7.- John Gaunt entra en acción

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JOHN GAUNT ENTRA EN ACCION

Al encontrarse nuevamente en el gran salón, Francis se volvió rápidamente y se encaró con Larry Kestevan.

—¿Sabe que tengo buenas razones —dijo en tono bajo, pero seco— para creer que Saunders decía la verdad? Bruce sabe lo que quiero decir, y el doctor Tairlaine también.

Las vibraciones habituales se repitieron en las fosas nasales del artista. Echóse hacia adelante para hablar en tono enérgico.

—Usted sigue demostrando que me detesta —fue su contestación—. Cree poder burlarse de mí, pero se equivoca. Necesita algo más que lo que tiene, Steyne, para burlarse. Y con todas sus ínsulas y su tono de superioridad, le diré que a su hostilidad contesto yo con la mía. ¿Entendidos?… Si no es así, puede irse al infierno.

—¡Bribonzuelo! —repuso suavemente el aludido—. Si estuviéramos en otra situación, ya tendría el correctivo que merece en sus huesos y en su vanidad. Una causa levísima, muy tenue, impide que lo haga.

Raspó un fósforo indolentemente y encendió un cigarrillo. Kestevan, que esperó producir una gran confusión con su bravata, sintióse intimidado con la respuesta recibida. Tuvo la absoluta certeza de lo que iba a ocurrir si salía de sus labios otra palabra imprudente, pero no podía permanecer callado ante la amenaza de un castigo. Debía replicar algo, oponer algún intento de rebelión, pero no supo qué decir; no se le ocurrió nada.

—Y a lo que dije antes, debo agregar esto —continuó Francis con ardor—. Tendremos que informar a la Policía que Pat se encontraba en el museo. Es inevitable. En cuanto a lo demás, al torreón y a las puertas condenadas, ni una sola palabra. Ella estaba allí mirando las armaduras, y nada más… En cuanto a usted… Usted nunca fue al torreón, ni encontró la puerta clavada por el exterior, como ella la encontró de igual modo en la parte interior. Su palabra de que no estuvo allí es aceptada, y las referencias de Saunders son un mito. Pero, tan pronto como podamos hacerlo convenientemente, dejará esta casa sin chistar y sin ostentaciones.

—¡Eso está por verse! —dijo Kestevan eludiendo heroicidades por su propia cuenta—. Por si no lo sabía, entérese ahora: soy huésped de su madre y estoy aquí porque ella me invitó. En Bowstring sólo manda ella, y lo que ella ordena se hace. Veremos, pues…

Massey, al ver el gesto impulsivo de Francis, le contuvo por un brazo.

—¡Prudencia, Frank!

—¡Bien! —dijo Francis entre una gran bocanada de humo—. Señor Kestevan, nos vamos arriba para un asunto en el cual su presencia es innecesaria. Por consiguiente, no venga con nosotros. Debo prevenirle, sin embargo, que su alejamiento de aquí urge. Es imprescindible, sin demora alguna. De lo contrario, le pondré en un estado que no podrá mirar las luces de Kleig en muchas semanas. ¿Enterado? Vamos arriba, señores.

En silencio, los cuatro hombres —Francis, Tairlaine, Massey y el doctor Manning— atravesaron el gran salón y subieron la escalera alfombrada de rojo.

—Ya habrán notado ustedes —observó, pensativo, el joven durante la ascensión—, o quizá no lo hayan advertido, que detesto cordialmente a ese hombre. Me tiene sin cuidado que sea hermoso. No es esto; ¿tiene él la culpa acaso? Lo que detesto en él es que sea hermoso y estúpido como una mujer. Aunque tampoco tendrá la culpa de eso. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Vayamos ante todo a echar una mirada al escritorio!

