4.- La puerta tapiada
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LA PUERTA TAPIADA
Henry Steyne, lord Rayle, tenía necesidad ahora de la pomposidad de su título. Yacía de bruces junto a la base de un pedestal, sobre el que se alzaba un gigantesco muñeco armado y enhorquetado en un corcel de madera. Estaba casi exactamente en medio de aquella sala de treinta metros de largo, atestada de armaduras, rodelas, arcabuces y descoloridas banderas de guerra. La reluciente armadura se destacaba borrosamente en la lobreguez del museo; el caballo de guerra, cubierto con rica protección, parecía piafar sobre el cuerpo de Henry Steyne, levantada una de las patas delanteras. Henry Steyne, estaba tan muerto como el muñeco y el caballo. Cuando se inclinaron sobre el cuerpo, comprendieron que todo auxilio era inútil. Los pliegues azulados del cuello estaban fuertemente comprimidos con una cuerda que había hecho un surco en la carne. Esta cuerda de arco rodeaba el cuello varias veces y sus extremos pendían a ambos lados de la cabeza. Los cabellos grises del difunto cubrían casi por completo el instrumento de la estrangulación. Presintiendo la contracción horrenda que presentarían sus facciones, nadie osaba mirarle el rostro y, en consecuencia, el cuerpo fue dejado en su posición primitiva. Llevaba aún su mugriento hábito blanco, si bien la capucha parecía algo desgarrada; los brazos se escondían bajo el cuerpo, y el dorso de las manos aparecía aplastado por la espalda. La cabeza, con la cabellera enmarañada, hundíase entre los hombros.
Las piernas aparecían entreabiertas, pero dobladas por las rodillas, y los dedos del pie, arqueados, vueltos hacia arriba, como si el lord hubiera sufrido una caída en algún ejercicio realizado a gran altura.
Esto fue todo lo que pudieron ver a la luz de los fósforos que ininterrumpidamente encendía Massey, entre las exclamaciones proferidas cada vez que se quemaba los dedos.
Lord Rayle, que nunca fuera corpulento, era inconcebiblemente delgado en la muerte; era, en fin, un muñeco estrangulado en una galería de muñecas.
Tairlaine, de pie junto a la víctima, parecía escuchar el acelerado latir de su propio corazón.
Extrañábase de no sentirse más conmovido u horrorizado en presencia de la muerte. Juzgábase culpable de no haber impedido el crimen, pues desde que entró en la biblioteca su instinto le prevenía insistentemente que iba a acontecer una desgracia. Sumido en estas meditaciones miraba asombrado a su alrededor, mientras oía las sordas y bruscas interjecciones de Bruce Massey. Sólo una luz brillaba a lo lejos, cerca de la puerta; las figuras lóbregas asumían formas monstruosas, inverosímiles.
Sorprendido de la firmeza dé su voz, Tairlaine preguntó:
—¿No hay más luces en este lugar?
La redonda cara de Massey tenía un aspecto grotesco en la penumbra. Creyérase, absurdamente, que en aquel trastorno anduviera buscando un botón.
—¡Eh! —murmuró—. ¿Cómo ha dicho?… Más luces… ¡Oh, sí! Hay más luces cerca de la puerta; la iluminación central. A ninguno de nosotros nos estuvo nunca permitido usarlas. No lo hemos hecho ahora por la costumbre. He olvidado, aquí… —añadió Massey; el fósforo se extinguió—. He olvidado, sí… ¡Enciendan las luces, por favor!
Persistía la imprevisión de lo irreal, como si el drama no se hubiera producido. Tairlaine puso la maño sobre el hombro del joven, preguntando:
—¿Le quería usted, Massey?
El secretario tardó algo en contestar.
—No —dijo lentamente—; nunca le quise, ni creo que tampoco le quisiera nadie. Sin embargo, a pesar de su genio atrabiliario, había en él algo especial que me forzaba a tener paciencia. Uno se acostumbra a las genialidades de hombres como él, al igual que si se tratara de niños —otra pausa. Massey agregó en tono extraño—: No lo juraría, pero creo que yo seré el único que lamente su desaparición.
