15.- La pistola es hallada

15

LA PISTOLA ES HALLADA

Tairlaine no deseó oír una nueva descripción de los hechos. Se arrellanó en la silla al salir Gaunt del comedor, seguido por el doctor Manning. Al franquear la puerta casi chocaron con Francis.

—Ahí está la ley —dijo este último, contrariado—. Pat bajará dentro de poco. Yo estaré aquí en caso de que me necesite… ¡Ah, brandy! ¡Excelente! ¿Ocurrió algo durante mi ausencia?

—Una conferencia —murmuró sir George frunciendo el ceño—. Nada agradable.

—Tampoco lo fue para mí —aduló Massey—. Me ha hecho reflexionar sobre todo lo que he dicho y hecho, y abrigo el temor de que haya omitido algo importante al declarar, o que no lo haya declarado adecuadamente, y hasta tal vez erróneamente en la segunda vez… ¡Qué sé yo! Las deducciones que pueda hacer ese viejo diablo asustan… ¡Gran Dios! Me causa miedo ese hombre.

—De lo dicho deduzco que ha examinado la situación de cada uno de ustedes —puntualizó Francis en tono extraño—. ¿Qué es lo que dijo?

—Habló de la mentira —dijo sir George— y de las formas de mentir. ¡Hum! Tengo entendido, Tarlaine, que usted presenció buena parte de lo ocurrido. Cuéntenos… lo de esta mañana.

Con voz cansada, el americano renovó la descripción de los hechos, desde el momento en que oyó ladrar al perro en el balcón hasta el descubrimiento del crimen. Breves detalles fueron deliberadamente omitidos, no haciendo mención de que gran parte de lo ocurrido estaba relacionado con las habitaciones de lord Rayle.

Gaunt estaba aparentemente conferenciando con el inspector Tape en el gran salón, y la voz del funcionario sobresalía por su tono perentorio. Ahora repercutía en el comedor.

—… Pero este ladrón, este hombre… ¿Nada sucedió en los otros aposentos? ¿Quizá buscaba algo en las habitaciones de su señoría?

—Eso mismo pensé yo, inspector, y lo registré todo por allí. Pero si quería robar algo en ese lugar, nada de lo que investigué me lo reveló. En todos los cuartos, cada cosa parecía estar en perfecto orden.

La voz de Gaunt, según Tairlaine notó, era tan resonante como la del inspector; no obstante, se oía muy distintamente. Podía afirmarse, en realidad, que llegaba a todas las dependencias próximas, como seguramente deseaba el detective.

—¡En perfecto orden! —refunfuñó la voz de Tape; Tairlaine se lo imaginaba moviendo la cabeza con descontento—. Anoche, sin embargo, todo estaba allí en confusión.

—¡Ah, no estoy seguro! Un gran cofre fue apartado a la pared; una caja florentina, de tres o cuatro pies de alto: sus huellas se revelaban claramente en el polvo.

¿Era verdad eso? Tairlaine trató de recordar una vez más la distribución tumultuosa del dormitorio. Él y Gaunt habían estado escudriñando por el cuarto algo después que Gaunt descubriera el ropero y las diversas huellas en su interior. Lo recordó, por fin: un arca de roble labrado en el estilo macizo de mediados del siglo XVII que trajo a la memoria el caso de la esposa que se escondió, por broma, en uno de esos cofres y después no pudo salir de él. ¿Por qué lo recordaba? ¡Ah, sí! Le había extrañado que en sitio tan desaseado la tapa del cofre estuviera casi libre de polvo. Pero le era imposible precisar su posición: todo en esa habitación era desorden.

De nuevo, como si el inspector Tape hubiera definido algún punto oscuro, su voz resonó imperiosa.

—Lo sabía, señor. Anoche lo comprobé en la inspección. Vacía, completamente vacía. ¿Algo más?