La larga galería de retratos, al extremo de la escalera, relucía con la luz de múltiples bujías. Tras una baranda de cordones rojos, los tonos sombríos de los retratos brillaban con riqueza, sobria. Francis los saludó con la mano. Deteniéndose ante cada uno de ellos conforme desfilaban, dijo:

—¡Aquí estamos todos, nobles antepasados míos! Buen lote, en verdad. Ese de mirada acerada, largas piernas y gorguera, es Charles Steyne. Le cortaron la cabeza por delito de alta traición… El gordo de al lado, con pelliza roja y mirada lúbrica, es el juez Humphrey Steyne. También procesado por alta traición durante las «Bloody Assizes»[3], y sentenciado por su cofrade, el juez supremo Jeffreys, que le puso bajo el hacha. Una tanda de locos. Muy a menudo he sospechado que yo lo estoy también. Nunca he sido capaz de creer que en el mundo hay algo serio, ni siquiera los deportes. Mi mente es una nube blanca, inaccesible. Y, créame, cuando hace poco hablaba abajo con ese pobre histrión, que es casi inofensivo, sentí tentaciones de arrojarle al suelo y pisotearle como a un reptil. Malo, malo. No me gusta eso.

—Bueno; ahora, amiguito mío —intervino el doctor Manning con sus amplias y benévolas maneras—, debe sustraerse a esas predisposiciones hereditarias, que no afectan en nada a su carácter —sonrió satisfecho del argumento empleado—. No crea en predisposiciones a la locura. Lo que necesitamos usted y todos nosotros es una botella.

—¡Inglaterra, mi vieja Inglaterra! —dijo Francis alzando la mano—. Lo único que puede ser nefasto para un individuo es tu clima, lo único que puede remediarlo es tu whisky. Lo sé por experiencia propia. ¡Por aquí, señores!… Este es el famoso escritorio. ¿Quiere encender las luces, Bruce?

Los cuatro permanecieron inmóviles hasta que se encendieron las bombillas.

—¡Alguien ha andado por aquí! —exclamó Massey, precipitándose sobre una diversidad de objetos dispersos por la pieza—. ¡La oficina ha sido saqueada!

Era una pequeña pieza con dos ventanas y varios muebles de metal para la colocación de documentos. Una gran lámpara verde alumbraba un escritorio con máquina de escribir, cuya tapa estaba en el suelo, como tirada. Junto a la máquina había un dictáfono y debajo de éste un casillero con los cilindros usados para el dictado. Los papeles habían sido cuidadosamente puestos sobre el escritorio, única parte limpia de la oficina. Varios cuadros habían sido arrancados de las paredes, sin duda para ver si detrás de ellos había sido ocultado algún valor. Había vidrios rotos diseminados por el piso, y una caja fuerte empotrada en la pared se hallaba semiabierta. Contiguos a ésta, toda clase de papeles caídos y desgarrados. A dos pasos, una silla giratoria derribada, diversidad de planos de casas y fábricas y algunos catálogos de jardinería. Exactamente en medio del piso veíase un largo estuche cubierto de terciopelo, abierto, forrado con raso blanco.

—Esa es la caja donde estaban las perlas —dijo Massey levantándola—. No sé si por el momento será una operación prudente, pero tenemos que registrar la caja.

—Aguarde un poco —sugirió Francis—; no ponga las manos en esa caja. Vendrán luego y armarán un lío de todos los demonios sobre las impresiones digitales, aunque nadie sepa que sirven para atrapar a alguien. Tenga cuidado; cúbrase la mano con mi pañuelo.

El doctor Manning se acercó a la pared y se ajustó los lentes, mientras Massey abría del todo la puerta de la caja.

—Hay tres o cuatro combinaciones escritas en la pared —leyó el facultativo—. La última es bastante clara. ¿Qué hay dentro?

—¡Limpia! —exclamó furioso Massey, golpeando con los nudillos los compartimientos de la caja—. ¡Gran Dios, yo seré arrestado por esto y tal vez culpado de robo! Con tal que esos dichosos bonos estén en la otra caja del dormitorio… He administrado esta propiedad durante seis años, y creo haberlo hecho bien, pero ahora ya no habrá otro empleo para mí en toda Gran Bretaña. ¡Mire!

Tairlaine miró al interior. Había varios paquetes de cartas sujetos con bandas de goma, un libro polvoriento encuadernado en cuero, con un título floreado que decía: Tennyson’s Poems, y un pequeño pote de plata con azúcar. Nada más.

—Una reliquia de la primera lady Rayle —dijo Massey tocando el libro—. Su señoría siempre lo miraba con veneración.

