14.- El como y el porque de una mentira

14

EL COMO Y EL PORQUE DE UNA MENTIRA

—¡Lady Rayle ha sido asesinada! —anunció John al levantarse de tomar el desayuno.

Dejó que todos tomaran el breve refrigerio. El gran reloj del comedor acababa de dar las nueve, y los distintos comensales se aprestaron a las diligencias sumariales que iban a dar comienzo en breve. Aunque reinaba cierta cordialidad, nadie podía evitar la suspicacia, la mirada de recelo para el que acababa de entrar, para el que daba los buenos días o el que formulara cualquier pregunta por insignificante que fuera. Es que el asesino estaba allí, era uno de ellos, y probablemente, momentos antes se tiñó las manos en sangre o estuvo ocupado en ocultar los instrumentos del delito.

Francis acababa de bajar para tomar una taza de café; otro tanto habían hecho sir George, Massey y Kestevan; el doctor Manning había entrado momentos antes, bien afeitado y paternal, y se sentó a compartir el desayuno.

La última campanada del reloj sonó estridentemente en aquel silencio opresor. Alguien, en ese momento, hizo chocar los platos y cambió de sitio una tetera. Wood, atento al arreglo de la mesa, la pasó de la izquierda a la derecha antes que sir George, empujándola distraídamente con el codo, la hiciera rodar por el suelo. Francis, absorto en mirar una fotografía de su hermana que trajo consigo, escuchó y se quedó inmóvil. Luego concentró su atención en el retrato.

Durante varias horas Tairlaine estuvo esperando la difusión de la noticia. Cada campanada del reloj aproximaba el momento de la tétrica revelación, y la esperaba como un mazazo en la frente. Ahora, solamente se escuchaba el tintineo de la vajilla de plata al ser levantada por las manos expertas de los sirvientes. Tairlaine trató de examinar el efecto del anuncio en las caras, pero sólo pudo ver la esbelta y alta figura del detective, sobresaliendo en la mesa y dándole vueltas al monóculo con el índice. Antes de sentarse a la mesa, Gaunt le había dicho únicamente: «Esté de acuerdo con todo lo que yo diga».

Ahora Gaunt jugaba negligentemente con el monóculo, ajeno a la sensación que sus palabras habían producido.

Kestevan se había puesto intensamente pálido, con visibles muestras de emoción. Incapaz de permanecer en su asiento, estuvo por levantarse y desahogar su angustia en gestos violentos, pero la actitud impasible de Francis le contuvo. Este fue el primero que habló.

—¿Cuándo murió? —preguntó en tono firme—. ¿Estrangulada también?

—No —repuso Gaunt—. Muerta a balazos, el último de los cuales le atravesó el corazón, en su propio cuarto. Ocurrió anoche, pero el cuerpo no fue descubierto hasta esta mañana.

De nuevo sobrevino el tétrico silencio; tan profundo, que Tairlaine oía a Wood moverse en la puerta. Bajo impresiones diversas, Francis sintióse acometido de una risa histérica, apenas esbozada, pero se reprimió pronto y se acercó a la mesa.

—¡Bien, bien! —murmuró—. Así son las cosas. Es lo que ella quería. ¿Qué pensará de la muerte ahora?

Miró con curiosidad a Kestevan. Manteniendo aún su posición de sernisentado, el actor contemplaba la puerta del gran salón como si hubiera allí una imagen. Comenzaba a estar completamente en pie; estremecióse entonces y sentóse de nuevo.

—No, Kestevan —sugirió Francis en tono indolente—; en su lugar, yo no iría a verla. Podría parecerle poco grata.

El actor profería palabras inarticuladas; al fin pudo decir:

—No pensaba en ella, malvado. Quería saber tan sólo si Patricia está…

—Duerme todavía —indicó el detective—. ¿Quieren decirme los señores si anoche oyeron algún tumulto, alguna detonación?

—Por mi parte, no —apuntó sir George—. Y si lo hubiese oído, no estoy seguro de que me hubiera levantado para hacer averiguaciones.

—¿Usted, señor Massey?

El secretario movió tristemente la cabeza, que había mantenido baja desde la revelación.

—No; nada oí. Estoy en el otro lado de la casa. ¿Quién… la encontró?

