3.- La predicción de Sir George

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LA PREDICCIÓN DE SIR GEORGE

—El doctor Manning acaba de examinar a Doris y nos presagia un feliz suceso —dijo sarcástico lord Rayle—. ¡Lindo acontecimiento, un bebé…! ¡Ja, ja!

Este brutal anuncio, ultraje a la corrección y al buen gusto en una mesa inglesa, dejó estupefactos a los oyentes. Cuando el profesor Tairlaine trató de recordar después las impresiones de los distintos comensales, no creyó haber descubierto nada definido en ellas. Las cabezas se inclinaron sobre los manjares, las manos se extendieron hacia las copas; fuera del choque producido por la revelación escandalosa, los rostros nada reflejaron.

La voz chillona y agresiva del lord se enseñoreó en el ominoso silencio. Veíasele sentado en mitad de la mesa, con su manchado hábito de monje sobre su traje de etiqueta, mirando vagamente el blanco mantel, sobre el cual había tantas velas que más bien se creyera uno en un templo que sentado a la mesa de un comedor. Las llamas de las bujías ondeaban con las corrientes cruzadas que venían de los corredores. Hasta ese momento, el diminuto personaje estuvo revolviéndose en su asiento, gesticulando o quejándose de la comida y hablando de todo sin preocuparse de las respuestas. Con extraña insistencia estuvo explayando el tema de los cinturones de castidad medievales, con tal profusión de detalles y consideraciones, que Patricia era presa del rubor y Bruce Massey se agitaba impaciente en su silla. Se echó hacia adelante bruscamente, extendiendo la mano sobre la mesa. Cada vez que parecía absorto en algo, sus ojos se ponían oblicuos, despidiendo fulgores como la arista de un cristal.

—¡Doris va a tener un bebé! ¡Ja, ja!

Instintivamente, Tairlaine fue prevenido de cuánto preocupaba a los demás todo lo que sabían acerca de la muchacha. Habría sido intento vano tratar de desviar la conversación con un tema cualquiera. El obstinado lord se habría mantenido en sus trece. Comprendiéndolo así, Francis murmuró:

—¡Qué se le va a hacer! —y tarareó una cancioncilla.

Tairlaine observó disimuladamente a Larry Kestevan. Antes de sentarse a la mesa, ambos habían sostenido una breve plática en un rincón de la biblioteca, aunque el hombre del celuloide era parco en la conversación. Ahora estaba impasible. Lo estaba habitualmente. Esta táctica, que irritaba a los hombres, solía fascinar a las mujeres. Su rostro insensible, excesivamente plano en la nariz para merecer el título de hermoso, trataba de expresar ideas por medio de contracciones de cejas y movimientos de las fosas nasales. Grandes ojos, de la clase que las novelistas lánguidas califican de «líquidos», aparecían inmóviles en medio de oscuras órbitas. La boca, en ese rostro chato, era tan recta como la raya de sus cabellos negros y lustrosos. Desde que los cronistas de cine le habían encontrado, a fuer de lisonja, un parecido notorio con los gangsters, se esforzaba por adoptar actitudes siniestras e imitar la pronunciación americana.

—Son cosas que pasan —dijo, despegando apenas los labios.

Sería difícil analizar la impresión que el astro de la pantalla producía en Patricia, según había intuido Tairlaine en el salón donde se habían congregado antes de comer. Kestevan entró con su paso altivo y lento, desplegando la gracia de sus ropas y de sus manos atildadas. Cuando la joven vio al actor, la dulce expresión de sus ojos se esfumó rápidamente, reemplazada por una indiferencia, tan visiblemente forzada, que se parecía a alguien posando para una fotografía.

Allí estaban ahora todos, reunidos para la comida habitual, en medio de corrientes peligrosas, aunque sentidas a medias. La única persona ausente era lady Rayle, a la cual Tairlaine no había visto todavía. Como de costumbre, fue Bruce Massey quien presentó las disculpas.

—Tiene un fuerte dolor de cabeza. ¡Oh, nada serio! Lo lamentaba mucho… —y otros cumplidos por el estilo.