—Hice un registro en la caja, por supuesto. También en los cajones del escritorio y del cuarto ropero —explicaba Gaunt con voz moderada, pero perfectamente dominada, como la de un actor. Si los otros oían lo que parecía destinado a ellos, estas palabras debían de producir un efecto curioso, perturbador. Mientras Gaunt y el inspector iban encaminándose hacia la escalera, tras ellos flotaban estas palabras: «Armario…». «Vestido…». «Nada importante…». «Puerta abierta…». Una trampa, indudablemente. Pero ¿que clase de trampa?

Gaunt, que indudablemente trataba de inducir al criminal a volver a los aposentos de lord Rayle, perseguía un propósito de dudoso resultado, a juicio de Tairlaine: ¿Qué se podría demostrar si se descubriera a alguien en semejante acto? Uno puede concebir sospechas de una persona encontrada en tales circunstancias, pero de ahí a acusarla de asesinato media una larga distancia.

Volviéndose, y haciendo como si nada hubiera oído, el americano advirtió que los demás trataban de hacer lo mismo. Francis parecía el más tranquilo de todos. Llenó una copa y, levantándola frente a la cara torva de sir George, dijo:

—¡Trampas policíacas! —e ingirió casi todo el contenido de la copa; después agregó—: No sé bien lo que voy a hacer, pero creo que no me pondré de luto. Todo induce a pensar que voy a ser acusado de haber dado muerte a Irene… ¡No pongan esa cara, señores! Todos ustedes han estado pensando lo mismo.

—¡Disparates! —dijo sir George, enrojeciendo.

—Sospechan que fue con mi pistola —prosiguió Francis, pensativo—. Hablé de esto con Saunders, ¿saben? Gran corazón. El pobre muchacho piensa que me protege. La cosa es que el arma ha desaparecido. Yo mismo la busqué antes de venir aquí. Pero ¡que me emplumen si sé donde está! A menos que ese apasionado amigo de Saunders la perdiera realmente en el agua, cuando intentó el más arriesgado de todos los actos: agacharse en un bote de remo. Sólo un maestro lo habría conseguido… ¡Diga, Kestevan! ¿Se ha agachado alguna vez en un bote a remo?

Sir George se interpuso irritado:

—¡Déjese de molestarle! Se nos hace desagradable a todos con su rudeza.

—Me interesa saber qué efecto le produjo la muerte de Irene. Después de todo, era su amiga.

Kestevan se levantó de la mesa. Durante largo rato había permanecido silencioso, mirando al mantel y ajeno a las discusiones policíacas.

—No; no era mi amiga —repuso con toda calma—. Era odio lo que sentía por ella.

Por vez primera miró a Francis de hito en hito, y se retiró del comedor.

—¡El diablo que lo entienda! —dijo Francis silbando—. Hoy odio, ayer admiración. ¿Cuál será la causa del cambio? Esta mañana, cuando se enteró de la noticia, creí que le iba a dar un síncope. ¿Para qué tanta tragedia si la odiaba?…

Después, volviendo al tema de su presunta culpabilidad, continuó:

—Estaba señalando que yo soy la presa indicada en las investigaciones del inspector Tape. Todo el mundo estaba al corriente de mis rencillas con Irene. Además, ahora soy el acaudalado lord Rayle, lo que no habría sido si ella viviera. Sin embargo, lo que me place mucho es que todos ustedes estén convencidos de que yo no fui. ¿Verdad? ¡Gracias! —reprimiendo su tono trivial, contempló a Tairlaine con renovado interés—. Doctor, hay puntos oscuros en este otro crimen. Su relato sobre la luz en la ventana, los ladridos del perro…

Irene, sin duda, debió de ser asesinada minutos antes de eso. ¿Qué es lo que ha ocurrido, a juicio suyo?

—No tengo una seguridad absoluta de todo ello —contestó el profesor—. Recuerdo que era exactamente la una de la noche cuando George y yo subimos a nuestras habitaciones. Mi impresión es que ya llevaba algún tiempo en mi cuarto cuando observé una luz en la ventana de enfrente. Pero me es difícil calcular el intervalo. Debo eludir precisiones.

