16.- Un paseo por el parque
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UN PASEO POR EL PARQUE
—¡Oh, no! —dijo Gaunt—. El culpable no es él; pero esto nos ayudará mucho para descubrir quién es.
Estaba ya muy avanzada la tarde, y el torbellino de aquella mañana, después del aplastante anuncio de Gaunt sobre Saunders, dejó a todos desconcertados. Esa parte del día, a juicio de Tairlaine, fue el momento más emocionante de su existencia. Saunders, sentado torvamente en una silla y negándose a contestar a las preguntas del inspector Tape; Francis, acosando al inspector con rabia fría e hiriente; sir George, desconcertado y vacilante, y todo el mundo dudando de la culpabilidad de Saunders, pero sin saber cómo contestar las evidencias presentadas.
—Usted, señor —murmuró Saunders, fijando en Francis una mirada que reflejaba toda lealtad—, no se meta en esto, se lo ruego. Si ellos dicen que yo lo he hecho, que sea como ellos dicen.
En el extremo del salón superior, junto a la pieza de Francis, había un cuartucho reservado que contenía mapas, trapos, andrajos y diversas ropas viejas pertenecientes a Saunders. Todo esto fue expuesto aparatosamente por el inspector Tape, que se retorcía los bigotes al contemplar las supuestas evidencias del delito.
En este cuarto Saunders tenía su abrigo, que usó antes de salir de la casa, y varias prendas de vestir desechadas por su patrón.
El inspector Tape, ufano por desarrollar la misma clase de deducciones que el detective, si bien con mayor éxito, entró en detalles sobre el descubrimiento del arma. También interrogó a Saunders. Poco satisfecho con las respuestas de éste, había destacado un agente en el cuarto de Saunders, situado sobre el establo. El agente no encontró nada, y por un momento el oficial sintióse perplejo. En esa situación, Wood, el despensero, pensó en el cuartucho del salón superior, y a la primera búsqueda del inspector Tape, en los bolsillos de un viejo abrigo Norfolk, fue encontrada la pistola. Era una automática de ordenanza Webley-Scott, calibre 45. Había hecho recientemente fuego y faltaban tres cápsulas del cargador.
El caso para el inspector era ahora simple y completo.
—Claro como la luz del día, amigo —decíale a Gaunt—. Yo, créalo bien, no acuso a lady Rayle, pero en el pueblo se andaba diciendo que no era feliz. Anoche mismo oí algo de eso. No desdeño la opinión de los sirvientes, señor, y siempre la he encontrado de mucha ayuda.
Tairlaine lo recordaba perfectamente, echado hacia adelante, con un ojo semiabierto, en la conversación que mantuvieron por la mañana en la biblioteca. Francis estaba arriba con Saunders, así que el inspector tenía libertad para hablar.
—Se anda diciendo que fue la señora la que asustó a Doris con los guanteletes. Entonces, si la señora sustrajo los guanteletes, quiere decir que estaban en su poder. ¿No es así?
—Indudablemente —dijo sir George—. Pero ¿tiene esto algo que ver con Saunders?
Una sonrisa misteriosa contrajo los labios del oficial.
—¡Paciencia, señor! Pronto lo verá. Si tuvo los guanteletes, probablemente tuvo también la cuerda del arco, y si tuvo la cuerda y acaso pensaba deshacerse de su señoría…
Formuló esta presunción en el tono de quien muestra una interesante pista.
—¿Para robarle, piensa usted? —inquirió Massey, incrédulo.
—Sí; ya sé que ella era la heredera universal, pero también sabemos que él cambiaba todas las semanas el testamento. Ahora bien, fíjense en esto: ¿quién estaba arriba haciéndole una visita en el momento preciso en que lord Rayle era estrangulado? Doris. ¿Y quién, señor, probablemente la vio cometer el hecho? Doris…
—Luego, a juicio suyo —comentó sir George—, ¿lady Rayle sería nuestro criminal? ¡Hum!… Ya lo pensé también, pero… ¿tenía ella fuerza para eso?