«¿Qué clase de mujer era lady Rayle?», pensaba Tairlaine. Una segunda esposa, le había informado sir George, no la madre de los dos jóvenes. Mucho más joven que su marido, y de gran hermosura. Pero antes de la comida tuvo poco tiempo para especulaciones de esta clase, pues lord Rayle le había cogido por su cuenta con sus desatinadas observaciones. Desde que en el lord se afianzó la creencia de que su huésped había calificado de grandísimo asno a un tal Salton (Tairlaine no le conocía en absoluto), le profesaba una decidida estimación. Le había hecho prometer que no intentaría penetrar en la sala de armas hasta después de la comida, cuando él personalmente le acompañaría y le explicaría cuanto de valioso contenía el museo.

Allí estaba ahora en la mesa, junto a las lucecitas agitadas por las ráfagas. Con su puño huesudo descargó un fuerte golpe contra la mesa, que hizo tintinear la vajilla.

—¡Un nene! —repetía con aire satisfecho—. ¡Ah, ah, ah!

—¡No hable de ese modo, por favor, papá! —suplicó Patricia—. Puede ser que… ¿Están seguros?

—Déjate de interrupciones importunas, Patricia —aconsejó Francis en tono descuidado.

El viejo lord se impacientó.

—El doctor Manning lo ha afirmado.

—¡Ah! Bien sé que Manning es un viejo majadero —refunfuñó, descargando en otro su animosidad—; un verdadero majadero, ignorante de lo que es ajedrez y sostenedor de que la espada corta de los romanos era superior al arco de los bretones… ¡Pchs! —su voz volvióse estridente—. Un solemne tonto. Eso es él…

—¡Papá, por favor!

—… pero, por tonto que sea, no deja de ser médico, y un médico siempre sabe cuándo una mujer está en condiciones especiales. Voy a hacer que él mismo te lo diga. Está ahora arriba, con tu madre, el viejo tozudo…

—¡Bueno! ¿Va a seguir mucho tiempo con ese tema? —dijo severamente sir George, quien parecía tener con el dueño de Bowstring una gran intimidad—. Supongo, ya que el hecho le preocupa tanto, que sabrá quién es el responsable del estado de Doris. El hombre obligado a la reparación, quiero decir.

—¡Eh! —masculló lord Rayle, parpadeando—. Lo ignoro por completo. Alguno de los peones, sin duda. Sí, ¡por los cuernos de Belcebú! Los que andan en tareas con ella. Saunders o Lee… o alguno de los hombres de servicio. No toleraré semejantes indecencias en mi casa —estalló violento—. Los haré despedir a todos, sin contemplaciones… ¡Oh, ya verán! Y… ¿qué estaba diciendo?

—Nos hablaba de Doris —sugirió Francis redondeando una miga de pan.

—¡Ah, sí! Recuerdo… ¿Saben lo que es eso? Una advertencia, un aviso de que hay que vivir alerta —observó con risita sarcástica: luego, levantando el índice como si fuera a prevenir a alguien, pero sin señalar a nadie—: Me alegro de haber comenzado mi trampa para los conejos.

¡Que me lleve el diablo si no fue una gran inspiración!… Sírvase queso —indicó bruscamente a Tairlaine—. Es Stilton; a mí me gusta mucho.

Tairlaine escuchaba con estupor.

«¿Estará siempre desvariando como ahora?», pensaba para sus adentros, y trató de cambiar una mirada de inteligencia con sir George, que tenía concentrada la atención en un pedazo de bizcocho. En cualquier situación desagradable se aprovecha el menor incidente para desviar la atención y buscar interés en minucias gratas. En aquel momento, la curiosidad general pareció concentrarse en el fondo del comedor, envuelto en sombras, donde un gran reloj, de fecha remotísima, anunció que iban a dar las horas con su carillón estridente. Sonaron nueve campanadas. Todos escucharon atentamente, como si ignoraran la hora o desearan sustraerse, por un momento, a la locuacidad intolerable del viejo lord.

Patricia echó atrás su silla.

—¡Eh! —dijo lord Rayle—. ¿No esperas el café, muchacha?

Un subido carmín coloreaba sus mejillas, revelando gran nerviosismo. Sus grandes ojos azules acusaban tan honda confusión, que Tairlaine no pudo menos de compadecerla.

