la noche?
—No lo hice todavía, señor —repuso Tape—; pero lo ha hecho mistress Carter. Dicen que no vieron ni oyeron nada, a pesar de que todas estaban despiertas, charlando, sin duda: sobre Doris, supongo. Pero ninguna de ellos fue al dormitorio de la víctima. Les está prohibido.
—¡Ah, sí! —murmuró amargamente Francis—. El peligro de contaminación, por supuesto. No deseo saber nada más, inspector.
Gaunt, después de mirar el plano, levantó los ojos.
—Hay ahí algo poco claro, inspector —dijo Gaunt, pensativo—. Echaremos después un vistazo al cuarto, como puede suponer, pero me sorprende lo ocurrido allí. ¿Estaba desarreglada la habitación?
—No, señor; en algún momento la muchacha debió de haberse acostado, pues se nota la impresión del cuerpo, aunque ni siquiera movió la colcha de la cama. Lo que más me sorprende es esto: ¿por qué estaban los guanteletes en su cuarto?
Gaunt sacudió las cenizas de la pipa.
—Gracias al dibujo de sir George, inspector, creo tener una idea más clara del castillo que usted, a pesar de que estuvo en las habitaciones de arriba. Ahora, volvamos a la habitación de Doris. Hay una ventana en ella, ¿no es así?
—Sí, señor.
—Y cuando estuvo allí la encontró abierta, ¿no es eso?
El inspector vaciló y recurrió a sus anotaciones para cerciorarse.
—Sí, lo estaba. Y esta ventana da al pasadizo donde el cuerpo fue encontrado. ¿Sospecha usted quizá que fue estrangulada en su cuarto y arrojada después al pasadizo?
—Precisamente.
—Pero ¡por San Jorge! —estalló Francis—. Sólo… hay unos pocos pasos del cuarto de Doris al de Wood y al de mistress Carter. No es posible echar un cuerpo ahí, desde una altura de cuatro o cinco metros, sin que dejen de oírlo al lado.
—Creo muy bien que se puede hacer, míster Steyne —contestó plácidamente Gaunt—. Si mal no recuerdo, había en una de esas habitaciones un gramófono particularmente grande, que hacía oír himnos bastante ruidosos en el momento preciso en que se cometía el crimen.
Con rabioso escepticismo, el inspector exclamó:
—Sí, es sospechoso ese estruendo de himnos en el momento de cometerse un crimen. Pero ¿para qué el criminal iba a correr el riesgo de ser atrapado arrojando el cuerpo por la ventana? Alguien tenía que verle u oírle forzosamente. ¿Por qué no limitarse a dejarlo allí? El hecho de haber dejado los guanteletes indicaba que no quería ocultar su presencia en el dormitorio. Luego…
—Exactamente, inspector —asintió Gaunt—. ¿El porqué?… Nuestro criminal es una persona muy extraña. Pero veo que me voy interponiendo en su pesquisa. Siga con su interrogatorio, señor inspector.