—Una de las sirvientas. ¿Míster Kestevan?

—¿Eh? ¿Quién le…? ¿Un balazo? ¡Oh!… ¡No… no!

—Y, desde luego, el doctor Manning —insinuó Gaunt con suave sonrisa—, puesto que no estuvo aquí, nada puede haber oído.

El doctor se secó fuertemente los labios con la servilleta; su ancha cara parecía congestionada.

Lady Rayle… Es atroz, por supuesto. Yo… ¿Por qué no se informó antes?

—El doctor Tairlaine y yo estuvimos realizando algunas averiguaciones. No tocamos en absoluto el cuerpo. Está en su salón. Aparentemente, estaba leyendo en la cama; debió de oír algún ruido o fue atraída a otra habitación con algún pretexto. En fin…, está muerta.

—Sí —dijo Manning, moviendo varias veces la cabeza y mirando la mesa—. ¿Dijo usted… a tiros?

—Con un revólver de gran calibre, al parecer.

Durante todo el tiempo que estuvo hablando, una de las manos del detective trazaba signos debajo de un gran azucarero; Tairlaine creyó notar que hacía extraños arabescos con un lápiz en el mantel.

—Y… ¿por la misma persona que mató…? —Francis terminó la pregunta arqueando las cejas.

—Indudablemente.

—¿Y por qué a Irene? ¿Qué diablos andaba haciendo en su habitación?

—Otro enigma, míster Steyne. Confieso que hasta el presente nada he podido descubrir. El motivo del crimen no fue el robo; en el gabinete de la muerta hay diversidad de joyas de gran valor —hizo una pausa mirando cejijunto los trazos de su lápiz—. Pero, ante todo, míster Steyne: ¿qué personas de la casa tenían un revólver que pueda haber servido para este hecho?

—¡Revólver!… ¡Hum! En la casa hay más bien carencia de ellos. El museo de trofeos tiene los consabidos cañones, mosquetes y reliquias sobre el estilo. ¡Oh! Recuerdo también un viejo Smith and Wesson 32, con el cual yo solía cazar conejos, pero ya no se usa desde hace tiempo. Creo también que la misma Irene tenía uno muy pequeño.

—El arma usada esta vez es de uno de los más grandes calibres, a mi ver. El doctor sabrá decírnoslo después.

Francis entornó un ojo y levantó la ceja del otro, tomando un aspecto peligroso y extraño a la vez.

—A excepción —dijo— de mi pistola automática del ejército: una cuarenta y cinco.

—¡Ah, bien! —contestó Gaunt, imperturbable—. ¿Y dónde está?

—¡Que me aspen si lo sé! Hace años que no la he visto. No se la puede usar contra cosas chicas; las hace añicos como una bala de cañón. Saunders puede ser que lo sepa. Es una especie de asistente que atiende a todas mis cosas. Le interesa especialmente todo lo relacionado con el ejército… ¡A ver, Wood!

El despensero reapareció, inclinada la cabeza.

—¡Mande el señor!

—¿Quiere buscar a Saunders? Debe de estar arreglando mi cuarto… Y… ¡Wood!

—Señor.

—Diga a Lee que eche un vistazo a la sala de armas. Encárguele que vea si puede encontrar una pistola de un calibre de más de treinta y dos. ¿Ahora, míster Gaunt?

—Estoy impaciente esperando la llegada del inspector Tape. Hay un motivo que hace necesaria su presencia. Quisiera también que me permitiera ocupar a uno de sus dos sirvientes para ir a Aldbridge y expedir dos telegramas… ¡A ver! ¿Qué más? Míster Massey; si mi memoria no falla, los abogados de lord Rayle son Simpson y Simpson, ¿no es así?

El aludido asintió con un gesto.

—Puedo darle la dirección completa, si gusta.

—Gracias. ¿Y su Banco?

—Great Midland London Branch. El nombre del gerente es Harlan Dale.

El detective escribió los datos en un sobre. Ahora, dirigiéndose al doctor Manning, dijo:

—Vamos a continuar, doctor Manning. Me disgusta volver de nuevo sobre el asunto, pero cada vez asume mayor importancia, y anoche no tuve la oportunidad de planteárselo. Concierne a Doris Mundo.

