2.- Los guanteletes desaparecidos

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LOS GUANTELETES DESAPARECIDOS

«Algo tétrico y espantoso va a ocurrir en esa casa», había vaticinado sir George antes de llegar a Bowstring. Estas palabras zumbaban ingratamente en los oídos del doctor Tairlaine desde que se encontró en el gran salón del castillo. Sir George miraba a unos y a otros con calma aparente, mas los ojos suspicaces del americano podían advertir su desasosiego creciente, suponiéndole oprimido aún por los mismos presentimientos que le oyera expresar en el viaje. ¿Dónde estaba lady Rayle? ¿Qué era de la exaltada y llorosa Patricia?

Lo absurdo de esta situación sorprendió al profesor americano. No podía concebir sentimientos y caracteres tan exentos de realidad, tan en pugna con las prácticas de la familia y el hogar. La escena que había presenciado era impropia del lugar y del personaje encumbrado, causante de ella. En el fugaz momento que vio a lord Rayle gritando como un desaforado cruzó por su mente la visión de sus tareas en el aula: las hileras de bancos delante de él, y sobre la mesa el reloj, puesto allí para conservar la noción del tiempo transcurrido. Era el objeto indispensable para sus disertaciones. Conforme iba desarrollando el tema fijaba la mirada a lo lejos, más allá del recinto, indiferente a los sucesos del día y a la atención que pudieran prestarle sus alumnos.

Su única preocupación era emplear las palabras precisas y extraer de ellas las conclusiones oportunas. El asunto planteado, La Historia del Terror, era desarrollado a conciencia, exornado con sutiles y justos razonamientos. La base de todo terror, de acuerdo con sus explicaciones, residía en lo grotesco. Tal definición estaba sustentada por un cúmulo de famosos y claros ejemplos. Lo que ahora estaba presenciando era una comprobación de dicha teoría. Un caso de terror genuino revestido de un grotesco inconcebible, rayano en la demencia. Aunque tal comprobación se ajustaba a sus conclusiones, hallaba en ello menos halago que perplejidad y desconcierto. Era realmente asombroso que todo un par del reino, poseedor de títulos eminentes, incurriera ante extraños en semejantes excesos por el simple hecho de habérsele extraviado un par de guanteletes.

Acto seguido, en medio de su vocerío y al volverse bruscamente a causa de la irrupción de los visitantes, se le cayeron, de un paquete que llevaba en el bolsillo, unos gruesos clavos que, al rebotar en el piso, produjeron un ruido metálico nada argentino. El anciano se agachó para recogerlos con un afán puramente infantil, prescindiendo de los visitantes que tenía en su presencia. La persona a quien estaba amonestando parecía vivamente resentida por la reprimenda de que era objeto ante desconocidos. Era un joven de corta estatura, pero vigoroso y de movimientos fáciles, vestido con ropas costosas, aunque nada flamantes. Llevaba en la mano una maleta de cuero, y con ella hacía señas infructuosas al viejo enfurecido para señalar la llegada de los visitantes. De facciones sobrias y llenas, cubríale una parte de la boca un bigote en media luna, negro y tupido. Sus ojos tenían mirar penetrante, y toda su expresión, en aquel momento, era reflejo de la zozobra y disgusto procedentes de la reprimenda de su irascible señor. Enjugándose la frente empapada y gesticulando sin cesar, renovaba sus advertencias apremiantes sin otro resultado que exacerbar las intemperancias del anciano.

Descubrió el viejo, entre la voluminosa manga, un brazo descarnado, que agitaba convulso, y reincidía en sus recriminaciones con chillidos cada vez más estridentes.

—¡No transigiré esta vez! —intimaba, subiendo el tono de sus vociferaciones—. ¡Que me lleve el diablo si transijo!… ¡Quiero mis guanteletes! ¿Oye?… Primero fue la cuerda del arco; ahora, mi par gótico más bello. ¿Dónde están?… ¿Qué ha hecho usted de ellos? Quiero saberlo. ¡Pronto!…

—¡Por favor, señor! —suplicaba el interpelado haciendo gestos; luego, en tono más bajo—: Señor, tenga presente… Visitantes.

—Visitantes o no visitantes, quiero mis guanteletes —insistió lord Rayle—. Que me los traigan sin demora. Es ultrajante, sí, ultrajante, lo que está ocurriendo. ¿Dónde están, repito?

