6.- En los cuartos de los sirvientes

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EN LOS CUARTOS DE LOS SIRVIENTES

«En la vida había sido muy hermosa; en la muerte casi lo era también», pensó el profesor ante el cuerpo de la infortunada joven. Aunque la cara de Doris Mundo aparecía ligeramente hinchada y los ojos revelaban una leve congestión, no debió de requerirse una presión muy poderosa para causar la muerte de aquel organismo juvenil. Criatura delicada, cuyo fino cuello había sido aferrado por los dedos de una mano grande de varón, yacía sin vida desde pocos momentos antes. Su postura inspiraba invencible compasión.

El lugar de la escena, según se presentó a los ojos del profesor, quedó grabado en su cerebro con los tonos más lúgubres y horrendos. Partiendo de la galería que conducía al comedor, había un pasadizo bastante ancho y largo que llevaba a la cocina. Este pasadizo se alumbraba con una luz procedente de la puerta del castillo en un extremo y de la cocina en el otro. La muerta yacía sobre grandes losas, en rojo y blanco, con los cabellos desordenados, casi sueltos, bajo la cofia de encaje.

La forma en que había sido perpetrado el crimen y las apariencias absurdas de que se le pretendía rodear, colocando aquel collar de perlas en la mano de la víctima, denunciaban a las claras una mente execrable, una audacia inaudita por parte del monstruo que había cometido este segundo crimen. Uno y otro, indudablemente, eran obra de la misma mano.

Al mirar por encima del hombro de sir George, Tairlaine advirtió un repetido abrir de puertas y que alguien profería gritos delirantes. El despensero Wood daba muestras de agitación en la puerta de la despensa, haciéndose sombra con la mano. Una mujer gruesa, bajita, que Tairlaine supuso que sería el ama de llaves, atisbaba ansiosa desde la puerta de su propia habitación, profiriendo plegarias a gritos.

—¡Mistress Carter, por favor! —dijo Wood, súbitamente—. Interrumpa sus preces. Es una profanación.

Pero otra cosa dio la verdadera nota de horror en las dependencias del servicio. Era el sonido de voces elevadas en himno, que, a juicio de Tairlaine, no habían cesado de oírse desde que franqueó la puerta para ver a la jovencita asesinada. Estas voces provenían de un gramófono con altavoz, situado en el cuarto de Wood. Ferviente, casi extáticamente, el coro entonaba esta salmodia:

Tropas de Cristo, en marcha,

en marcha a combatir…,

Francis, que acababa de aparecer en el pasadizo, iluminado ahora, se inclinaba para contemplar el cuerpo de la doncella.

… con la cruz como guía

en contra de Luzbel;

Jesús, el gran Maestro,

templará nuestra fe.

—¡Llamen al médico! —dijo en tono apremiante sir George—. ¡Y corten ese condenado disco! ¡Pronto! ¡Pare ese gramófono, Wood!

—Al instante, señor.

Y el despensero se internó en el cuarto; durante unos instantes más siguió oyéndose el canto marcial con las voces de triunfo, contra las fuerzas demoníacas. Luego se oyó el chirrido de la aguja, un golpe y el silencio.

Tairlaine se enjugó la frente.

—En su garganta hay impresas marcas muy claras —dijo Francis, arrodillado junto a Doris Mundo; con un movimiento instintivo bajó los pliegues de su falda—. Terminan en puntas muy afiladas, según verá, y aquí están las huellas de las ligaduras de las falanges. También se ven los cuadritos de las cadenas que sujetan las manoplas a la muñeca. Sí; no hay duda. Ha sido estrangulada con un par de guanteletes.

—¿Quién encontró a la muerta? —preguntó sir George.

Wood volvióse bruscamente; sus facciones fuertemente pronunciadas se destacaban en la puerta iluminada, formándole ángulos de sombra que le hacían parecerse a un Mefistófeles asustado.

—Fui yo, señor. Hace sólo unos momentos —dijo, adelantándose respetuoso—. Estaba entretenido con la gramola oyendo ese himno. Es de motor eléctrico y puede tocar hasta doce discos sin interrupción. Mistress Carter gusta de los himnos, y por eso…

—¿Cómo la encontró?

—Era ya tiempo de cerrar, señor. Las diez y quince minutos. Yo salía de mi cuarto, y la vi ahí, en el suelo —dijo, señalando—. No la toqué poco ni mucho… En seguida me di cuenta de quién era.

—¡Pobre criatura! —murmuró Francis, incorporándose.