—También han escudriñado el escritorio —observó Francis desde detrás, registrando un cajón abierto—. Hay una llave en este cajón. ¿Es aquí donde guardaba el dinero?

Sin desprenderse del pañuelo, Massey sacó todo el cajón, donde había una caja abierta y volcada.

—Quienquiera haya sido el que ha hecho esto —dijo el secretario— utilizó sus llaves. Las llevaba pendientes de la cadena del reloj.

Francis seguía revisando cada uno de los objetos dispersos. Retirando la cubierta del dictáfono, se puso a examinarla con atención escrutadora. El tubo flexible con embocadura de vidrio y la palanca de control pendían del gancho lateral. Bajo la aguja que imprimió la cera había un cilindro instalado en el tambor giratorio. Por las tenues líneas visibles en la cara podía verse que el cilindro estaba totalmente grabado.

Francis observó súbitamente:

—Se oyen contar diversos hechos absurdos sobre los dictáfonos. La voz no es mucho más fuerte que la que transmite el teléfono y rechina con una potencia endiablada. Es bastante fácil de identificar, y muchas veces da la impresión de ser una persona que habla detrás de la puerta. Sobre esto se basan muchas de las fantasías en los relatos de las novelas policíacas… Probemos éste. ¿Cómo funciona el aparato?

—Hable usted por la embocadura —explicó el secretario— y levante la palanca de control cuando usted la suelte, el tambor se detendrá y cesará la grabación. Si luego quiere ver cómo ha salido la grabación, ponga la aguja a la inversa y la voz saldrá por la boca de cristal.

Francis sacó el tubo del gancho y oprimió un botón en la base. Oyóse un chirrido; el cilindro comenzó a girar sobre sí mismo con un rumor leve. Otro chirrido más sonoro rompió el silencio al ser levantada la palanca de control, y del tubo partió una voz vibrante y seca claramente perceptible. Era la voz de lord Rayle, con las mismas vibraciones agudas e imperiosas que la hacían inconfundible.

Decía a chillidos:

«Massey, cachorrito picaro, siéntese ante la máquina de escribir y trate de copiar lo que le digo. ¡Ah! Escuche bien ahora. Escuche. Es para el procurador. Allá va —una ligera pausa—. ¡Qué fastidio! No doy con la dirección. Usted la conoce. Debe conocerla. Simpson y Simpson Court. Inner Temple. ¿Me oye bien?».

—Era su modo de hablar —intercaló Massey— para hilvanar el pensamiento. Sabía bien que le escuchaba.

—Pump Court, Inner Temple —chilló la voz hasta el falsete, con rabiosa insistencia—. Caballero. No. No. ¡Ah! Siempre cometo el mismo error. No quiero llamar caballero a ese maldito asno viejo, ¿oye? Bórrelo. Diga simplemente señores. Esto no deja también de ser mucho; pero ¿cómo diablos se los puede llamar? Señores. ¿Está listo, Massey?, in re. ¿Qué significará esto? Dios lo sabe. In re expreso la última voluntad de mi testamento, la tercera o la cuarta, para consignar otro cambio. Permítame agregar, señor (esto va para usted, Hartley Simpson, ¿me oye?) que el oporto que me sirvió en su casa en agosto pasado no servía ni para los cerdos. Necesito eliminar una manda de mi anterior testamento. No sé cómo lo hacen ustedes, pero hágalo. Es referente a ese grandísimo idiota, el doctor Horatio Manning. H-o-r-a-t-i-o, como en Hamlet.

El doctor Manning murmuró:

—¡Oh, vean, vean! Debe de referirse a mí.