—Si se hubiera fijado en sus manos, señor, no tendría de ello la menor duda. Podía haberlo hecho fácilmente. Mi creencia es que fue ella. Hay esto además: teniendo siempre en cuenta lo que dicen los sirvientes, por lo que no dudo me disculpará —miró en torno para estar seguro de la ausencia de Francis—, no era un secreto para nadie cómo míster Fran…, cómo lord Rayle estimaba a Doris Mundo. Y tampoco es un secreto que Saunders se habría dejado cortar la mano derecha si su amo se lo hubiera exigido. Leal, señor. La lealtad personificada. Sabía cuánto sintió míster Francis la muerte de la joven, y Saunders era hombre de matar, según dice su hoja de servicios.
Sir George se rascó la nuca, pensativamente.
—Esto supone un nuevo rumbo para la investigación, inspector. Pero ¿no se le ocurre que esto significa atribuir a Saunders un gran sentido de penetración? ¿Cómo iba a saber que lady Rayle mató a la muchacha? Ni aun usted mismo…
—Lo que es por mí, no sé qué pensar —dijo Massey—. Era perfectamente sabido lo que Frank pensaba al respecto. Estoy casi seguro de que, a su entender, lady Rayle era la culpable, y esto es cuanto Saunders necesitaba… Además, Saunders estaba aquí, en la biblioteca, anoche, cuando Frank lanzó la historia del terror causado a Doris con los guanteletes. Sí, Saunders tal vez tomó cartas en el asunto. Y, sin embargo…
Detúvose intranquilo. Aun en pleno día, la biblioteca estaba semioscura. El sol, a través de las vidrieras heráldicas, cubría el piso con tonos lóbregos; más allá de una de las ventanas podíase ver el esplendor de la catarata.
—Y, sin embargo, ¿qué? —preguntó Gaunt, inclinado hacia la chimenea y con un libro en la mano—. ¿Qué, míster Massey?
—No le veo lógica alguna al asunto —contestó ásperamente el secretario—. Admito que Saunders no brilla por su perspicacia; pero si hubiera matado a lady Rayle, ¿es posible creer que iba a esconder el arma en el bolsillo de su propio gabán, donde forzosamente sería encontrado por la primera persona que lo buscase? Creo recordar que hoy mismo estuvimos hablando de estas cosas, y, al parecer, todos coincidimos en que no podía sospecharse de un hombre en cuyo poder se encontrase una evidencia tan comprometedora. Luego pienso esto —Massey terminó como avergonzado por tan largo discurso—: Saunders podrá ser estúpido, pero no es rematadamente loco.
—Estamos de nuevo en el pantano —dijo, sir George, impaciente—. Forjamos suposiciones sobre Saunders sin saber lo que en realidad es. Esto me lleva a pensar en el terror del criminal por las impresiones digitales, según lo ha descrito Gaunt. ¿Es admisible que dejara sus impresiones en ese juguetito que le prestó John? Entre paréntesis, ¿hay impresiones en el Webley-Scott?
Las pupilas del inspector brillaron de júbilo.
—Punto importante —asintió, mirando el cuaderno de apuntes—. Su pregunta es juiciosa, señor. Yo soy un poco inexperto en esas cuestiones, pero sé cómo se maneja la pólvora; es parte de mi deber. Sus impresiones están en el arma, claras como la luz. Con esto está dicho todo. Les agradeceré, pues, que vigilen a Saunders mientras yo voy a Aldbridge por un auto de prisión…
Gaunt cerró el libro en el cual tenía concentrada la atención, y levantó vagamente la mirada. Llegó a emplear el monóculo para observar mejor al inspector Tape, y, en un sentido abstracto, pareció decepcionado.
—¿Eh? ¿Cómo ha dicho, inspector? ¿Una orden de arresto?… ¿Va a hacer semejante cosa?
Tape frunció el ceño.