—Puedo asegurar a su señoría que no lo sé. Ignoro dónde están sus guanteletes. ¿Cómo voy a saberlo? ¿Soy acaso respon…?

—Eso —rechinó el anciano en la actitud de quien formula un argumento incontestable— no altera el principio de la cuestión. ¿Es usted mi secretario, sí o no? ¿Se atreverá a negarlo? ¿Se atreverá a…?

—No, señor. ¿Cómo voy a negarlo?

—¡Ah, ah!… ¿Lo reconoce? Entonces, tiene que saberlo. Si usted es mi secretario, tiene que saberlo. ¿No es ése su deber? —preguntó lord Rayle volviéndose hacia los demás.

—¡Por el amor de Dios, Henry! —exclamó sir George abochornado—. Olvide por un momento ese extravío; recuerde que le traigo un huésped. Hay en su museo guanteletes a montones.

El diálogo se interrumpió por la aparición de Francis Steyne, quien, quitándose la gorra y guardándola en el bolsillo, procedió a encender un cigarrillo rubio. En tono indolente, pero que denotaba desagrado, dijo a su progenitor:

—¿Qué anda haciendo, viejo, con esa telaraña colgando de la oreja? ¡Cómo se ha puesto de sucio! Ni que lo hubiera hecho a propósito. ¿Para qué ese martillo, además?

Ante aquella reconvención, lord Rayle pareció volver a la realidad, por un momento, mirando a unos y a otros como en demanda de protección. El reproche de su hijo, aunque duro, era justo. Tenía un manchón descomunal en su nariz curva, y puso oblicuos los ojos para observarse. Aun cuando parecía mucho más corpulento con su larga túnica de monje, cuya capucha colgaba debajo de sus cabellos grises, su peso no debía exceder de los cuarenta kilos. Parpadeó unos instantes; luego, con aire cándido, examinó el martillo que tenía en la mano. Su expresión de hondo júbilo fue reemplazada al punto por otra de profunda astucia.

—Es preciso que no se enteren de esto —explicó presuroso, guardándose el martillo en el bolsillo—. No, no; esto malograría la treta. ¡Picaros!… ¡Que el diablo me lleve si me sale mal! —levantóse las mangas, que le colgaban desmesuradamente—. Ni una palabra de esto a nadie. ¿Lo han oído?

—¿Ni una palabra de qué? —inquirió sir George.

Lord Rayle fijóse por primera vez en Tairlaine.

—¿Quién es ése? —preguntó extrañado.

—El señor es el doctor Tairlaine, su huésped… ¿No recuerda, Henry?

—¡Oh, sí, sí! Por supuesto, sí —exclamó vagamente—. Sí, sí, el profesor americano. ¡Encantado, señor, encantado! Sin duda. Deseo conocer su opinión sobre un tapiz franco-flamenco. Es un Tournai. Salton pretende que es anterior al siglo quince, pero yo sé bien lo que es. Es del año 1470, y nada más. Salton es un viejo loco, como lo son todos los de Oxford. ¿No es así?

—Señor, yo… a la verdad…

—¡Claro que lo es! ¡Ah! —refunfuñó lord Rayle, con una especie de soplido—. Usted es un hombre sensato, sí señor. ¡Encantado de haberle conocido, encantado!… ¡Oh, disculpen! Creo que debo lavarme un poco, pero que no sepan nada, ¿eh? Prudencia, por favor. Disculpen, disculpen. Bruce —indicó a su secretario cuando ya iba a retirarse—, Bruce les enseñará cuanto sea menester. ¡Hasta luego, hasta luego!…

—¿Permite el señor? —dijo presuroso el secretario, señalando su inseparable cartera—. He estado todo el día para comunicárselo, sin conseguirlo. Hay cartas urgentes que contestar.

Lord Rayle hizo un gesto de impaciencia.

—En el despacho; ahora, no. En el despacho.

—Pero, ¿cuándo, señor?

—En el despacho —repitió el lord—. O en mi habitación —terminó malhumorado, mientras abandonaba el salón.

Tairlaine creyó notar una expresión de desaliento en la cara del secretario.

—¡Oh Dios! —exclamó moviendo la cabeza, con el gesto de quien siempre ve desbaratada su labor. Después cerró la cartera impacientado.

Francis le dijo alentador:

—Usted se preocupa con exceso, Bruce. Si tomara las cosas con calma, tendría la secretaría más cómoda de Inglaterra.