Hubo una larga pausa.

—¿Qué hizo usted entonces? —preguntó sir George.

—Traté de encontrar a su señoría, señor, para comunicarle lo que ocurría. Me encaminé hacia el gran salón y vi a míster Francis que subía la escalera; pensé entonces que era mejor que se lo dijera a él que a su señoría, y le seguí… No me atreví a llamarlo en voz alta. Luego los dos volvimos aquí.

—¿No sabía usted —preguntó sir George— que su señoría ha sido asesinado?

Algún músculo, alguna sacudida nerviosa, pareció inmovilizar las piernas de Wood. Literalmente casi cayó y tuvo que agarrarse a la jamba de la puerta.

—¡Oh Dios bendito! —exclamó horrorizado, mirando el cuerpo de la muchacha.

—No nos ocupemos por ahora de eso —dijo Francis—. ¿Cuánto tiempo permaneció usted en su cuarto?

—Desde que serví el café, señor. Todo el tiempo. Vi a usted y a sir George que se dirigían a la sala de billar, y oí al señor que hablaba de jugar una partida de snooker. Después cerré la puerta del cuarto y me puse a oír música.

—¿Salió del cuarto alguna vez?

—No, señor. Juro que no salí.

—Entonces, ¿por qué no contestó a mi llamada desde la sala de billar? Fue una llamada insistente, pero no logré que despertara.

Wood se llevó una mano a la frente, como aturdido por ser interrogado y no poder contestar satisfactoriamente a las preguntas.

Tairlaine, estudiándole, le encontró bien conservado para su edad; distinto de esos majestuosos mayordomos, de aspecto avinado, que suelen tener las mansiones señoriales.

Lo siento mucho, señor —repuso el sirviente, pesaroso—; debió de ser por la música. No le oí, señor. Lo siento mucho.

—¿Cuándo la vio viva la última vez?

—A decir verdad, no recuerdo bien, señor. Debió de ser por la tarde, después que la pobrecita fue acometida por un ataque de nervios.

Un áspero incidente, iniciado por una voz seca que irrumpió en el debate, dio otro giro a la pesquisa. Místress Carter, el ama de llaves, alisándose agresivamente la falda, dijo:

—Yo le explicaré lo ocurrido, míster Francis, aunque todos sepamos la causa —y señaló el cuerpo de Doris—. Todos saben aquí que yo he sido la última en hablar mal de la muerta. La verdad es que era una muchacha inmoral y nociva. ¡Ojalá el Altísimo olvide su conducta y tenga piedad de su alma!

Francis no pudo evitar un gesto de irritación. Fosco replicó:

—Todos lo deseamos así; pero dejemos eso, por el momento. ¿Qué ocurrió? ¿Cuándo habló por última vez con ella?

—¡Muy bien, señor! ¡Muy bien!… Entonces…, sí, le contaré. Usted no ignora cómo se comportaba; sí, lo sabe usted bien. Después que hube enterado de todo a su señoría…, ¡oh, cómo se indignó!…, y también a miss Patricia, hicimos que la viera el doctor Manning. Ya sabe lo que el doctor comunicó. Luego, en vista de su estado delicado, dispuse que fuera llevada a su cuarto, que comparte con Annie la camarera. Sí, así fue la cosa —afirmó mistress Carter con gesto ceñudo.

—¿Algo más, luego?

—Entonces, el doctor tuvo una conversación con su señoría, nada agradable, por supuesto, aunque de ella nada oí. Doris estaba levantada en su cuarto. Su señoría quiso que el doctor se quedara a comer, pero el doctor adujo que no estaba con las ropas debidas, y como es todo un caballero y además tenía apetito, preguntó si le podían enviar un refrigerio a la sala de música. Se le preparó carne hervida y algo más y le servimos. Luego…

—Esto nos aparta de la cuestión, mistress Carter —interrumpió Francis—. ¿Cuándo vio a Doris por última vez?

—Fue ésa la última vez, míster Francis. ¿No se lo dije ya? Fue en su cuarto, adonde yo la envié hasta decidir qué haríamos con ella. No se podía tener en la casa ese ejemplo de corrupción, capaz de contaminar a las otras muchachas si las teníamos todas juntas. Conseguí de Annie que prometiera que dormiría en otra habitación, con Jane y Nellie, y no hubo más.