—¡Ah, sí! —contestó el doctor, ajustándose las gafas—. ¿Otro…, ¡ah!…, detalle trágico sobre la infortunada criatura?

Gaunt planteó la cuestión:

—Ahora veremos. Según ha dicho míster Steyne, Doris era muy apreciada por miss Patricia, a la vez que era la sirvienta favorita de lady Rayle. ¿Tendría usted inconveniente en subir la escalera y ver si su hermana puede venir a contestar a algunas preguntas?

Una mirada extraña, cierta especie de comunicación pasó entonces entre Francis y el detective. Este había hablado casi negligentemente, no obstante lo cual Francis pareció entender. Asintió con el gesto y abandonó el comedor con las manos en los bolsillos de su vieja chaqueta de caza.

—Y ahora, doctor —prosiguió Gaunt—, fue usted llamado anoche para reconocer a la muchacha, ¿no es así?… Exactamente. La encontró usted en estado interesante. ¿Era esto de mucho tiempo?

—Tres meses, más o menos, a simple impresión. Fuera del consultorio sólo es posible realizar un reconocimiento superficial.

—Lo que sigue es delicado e importante. ¿Averiguó algo sobre lo que cortésmente se llama «el hombre» en el caso?

El doctor, algo sonrojado:

—Ética profesional, señor.

—Ruégole que conteste a mi pregunta, doctor.

—Accederé a su ruego —repuso Manning—. Sí, traté de averiguarlo. Fui específicamente solicitado en ese sentido por lord Rayle y mistress Carter, que hace las veces de madre para las muchachas… Pero Doris se negó a confesarlo. Adoptó una actitud algo melodramática, ¡ah!, y lloró desconsoladamente.

—¿Recuerda si le dijo algo que pudiera inducirle a una mera presunción?

—Mi estimado señor, yo no soy un detective.

—¡Tenga la bondad de contestar a una pregunta humanitaria! El recuerdo de la infeliz exige cualquier esfuerzo en su defensa.

—Sólo puedo recordar una cosa —explicó Manning venciendo sus escrúpulos—. No, me es imposible recordarlo exactamente. Fue algo así como: «Le quiero mucho y ahora no se lo puedo decir. Quisiera que él lo supiera». Sus palabras eran difíciles de comprender, y…

—¿A quién supone usted que aludiría?

El facultativo hizo intención de levantarse.

—¡No lo sé! Usted no tiene aquí ninguna autorización oficial, y le ruego desista…

—¡Gracias doctor!… ¡Ah, entre, Wood! ¿Y éste es, según supongo, Saunders?

Wood hízose a un lado, mientras el asistente de Francis se adelantaba, moviendo inquieto sus toscas manos. Saunders, aunque tranquilo, miraba a un lado y a otro con recelo. Gaunt, sentado frente a él, le estudió un momento.

—Saunders, ¿es usted el asistente personal del honorable…, discúlpeme…, del nuevo lord Rayle?

El criado parpadeó ligeramente a la mención del nuevo título. Tairlaine, que también lo oía por primera vez, sintióse impresionado.

—Sí, señor —contestó el criado—. Además de otras obligaciones.

—¿Hace mucho tiempo que está usted a su servicio?

—Diecisiete años, señor.

—Su señoría nos ha dicho hace un momento que entre sus recuerdos de filas había una pistola automática de calibre cuarenta y cinco, pero que desde hace tiempo no la ha visto. ¿Sabe algo de esa pistola?

Saunders hizo un gesto afirmativo, sin rehuir la mirada penetrante del detective.

—Sí, señor; sé dónde está. Pero si el capitán la necesita ahora… ¡Oh, imposible! Está rota.

—¿Rota?

—Como le he dicho, señor —continuó Saunders animándose paulatinamente—. Está averiada; yo mismo la averié, señor. Luego se perdió. Se perdió hace meses. No me atreví a decírselo al capitán. Yo se la arruiné. Fue por no tener balas y querer tirar con balas diferentes. Después traté de repararla, pero no pude. Entonces me acordé de un amigo que es estupendo para componer armas. Fui y le dije: «Mira, James: aquí te traigo una pistola del capitán para que la examines, a ver si tiene compostura». Y él me dijo: «¡Cómo no, amigo! Veré de arreglarla». Y se la guardó.