Otra pausa chirriante del dictáfono:

«¡No puedo encontrar el dichoso azúcar! —proclamó el cilindro—. Alguien me oculta siempre el azúcar cuando me dispongo a tomarlo… No ponga esto en la carta, gran idiota; suprímalo. ¿Dónde estaba? Ah, sí. En Hamlet. Horatio Manning quiere fundar una clínica para meterles gusanos a los niños o alguna porquería semejante. Le prometí que podía contar con quince mil libras. Bien. No tendrá un solo cobre mío, y será bueno que se lo diga de mi parte. Un hombre que sustenta la opinión de que las inscripciones encontradas en los cascos de los buques daneses… no, no, usted no se interesa en eso, Hartley, ¿qué sabe usted de esas cosas?… “buques daneses en Ham”…; tonterías: deje eso. En fin, no tendrá de mí un solo centavo. Esto es cuanto quiero decirle. Entregue esa suma a mi mujer, así como el resto de mis propiedades. Lady Rayle quiere hacer una gran película. Bueno. Que la haga, pero no será mientras yo viva. De todos modos, entréguenle el dinero… y, por todos los demonios, sirva a sus huéspedes mejor vino que el que me sirvió a mí. Soy de ustedes atento, etc. Procure tener lista esta carta para mañana, Massey. Recuérdelo. Trate también de que yo no la olvide…».

Francis aflojó la palanca del control y la palabra se apagó, aunque el cilindro continuó girando.

Con una sonrisa forzada, Manning comentó las referencias a su persona.

—Creo haberle dicho, querido Frank, que su padre era un hombre muy excéntrico. Tenía la costumbre de instruir legados para muchas personas y a la semana siguiente borrarlos de su testamento. Creo que usted puede confirmar esto, míster Massey, ¿verdad?

—Ciertamente —replicó con desaliento el otro—. Dice él que ésta es la tercera o cuarta enmienda. Van como quince ya. La dificultad de estos cilindros estribaba en la transcripción. Será bueno que hable con lady Rayle sobre el particular.

Francis cerró la máquina.

—Será bueno dejar esa conversación para más tarde, Massey. Este asunto del dictáfono plantea un punto interesante. ¿Hay en esto un carácter verdaderamente legal? No hay la menor duda de que ésta es su voz, y, teóricamente, Bruce es un testigo. Por otra parte, pienso que la ley no puede tener en cuenta estas comprobaciones. Nada hay previsto ni escrito sobre ellas. ¡Hum!

Prodújose un silencio prolongado, como si nadie acertara en lo que convendría decir. El doctor Manning mostraba una actitud irritada.

—Tenemos la otra caja en su dormitorio —dijo Francis—. Será bueno que vayamos a examinarla.

Abandonaron el escritorio y recorrieron los aposentos débilmente iluminados, pronunciando alguna que otra palabra. Massey trató de mantener la conversación, explicando el uso de cada habitación.

—Sus aposentos, dormitorio y cuarto de vestir, los de lord Rayle también, están contiguos en el otro extremo del castillo. Ya supondrán que todo está allí revuelto y nada limpio. Su vivienda era una pocilga. Cierta vez trató de trabajar allí, pero el desorden era tal que se lo impidió. Continuamente redactaba notas para un libro que desde hace años tenía en preparación, sobre la historia de las armas; pero las notas eran arrojadas por todos lados conforme las iba escribiendo. ¡Atención, señores! Por aquí se va a un pasadizo exterior.

Atravesaron una puerta en arco y se hallaron envueltos en el frío de la noche. A todo lo largo del muro había cuatro piezas, cada una con puerta y ventana, que daban a un balcón abierto, con vista al patio interior del castillo. La luna, alta ya, proyectaba su luz azulada sobre el vasto cuadrilátero del patio. Desde allí podían contemplar los muros nítidamente recortados contra el cielo, la potente mole del torreón erigida en un ángulo del castillo y las delgadas agujas de la pequeña capilla gótica, adosada a un extremo de la muralla exterior. Sobre ellos, las iluminadas ventanas del gran salón despedían fulgores azules y rojos. Alumbrado por dos pequeñas bombillas eléctricas, el cubierto pasaje, sostenido por una hilera de arcos semejantes a los del claustro situado inmediatamente debajo, corría en toda su longitud frente a las puertas y ventanas.

—Esta es la parte más incómoda del castillo —explicaba Massev a Tairlaine—, y en extremo difícil para la calefacción. Pero él insistió en tener aquí sus aposentos, lo mismo que los de lady Rayle… ¿Qué es eso?

Tairlaine, inclinado sobre la balaustrada de piedra, trataba de ver en las sombras del patio. Tras mucho concentrar la visión alcanzó a distinguir la cúspide del torreón circular y el mástil de la bandera, delineado por la luz lunar.