Francis observó con pesadumbre:

—Por lo que llegó a mis oídos, es difícil que Annie y otra fueran contaminadas —sus facciones algo contraídas denotaban indicios de amargura. Mirando compasivamente a la muerta, añadió—: No omitiré esfuerzo para encontrar al monstruo que estranguló a esta infeliz; todas sus argucias para ocultarse serán inútiles. Escuche, sir George: conoce usted a John Gaunt, ¿no es así?

—Sí; ya le conté algo respecto a él.

—Entonces, ayúdenos. No hay tiempo que perder. Las pistas se desvanecen si no hacemos una investigación adecuada. John Gaunt está ahora en el Globe Hotel, cerca de la cancha de golf. Ofrézcale lo que quiera. Si no quiere dinero… ¡Bueno! ¿Qué cree que le puede interesar?

—Cuadros, libros viejos, caballos. Sí, y armaduras. Ahora que recuerdo, buscaba…

—Perfectamente. Tenemos un Reynolds en la galería de cuadros. Y un volumen de la primera edición de las «Baladas líricas», con el nombre de Coleridge en la primera página. Y el mejor potrillo de los haras de Suffolk… Dígale que puede llevárselo todo, inclusive esa malhadada colección de armas, si ése es su gusto. Cualquier cosa, con tal que venga.

Sir George miró asombrado a su joven amigo. Tairlaine escuchaba conmovido.

—Trataré de complacerle, Francis —dijo severamente—. Pero… ¿se diría que esto le ha emocionado más que la muerte de su padre?

—El hombre que ha cometido esta muerte es el más abyecto, el más miserable. Y no he de descansar hasta verle en la horca. He de remover cielo y tierra para conseguirlo.

Una voz pomposa, de predicador, resonó en el pasillo, diciendo:

—¡Espantoso, espantoso!

Ajustándose sus lentes de oro, el doctor Manning apareció seguido de Saunders. Sir George hizo un movimiento de cabeza y se retiró cuando el doctor se inclinó sobre el cuerpo de la víctima. Cuando puso el cuerpo boca arriba, todos desviaron los ojos para no mirarle la cara, a excepción de Francis, que la observaba tenazmente, con creciente pesadumbre.

El doctor hizo un examen minucioso.

—Es casi el mismo género de muerte, hijo mío —murmuró atónito—; la misma mano ha cometido las dos muertes. Era casi tan endeble como tu padre, aparte de que su estado…, ¿comprendes? La sangre tenía poca resistencia. La asfixia se ha producido en pocos instantes. Noto en su garganta unas marcas bastantes curiosas…

—De dedos de acero —dijo Francis—. Son los guanteletes que el criminal sustrajo del museo.

—¡Ah! —murmuró el doctor, incorporándose y limpiando los cristales de sus lentes—. ¡Ah sí…, eso debe de ser! ¡Señor, señor!… ¡Cuánta desgracia!… Me he tomado la libertad, Francis, de enviar a Lee a Aldbridge para que fuera en busca del inspector Tape. Tu madre ha recibido la otra noticia con resignación. Hace un momento se la he comunicado.

Francis asintió con el gesto.

—Esto facilitará las cosas —replicó, aliviado; y, fuese por accidente o por designio deliberado, su voz ordinariamente indolente imitó las inflexiones del tono del doctor—. Nosotros también nos tomamos una libertad. Sir George va a ir al Globe Hotel para conseguir los servicios de John Gaunt.

El doctor Manning volvió a ponerse los lentes. Tairlaine notó una curiosa expresión en su rostro cuidadosamente afeitado.

—¿El detective? —preguntó—. ¡Ah, muy bien!

—¿Nada más que decirnos, doctor?

—Creo que no. ¿Ha observado —agregó— el collar de perlas que tiene en la mano? Parecen ser perlas de un gran valor.

—Ya lo vi. Son perlas auténticas. De primera impresión, me han parecido las que papá eligió para regalárselas a Irene en su cumpleaños. —Francis vaciló levemente al ver llegar a Massey desde el comedor. El secretario miró sólo una vez los restos mortales, y pareció estremecerse de emoción—. Massey, le agradecería —continuó el hijo del lord— que examine por un momento esas perlas. Estoy casi seguro de que son las mismas compradas hace poco para el cumpleaños de Irene.

Hubo un temblor apenas perceptible en el rostro de Massey, pero hizo un gesto de asentimiento y se inclinó sobre el cuerpo. Cuando levantó en alto el brazo derecho de la muchacha, un manojo de glóbulos nacarados brilló entre los dedos contraídos de la muerta.

—Son las mismas perlas, en efecto.

—¿Dónde las guardaba papá?