—¡Cuidado, Saunders, no se precipite! —advirtió Gaunt, viendo al otro embarcado en una descripción interminable.

—Bien, señor. Una semana después volvió James y me dijo: «Mira, viejo: lo siento mucho, pero el arma que me diste se me perdió». Yo me desesperé, pensando en lo que diría el capitán. Entonces mi amigo me explicó que se había ido con su novia a dar un paseo en bote, con el arma en el bolsillo trasero. James me contó que durante el paseo dijo a la muchacha: «¿Qué te parece si nos besáramos?». «¡Oh, sí! —dijo ella—, pero ten cuidado no vuelque el bote». Los dos se levantaron y, en el momento en que él extendía los brazos, el arma se le salió del bolsillo y cayó al agua —Saunders hizo un gesto de impaciencia y observó desalentado—: Esto es lo que me dijo, señor, aunque tengo mis dudas de que sea cierto.

Gaunt le miró con expresión alentadora.

—No me atrevo a reprocharle nada, Saunders. Así que la pistola está bajo el agua. ¡Qué le vamos a hacer!

Saunders respiró tranquilizado. El detective extrajo del bolsillo el pequeño revólver reluciente, con gatillo de pata de cabra, el arma que había encontrado bajo el cuerpo de lady Rayle. Lo retuvo pensativo en la mano antes de mostrarlo a nadie.

—¿Vio alguna vez este juguetito?

Saunders tomó el arma que le presentaban y la examinó con sorpresa desdeñosa. Locuazmente contestó:

—Pero ¡qué pequeño! Nunca vi otro tan menudo. Lo puedo cubrir con mi mano. No, señor… La primera vez que lo veo.

—Gracias. Deseo preguntarle otra cosa. Usted ha sido hasta ahora un servidor obediente y leal. Según mis informes, usted fue quien advirtió anoche que míster Kestevan cruzaba el patio en dirección al torreón del fondo.

—Así es, señor —y Saunders frunció el ceño al mirar al actor.

—¿Dónde estaba usted entonces? ¿En el patio también?

—Sí, señor. Y no lejos de allí.

—Eso ha despertado mi curiosidad —observó Gaunt—. ¿Suelen llevarle allí sus tareas habituales, en la oscuridad de la noche?

Saunders le miró con profunda sorpresa, reflejada en sus palabras:

—¡Por la no…! Sí, señor. Al servicio del capitán, como le he dicho. Sabrá el señor que el cuarto del capitán está en el fondo de la casa. Míster Wood, el despensero, dice que yo alboroto mucho por los corredores cuando voy y vengo para el arreglo de las cosas del capitán. Por eso, ayer me encargó que en vez de ir por los corredores pasara por el patio y subiera por la escalera de atrás. Allí hay una puerta que da a un cuarto no usado por nadie, completamente al fondo. Al hacer ese recorrido fue cuando noté la presencia del señor, cerca del torreón.

—Bien, nada más, Saunders; muchas gracias.

El asistente parecía a punto de formular una pregunta. Pero cerró los labios e imitó toscamente la inclinación de cabeza de Wood, retirándose del comedor. Gaunt le siguió con la vista sonriendo levemente.

El doctor Manning refunfuñó:

—Este hombre mentía de una manera descarada. Me extraña, míster Gaunt, que no lo haya desenmascarado. ¡Salta a la vista que forjó una paparrucha indecente!

—¡Ah! —exclamó el detective—. ¿Qué opina usted, míster Massey?

—¿Acerca del revólver? —inquirió el secretario, abstraído en pinchar el mantel con un tenedor—. A decir verdad, no me pareció muy convincente. Con esa charla y esos «dijo» y «dice»…, ¡cualquiera le aguanta! —terminó desasosegado.

—¿Y tú, George?