—¿Dónde está esa puerta del torreón que fue condenada últimamente? —preguntó—. Alcanzo a ver un claustro que lleva a la capilla y en él parece haber dos piezas de distribución análoga a las de aquí. Pero ¿dónde está la puerta?

—Allí hay varios dormitorios, pero nunca los usamos, pues son excesivamente húmedos. La puerta del torreón está al fin del claustro.

La luz de la luna, aun cuando comenzaba a condensarse la neblina, cubría de reflejos plateados las tejas de la techumbre. El rumor de la cascada, cada vez más atronador, rasgaba el silencio de la noche. Francis, erguido junto a uno de los arcos, contemplaba pensativo la maraña de chimeneas que se alzaba sobre el castillo como formas misteriosas.

—Esto me recuerda ahora —declaró el joven con voz lejana— lo que Kestevan dijo cuando vio a Doris salir de la pieza de Irene… ¿Qué suponen que estaba haciendo cuando vagaba por estos lugares fríos? ¿Se aficionó a los encantos de Bowstring iluminado por la luna? Me parece dudoso.

Interrumpió sus meditaciones y se incorporó al grupo que llegaba al extremo del pasaje. La luz brillaba en la ventana de una habitación y Massey anunció:

—Ahí vive lady Rayle. No debemos pasar de este lugar.

—¿Qué hay al otro lado de estas habitaciones? —inquirió Tairlaine—. ¿Un muro cerrado? Parece que no tiene otro medio de iluminación, ¿no?

Francis refunfuñó:

—¡Oh, ahí está la sala de armas! Aquellas ventanas tapiadas daban aquí. Pero ahora…

—Supongo que el criminal no se haya evadido por ese sitio —murmuró el doctor Manning.

—No, de ningún modo —exclamó el joven—. Las probamos todas y eran infranqueables. Sin embargo, debemos examinar las cerraduras por la parte interior. ¿Está abierta la puerta, Bruce?

La voz de Bruce Massey parecía apagada.

—Está abierta —dijo, dando un tropezón—. Lo malo es que él nunca quiso electricidad en ninguna de sus habitaciones, y hay que tomar precauciones para ver la menor cosa. Quédese ahí mientras me procuro luces.

Surgió una claridad, luego otra y otra, a medida que Massey encendía las velas que había conseguido. Era imposible determinar, a juicio de Tairlaine, si la habitación había sido saqueada. Era una hermosa cámara, de alto cielo raso, en la cual las llamas de las velas difundían un fulgor escaso. Había en ella un desorden espantoso. La cama, por el estilo de un sofá, no había sido hecha y las sábanas parecían no haber sido cambiadas en muchos días. A un lado del aposento, una mesa con manchones de tinta y goteada de estearina por las velas, y un montón de papeles desparramados en tal forma, que un vendaval no los hubiera desordenado más. Tras la puerta, totalmente abierta, del vestuario contiguo veíase un interior densamente húmedo, y, colgada de las perchas, media docena de trajes blancos manchados. La ventana en mosaico brillaba débilmente.

Hallo! —dijo Massey—. Hallé una linterna eléctrica. Nunca supuse que él usara estas cosas.

Es mejor que las velas. La caja está detrás de ese tapiz contiguo al lecho.

El largo reguero de luz blanca de la linterna recorrió la cámara. Al acercarse al tapiz, Massey tropezó con varios pares de zapatos y un envoltorio de ropas. Levantó la tapicería, y las miradas de todos se concentraron allí. Otra caja fuerte, de diseño semejante a la anterior, fue puesta en descubierto. Estaba cerrada, aunque no con llave.

Sólo había en su interior una botella de tinta, varias plumas de ganso cortadas para escribir y un tarro chino de azúcar. La personalidad del pequeño lord resurgía ahora en la cámara, tan palpable como las inmundicias que se encontraban a cada paso. Estaba en todas partes. Colocar la mano sobre cualesquiera de los muebles o artículos diseminados era como tocar uno de aquellos hábitos sucios.

Massey cerró la caja.

—Yo podría poner en orden todo esto —dijo disculpándose—, pero ninguna sirvienta se habría atrevido a entrar aquí. Él tampoco lo habría permitido. Bien. ¿Qué más ahora?