—En una de las dos cajas de hierro. A veces, en la caja del despacho; otras, en las de su propio aposento. No sé bien en cuál. Solía cambiar los valores y alhajas de una caja a otra. Decía que lo hacía por precaución. No comprendo cómo… ¡Ah! La última vez que las vi las tenía en la caja del despacho.

—¿Cree posible que ella pudiera abrir esas cajas?

Massey hizo un gesto de estupefacción. Después de apoyar una mano en el suelo para poder incorporarse, dijo convincente:

—Sin duda alguna. Cualquiera podría abrirlas. Las combinaciones de cierres están escritas en las paredes. Pero ¿para qué quería ella?…

—Estamos perdiendo el tiempo en conjeturas —exclamó impacientado Francis—. ¡Que me lleve el diablo si sé lo que he de hacer! Será bueno, sin embargo, que echemos una mirada a las dos cajas fuertes. ¡Ah! Según me ha dicho usted varias veces, papá solía guardar en las cajas grandes sumas de dinero, ¿no es así?

Massey hizo un gesto de sorpresa. Alejóse precipitadamente del corredor, pero vaciló de pronto y volvió.

—Si esto fuera un robo. Frank…, si te tratara de un robo… ¡Oh, no se me había ocurrido! En la caja del despacho hay diez bonos al portador de mil libras esterlinas cada uno. Lo sé porque hace dos o tres días yo mismo tomé los números de los bonos.

—¿Y en efectivo?

—El dinero lo guardaba en un cajón del escritorio. Hay dinero en uno o varios cajones, pero él conservaba las llaves. La suma exacta no la conozco.

—¿Dónde estuvo usted últimamente?

—En el despacho… por asuntos de lord Rayle —contestó el secretario con visible esfuerzo para ordenar sus pensamientos—. Estuve allí después de la comida. Escribí a máquina una carta tomada del dictáfono, y despaché algunas minucias. Luego, como él no viniera…, sabía que no vendría a pesar de habérmelo prometido…, salí en su busca. Sería esto… ¡Oh, veamos! No recuerdo bien. Las nueve y media, más o menos. En ese momento todo estaba en orden; así me pareció, por lo menos. No me preocupé entonces de examinar la caja.

—¡Atienda! —dijo Francis de improviso, apartando la mano de los ojos—. En los últimos días observé que papá estaba fuertemente preocupado por una carta. Sería una carta muy importante, sin duda, ¿no?

Massey denotó estar incómodo.

Tairlaine, viendo sus ojos desmesuradamente abiertos, pensó en aquella cara rubicunda del reloj alemán, paciente e infatigable, girando en torno a la esfera año tras año.

—No he lavado todavía el cilindro del dictáfono —contestó Massey. Según quien lo escuchara, ese tubo podría provocar graves cuestiones—. La carta que escribí fue tomada de ese cilindro… ¿Quiere escucharlo usted mismo para enterarse de qué se trata?

El doctor Menning sorprendió a todos con esta reflexión:

—Su señoría era un hombre singular, hijo mío. Muy singular. Nadie como usted para saberlo. Además tenía frecuentes desvarios, susceptibles de causar delicados equívocos. ¡Lamentable infortunio! —cerrando de golpe la maleta con sus instrumentos profesionales, echó a andar como para eludir aquel lugar destemplado—. ¿Me será permitido sugerir que este corredor es un lugar poco propicio para una conferencia?

—En efecto, doctor —asintió Francis—. Pasemos a la biblioteca para adoptar alguna resolución. ¿Supongo que no deberemos molestarla…, molestarla a ella hasta que venga la Policía?… ¡Oiga, Wood!

—Ordene, señor.

—Prosigamos un poco más las investigaciones, ¿quiere? Veamos. Los demás sirvientes no duermen en la casa. Quizá alguno de ellos haya visto algo interesante…, por el lado del torreón, tal vez. Vaya a despertarlos y trate de ver si consigue algo. Cualquier novedad que descubra, venga a comunicármela. Estaré en la biblioteca.

Wood estaba tratando de hacerse presentable. En el momento de ser interpelado por su amo, se alisaba sus cabellos grises; juzgando irrespetuosa esta actitud, se detuvo:

—Muy bien, señor. Todos deben de estar acostados ahora. Naturalmente a excepción de Saunders, aquí presente. ¿El…?

Saunders ni siquiera pestañeó.