Los pasos de Tairlaine resonaban en la vasta sala al encaminarse hacia el conmutador. El piso estaba embaldosado con grandes cuadrados rojos de ladrillos, unidos por líneas de argamasa blanca. La temperatura había descendido; sentíase un frío intenso y mucha humedad. La cascada se hallaba situada en la parte exterior de la muralla, y los estremecimientos del salto de agua provocaban un tintineo continuo en las inmensas vitrinas, dentro de las cuales se guardaban armas de cierta importancia histórica.
Tairlaine se restregó las manos y las encontró viscosas, bañadas en un sudor frío. A poco de tantear en el muro encontró la llave de la luz. Al hacerla girar y sentir un leve y seco golpe metálico, quedóse pensativo. Ciertas reminiscencias, recuerdo de sensaciones pasadas, acudieron en tropel con insistencia inalterable. Después de escuchar el golpecito, permaneció absorto un rato, esforzándose por recordar.
Un ruido extraño, misterioso, En algún momento de los veinte minutos últimos, mientras miraba esa puerta de la sala de armas, creyó, haber oído un ruido metálico análogo, procedente del interior del museo. ¿Cuándo había sido? No había razón alguna para determinar el punto o torturarse la memoria con ello. La memoria podía inducirle a error. ¿Procedía realmente dicho ruido del conmutador? Debía aceptar, además, la posibilidad de que cualquier rumor, agrandado o desfigurado por el estruendo de la catarata provocará una sensación errónea en sus oídos. Sin contar con que la puerta estaba cerrada y era difícil que un ruido de aquella magnitud pudiera ser Oído desde el lugar donde él se encontraba, cerca de la chimenea. Dando diente con diente, entró de nuevo en el frío recinto del museo.
Bombillas eléctricas disimuladas en el techo difundieron una suave claridad. Esta sala, al parecer, había sido construida con el designio de no ser vista nunca de día. En el lado izquierdo no había ventanas. El tumulto de la cascada era tan fuerte, que la pared tenía el espesor de un muro de fortaleza para procurar un poco de calma en el interior del museo, sonoro como el hueco de una campana. A lo largo de esta pared pendían tapices Lefèvre, de mediados del siglo XVIII, procedentes de los talleres creados por Enrique IV, y a intervalos veíanse grupos de armas, blancas en su mayoría, distribuidas en grandes panoplias.
Abundaban las espadas y corazas ganadas a las tropas francesas, y rodelas y cañones, fruto de las correrías de los Raleigh y Drake. En secciones especiales hallábanse dispuestas las armas de distintas edades, usadas por calvinistas y luteranos en las primeras luchas por la Reforma. Algunas de estas armas estaban sin bruñir, a fin de no eliminar las manchas de sangre derramadas cuando su captura.
Cubriendo casi por completo la pared del fondo había un enorme tapiz flamenco que representaba el saqueo de Jerusalén por Tito y Vespasiano. Frente a este tapiz se alzaba una chimenea medieval, en círculo de tejas azules y blancas, a la manera teutona, flanqueada por instrumentos de tortura y armeros de cristal, conteniendo espadas de diversos tamaños y épocas, desde la claymore de los escoceses, ancha y larga, hasta las cortas y cinceladas de días más clementes.
Tairlaine miró hacia el lado opuesto. Ahora la muralla de la derecha…
La sala de armas tenía una altura de dos pisos, igual que el gran salón. En medio, sobre la muralla, había un balcón recamado con una balaustrada que tenía el largo de esa pared. Se llegaba a él por medio de una escalera circular. En la muralla, encima de este balcón, había cuatro ventanas de mosaico resplandeciente, formadas por vidrios de diversos colores.
Tairlaine pensó: «Son ventanas simuladas». Y se reprochó por tomarse el trabajo de llegar hasta allí. Debían de ser motivo de simple ornamentación para interrumpir la monotonía de las paredes, pues tras de éstas terminaba el castillo.
Además de las armas había una gran variedad de trajes de guerra, de un alto valor histórico. En vastos escaparates de vidrio, a lo largo de los muros veíanse colocados juegos completos de trajes de combate, yelmos de diversas épocas y cascos de menor antigüedad, todo lo cual tenía un aspecto macabro bajo las hileras de pendones, estandartes y banderas colgadas del techo. Tairlaine se detuvo frente a una vitrina vacía, cuyo fondo de terciopelo llevaba impresa la huella de un guantelete; después vio una caja de ballestas, de una de las cuales había sido quitada una cuerda…
Rígido, en el centro, el inmenso jinete de cartón, en actitud de combatir, aumentaba la sensación belicosa del museo. En la base de su pedestal yacía exánime el creador de toda aquella obra.