Sobrevino un silencio, que fue interrumpido por Francis:

—Estaba pensando en… Yo sé que fui el último en retirarme, a excepción de míster Gaunt. El inspector Tape y yo estuvimos conversando, y ante lo avanzado de la hora, dije a Wood que se fuera a descansar, que yo me encargaría del inspector —Francis se recostó en el borde de la mesa, nuevamente con aire reflexivo—. Cuando subí la escalera, vi la luz de míster Gaunt en la biblioteca. Sí; era la una y media pasadas. Recuerdo que instantes después miré al reloj y vi que eran cerca de las dos menos cuarto… Sentíame terriblemente cansado. ¿Cree que el incidente del perro ocurrió antes de eso?

—Muy posiblemente; un poco antes, tal vez. Estoy seguro de que no llevaba en el cuarto más de media hora.

—La razón por lo cual lo pregunto… Todas las luces en las galerías de los retratos habían sido apagadas. Yo llevaba una palmatoria cuando subía las escaleras. Creo que debía ser la única luz en la casa… A los dos o tres pasos creí oír como si alguien se moviera en la galería de los retratos —hizo una pausa entre la expectativa general.

—No ocultaré que experimenté un sobresalto.

Imagínense, después de tantas sorpresas y terrores… «¿Quién anda ahí?», pregunté. Ninguna respuesta. Pensé entonces que habría sido una ofuscación. Di la vuelta para llegar a mi cuarto, que está en el extremo del fondo, y salté a la cama como un gato. Saunders, como de costumbre, me esperaba allí para las últimas tareas de la noche. Su presencia me causó un gran alivio; cumplidas sus obligaciones, le autoricé a retirarse. Juraría que debió de ver en mí algo raro que, aunque yo no lo advirtiera, me tenía molesto, desasosegado. A los pocos momentos de haberse retirado, oí llamar a la puerta. Saunders apareció de nuevo, con un abrigo puesto y expresión poco tranquilizadora. Después de tartamudear algo, preguntó si le permitiría quedarse en mi habitación y pasar allí la noche para hacerme compañía… Le contesté con alguna rudeza… Se llevó la mano a la frente, mostrándose un poco intranquilo, y me dejó solo.

De nuevo el joven lord se detuvo, pestañeando sorprendido al ver entrar en el comedor a un policía, saludar militarmente y dirigirse a la cocina sin decir palabra.

—Nervios —comentó sir George, agitando las manos—; nada más que nervios. Está así desde anoche. Lo que debe hacer es abandonar esas cavilaciones; si no, andara pensando pronto si fue usted mismo quien cometió los crímenes.

—No me extrañaría. Eso es lo que me tiene constantemente pensativo.

Después de otra pausa desagradable, el baronet se puso a hablar volublemente.

—¡Ea, señores! Razonemos la situación en lo posible. Anoche comencé a argüir una cosa, que es forzoso continúe ahora. Ante todo, tenemos que el inspector Tape practica un registro en la casa…

—¿En busca del arma? —rumió Francis.

—Bien, sí, por el arma. Pero no pensaba en eso ahora. Me preocupaban los bonos y el dinero hurtado. Anoche rechazaron ustedes mi teoría de que los bonos fueron robados simplemente como pretexto. La muerte de lord Rayle confirma, en parte, mi presunción. Según lo que hemos oído, había allí joyas muy valiosas y nada fue tocado. Pero, sean cuales fueren los motivos reales del criminal, tendrá ahora que ocultar esos bonos en alguna parte. Él sabe perfectamente que la realización de esos valores es imposible. Sin embargo…

—¿Entonces? —musitó Francis.

—… sin embargo, es dudoso que ninguna persona normal se atreva a destruir un total de bonos que asciende a diez mil libras. Difícil es que los arroje al fuego para desprenderse de ellos. Siempre confiaría en esa tenue esperanza de que algún día pueda hacerlos efectivos… ¡Por Júpiter! Todos somos humanos… ¿Los quemarían ustedes? Tal vez pensarían: «Esperemos, esperemos; si obro imprudentemente, puedo perder una fortuna». Y probablemente los ocultarían en alguna parte.