—Yo estoy menos seguro. Esa actitud de ingenuidad y sencillez con que ha hecho el relato me ha convencido a medias. No diré que sea falsa, pero sí parecía excesivamente candorosa. No quiero ser suspicaz en extremo, pero tampoco deseo dejarme embaucar por los mentirosos. Ese hombre tal vez sea sumamente hábil; quizá nos ha servido una historia absurda, y que nos inclinaríamos a creer, simplemente porque es tan increíble. En cambio, si hubiera forjado una justificación sencilla para apoyar sus embustes, entonces te sentirías inclinado a prestarle crédito. Objeciones ultrasutiles, como habrás visto.

Gaunt cambió una mirada de inteligencia con Tairlaine.

—No del todo. Debo confesar que el mismo pensamiento se me ha ocurrido a mí. Desde el comienzo, me percaté de que en modo alguno debía ceñirme a un interrogatorio estrecho. No se puede acosar a un testigo de esa clase. Para probarlo tenía que apelar a un experimento —convincente, movió la cabeza—. No, George. Saunders no es ningún embrollón. Estoy seguro de que se sorprendería muchísimo si te oyera atribuirle esas maquinaciones de que has hablado. Estoy seguro de su sinceridad.

—¿Cómo así?

—Porque se dejó tomar las impresiones digitales —explicó Gaunt, tocando levemente el revólver diminuto que tenía ante sí—. Por eso se lo di para que lo examinara. Estimados señores: esto es sólo una variante de una treta muy conocida. El verdadero malhechor siente un horror casi fanático por las marcas de sus dedos, aun cuando está positivamente seguro de no haber dejado ninguna. Desde el principio al fin de haber cometido un crimen ha podido haber usado guantes; pero, así y todo, siempre alienta el temor, nunca alejado de su mente, de que tras sí haya dejado una de esas endemoniadas huellas, reveladoras de su delito.

—¿Quiere decir entonces —inquirió sir George— que esa historia es cierta a juicio tuyo?

—¡Oh, no! No necesariamente. Quiero sólo decir que Saunders no es persona de sutilezas ni picardías. Por lo demás, su historia me interesó especialmente. Si ha mentido, ha contado una mentira tan reveladora como la misma verdad.

Sir George castañeteó los dedos con rapidez.

—Paradojas llaman a esto. Algo que no está en tus métodos.

—Sentido común lo llamo yo. Quisiera que el comisionado hubiera asistido a esto.

Gaunt había olvidado —así parecía al menos— el asunto de los crímenes. Denotaba ansia de polemizar. Su ademán casi invisible puso a Wood en movimiento para traer una provisión de brandy.

—Hace algunos años —prosiguió, encendiendo un fósforo para la pipa— hubo un gran revuelo en los círculos policíacos sobre ciertos pretendidos inventos científicos, mediante los cuales el delincuente se traicionaría a sí mismo. Se comenzó con el experimento de la asociación verbal de Jung. Leíase a un sospechoso determinado una lista de palabras aparentemente sin sentido, y se subordinaba la respuesta a la palabra que cada una le sugería. Si tardaba mucho en contestar, o merced a una palabra traicionera contestaba inconscientemente a una sugestión, dábase por supuesta una significación altamente siniestra.

Luego tuvimos lo que humorísticamente se llamó el detector de mentiras. Consistía en aplicar a un sospechoso varios complicados aparatos y verificar luego las diferencias de presión sanguínea a la simple mención de determinadas palabras. Hubo después otros métodos, inclusive el uso de una droga garantizada para obligar a decir la verdad, y todos ellos fueron solemnemente considerados por los médicos y curanderos… Hasta donde alcanzan mis conocimientos, toda clase de ordalías fueron experimentadas, excepto, según creo, la de atar a un sospechoso de pies y manos, arrojarlo al agua y declararlo inocente si se ahogaba. Como asunto de valor práctico, el último procedimiento habría resultado tan útil como cualquier otro en determinados delitos.

Pruebas al canto. El acusado no puede menos de saber lo que había de ocurrirle. Está sentado con un aparato atado al brazo, mientras se le hace una descarga de palabras de sentido recóndito. El sospechoso ve su sangre subir de un salto, como un geyser, con la palabra más inofensiva. En realidad, cuanto más inofensiva es una palabra, más apto es el paciente para alarmarse por sospechar un sentido mortal. Si está realmente complicado en el delito, conocerá los hechos y sentirá terror si le son conocidos. Y cuanto más inocente es, más grande su inquietud.