—Estoy encargado de presentar todas las noches el gorro de dormir al capitán —observó sin dirigirse a nadie en particular—. Se lo he estado dando todas las noches desde la campaña del Somme. Creo haber desempeñado mi trabajo a conciencia, salvo mejor parecer del capitán. En cuanto a este otro crimen, no sé la menor cosa. ¿Quiere el capitán…?

—No quiero absolutamente nada, Saunders, excepto que nos acompañe a la biblioteca. ¿Místress Carter?…

—Diga, señor. Estoy esperando…

—Le ruego que vaya a despertar a las mujeres del servicio. Procure no asustarlas, pero trate de descubrir si saben algo, en cuyo caso me verá en la biblioteca. ¿Y la cocinera?

Místress Carter dio un chillido inclasificable, parecido a los que lanzaba lord Rayle. En aquella situación semejaba un fantasma en el lugar de la muerte. Tairlaine se sobresaltó.

—¿Místress Bounder? —preguntó el ama de llaves—. ¡Bah! Duerme a pierna… ¡Oh, perdone! No hay quien la despierte. De todos modos procuraré interrogarla.

Francis miró en torno.

—Estamos todos aquí —dijo, cejijunto—, excepto…, ¡ah, sí!…, Pat. ¿Dónde la dejó usted, Bruce?

—En su cuarto; estuve a su lado hasta hace un momento —nuevamente Massey titubeó—. Parece que no quiere consuelos femeninos, según manifestó. No desea, según entiendo, que la molesten. Saunders entró en el cuarto y me enteró de esto último. Miss Patricia no sabe nada todavía. Como la vi tan agitada le di a beber un soporífero.

—Bien. Sabemos por lo menos dónde está cada uno. Irene, en su habitación, Pat… ¡Oh! —añadió sorprendido—: Falta uno de los habitantes de la casa. ¿Dónde está el hermoso bailarín? ¿Dónde está Kestevan? ¿Sabe alguien dónde está?

—Capitán —replicó Saunders—, fui a su cuarto en su busca, como me ordenó. Estaba envuelto en una bata de noche, de brillantes colores…, uno de esos quimonos chinos de mangas muy anchas, y se encontraba escribiendo. Dijo que tenía que cambiar de ropa y que bajaría sin tardanza. Perdone usted, capitán; en este momento ha llegado.

Por algún tiempo Tairlaine estuvo bajo la sensación de que alguien, a espaldas suyas, estaba observando a la reunión por encima de los hombros y entre los muebles. El anuncio repentino de Saunders descubrió a Kestevan y le obligó a manifestarse. Sólo las aletas de la nariz parecían agitarse en su pálida cara de italiano, demostrando las palpitaciones usuales de quien respira con dificultad. Sus manos colgaban con rigidez militar.

—Aquí me tiene —dijo en su voz de tono agudo—. ¿Desea que me aproxime algo más?

—Nadie piensa hacerle daño —advirtió Francis—. Acérquese a mirar a la muerta; díganos si la vio antes y cuándo.

—Ciertamente —repuso el artista con dignidad. Sus grandes zapatos charolados movíanse sobre las losas del corredor como espejos oscuros. Cauteloso, avanzó la cabeza por el corredor, cual si presintiera algún peligro—. Ciertamente, la vi hace poco. Era una muchacha encantadora, ideal para el celuloide. ¡Y pensar que esta misma noche hablé con ella!

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—En materia de piernas era una perfección —dijo Kestevan como ensimismado—. Se parecía bastante a la primera dama de mi compañía.

—¿Dónde la vio usted?

—¡Oh!, por ahí y esta noche. Después de la comida, cuando estaba arriba… Me sonrió, y entonces note, ¡por mi honor!…, que se parecía a la estrella de mi compañía… Según creí notar, se dirigía a los aposentos de lady Rayle.

Sobrevino un silencio. Kestevan se fue apartando del cuerpo de Doris.

—¿A los aposentos de lady Rayle? —repitió Francis—. Es curioso, realmente curioso —luego, dirigiéndose al doctor—: Doctor Manning, ¿no estuvo usted con Irene toda la noche? ¿Vio a Doris entrar allí?

El doctor mordióse los labios.

—Sí, estuve con lady Rayle… casi toda la noche, En cierto momento dejé sus habitaciones para ver a lord Rayle. Así fue. Y antes de esto, lo recuerdo ahora, estuve fuera un largo rato. Fue a causa del auto. Temí que hubiera dejado el motor en marcha, y bajé para cerciorarme. Naturalmente, no quise ocupar para esto a uno de los sirvientes, suponiendo que podía ser un error mío. Llegué hasta el coche. Entre paréntesis, no estaba en marcha. Posiblemente fue entonces cuando la pobre muchacha entró. Pero yo no la vi.