Tairlaine vio que su aliento se vaporizaba en el helado ambiente del salón. Luego, sorprendido, oyóse a sí mismo decir:
—Ha sido asesinado… ¿Por quién?…
Massey, que seguía inclinado sobre el cuerpo para examinarlo, sacudió la cabeza.
—Sí… No hay duda de esto —asintió, y Tairlaine creyó notar que temblaba—. Y lo mismo me pregunto yo: ¿Quién pudo ser? Pero… ¿por qué no estará aquí ya el doctor? Siento frío… Quisiera un whisky.
—¿Cree usted —preguntó Tairlaine— que el asesino habrá utilizado los guanteletes para estrangularle?
—¡Santo Dios! ¿Qué le induce a pensar semejante cosa? —preguntó Massey. Desvanecido en parte su letargo, miró a Tairlaine y después al infortunado lord—. Supone usted… ¡Oh, ahora veo! Los guanteletes que fueron sustraídos, Sí, si. Mire aquí —recalcó en tono abatido. No encontrando nada que contradecir, dio otro giro a sus lamentaciones—. No puedo acostumbrarme a la idea de que esto sea un asesinato; pero en caso de que lo fuera…, ¿por qué no interrogamos a Pat? Ella estaba aquí mientras se produjo la muerte y debe de haber visto algo.
—Y también al criminal.
—Y al criminal también —asintió Massey en voz baja; sacudiendo la cabeza, inquirió como para sí mismo—: ¿Qué estaba haciendo ella aquí? —luego, dirigiéndose a Tairlaine—: Puedo asegurar que ella no ha venido a ver esta colección desde que yo estoy en esta casa. Decía que todo esto le parecía monstruoso.
Se interrumpió al ver entrar a Francis en la sala. Con él venía un hombre alto y pomposo, de apariencia sacerdotal y con anteojos de oro. Llevaba consigo un maletín negro y andaba con el paso lento y solemne de los facultativos llamados a diagnosticar casos extremos.
—Por aquí, doctor —indicó Francis en tono fatigado—. ¡Aquí está!
—¡Execrable, execrable! —decía el médico, abriendo el maletín y eligiendo algunos instrumentos.
Todos se percataron de que, aunque familiarizado con escenas de muerte, su emoción era profunda. Al inclinarse sobre el cadáver, Tairlaine advirtió que sus gestos eran convulsos.
—¡Un instante, por favor! —dijo el médico—. Hágase un poco a un lado, míster Massey. Así. Ahora…
Francis se llevó súbitamente una mano a los ojos.
—¡Resignación, muchacho! —y apoyó fuertemente una mano en su hombro. Aguardó un instante, mientras Francis, algo repuesto de su emoción, apartaba la mano de su cara, atribulada y fosca; luego le preguntó—: ¿Y su hermana?
—Ya debe de sentirse bien. Fue la impresión. Está tendida en un sofá del recibimiento. Bruce, ¿quiere ir a hacerle compañía? Sobre todo, no alarme aún a la casa. No creo que nadie más, fuera de nosotros, esté al corriente de lo ocurrido. Si encuentra una oportunidad, ruegue a sir George Anstruther que venga sin demora.
Massey partió indeciso hacia la puerta. Andaba mirando por encima del hombro, e inadvertidamente casi se llevó por delante una vitrina.
Francis observó:
—Tengo una excitación extraña… Si no salgo a fumar, no podré vencer mis nervios.
Salió, y tras él marchó Tairlaine.
—Ese asunto de la cuerda del arco tiene que ver en esto, ¿no cree? —preguntó el profesor.
—Así parece.
—Es increíble la forma en que ha sido cometido el crimen. Porque, a no dudarlo, esto es obra de criminales.
—Baje un poco la voz… Yo también lo creo así —el tono de su voz indicaba que Francis daba respuestas confusas. Como horrorizado de haber admitido la posibilidad de un crimen, intentó rebatirse con argumentos fútiles, inconsistentes.