—Disculpe, padre; no lo tome a mal. Todo lo ocurrido me ha afectado mucho. Permítame que me retire; necesito ir a mi habitación. Si usted…

—¡Hijita, no faltaba más! —exclamó el viejo noble con afabilidad imprevista—. Retírate cuando quieras y cuídate. ¡Ah, ah! Es una gran muchacha.

Otro acceso de risa chillona mientras ella se retiraba. La partida de la joven pareció quebrar la suavidad de la comida. Todos se pusieron más o menos sombríos, a excepción de lord Rayle, quien tiró en alto el cuchillo para el queso y lo barajó en el aire, con muestras de un gran placer. Cuando minutos después se levantaron para tomar el café en el recibimiento, Bruce Massey se excusó por abandonar la reunión. Unos breves momentos conversó con el lord, y no faltó entre los circunstantes quien le oyera decir:

—Ruégole me escuche, señor. No deseo molestarle en este momento, pero usted me indicó que atendiera a esta tarea sin demora. Se trata de esas cartas. Hay una, por lo menos, que debe ser contestada y firmada inmediatamente… La tendré redactada en unos instantes, si quiere venir conmigo…

—¿Cartas? —repitió su señoría sacudiendo la cabeza—. ¡Oh, comprendo, sí!… En seguida, en seguida. Vaya a escribirla; yo estaré allí dentro de diez minutos, de quince minutos, el tiempo necesario para tomar el café. ¡Por todos los diablos! Deje de importunarme —prorrumpió en tono exasperado—. Yo iré en seguida al escritorio. No, en mi aposento… O mejor en el despacho, ¿eh?

—Estaré en los dos lados —dijo Massey cejijunto; y colocándose bajo el brazo la cartera inseparable, se encaminó mohíno hacia el gran salón, mientras los restantes comensales entraban en la sala de fumar.

A despecho de su habitual locuacidad, lord Rayle estaba silencioso cuando se sentaron a tomar el café. A la manera de un gnomo se acurrucó junto al fuego, bajo las bombillas eléctricas con pantallas rojas: una tentativa de modernización frustrada lamentablemente por la lobreguez de las grandes dependencias de Bowstring. Wood trajo una bandeja con tazas, y lord Rayle insistió en servirse él mismo el azúcar. Con vivo contento se llenaba la taza de terrones. Las llamas de la chimenea se reflejaban en su rostro escuálido, mientras desleía la masa azucarada, como si se tratara de una mezcla en un mortero.

—Los viejos usos han muerto —observó hosco sir George, mirando con desdén la taza que sostenía en la palma de la mano—. En otro tiempo, al fin de las comidas, los hombres hacían la sobremesa y dejaban a las damas reunirse aquí. Era el momento mejor. Fumar y beber a destajo. Usted, Henry, tan apegado a las viejas costumbres, ¿cómo ha adoptado estos tontos modernismos?

Lord Rayle mostró un aire compungido.

—Mi hígado, exigencias de mi hígado —dijo en tono quejumbroso—. Ciertamente, eran bellas costumbres. Yo siempre rodaba bajo la mesa, borracho como una cuba, y luego, el reumatismo. Por lo menos, así lo creía Irene, lady Rayle. ¿No la conoce aún, doctor Tairlaine? ¡Ah! Cambié de método y decidí almorzar con carne y cerveza, en el aparador, bella costumbre inglesa; pero indigestiones y más indigestiones —volvióse más animoso al mirar la taza de café—. Pero aquí está el azúcar; esto no me hace daño y puedo tomar cuanta quiera. Es una bendición.

Francis Steyne sentábase algo distante, en la sombra, a un costado de la gran chimenea, con la taza de café en él suelo, intacta. Algún pensamiento grave daba a sus facciones aire solemne. Del bolsillo trasero extrajo un gran frasco de plata, del que sorbió con avidez. Una expresión de contento transformó su fisonomía al volver el frasco a su sitio.

—¿Me permite una pregunta, Kestevan? —inquirió con interés, inclinándose hacia adelante y apoyando la barbilla en la palma de la mano—. Aparte de intrigarme la forma en que está ahora sentado, quisiera saber en qué piensa cuando está absorto como ahora.