A causa de la divulgación de la prensa, es concebible que la mitad del pueblo de Inglaterra esté al corriente de los hechos en un juicio notorio. Una muerte es cometida en la tienda de un vendedor de pájaros en Tottenham Court Road. Un pacífico corredor de Bolsa es detenido y llevado ante los investigadores. El invento es aplicado a su brazo, el científico hace algunos pasos mesméricos con su libro de apuntes, y lanza una retahila de palabras, tales como cuchillo, gusano, canario, árbol, alpiste, arenque. Si el corredor de Bolsa es perturbado por las cinco primeras palabras, como habrá de serlo indefectiblemente, sentiráse oprimido de angustia a la palabra arenque, que no parece tener aplicación y probablemente resultará fatal.

Esto, como es lógico, confunde a los inquisidores, pues, en primer lugar, arenque nada tiene que ver con el asunto. Fue puesta únicamente allí como una diabólica treta de los psicólogos para dar descanso a la mente del paciente. Hecho esto, los analistas se sentarán a acumular puntos en sus torres de erudición, intentando explicar por qué extrañas contorsiones del cerebro humano este asesino del vendedor de pájaros sucumbió ante la palabra arenque… Esto, señores, es lo peor de la máquina. La máquina suele cometer algunos errores; el operador los comete invariablemente. Es inevitable.

Gaunt hablaba recostado, con los ojos entornados y envuelta la cabeza con las nubes de humo de la pipa. Ahora se sentó y miró en derredor suyo.

—No intente nunca poner un termómetro clínico en la oreja con el fin de averiguar la temperatura de su cerebro. Déjenlo solo, completamente solo. No le induzcan a hablar y reserven la dureza únicamente para los que son locuaces en extremo; entonces se volverán más parlanchines que nunca. Si ha preparado una mentira grande, intrincada, bien construida y fundada, será muy difícil descubrirlo. Para el interrogador, la ventaja saliente es que pocas mentiras son bien elaboradas de antemano. Son embustes para salir del paso y, aun cuando hayan sido concebidos con tiempo, el mentiroso no puede resistir a la tentación de elaborar, de enriquecer la mentira. Por ejemplo, si usted desea ir sinceramente a comer con determinada persona y las circunstancias se lo impiden, las disculpas que expondrá a esta persona después serán breves y no le costarán ningún esfuerzo. Unicamente, cuando desee evitar de todo corazón esa comida y la evita deliberadamente, sus disculpas toman la forma de una larga y detallada historia. En otros términos, el detalle denunciador es el detalle innecesario.

Gaunt se sirvió una copa de brandy y la contempló al trasluz. Sir George se inclinó hacia adelante.

—Nunca te oí una conferencia de esta clase sin ningún propósito —observó—. ¿De ella deberá inferirse que el mentiroso se entrega por sí mismo, más dejándolo hablar que interrogándolo? ¿Con tal inconsistencia, que puede señalarse con el dedo?

—Si a veces no llega a los extremos que le son comunes —contestó el detective—, invariablemente es una pintura de su propio carácter. Generalmente revela lo que está en su pensamiento por los hechos imprevistos que se suceden, sin necesidad de interrogarle… Es por eso —concluyó Gaunt tras de un largo trago— por lo que yo prefiero por amigos a los embusteros auténticos, congénitos… Sé con quién tengo que habérmelas.

El recelo creció en la reunión; oyéronse toses inclasificables, y sir George dijo mansamente:

—Presiento que todo esto tiene alguna finalidad. ¿Está inspirado el discursito en las tonterías que Saunders acaba de relatar?

—¡Oh, no! Nada de tonterías. Saunders descubrió perfectamente lo que meditaba cuando nos largó su historia… Me refiero a un asunto más trascendental. Estudiaba la más perfecta combinación de los dos factores: una mentira y una serie de ellas, que no solamente atrapan al mentiroso en el absurdo creciente que va acumulando, sino que reflejan plenamente su carácter.

Se incorporó a medias en el asiento al oír rumor de voces en el vestíbulo.

—Debe de ser el inspector Tape, sin duda alguna. No perdamos tiempo; vayamos a verle sin tardanza.