—Puede que no se trate necesariamente de un crimen. ¡Un cri…!, palabra horrenda. No me gusta pronunciar esa palabra. Acláreme esta duda, profesor: ¿estuvo usted sentado ahí en la biblioteca desde que salimos sir George y yo?
—Así es.
—¿Se fijó en la puerta alguna vez?
—Si he de ser preciso —contestó gravemente el profesor—, no aparté los ojos un instante de la puerta, hasta que su padre pasó junto a mí hacia la sala de armas. Fue esto cinco minutos antes que llegara usted.
Francis escuchó esto y se quedó estupefacto. El análisis no era su fuerte, y toda deducción sobre lo acaecido debía basarse en referencias muy sagaces. Incapaz de coordinar sucesos y posibilidades, preguntó angustiado:
—Pero si alguien lo ha hecho, ¿quién puede ser ese alguien? Tiene que haber huido o estar oculto aquí. ¡Dios mío! ¿Estará aún aquí?
Tairlaine afirmó resueltamente:
—Puedo jurar lo que le dije. Nadie salió por esa puerta, excepto su hermana. Tengo sobre esto una absoluta certeza. Desde que me quedé solo en la biblioteca, nadie pasó por esa puerta.
Y, según demostraron hechos posteriores, Tairlaine había dicho la verdad. Esta revelación produjo en el joven un visible aturdimiento. Por un instante, escrutó ansioso en los ojos del profesor; luego, en un impulso súbito, se encaminó hacia la puerta y la cerró por dentro, guardando la llave en el bolsillo.
—Vamos a cerciorarnos del hecho —dijo—. ¿Cuál es su opinión, doctor?
Manning se incorporó sacudiéndose el polvo de las rodillas de sus pantalones. Su semejanza con un miembro de la iglesia era acentuada por la americana abotonada hasta el cuello y la cadena de oro que sujetaba sus lentes tras la oreja. El diagnóstico, aunque de una evidencia incontestable, le sumía en preocupación.
—Muerto; no hay la menor duda —dijo en tono bajo—. No es necesario un médico para atestiguar esto. Dejó de existir hace sólo unos pocos minutos, estrangulado por esa cuerda. Era un hombre poco fuerte. No debió de tardar mucho tiempo en morir: dos minutos a lo sumo —después de alguna vacilación, continuó—: Como usted sabe, Francis, soy el médico forense del condado. Por tanto…, deberé tomar medidas. Precaución desagradable, pero necesaria.
—¡Asesinado! —murmuró Francis con voz alterada—. ¿Hay evidencias incontestables?
—Sin duda alguna.
Un momento de vacilación, y continuó:
—Vea, doctor…, ¿quiere disculparme? Se trata de esto: yo no soy hábil en expresiones, y lo haría torpemente. Usted, en cambio, es de palabra fácil y sabrá hacerlo con corrección. Lady Rayle tiene que saberlo, tarde o temprano, y le agradecería mucho que se encargara de comunicárselo. ¿Tendrá inconveniente, doctor, en…?
—Tan pronto me sea posible —replicó gravemente Manning—. Tendré, además, que informar a la Policía.
Después de la partida del doctor, Francis permaneció junto a la puerta, fija tenazmente su mirada en la biblioteca. Momentáneamente, su aire indolente y festivo había desaparecido. Volvióse hacia Tairlaine.
—Disculpe mi franqueza, señor, y no se sienta ofendido por lo que voy a decir. Tiene usted un aspecto poco arrogante, pero bueno y honrado hasta decir basta. Ignoro si es inteligente, pero no tengo duda de su honradez, y esto es suficiente. Estoy seguro de que puedo fiar en Usted y en sir George —tras breve pausa, agregó—: Disculpe; necesito también otra persona. Quiero decir…
Tairlaine juzgó algo imprudentes las palabras de su interlocutor. Que se le reconociera bondad y honradez, le era indiferente. ¿Dudar de su inteligencia?… ¡Ah, joven deslenguado! Disponíase a una amable refutación, cuando Francis asomó la cabeza por la puerta y llamó suavemente:
—¡Saunders!