—Pero, a buen seguro, no los ocultaría en su propio cuarto, ¿verdad? —señaló Francis—. Eso sería suicidarse.

—Naturalmente. Luego, ocultaría usted los bonos y el dinero…

—¿Por qué el dinero? —inquirió Massey, extrañado—. Nadie conoce los números de los billetes, y, por consiguiente, no tendrían el riesgo de los bonos.

—Evidentemente. Pero supóngase que el inspector Tape hurga en sus ropas algo viejas y le encuentra trescientas libras. ¿Se expondría a esa contingencia? No, en el presente caso. Escondería, pues, el dinero lo mismo que los bonos. En consecuencia, desearía poner a prueba nuestras facultades. ¿Dónde lo ocultarían ustedes?

Francis se retorció el bigote.

—Eso dependería, en primer lugar, de los móviles del robo. Si su hipótesis es correcta y el malhechor robó los bonos como una máscara, probablemente elija por escondite la habitación de otro, Si alguna vez los necesitara, podría rescatarlos en cualquier momento. Si en un registro de la casa fuesen, encontrados, las sospechas recaerían en otra persona. ¿Le parece?

—No —repuso sir George, moviendo la cabeza—. Dudo que un criminal listo como el nuestro se conduzca así.

—¿Por qué?

—Considere esto, querido Frank. Aparte de Gaunt, como ya sabe, hay varias personas muy ladinas en esta casa. No debemos proceder en este caso como en las novelas. Habría muchas probabilidades de que si el ladrón escondiera lo robado en la habitación de usted, usted mismo lo descubriera. Y usted no se quedaría aterrado ni lo escondería de nuevo, como en las historias policíacas, ni se lo colgaría a cualquier otro, a la par de una figura tipo Woodehouse. Todo lo contrario. Anunciaría usted el hecho y sería creído. ¿Se imagina que si Gaunt o, Dios sabe, el mismo inspector encuentra el dinero, convenientemente doblado, en un cajón de mi escritorio, va a creer que yo soy el ladrón? Harto se vería que es una treta, y todos estarían convencidos de mi inocencia.

—Nuevamente se me está poniendo sutil, doctor —reprochó mansamente Francis—. Por lo que veo, hay en ustedes el propósito de convertir a nuestro hombre en un genio criminal.

—Y bien, señores —sugirió sir George, paseando la mirada por el grupo—. ¿Qué harían ustedes? ¿Usted, por ejemplo, doctor?

Trató Tairlaine de concebir una trama ingeniosa, pero sólo pudo llegar a un famoso axioma literario. Su plan fue, pues:

—La mejor manera de ocultar una cosa es ponerla a la vista de todos.

Francis levantó la copa, exclamando:

—¡Ya, ya! Me extrañaba que nadie sugiriera eso. Doctor, disculpe, pero ya conozco esa treta. Es la de la carta robada. Usted echa la carta en el buzón de la puerta, creído de que nadie pensará buscarla allí… Error. Yo creí en esa teoría hasta que la probé un par de veces. Aquí nos divertíamos con toda clase de juegos, algunos tontísimos. Inclusive el famoso Hunt the Slipper[5]. Bien. Cuando yo oculté la pantufla, traté de ser original, y lo fui. La primera vez me la puse en mi propio pie. La segunda vez la puse junto a varios pares de botas, a plena vista. El cazador echó una mirada, apuntó a la pantufla y me miró como si dudara de su lucidez mental. El inconveniente de la teoría de esa clase de ocultación es que nadie la observa. Por hábil o estúpida que sea una persona, siempre mira primeramente en el lugar menos indicado. Así es la naturaleza humana.

—Abrigo algunas dudas, pero lo que Tairlaine propone no es lo que se busca. ¿Qué opina usted, míster Massey?

La cara rubicunda del secretario reflejó una expresión decepcionante. Encogiéndose de hombros, masculló:

—Si yo hiciera alguna vez una cosa semejante llevaría el dinero lejos y… lo enterraría. ¡Puah!