—¿Cuándo bajó usted para ver su coche, doctor?

—¡Ah! —dijo pensativo el médico, esforzándose por recordar—. Mi joven amigo, no sabría decirlo con precisión las nueve y media…, tal vez un poco antes, un poco después.

—¿Fue en ese tiempo cuando vio a Doris? —preguntó Francis a Kestevan.

—¿Si vi a…? ¿Se refiere a la joven parecida a la estrella de mi compañía? —inquirió Kestevan—. No lo sé exactamente. Nunca me fijo en esas cosas. Yo me levanté, señores, y me encaminé a mi habitación. Para escribir a mi tía —explicó con el aplomo de quien no cree necesario explicar nada más—. Desde ese momento ignoro cuanto pasó en la casa.

Saunders hizo un leve gesto para intervenir.

—Perdone, capitán —dijo gravemente—, y con su debido permiso. Pero lo que él dice, temo mucho que no sea verdad. No exactamente, por lo menos.

Las manos de Kestevan cayeron inertes, quedando como sin respiración. Altivo, esperó la acusación.

—Quiero decir —prosiguió Saunders pacientemente— que no trato de contradecirle sobre el momento en que vio a Doris. Me refiero a que no se encaminó directamente a su cuarto. En vez de eso, salió y se dirigió hacia la puerta del torreón que queda detrás del castillo.

La denuncia provocó estupor en todos los oyentes. Por un momento, Kestevan permaneció impasible y habría dejado la referencia sin respuesta; pero intimidado por el silencio general y por las miradas recelosas de todos, alzó amenazador el puño y gritó:

—¿Cómo se atreve a decir ese embuste, puerco charlatán? ¡Cuidado con lo que se dice, si no quiere que le haga despedir de la casa!

Por más que procuraba dominarse, notábase en la voz de Kestevan una honda alteración. Saunders se limitó a observar las grandes losas del pasadizo. Respetuoso contestó:

—Esto, señor, es cosa que resolverá el capitán. Y repito lo que dije antes: usted hizo lo que yo he dicho. Le vi con mis propios ojos.

Tairlaine quedóse boquiabierto. La denuncia de Saunders tenía una importancia extraordinaria. Si alguna duda pudiera tener de ello, la habría desechado al observar la súbita palidez que cubrió las facciones de Francis. Ahí estaba, presumiblemente, la explicación de aquellas puertas condenadas por lord Rayle; la inexplicable presencia de Patricia en la sala de armas, y sus andanzas en torno al tapiz flamenco que ocultaba la puerta secreta por la cual se iba al torreón, lugar ideal para una cita, la confusión de la jovencita en explicar los motivos de su presencia allí, con lo cual se comprometía gravemente y provocaba toda clase de sospechas respecto a la pesquisa sobre la muerte de su padre; finalmente, la revelación de Saunders acerca del lugar adonde se dirigió Kestevan —el hombre fascinador amado por las mujeres—, que sería para consumar otra obra de seducción artera en la casa a la cual había sido invitado.

—¿Admite o niega lo que dice Saunders? —preguntó Francis a Kestevan, con furia mal disimulada.

—No quiero descender a discusiones de esa clase —repuso—. Lo que tenga que decir sobre esto será al lado de un abogado y ante un miembro de la Justicia. Usted no es quién para interrogarme.

—¿Puedo sugerir otra cosa más? —insinuó el doctor Manning. El tono oratorio de su voz estaba impregnado de fastidio—. ¿Puedo sugerir que nuestras diferencias se diriman fuera de las dependencias del servicio? Hace ya mucho que estamos aquí…

—Sí; salgamos de este pasadizo.

Todos callaron. El grupo echó a andar, huyendo del viento frío que empezaba a soplar en el corredor donde yacía la pobre Doris. Mister Carter quedóse detrás, comentando con sus subordinadas las extrañas cosas puestas al descubierto en los interrogatorios. Encuadrado aún en el marco de luz de su propia puerta, Wood —un Mefistófeles medroso, con cabello tan tupido como un casco— permaneció largo tiempo en actitud inmóvil.

Tairlaine pasó por la extraña sensación de haber visto en alguna parte una figura parecida, de este o del otro mundo. Algo sobrenatural.

Pero cuando volvió la vista atrás vio al repostero con una manta roja en las manos para extenderla piadosamente sobre el cuerpo de la muerta.