—Si así lo hiciera —repuso desesperado aquél—, nos veríamos envueltos en tantos pleitos, que durante una quincena estaría paralizado todo el sistema legal de Gran Bretaña. ¿Le parecería bien eso? —esforzándose en serenarse, prosiguió—: A juicio de su padre, toda carta que uno envíe al gerente de su Banco debe ser para llamarle embrollón o usurero. Las disputas que surgen de ahí no son para contarlas. Es imposible llevar en esa forma los asuntos de la casa. Cada seis meses su padre cambia las combinaciones de las cajas fuertes, y después escribe los números al lado de la caja en la pared, para no olvidarlos. Cada vez que yo borro los números, me pregunta cuáles eran y después los escribe de nuevo. Algunas veces trato de darle una combinación errónea, pero él logra hallar la verdadera, y no es para recordar lo que entonces me dice. Antes solía ser algo humorista —añadió Massey, desalentado—. Ya no lo soy. Ignoro lo que soy.

—Y bien —dijo Francis dirigiéndose al profesor—, ¿recuerdan nuestra charla en el camino? Ya se lo previne. Pero, veamos, Bruce, ¿qué significan esos clavos y ese martillo del viejo?

El secretario frunció el ceño.

—Según tengo entendido, está preparando una conejera para no sé qué clase de conejos, pero a juzgar por el tamaño de los clavos diríase más bien que es para una leonera. Lo ignoro, lo ignoro. Aparte del hecho de que no es para conejos, pienso que tal vez se trate de un asunto romántico, en el que intervendrían algún Romeo y alguna Julieta —luego, mostrándose servicial—: ¿Los señores desearían retirarse a sus aposentos? ¡Wood!…

Tairlaine tenía ante sí un inmenso salón cuyas dimensiones debían de alcanzar treinta metros de largo por quince de ancho; el techo, en arco de estilo gótico, estaba formado por una trabazón de vigas decoradas, de las cuales pendían banderas y gallardetes descoloridos y con huellas de combates. El piso estaba pavimentado con grandes losas, en blanco y rojo, desgastadas por la acción del tiempo. Tres grandes chimeneas con abundante fuego mantenían un ambiente acogedor y seco. A todo lo largo de las paredes había altos zócalos de roble esculpido, y sobre éstos un enjalbegado somero que servía de fondo a grandes panoplias de armas —espadones, alabardas, hachas, rodelas y escudos— en todos los estilos del arte medieval.

Al extremo de la estancia, una gran escalera de roble conducía hasta la mitad de la altura del salón, y allí una puerta en arco daba acceso a una galería que comunicaba con los aposentos del segundo piso. En esta galería, Tairlaine alcanzó a ver hileras de retratos sombríos, antecesores del actual barón, iluminados por velas que ardían en candelabros fijados en las paredes.

«Debe de haber —pensó Tairlaine— un patio de honor detrás del gran salón».

A ambos lados de la escalera surgían tres ventanas románicas de la escuela francesa del siglo XIII, adornadas con dibujos romboidales de color azul y violeta, taraceados en el cristal rojo.

Fue todo lo que pudo observar el visitante americano. Un sirviente, cuya entrada no había sido advertida, trajo una bandeja con vasos, un sifón y una botella de whisky. Instalados cómodamente junto a la chimenea, en la que ardían gruesos leños, seguían gratamente el juego de las llamas. Bajo sus pies, Tairlaine sentía el tibio calor de la alfombra, mientras experimentaba en sus venas la suave sensación que les comunicaba el whisky. En esta posición, entregado a los pensamientos que le sugerían los habitantes del castillo, pasó un largo rato deseando no ver cumplidos los lúgubres acontecimientos augurados por el baronet.

Massey, cuya mirada, aparentemente distraída, no perdía detalle, dijo:

—Todo esto son cosas corrientes, doctor Tairlaine. Lo que más le interesará es la sala de armas —e indicó con la cabeza hacia la galería—. Como ya verá, este y otros aposentos del castillo han sido arreglados. Toda la casa lo ha sido; ahora es casi una mansión moderna, y si no lo es más, se debe a la oposición de lord Rayle. Por ese lado —señaló el muro de la derecha, en dirección a la escalera— está el salón-comedor. Indudablemente, para, un verdadero aficionado a las antigüedades, el castillo habría presentado un interés mayor con los hierros forjados de antaño, los lineamentos medievales y la ausencia de toda comodidad. Pero eso es bueno para los libros de arquitectura y las evocaciones históricas. La vida de hoy no puede ser la misma que la de hace siglos. Hay que tratar de vivir en la mejor forma posible.