—¿Por qué no, señor? ¿De qué se extraña? Ustedes serán muy eruditos y cuanto se quiera, pero a mí no me harán creer esa cosa sutil de las impresiones. Saunders tampoco es muy erudito. Dudo que sepa nada de dactiloscopia, de dejar sus impresiones aquí o allá. No titubea en aceptar el pequeño revólver, como tampoco en tirar con el grande, porque ignora que las huellas de los dedos podrán descubrirle.
Gaunt se sentó en una silla alta y extendió las piernas.
—Es un punto que me tiene intrigado, inspector —dijo—. Haga lo que le parezca, por supuesto, pues está de servicio. Pero ¿puedo pedirle que me diga qué es lo que ocurrió en las habitaciones de lady Rayle? ¿En qué forma realizó Saunders su trabajo?
—¿Cómo realizó su trabajo?
—Podemos pasar por alto las partes incompletas de su tesis, inspector —prosiguió Gaunt, en tono rudo, casi cáustico—. Puesto que lady Rayle ha muerto, ya no puede molestarle pidiéndole una explicación, como seguramente haría si aún fuera de este mundo. Cuando usted acusa a una mujer de criminal, es muy probable que indique lo que hizo para pasar a través de un muro de cuatro pies de ancho. En otros términos, si usted acusa a un hombre de Londres de haber matado a otro de Nueva York, mediante una flecha arrojada a través del Océano, tiene que presentar una explicación verosímil de cómo pudo hacer eso, so pena de que ningún jurado quiera creerle. Sin embargo, lady Rayle ha muerto. No le molestará con esa pequeña dificultad, ni yo tampoco. Cuanto deseo saber es su versión de la conducta de Saunders.
El inspector parpadeó ante la andanada.
—No será difícil, señor. Empecemos por él, que lo admite… Bien; extrajo el Webley-Scott del cuarto de míster Francis, hecho nada difícil. Todos en la casa estaban acostados, y si alguien le veía rondando, podía decir que se iba a retirar. En estas andanzas vio luz en los aposentos de lady Rayle y procuró introducirse en el salón sin ser advertido. El perro le oyó antes que se hubiera trazado un plan. La señora se levantó, se puso una bata y armada con el revólver fue a mirar en el salón. Entonces él vio que la cosa iba en serio; se asustaría y, al verla acercarse, le hizo fuego tres veces a quema ropa. El perro ladraba, Saunders levantó a la muerta y arrojó el cuerpo sobre la otomana. Después corrió tras el perro, que trataba de escurrirse por el dormitorio hasta el balcón. Logra echarle mano, lo estrangula y cierra la puerta. Luego rehace el camino para ver si está todo en orden. Recoge el revólver caído y lo coloca junto a la víctima. Esto es lo que se me ocurre. La reconstrucción no podrá ser exacta, pero…
—No —replicó Gaunt—. Aseguraría que no es exacta.
—En ese caso, tendrá una versión más fundada…
—Puedo ofrecerle varias; pero, puesto que no las conoce, me limitaré a examinar su reconstrucción. La ventana del salón estaba abierta, ¿no es cierto?
Tape reflexionó, mostrando recelo. Después de consultar sus anotaciones, contestó:
—Sí, señor; pero…
—Precisamente. El doctor Tairlaine, sentado frente a la ventana abierta, oyó ladrar al perrito en el balcón. En cambio, con la ventana del salón abierta, no alcanzó a oír los disparos de una potente automática. El doctor podrá sufrir algo de los ojos, pero creo que de los oídos está perfectamente.
El inspector quedóse perplejo; descontento, replicó:
—Es una declaración que ignoraba. Muy bien…
Habrá sido muerta en otra habitación. Pero, como quiera que sea, ello no altera la culpabilidad de Saunders. Tal vez, como he sugerido insistentemente, Saunders se encontraba en la habitación de su señoría…
—Eso agravaría aún más sus presunciones, merced a los hechos que resultarían —dijo Gaunt moviendo la cabeza—. Si Saunders se hubiese conducido como supone, habría dejado buenas marcas de su presencia. Puso la mano sobre tres puertas, una otomana, una pequeña pistola y Dios sabe sobre qué cantidad de objetos más. De lo dicho por usted, deduzco que ha hecho en estos sitios un registro minucioso, en busca de impresiones digitales —súbitamente, Gaunt clavó su mirada en el inspector—. ¿Encontró alguna?