Lawrence Kestevan mostróse tan sorprendido como su impasibilidad lo permitía. Mecíase suavemente en la silla, el mentón en alto y girando el cuello como un pivote. Tenía, además, el fastidioso hábito de extender el dedo meñique cuando levantaba la taza de café.

—¡Cómo!… ¿En qué pienso? —repuso aturdido—. Pues… no puedo contestarle.

Su respuesta indicaba descontento. La imitación del acento americano sometió su nariz a una contracción quizá penosa.

—Comprendo —argüyó Francis repitiendo la libación—. Consecuencias del proceso mental; hablar poco porque se piensa mucho, y todo lo demás, ¿no es así?

—Por lo general —agregó seriamente Kestevan—, trato de conseguir nuevas figuras de bailé. Novedades artísticas, exigidas por los públicos selectos.

—¿No le es fatigosa esa elaboración? —preguntó sir George.

Kestevan descubrió un pliegue fuera de la línea en el pantalón. Cierta reflexión cavilosa, reflejada en sus ojos de porcelana, indicaba que había recaído en sus meditaciones. Ajustado el pliegue, dijo simplemente:

—No comprendo de qué están hablando —luego, con una decisión altiva—: ¿Me disculpan ustedes? Tengo que ir a mi habitación para escribir unas cartas.

Levantóse y abandonó el salón con paso lento y majestuoso.

Francis recurrió nuevamente al frasco.

—Pero ¿dónde estará ese Massey? —exclamó de improviso lord Rayle, levantando la taza de café y echando la cabeza atrás para sorber el resto del azúcar. Tairlaine vio la oscilación de la nuez en su garganta de ganso—. Me acosa para que firme una carta y luego desaparece. Nunca puedo encontrar a ese fastidioso secretario. Nunca está donde le he dicho que esté. Tendré que ir a buscarlo.

—Las armaduras, señor… —sugirió Tairlaine.

—¡Eh! —lord Rayle le miró extrañado—. ¡Oh, sí!, no lo había olvidado. Usted es el joven profesor que calificó a Salton de grandísimo jumento, ¿recuerda?… Encantado, encantado. Hagamos así: usted va a la biblioteca y me espera allí. No cambie de lugar, ¿eh? —previno en tono severo, alzando un dedo conminador—. No intente acercarse a la puerta de la sala de armas hasta que yo esté allí, ¿ha oído? Antes he de encontrar a mi secretario y decirle lo que pienso de él. El joven ladrón me ha escamoteado el par de guanteletes. ¡Oh, mal haya! He roto la taza. ¡Bah, no importa! Mejor así que robada. ¡Hasta luego, hasta luego!

Salió precipitadamente hacia el gran salón haciendo saludos con la mano.

—¡Eh, joven precavido! —amonestó sir George a Francis—. Va a permitirme un trago de esa redoma mágica que lleva guardada ahí. Le he visto refocilarse con ella varias veces.

—Con mucho gusto —dijo Francis; luego, dirigiéndose a Tairlaine—: ¿Se ha convencido de lo que le dije? Esta es una casa de todos los diablos.

Sir George parecía algo desconcertado; la mole de su cuerpo se echaba adelante, hundidos los hombros y escrutando en torno con recelo. Sus manos se entrelazaban nerviosas en signo de impaciencia. Preocupado, observó:

—Hay un aspecto del asunto que no hemos considerado, Francis —tomó otro sorbo del frasco y prosiguió—: Las excentricidades de su padre no lo han explicado. ¿Qué hará con Doris?

—Depende… ¿Qué quiere que le diga?

—Habrá que aclarar cómo ha llegado a ese estado, ¿no?

Francis se arrellanó hasta una posición casi horizontal. Entornando los ojos, dijo:

—¡Por los brazos inexistentes de Venus! Nada tengo que ver en eso, si supone que yo sea el causante. No; yo nunca habría incurrido en tal falta, aunque hubiese tenido oportunidad. No se me ocurre ningún nombre, en caso de que quisiera investigar. ¡Hermosa criatura, la infeliz! Realmente, digna de lástima. Protegida de Irene, mi madrastra, la ha retenido casi exclusivamente a su servicio. Presiente que las diversas mujeres de la servidumbre se van a ensañar con ella, a menos que nuestra buena ama de llaves (esa viuda que conoce, míster Carter) tome cartas en el asunto y ponga las cosas en claro. Lo malo es que esas viudas suelen hurgar demasiado en hechos escabrosos de la vida, y eso puede acarrear trastornos… Bueno, ¿cómo se siente para una partida de billar?