Tairlaine se arrellanó en su butaca.

—¿Dónde está la sala de armas?

—En el otro lado de Bowstring, exactamente atrás —y apuntó con el vaso a una puerta en la pared, hacia la izquierda, según se miraba a la escalera—. Ahí hay un corredor que va del salón de música a la sala de recibir. Esta se encuentra directamente en la parte opuesta del comedor, que está allí. El corredor llega hasta la biblioteca, la cual se comunica también con la sala de armas. Una breve inspección ocular le hará más clara la distribución.

Massey prosiguió la enumeración de las diversas dependencias del castillo, con descripciones tan minuciosas como si presintiera que su oyente nunca llegaría a conocerlas; pero se interrumpió al ver a Francis pálido y fruncido el ceño. Dio otro giro a la conversación, y añadió:

—Los señores quizá estarán fatigados —hizo una seña al sirviente—. Wood, que espera sus órdenes, los acompañará a sus habitaciones de arriba. A usted, sir George, le hemos destinado la sala del abate, como de costumbre, y a usted, doctor Tairlaine, la sala azul, la que está frente a la habitación de míster Kestevan. Si se dignan bajar antes de la comida, me será grato mostrarles algo más.

¿Y esto fue todo?

Tairlaine, como aliviado de las tétricas meditaciones imbuidas por las palabras de su amigo, miró más serenamente en torno suyo. Incorporose para sorber las últimas gotas del licor, antes de encaminarse a la planta superior por los ventilados pasadizos de la casa.

No fue esto todo. Hubo algo más. Algo repentino, perturbador, surgió en el espacio iluminado del gran salón, tan palpable como si una nueva figura apareciese como por arte de magia. Francis, que se hallaba indolentemente sentado en el brazo del sillón, se inclinó hacia adelante en actitud de extraña meditación. Sus ojos azules estaban fijos en el secretario.

—¿Quiere decirnos, Massey —interrogó—, qué hay sobre ese par de guanteletes desaparecidos?

—Dios lo sabe —repuso nervioso el secretario—. No tengo de ello la menor noción. Todos los días pierde algo y siempre me culpa por ello. Luego, cuando lo encuentra, no quiere reconocer su error, y si tiene que reconocerlo arma tal batahola que es muy difícil soportarla. A mi parecer, debió de sacar él mismo los guanteletes para bruñirlos. No quiere confiar a nadie esta tarea.

Sir George salió de su mutismo, sustrayéndose a la contemplación de las llamas, que el sirviente acrecentaba con nuevos leños.

—Es muy posible que así sea —dijo pensativo—. Sí, muy posible. Siempre ha sido lo mismo —pasándose la mano por los ojos murmuró—: Me estoy volviendo un viejo chocho. ¡Ah, la edad!… ¿Qué clase de guanteletes eran, Bruce?

—Un par de gran mérito. Era aquel par gótico de mediados del siglo quince, con vuelta larga, que había puesto en una vitrina especial. Me atrevo a esperar que no tardarán en aparecer.

—Si el recuerdo no me engaña —dijo sir George dejando de restregarse los ojos—, sus puntas terminaban en dedos muy afilados. Al principio creí que se trataba de mitones.

Incorporado ya, tomó el sorbo final de whisky e hizo señas a Wood para que condujera a los huéspedes a sus habitaciones. Tairlaine se levantaba también, cuando sobre el piso de piedra creyó oír rumor de pasos cortos y ligeros, pasos de mujer. Refrenó su curiosidad y no se volvió. Siguió observando a Francis, que sonreía como de costumbre; pero la sonrisa se desvaneció bruscamente. El cigarrillo que se llevaba a los labios cayó al suelo por la sorpresa súbita que debió de experimentar.

—¡Frank! —exclamó una voz de mujer—. ¡Frank!

Tairlaine volvióse entonces. Era Patricia Steyne, la hija de lord Rayle. La joven parecía estar asustada y toda ella denotaba una actitud implorante. Observándola atentamente se advertía que su mano temblaba al apoyarse en el respaldo de la silla.