Prodújose un largo silencio, al fin del cual Gaunt continuó plácidamente:
—Como ve, inspector, tenemos aquí un insigne bobo que nada sabe de impresiones digitales. Se le da tan poco de las marcas, que deja sus propias huellas en el arma con la cual ha cometido el crimen y descuidadamente maneja el arma que le presenté después. ¿Qué se le importan las impresiones de su mano?… Sin embargo, en el lugar del crimen no deja marcas de ninguna clase en muchas cosas que debe de haber tocado. Me parece, inspector, que una teoría anula la otra por completo.
Honda incertidumbre reflejaba la expresión de Tape. Su confianza se iba desvaneciendo.
—Si estas razones no le bastan —siguió diciendo la voz del detective—, venga conmigo arriba y quizá salga de su error. Si yo estuviera en su lugar, aplazaría por un momento la detención de Saunders. Esto le demostrará la claridad de sus actos…
—Hay aún algo más —exclamó sir George—. Ahora veo claro lo que nos contó Francis esta mañana…
—¿Les contó algo esta mañana?
—Sí; tú y el inspector estabais arriba. Dijo que Saunders le estaba esperando en su cuarto cuando llegó allí para acostarse. Ordenó a Saunders que se retirara. El criado obedeció y poco después reapareció, con el abrigo puesto y, según Francis, explicó, «con una expresión sumamente extraña». Saunders, indudablemente, estaba inquieto. Había ido a su cuarto y se puso el abrigo… —sir George hizo una pausa, mirando inquisitivamente a Gaunt.
Este último comentó:
—Sí; y en el bolsillo de su abrigo encontró una automática recientemente usada.
—Hechos todos muy extraños —observó Massey lentamente—. Pero ¿cómo no se desprendió del arma inmediatamente? ¿Por qué sacarla de un bolsillo y colocarla en otro?
Sir George, que iba de un lado a otro, impaciente, volvióse amenazador.
—No es de extrañar. Ignoraba entonces que se acababa de cometer otro crimen en el castillo. Sólo tuvo conocimiento de ello esta mañana, cuando empezamos a interrogarlo, y entonces nos largó esa historia disparatada… Pensó, sin duda, que su señor necesitaba que él asumiera la culpabilidad de los hechos.
Abismado en otra clase de especulaciones, Tairlaine formuló una conjetura que encontró escaso eco:
—¿Quién nos dice que no lo hiciera?
El americano se acordó de esto después, al finalizar la tarde, mientras paseaba frente al castillo en compañía de Gaunt. Era un atardecer brumoso de septiembre, con un cielo tranquilo sobre las torres y la fragancia de los campos en la brisa del mar. Gaunt y el inspector Tape habían mantenido una conversación algo larga. Tairlaine no asistió a ella, pero observó que el inspector estaba visiblemente preocupado cuando abandonó la biblioteca. La mayor parte de los ocupantes de la casa estaban entregados al reposo. Poco era lo que habían dormido en la noche precedente, y ahora los dormitorios servían de refugio a los moradores, abrumados de terror y fatiga. Las sombras empezaron a serpentear bajo la hiedra de la fachada, pero tras las ventanas luminosas notábanse indicios de vida y calor… Gaunt, dando con los nudillos en las urnas de piedra negra de la terraza, seguía entregado a su paseo silencioso. Por último dijo:
—El joven Francis Steyne ha prometido venir para dar un paseo por el parque. Tengo que hablarle… muy seriamente.
—¿Respecto a Saunders? —preguntó distraídamente Tairlaine, mientras seguía los caprichosos vuelos de las palomas en torno al reloj de sol del patio.
—Entre otras cosas. Juegos, por ejemplo. Según parece, en Bowstring son muy dados a los juegos.