Sir George no parecía muy tranquilizado.

—Ya sabe, amigo mío, que en esta casa ocurren cosas muy extrañas…

Francis se incorporó indolentemente. Su cara mórbida estaba algo abotagada. No debió, a juicio de Tairlaine, empinar el codo con tanta frecuencia.

—Le voy a dar el desquite por la partida de snooker que perdió la vez pasada. Dejaremos al doctor Tairlaine que espere al viejo en la biblioteca. No le extrañe, doctor, si la espera es larga. Probablemente irá a sentarse a la sala de los trofeos, jurando y perjurando que le dijo a Massey que fuera a esperarle allí, con la perspectiva de nuevas vociferaciones y reproches. ¡Vamos ya, sir George! Apuesto diez libras, que será como robárselas.

Ya estaba, pues, en el castillo que tanto deseó visitar. Así reflexionaba Tairlaine, sentado frente al fuego y esperando al atrabiliario señor. Después habría de comprender que no estaba adormilado, al extremo de que una docena de personas pasaran por la sala sin atraer su atención. Ni hasta el mismo lord Rayle. Ensimismado, escuchaba cualquier rumor, esperando a cada momento oír el taconeo nervioso del pequeño lord, sin dejar de percibir el incesante rumor de la cascada más allá de las ventanas de la biblioteca. Encendió otro cigarro y removió los leños de la chimenea. Un tizón, al desprenderse de su sitio, levantó un haz de llamas y chispas, que iluminó las paredes próximas con fuertes tonos rojos. La bruma empezaba a infiltrarse por la ventana y enfriaba el ambiente; pero, vencido por el cansancio, Tairlaine desistió de levantarse para ir a cerrarla. Noche fría y plácida, apenas alterada por una suave brisa…

Grande era también la quietud en la casa, salvo el rumor de la cascada que ahogaba los leves ruidos interiores. Sintió vehementes deseos de echar una ojeada al interior de la sala de armas antes que llegara lord Rayle. En la penumbra, al extremo del salón, veíase la gigantesca puerta, recubierta de incrustaciones en hierro forjado, ligeramente entornada. En ángulo recto con el museo y la chimenea, frente a la cual se hallaba sentado, estaba el corredor que llevaba a la sala de música, a la sala de recibir y al gran salón. Tairlaine echó la silla hacia atrás para descubrir algún pormenor.

Lord Rayle llegaba en aquel momento. El precipitado golpear de sus pasos llególe a los oídos desde el corredor, Envuelto aún con la capucha blanca que llevaba durante la comida, venía murmurando, con paso tal vez más presuroso.

Tairlaine le salió al encuentro.

—¡Ah! —exclamó ansioso—. ¡Por fin le…!

No le dejó concluir, El viejo lord murmuró algo ininteligible y siguió andando hasta el museo, cuya puerta entreabrió lo suficiente para darle paso.

Tairlaine trató de seguirle, de llamar su atención.

—¡Le estoy esperando, señor! Hace ya…

Otra vez hablaba el lord impaciente desde el umbral de la sala de armas. Tairlaine pudo observar que alguien se le acercaba desde la puerta interna y que hasta la biblioteca llegaba el rumor de un diálogo breve y seco.

—He estado tratando de encontrarle —urgía la voz—. Estas cartas, señor…

Quejas y amonestaciones sonaban confusamente. Bruce Massey fue empujado a la biblioteca, y casi inmediatamente después la puerta se cerró con estrépito.