—Déme sea linterna, Bruce —dijo Francis impaciente—, y veamos cómo están esas ventanas. Quiero convencerme de que no pueden ser abiertas.

Las ventanas, además de con fuertes pestillos, estaban afirmadas con sólidos travesaños, como los ojos de buey de un buque. Era evidente que no podían ser forzadas desde el exterior, y así lo confirmaron los cuatro hombres tras desesperados esfuerzos para vencer su resistencia.

—Las otras habitaciones ahora —requirió Francis—. Después haremos una visita a Irene.

El cuarto de vestir tenía una ventana de idénticas condiciones que las anteriores. Después de probar su solidez, Francis profirió algunas interjecciones de tono subido al ver sus manos ennegrecidas por el polvo acumulado en el montante.

Cuando llamaron a la puerta de uno de los aposentos de lady Rayle, prodújose un largo silencio. Después, una voz musical, pero algo metálica, indicó que entraran.

La primera habitación presentaba un contraste tan grande con lo que acababan de ver, que Tairlaine pestañeó estupefacto. Si lord Rayle había sido un espíritu medieval, no cabía la menor duda sobre el carácter y gustos modernos de su esposa. Los decoradores hicieron derroche de arte con los diseños en las paredes, en líneas y ángulos brillantes; había una concentración de luces pálidas sobre los espejos y una especie de brillo alabastrino que llenaba los ojos de delicias. En sillas y divanes veíanse tubos de plata y anillas metálicas en tal profusión, que todo parecía ideado por un artesano desequilibrado. Los cojines revestían diversidad de formas y estaban diseñados para proporcionar comodidad en cualquier postura que adoptaran sus ocupantes.

En una de estas otomanas, sentada bajo una luz difusa encontrábase lady Rayle. Junto a ella había paquetes de bombones, un falderillo y una media docena de novelas francesas, en todas las cuales predominaba la palabra amour. Para el alma desasosegada de Tairlaine, todo esto denunció una falta flagrante de buen gusto, sin la virtud de ser atenuado por la amenidad.

Pero lady Rayle no adolecía ni de amenidad ni de buen gusto.

Los ornamentos de que estaba rodeada brillaban en torno como un exceso de máscara sobre un hermoso rostro. Era bella, en verdad; muy pálida, de cabello cobrizo partido en dos sobre la frente, cejas muy tupidas de gracioso arco y ojos verde amarillento que al entornarse tenían una expresión y seducción portentosas. Su cuello bien torneado era sólido, como eran fuertes sus manos bien cuidadas y expresivas. Sonreía levemente.

—Buenas noches, señores —dijo a todos, sin mirar a Francis.

Su voz tenía vibraciones ricas, algo bajas. A primera vista, se tenía la sensación de dos cualidades por lo menos: que era profundamente enérgica y sagaz y que aborrecía a su hijastro. No era difícil adivinar que había sido una cantante y que estaba familiarizada con el homenaje de los hombres.

—Creo adivinar lo que están pensando —empezó serenamente, sin titubeos—. Se extrañan, sin duda, de que no muestre pesadumbre por la muerte de mi esposo. ¡Bah! ¿Qué se puede hacer? Yo no puedo sentir esa pesadumbre, porque nunca hubo entre nosotros ninguna clase de afecto en particular. Para mí, expresar dolor sería una hipocresía. Hoy día estas cosas están fuera de uso.

Frecuentemente sonreía, a ratos en forma mecánica.

Francis le habló amablemente.

—Lo siento mucho, Irene. Esa falta de afecto no ha existido de nuestra parte. Aquí todos simpatizamos con usted. Doctor Tairlaine, ésta es mi madre, lady Rayle.

La artista sonrió deferentemente.

—Le conocía ya, señor, por elogiosas referencias. Sir George Anstruther nos ha hablado frecuentemente de usted. Sé que es usted autor de varios estudios sobre la novela de la época victoriana. A decir verdad, detesto esa clase de novelas —sus ojos miraron con singular complacencia hacia un estante donde los lomos de algunos volúmenes brillaban con títulos rojos. Por un momento acarició al perrucho que tenía al lado, el cual lanzó algunos ladridos de descontento en respuesta a tales manifestaciones—. Esa clase de estilo es anticuada; ahora se quiere verdad, vigor, análisis certero, rudeza. Lo que yo llamo vida. ¿Disiento de usted?