Hacíasele difícil comprender a Tairlaine, que llevaba un día escaso de permanencia en el castillo. Bruscamente recordó que casi las primeras palabras que cambió con uno de los ocupantes de Bowstring versaron sobre juegos de niños. El viento y el rumor del oleaje, el rechinar del coche y los latigazos que descargaba Francis sobre la cabalgadura, sir George abrigado con gruesas ropas, y ahora la voz de Francis resonando en sus oídos: «Siempre recordamos la brillante influencia del baronet. Me refiero a juegos. ¡Nos enseña cada uno…! Sopla usted la luz y grita. Es fantástico…».
Viendo a las palomas volar, Tairlaine sentía un absurdo deseo de reír. Gaunt volvióse bruscamente.
—¿Por qué recuerda eso?
—¡Qué sé yo! Fue una observación que Francis hacía ayer. No tiene importancia.
—¡Por Elias! —masculló el detective mordiscando la pipa—. Profeta del mal… Disculpe, doctor; no me divierte esto. De todos modos, ahí está nuestro profeta.
Francis, con aire preocupado, salía de la terraza. Le sorprendió ver a Gaunt.
—¡Oiga, oiga! —empezó; pero transcurrieron varios segundos antes que pudiera continuar—. No sirvo para mostrarme agradecido, míster Gaunt. Pero si quiere para usted este diabólico castillo, suyo es. No tiene más que decirlo. El inspector Tape estaba convencido, ¡grandísimo jumento!, de que Saunders fue el autor… ¡Asusta pensarlo! No sé cómo ha hecho usted para disuadirlo, pero… ¡Gracias, gracias de todo corazón! Es lo que quería decirle —exhaló un gran suspiro—. Todo esto es una tramoya, por supuesto. El malhechor ha deslizado el arma en el bolsillo de Saunders, y éste se niega a sincerarse. Pero ¿por qué Saunders? ¿Por qué, entre todas las personas de la casa, elegirlo a él?
—Si no tiene inconveniente en dar una vuelta por el parque —contestó Gaunt—, se lo podré demostrar. ¿Por dónde vamos?
—Ahí está la laguna del Rey; solemos mostrársela a los visitantes. Algunos soldados del ejército realista parece que se ocultaron allí durante la guerra de Cromwell. Pretende la leyenda que el grueso de las Cabezas Redondas sorprendió a los realistas y, tras una corta lucha, los mataron y arrojaron al agua a todos. Los aldeanos sostienen que las manchas que algunas veces se ven son de sangre. Es un paisaje bello como pocos. Tengo vivos deseos de saber lo que está rumiando. ¡Ea, ayúdeme a abrir este gran portón!
Un sendero pintoresco se deslizaba entre los robles y castaños del parque. Todos aspiraron con ansia la fragancia húmeda de la tierra. A distancia, alguien quemaba la hojarasca. Durante largo rato nadie habló.
—¡Empiece ya! —dijo Francis, ceñudo—. Veo que no quiere ser oído por nadie; aquí estamos seguros… ¿Oye el piar de los pájaros en la maleza? ¿Qué se le ofrece?
Volvióse airadamente, de espaldas a un árbol, con leve palidez:
—Si me trae aquí para acusarme…
Gaunt blandía un nudoso palo con un pincho, que usaba para apartar las hojas muertas. Quitándose la pipa de la boca, movió la cabeza.
—No es para acusarle, no. Quería saber por qué el criminal eligió a Saunders…
—Sí; difícilmente creería que con ello el crimen sería imputado a Saunders. Es una treta estúpida.
—Nada estúpida, míster Steyne. Fue un ardid infernal en su maquinación —la tierra parecía poblada de murmullos misteriosos, que Gaunt parecía escuchar, prescindiendo del joven, que esperaba ansioso sus revelaciones—. Casi desde el comienzo de esta cadena de crímenes he observado un propósito definido, y este último desarrollo es más pronunciado que los demás, aunque no fuera previsto de antemano. En eso cifro la esperanza de prender al criminal. Nuestro hombre ha escondido la pistola en el abrigo de Saunders, a fin de que las sospechas recaigan en usted. El móvil constante de su plan ha sido acumular sospechas sobre usted. ¿No se percató de ello?…