Por un instante, Tairlaine pudo ver al secretario frente a la puerta del museo, de espaldas a la biblioteca. Luego, Massey se volvió, encaminándose lentamente hacia el lugar en que se encontraba el americano, sujeta bajo el brazo la cartera de cuero. Al llegar a la zona de luz, el profesor quedóse sorprendido por lo torvo de su rostro, alteración que atribuyó al poco éxito de sus gestiones, El americano juzgó difícil penetrar en los recónditos pensamientos de Massey, dado que el continuó desvío de lord Rayle le obligaba a un disimulo constante. Esta vez, sin embargo, no se trataba solamente de contrariedad. Era algo más hondo. Sus pasos lentos y su apostura rígida denotaban, según pudo inferir Tairlaine, una grave perturbación mental, el trastorno de quien pasa por una desgracia irreparable. Conforme se iba acercando a la chimenea, extrajo un pañuelo del bolsillo y se secó la frente.

—Doctor —dijo con extraña voz—. ¿Habló usted con él hace un momento?… No, no —rectificó, sacudiendo pensativo la cabeza—. Debió de venir por otro lado. Él no estaba aquí cuando vine en su busca desde el corredor. Usted parecía estar durmiendo, y no creo…

Su mirada, recelosa, parecía escudriñar la sala. Tairlaine dijo:

—¿Se trata de algo grave, joven?

—¿No le parece, doctor —murmuró el secretario, eludiendo la pregunta y como respondiendo a un pensamiento interior—, que tiene síntomas de enajenación mental? Hasta ahora, si he de serle franco, nunca había visto en un rostro humano una expresión tan demudada como la suya. Francamente, no sé qué pensar… Permítame sentarme un rato al fuego. ¡Qué hombre, Dios, qué hombre!

Acercó una silla a la chimenea, sacó un cigarrillo, y al encender un fósforo, se examinó la mano, agitada por leve temblor.

—Es intolerable —murmuró.

El humo salía en pequeñas, en tenues columnas de su boca. Intentó lanzar espirales, mas su excitación nerviosa se lo impidió.

—Pasó cerca de mí como una tromba —dijo pensativo—. Apartó mi brazo bruscamente y murmuró algo como «perlas»… Fue todo lo que pude oír. Luego me cerró la puerta en las narices… Dígame, doctor: ¿desde cuándo está sentado ahí?

—¡Oh, diez o quince minutos! Desde que dejamos la sala de fumar… ¿Por qué?

—Por la extrañeza de… Esa actitud de su señoría… ¿Vio usted si entró alguien en la sala de armas, excepto yo; quiero decir, antes que yo llegara aquí?

—No; puede ser que hubiera entrado alguien sin yo advertirlo… ¿Por qué me lo pregunta?

Tairlaine, cada vez más extrañado por semejante interrogatorio, comenzaba a sentirse molesto creyéndose culpable de delación o instigado a ella. La actitud nerviosa del otro le provocaba un recelo indefinible.

Durante algunos instantes, Massey permaneció pensativo, sacudiendo la cabeza con aire de desaliento. Por fin habló:

—Me dirigía al museo en busca de lord Rayle. Cuando llegué a la mitad de la sala, oí, como si alguien anduviera por allí, cierta especie de rechinamiento que no supe a qué atribuir. Pregunté en voz alta de qué se trataba; pero cuando se pasa la mitad del recinto el fragor de la cascada es tal, que resulta difícil oír la menor cosa. Sin embargo, apliqué bien el oído, y el ruido cesó. Registré los lugares inmediatos, pero no vi nada ni nadie que justificara mi extrañeza. Sólo había una luz, pero tan tenue que todo se veía confusamente. Algo me hacía presentir que el señor estaba entre las armaduras. Lord Rayle tiene un gusto especial en trajinar en tinieblas. No sé por qué, pero la cosa empezó a molestarme. Sé muy bien que las personas de mi posición tienen que moderarse, mostrarse sumisas… ¡Yo lo soy!, pero aquello ya pasaba de castaño oscuro. Esto le explicará que esté un poco nervioso.

Massey se agitó desasosegado, de un modo que causaba sorpresa. El cigarrillo que acababa de encender fue arrojado al fuego, y a la luz de la menuda llama viose más nítidamente la alteración de sus facciones. Como hablando consigo mismo, continuó:

—Decidí, pues, salir del museo, y, súbitamente, al llegar a la puerta, me topé con lord Rayle. ¿De dónde salió, y por qué me trató de ese modo? No sé realmente qué pensar.