—Como el avestruz —dijo Francis—. Sabido. Pero en eso no seguiría sus inspiraciones propias, sino las de la prudencia y el terror. Yo estaría tan asustado que… Pero ¿qué haría el supercriminal de sir George? Tenemos que conocer sus ideas para decidir.

—No lo sé bien —admitió el baronet—; aquí, en el castillo, hay gran número de escondites: arcenes, escritorios, chimeneas. Conozco dos mesas, por lo menos, que tienen cajones con doble fondo. Además…

Miró por encima del hombro. Patricia Steyne, con su vestido negro que acentuaba su palidez, se hallaba vacilante en la puerta. Massey se apresuró a ofrecerle una silla.

Tairlaine la encontró más atractiva que la noche anterior. Gustábale la fragilidad en la mujer, de igual manera que detestaba en ella el carácter viril; tal es la tónica del último ideal en la existencia del soltero. Contemplando la belleza y los grandes ojos de la joven, sintió piedad por sus cándidos deslices y los sentimientos que empañaron su frente virginal.

—No se incomode, Bruce. Nada de comer; ya tomé café… Pero ¡es horrible esto!

—Sí, lo es, queridita —asintió Francis, animoso—. Pero resígnate. La maligna mujer ya no…

—¡Oh, no hables así, Francis! Te oí lo que decías acerca de Irene —un leve temblor la estremeció—. Mistress Carter me contó cosas que me han dejado horripilada. Irene…

Francis la palmeó en el hombro.

—Querida mía, ya no habrá más experimentos de psicoanálisis. Eso terminó para siempre; Irene no volverá a intimidarte. Pero no estábamos hablando de eso. Aquí, siéntate aquí, y te calentaré un poco de café —manipulaba el calentador mientras charlaba insustancialmente—. En realidad, estábamos hablando de juegos.

—¡Y la pobrecita Doris!… ¡Doris querida! —exclamó Patricia, prorrumpiendo súbitamente en llanto—. Mistress Carter me habló de eso también y de lo que parecía, muerta, echada por el suelo en el pasillo, y de que un gramófono estaba tocando himnos…

—¡Qué ganas de atormentarte! —dijo Francis—. ¡Pchs, mal haya el calentador! No logro encenderlo. Una copa, por favor, Bruce. Te decía, Pat, que olvidaras a la vieja bruja. No hablábamos de ella ahora. Hablábamos de juegos. Particularmente uno que te gustaba mucho: Hunt the Slipper!

Patricia le miró con ojos asombrados.

—La forma en que lo jugabas nos encantaba a todos —continuó Francis, admirándola—. ¿Azúcar y crema?

Hunt the Slipper! —replicó ella—. Pero ¿a qué viene eso ahora?… De todos modos, tú lo jugabas muy bien cuando le encontraste el secreto. Tenías un modo de ocultar la pantufla en una de las armaduras, que nadie podía encontrarla, porque la empujabas muy adentro… —contúvose de pronto. Los otros vieron que pensaba en la sala de armas y que volvían a su memoria las horrendas escenas ocurridas en la semioscuridad.

—¡Bueno!… Olvidemos eso y toma un poco de café… ¡Oh, magnífico! Aquí está míster Gaunt. Tiene ganas de hablar contigo.

Gaunt se adelantó lentamente y demostrando una desmesurada gravedad. Hechas las presentaciones, miró tristemente a Patricia y dijo:

—No creo que la vaya a molestar, miss Steyne. Por lo menos, ahora. Vine solamente para prepararlos.

Francis intervino hosco.

—¿Para prepararnos?

—Para un recio golpe. El inspector Tape está en funciones ahora y debo mencionar que lo hace en forma triunfal… ¡El arma ha sido encontrada!

Tairlaine sintió una violenta contracción del corazón y un súbito martilleo en los oídos. Oyóse un fuerte chirrido al echar atrás Francis la silla. Gaunt, meditabundo, miraba a uno y otro hermano.

—Ha sido encontrada —prosiguió— en el bolsillo del abrigo de Saunders. Si es apremiado, creo que Saunders está dispuesto a confesar que mató a lady Rayle.