Un sirviente en librea, de aspecto rudo y cauto, se presentó respetuosamente a la puerta, contestando:
—¿Capitán?
Y penetró en la sala a indicación de su patrón.
Francis, advertido del efecto dudoso que sus palabras habían causado en el profesor, le golpeó afectuosamente en la espalda, disculpándose:
—Un buen whisky entre amigos lo arreglará todo. Entre tanto, vayamos a lo que importa. Saunders, ayúdenos a registrar la sala. No deje un solo palmo sin escudriñar. Creemos que alguien está escondido aquí dentro. ¿Comprende?
—¡Es horrendo, señor!… ¡Que en está casa ocurran tales cosas! —murmuró el sirviente, consternado. Después de observar respetuosamente el cuerpo, preguntó—: ¿Cree necesario, capitán, que registre las armaduras? Puede que se haya introducido en una de ellas…
—Imposible; ésas son cosas de cine. Mírelo todo; las armaduras también, si quiere. Todo debe ser registrado —luego, volviéndose a Tairlaine, casi con desesperación—: Forzosamente debe de haber alguien oculto aquí. Si afirma que nadie salió por esta puerta…, no hay otro punto de acceso. Sólo por aquí se puede entrar o salir. Ni un orificio de ratón. ¿Está seguro de que nadie entró o salió de la sala mientras usted estaba allí?
—Absolutamente seguro. Pero… ¿ese balcón?… ¿Y esas ventanas? El… malhechor pudo haberse escabullido por ahí.
—Se abren a los dormitorios. Mejor dicho, no se abren desde hace tiempo. Están siempre cerradas y, además, fuertemente tapiadas por el lado interior. Sin embargo, puedo intentar forzarlas. No está de más cerciorarse…
Los tres subieron por la escalera espiral. Francis los precedió con firme y pesado paso. Detúvose al llegar a la cúspide, en espera de Tairlaine, a quien la ascensión resultó fatigosa.
—Nadie ha pasado por aquí —dijo torvamente—. ¡Mire!
El balcón, de cuatro pies de ancho, era de roble barnizado, con una balaustrada de tres pies de alto. De un extremo a otro estaba cubierto con una espesa capa de polvo; asimismo estaba la balaustrada. Francis trazó una línea en el polvo con la punta del zapato. No había allí otra marca.
La mirada de Tairlaine vagó hacia las ventanas. Hallábanse situadas a una distancia de quince pies y fulguraban con sus cristales en mosaico de oro y rojo. Su altura era escasa.
Francis, disponiéndose a esta otra prueba, dijo:
—No dejemos nada por probar. Los tres a una… Veamos. Sé que se abren como puerta de una sola hoja, con goznes en la parte interior; pero ¿se abren hacia afuera o hacia adentro? Hacia adentro, por supuesto. Tratemos de abrirlas en alguna forma. Me consta que están cerradas por el otro lado, pero no importa.
Afirmáronse contra el marco de la ventana y empujaron con sus fuerzas combinadas. La ventana no cedió. Trasladándose a la abertura próxima, repitieron la prueba con el mismo resultado. Ninguna de las cuatro ventanas se abrió, aunque emplearon en la tentativa el máximo de sus energías.
Tairlaine, cumplido el experimento, respiraba con dificultad. Enjugóse las manos con un pañuelo, diciendo:
—Polvo y ventanas. Tendré que hacer otro juramento, y es que nadie salió de aquí por una de esas ventanas.
Miráronse los tres con incertidumbre. Tairlaine creyó prudente dar por terminada la prueba, y miró hacia abajo, recorriendo con la vista el amplio salón. Saunders, con la metódica lentitud del sirviente respetuoso, miró también hacia abajo, donde el viejo lord yacía junto a la figura ecuestre. Parte de la lívida cara veíase desde el balcón. Extraño contraste ofrecía su librea de vivos colores con los sombríos y terribles aceros y las banderas descoloridas que pendían de diversos puntos de la sala.
Apoyadas sus manos en la balaustrada polvorienta del balcón, Tairlaine contempló, a su sabor, un pabellón de banderas colgantes: un león vienés saltando, en castaño oscuro y amarillo despintado; una flor de lis polvorienta, un escudo español con diversos orificios de balas de mosquete, y un sinfín de estandartes marchitos, que hablaban de feroces luchas. Las cajas de vidrio brillaban lúgubremente.