—Creo haber oído definiciones tan profundas como las de ahora, lady Rayle —dijo Tairlaine evasivamente, comprendiendo que entre los dos había notorio antagonismo.

Ella agregó, algo rudamente:

—¿No está de acuerdo conmigo?

Francis acercó una silla.

—¿Me permite una interrupción, Irene?… Hemos venido aquí para discutir ese otro asunto nefasto. Otro crimen en la casa. Doris Mundo…

—¡Oh! —exclamó ella pellizcando al falderillo en el cuello—. ¿Qué hay de Doris Mundo?

—¿Estuvo aquí esta noche… con usted?

—Sí, estuvo aquí.

—¡Ah!

—Siempre tuve algún apego a Doris —contestó lady Rayle. Hablaba en el tono de quien regatea con un tendero, negándose a transigir con sus precios—. Pero esa muchacha ha sido una tonta. Tendrá que irse de esta casa.

—Veo que usted trata con un exceso de severidad a esa pobre joven. ¿Por qué?

—No suelo inmiscuirme en la moral de nadie —replicó lady Rayle. El perrito se sacudió y renovó sus estridentes ladridos—. Pero una muchacha que hace concesiones a sus pretendientes y por ello llega a la maternidad, es una verdadera estúpida. No puedo tolerar faltas de ese jaez. Noto que no le satisface mi franqueza. ¡Bueno!

Francis hacía oír un silbidito que reflejaba su pensamiento.

—En fin, esto no concierne a usted. La muchacha se ha ido. Mejor dicho, se ha muerto. Alguien la ha estrangulado hace media hora.

El joven se levantó lentamente de su silla.

Lady Rayle escuchó la noticia sin emoción, fijos sus ojos en Francis. Su mirada era dura, penetrante, casi acusadora. Por último, preguntó:

—¿No es esto una broma? —y sus manos se extendieron nuevamente en busca del perro.

—No.

Otra pausa. Un malestar creciente dominaba a todos.

—Lo siento; lo siento muchísimo —murmuró entre dientes la mujer.

—¿Estuvo largo rato con usted esta noche?

—No, no mucho. Vino para suplicarme que intercediera por ella ante mi marido. Le dije que lo sentía mucho, pero que era imposible.

—Ya… ¿Cuándo estuvo ella aquí?

—Mientras el doctor Manning salió por algo a su coche. Doris tenía miedo de volver a ver al doctor. Tuve que decirle que sus lágrimas me interesaban poco. Las lágrimas son simples antiguallas.

Francis asintió con un gesto.

—Entre paréntesis —dijo como al azar—, ¿es usted la que invitó a Larry Kestevan a venir aquí?

—Sí, yo le invité. Soy una gran admiradora de su arte —detúvose vacilante, algo prudente—. Debo hacerle saber, Frank, que cuando se normalicen las cosas haré rodar una película sonora, en la cual actuaremos juntos. He resuelto volver a la pantalla.

—¡Bien! —exclamó Francis—. ¡Bien! Yo también tengo que comunicarle algo. Debo hacerle saber que cuando se normalicen las cosas echaré a puntapiés de esta casa a ese repulsivo y pequeño gigoló. Buenas noches…, Irene.

Lady Rayle se puso blanca como la cera. Sus labios se contrajeron como los de una máscara griega. Durante un momento, Tairlaine creyó que le iba a arrojar la caja de bombones, pero la sonrisa del joven la contuvo. Francis se mantuvo sumamente sereno; detrás de él había una galería, iluminada con candelabros, en la cual se veían retratos de grandes personajes, en colores solemnes y severos.

No hubo escena ninguna. Una llamada a la puerta permitió a lady Rayle elaborar una sonrisa. Era Wood el que llamaba.

—Discúlpeme, señor —dijo respetuoso—. El inspector Tape acaba de llegar. Sir George está con él y con mister John Gaunt. ¿Debo decirles que usted bajará a verlos?