Durante este relato, Tairlaine había estado observando, con una especie de fascinación, la puerta cerrada de la sala de armas. Sentíase asaltado por los más raros presentimientos. ¡Aquellos lúgubres vaticinios de sir George! Tétricas visiones cruzaban por su mente. Sin apartar los ojos de la puerta, inquirió:

—¿No acierta en lo que pensaba cuando mencionó las perlas? Él suele decir cosas incoherentes, deshilvanadas, que no trata de justificar, pero…

Massey parecía dispuesto a contestar, pero retuvo las palabras, prontas a salir de su labios; tras breve vacilación, concretó su pensamiento:

—Creo adivinarlo. Yo… No es un secreto para nadie; todos en el castillo lo conocen. Lo que ignoro es su aplicación —y golpeó nerviosamente en la cartera de cuero—. Debe de relacionarse con el cumpleaños de lady Rayle. Sí, será eso. Lady Rayle posee varios collares de perlas; pero, a pesar de eso, él va a comprarle otro con motivo de la fiesta de su natalicio, de aquí a una semana. Con este fin ha hecho venir a un joyero de Londres, con varias muestras, y entre todos ya eligieron un collar. Luego…

Fijos aún los ojos en la puerta de la sala de armas, Tairlaine vio venir desde el corredor la corpulenta figura de Francis, con una bandeja, botella y vasos. Sorprendido, el profesor pensó para sí: «¿Será frecuente venir a la biblioteca por el lado del recibimiento? ¿Usarán todos ese corredor?».

—¿Qué tal, amigos? —saludó Francis, alegremente—. ¿Querrán beber un trago?

—La providencia ha guiado sus pasos —dijo ansiosamente Massey—. No deseaba otra cosa.

—Estuve castigando a sir George en el billar —explicó, asumiendo aires de mozo de café con la bandeja—, y sentimos necesidad de refrescar el gaznate. No pude dar con Wood por toda la casa… ¡Sabe Dios dónde andará!; en consecuencia, yo mismo me procuré los ingredientes. ¿Soy o no hospitalario? Tengan los vasos.

Desde el fondo de la casa llegó un grito desgarrador. Aunque amortiguado por el fragor del salto de agua, era tan penetrante como un pinchazo de aguja en las encías. Tairlaine se estremeció. La bandeja sostenida por Francis se ladeó tan peligrosamente que los vasos rodaron por el suelo. Massey, con ademán rápido, pudo evitar que la botella cayese. Los tres quedaron perplejos, en muda expectación: Tairlaine, creyendo próximos a cumplirse sus lúgubres presentimientos; Massey, en posición absurda con el frasco de whisky cogido en el aire, y Francis, amenazador, vuelta la cara hacia la sala de armas.

Les pareció que había transcurrido largo tiempo antes que pudieran oír, sobre el rumor de la cascada, el taconeo de un paso presuroso. Tairlaine se precipitó hacia adelante y, recorrida la mitad de la biblioteca, observó que el picaporte de la puerta del museo giraba hacia uno y otro lado, cual si alguien, desde adentro, tratara de abrirla infructuosamente. La niebla que invadía el salón desde la ventana irritó su garganta, causándole un acceso de tos. Se detuvo, y comprendió que no estaba lejos de la ancianidad. Francis, adelantándose, llegó a tiempo para recoger a Patricia Steyne en sus brazos. La joven, presa de pavor, había caído desvanecida al abrirse la puerta.

Pasando el cuerpo inerte de su hermana a Massey, que ansiosamente escrutaba la cara de la jovencita, Francis empujó violentamente la puerta hasta abrirla de par en par y penetró en el recinto.

A los pocos instantes de haber desaparecido en el lóbrego lugar, volvió a la puerta, intensamente pálido. Acometido de un fuerte temblor, Francis parecía próximo a desfallecer. Para no caer se apoyó contra la puerta, y en esta posición miró en torno con ojos extraviados.

—Felizmente, aún está en la casa el doctor Manning. Que lo llamen en seguida —dijo en tono tembloroso—. El viejo está agonizante, si no ha muerto ya…

Entonces empezó a restregarse los ojos, una y otra vez, cual si quisiera alejar una visión aterradora.