Las pisadas de Saunders repercutían en la sala… Todo había sido registrado. Se reunió con los demás cerca de la puerta cerrada.
—No hay nadie escondido aquí dentro, capitán —anunció con convicción—. Lo juro por las Escrituras. Y no sólo no hay, sino que tampoco lo ha habido. Lo prueba la falta de huellas en la alfombra de polvo.
Francis, cuyos cabellos rubios caían sobre sus ojos y con la pechera toda polvorienta, trató de limpiarse lo mejor posible con su pañuelo.
La elaborada incoherencia de su anterior forma de hablar surgió repentinamente con el resultado negativo de la pesquisa.
—¿Ha visto, profesor? Esto es un laberinto. Peor aún. Un enigma. Ningún lugar de entrada, ningún lugar de salida, nadie escondido. ¿Sabe hacia dónde se encaminarán las pesquisas?
—¿Quiere decir de quién se sospechará? —inquirió Tairlaine con estupor.
—Pat. Ella era la única persona que estaba aquí.
—¡Qué horror! Eso es absurdo.
—Tiene razón. Pero así será. No habrá forma de evitarlo.
—Debe de haber algún camino oculto. Alguna puerta falsa o pasaje secreto, algún medio de comunicación. Es inconcebible que esa muchacha sea objeto de tales sospechas…
Las facciones de Francis se iluminaron. Con movimiento de cejas expresaba su desaliento.
—Inconcebible, sí —dijo abatido—, pero la suspicacia judicial se fijará en ella. Si se pudiera entrar en la sala por otro lado, sería distinto. Como en el cine. Pero ningún pasadizo secreto, ningún fantasma. Ni magia ni brujería. No hay de quien sospechar… ¡Oh Dios!
Detúvose bruscamente, dilatados los ojos por la angustia, castañeteando los dedos. Se adelantó a Tairlaine y corrió hacia la galería. El americano, al intentar alcanzarle, sintió una punzada en el costado. Francis se deslizó por la escalera en espiral y llegó en cuatro zancadas al gran tapiz que pendía en el fondo de la sala: la tapicería flamenca que ocupaba la pared en casi toda su amplitud.
—Venga aquí, Saunders —indicó—. Levante ese lienzo por medió y sosténgalo. Manténgalo por encima de la cabeza, tan alto como pueda. ¡Arriba!… No suelte hasta que le avise.
El tapiz cambió lentamente de posición hasta dejar ver una parte de la pared que cubría.
—Doctor —gritó Francis, furioso consigo mismo—; soy un asno de primera clase. A pesar de conocer este sitio como la palma de mi mano, me había olvidado de una cosa tan obvia como la misma puerta principal.
—Capitán —profirió el sirviente, volviendo su cara sudorosa—. Capitán…
—Déjese de hablar ahora, Saunders, y concéntrese en el tapiz. Un poco más arriba. Esta sala está construida directamente contra el viejo torreón defensivo del castillo. La puerta de ese torreón está cerrada, como lo están las de las otras torres. Hay aquí, en esta sala, una puerta que conduce al torreón. Una gran puerta… Por fin dimos con la clave. Espléndido. Por aquí debe de haber escapado el miserable. ¡Arriba Saunders, arriba!
Los largos brazos de Saunders formaron una enorme carpa con el tapiz. Al penetrar la luz en ese hueco, Francis inclinóse hacia adelante, pero de improviso se detuvo. Tairlaine oyó un ruido apagado. Aferrado a la gruesa falleba de una cerradura, Francis forcejeaba desesperadamente para abrirla. Al inclinarse Tairlaine para atisbar debajo del lienzo, vio luz a través de las junturas de una puerta, de acuerdo con lo que Francis acababa de exponer.
—Ya iba yo a prevenirle, capitán —dijo Saunders pacientemente—, de que esta puerta no se puede abrir. No la abrirá por más que forcejee. Fue su señoría quien la condenó. Esta tarde vino aquí y la claveteó con remaches y clavos de gran tamaño. Después de afirmarla fuertemente aquí, dio la vuelta por el torreón y la aseguró en la misma forma por el otro lado.