Emanaba de Patricia Steyne una impresión de belleza espiritual, aunque no se pudiera precisar si era o no hermosa. Impresión de feminidad grácil, con cierto aire de recato y timidez que daba vivo realce a su figura. Tairlaine, tras breve examen, calculó su edad entre diecinueve y veinte años. Sus cabellos, de color rubio oscuro, estaban recortados, sin que ello afectara a su finura ni diera sugestión de masculinidad. Sus hermosos ojos se velaban con largas y sedosas pestañas, que, al bajarse, parecían cubrir de sombras sus mejillas de raso. La nariz, levemente respingada, y sus labios quizá excesivamente carnosos, pero frescos y carmíneos, mostraban al entreabrirse un friso de dientes menudos y blancos como la leche. Todo en ella era suave y delicado, y se revestía de una gracia especial con el gesto suplicante de sus manos apasionadas. Llevaba un vestido negro, de extremada sencillez, con cuello alto a la usanza de Eton, que no alcanzaba a disimular la tersura de su garganta provocativa.

—¡Frank —volvió a repetir—, es preciso que me escuches!

—Mi hermana Patricia, doctor Tairlaine —presentó Francis—. Ya conoces a nuestro amigo sir George. ¿Te ocurre algo, Pat? ¿Qué?…

—He sido una indiscreta al presentarme de este modo —se excusó la joven con voz apenas perceptible—, pero se trata de algo urgente. Frank, necesito que envíes a Saunders o a algún otro para que vaya a buscar al doctor Manning sin demora alguna.

Francis, que estaba encendiendo otro cigarrillo, volvióse sorprendido.

—Le ha dado una especie de síncope o algo malo —añadió Patricia, inquieta—. Parece muy enferma y mistress Carter, que está con ella arriba, teme que se trate de algo grave. Dice cosas que asustan…

—Explícate —interrumpió su hermano—. ¿De quién se trata?

—De una de las sirvientas. Ya sabes… Doris.

—¡Demontre! —murmuró sir George—. La joven de los aparecidos…

Su exclamación fue en tono tan bajo, que Tairlaine apenas la oyó.

Francis preguntó en tono sardónico:

—¿Ha visto otro fantasma, Pat?

—¡Por favor, habla en serio! No es para bromear lo que pasa. Yo traté de averiguar lo que ocurría cuando me llamaron. Creo que la estaban importunando sobre algo íntimo…, sin duda sería por eso…, y se puso furiosa al pasar por el corredor. Arrojó un plato a la cabeza de Annie, que la perseguía con sus pullas. En seguida prorrumpió en llanto y cayó al suelo, presa de una gran conmoción nerviosa. Sus convulsiones daban miedo, y parecía tan enferma, que entre varios la levantaron y la condujeron a su cuarto. Ya ves que… —cortó la explicación y miró a su hermano como reclamando ayuda.

—Tranquilízate —asintió el joven—. No; quédese aquí, Wood; yo mismo iré en busca de Saunders o de Lee.

Indudablemente, los electricistas y decoradores que habían renovado los interiores de Bowstring hicieron gala de métodos ingeniosos para iluminar una sala de tanta amplitud. Gracias a ello, Tairlaine logró ver algo que, de no ser así, le habría pasado inadvertido; algo que afectó más a la imaginación que al discernimiento; y fue los retratos de los antiguos poseedores del castillo que se destacaban con tonos sombríos, tal vez siniestros.

En el extremo del salón, donde la escalinata de roble, con alfombra roja, llevaba a la galería, el lugar estaba oscuro. En la penumbra, los trofeos de guerra adosados a la pared parecían grandes arañas aplastadas, encuadradas en rico marco. Por un dispositivo curioso, la gran puerta en arco que del remate de la escalera conducía a la galería presentaba una claridad más intensa que el resto del salón. Velas en toda suerte de brazos y candelabros ofrecían una iluminación litúrgica, brillante como el altar de un templo… Tairlaine vio en ese sitio una silueta.

Era la figura de un hombre, inmóvil, junto al borde de la puerta donde comenzaba la hilera de los retratos. El americano tuvo la sensación de que los estaba escuchando. Los tonos vivos que le revestían dábanle un carácter medieval, evocado de las tradiciones del castillo que abundaban en las colecciones de manuscritos y armaduras. El profesor le contempló con extrañeza. Luego de examinarlo más atentamente, advirtió que la figura no era una remembranza del pasado, y que el espesor de sus cabellos era lo que le había sugerido la impresión de que llevaba un yelmo.