I.- Bowstring

I

BOWSTRING

En la biblioteca de Bowstring se conserva aún un reloj, acerca del cual hácense a los visitantes curiosos relatos. Este reloj, de manufactura alemana, tiene acoplada una cara rubicunda que giraba en torno a la esfera según iban sonando las horas. Tiene también una complicada serie de campanas y un péndulo de tictac sonoro. Pero cierta noche, hará cosa de dos años, la cara dejó de girar y las campanas de dar las horas. No solamente señaló el último momento en la vida de lord Rayle, sino que, en cierto sentido, asistió al desarrollo de su muerte, motivo por el cual la maquinaria se habría descompuesto. Si es usted un visitante calificado puede que le muestren algunos orificios de bala, aunque todo rastro de sangre haya sido lavado hace tiempo.

Henry Steyne, semichiflado, titular de la baronía de Rayle, fue quien compró el reloj, que era una de sus pocas cosas nuevas, pues lord Rayle gustaba poco de lo moderno. Por el contrario, lo aborrecía. Era dueño de uno de los pocos castillos del siglo XV que no había caído en ruinas o había sido reconstruido de acuerdo con el estilo Tudor. Bowstring, en la costa oriental de Anglia, consérvase como una especie de milagro. De haberse dejado llevar completamente por sus gustos, lord Rayle habría mantenido la iluminación y los distintos servicios de la casa en un estado tan primitivo cromo sus torreones y almenas. Chapado a la antigua, habíase consagrado en cuerpo y alma —si es que la tenía, extremo por demás dudoso— a su colección de armas y armaduras medievales. Su vanidad por estos tesoros estaba más que justificada, ya que en todo el mundo no había otra colección privada tan completa y valiosa. Habría sido necesaria, para que la sala de armas de Bowstring luciera en todo su esplendor, cierta cantidad de luces eléctricas, proyectadas sobre cada uno de los vetustos especímenes, pero servíase de la electricidad tan poco como le era posible y hasta disuadía de su empleo a cuantos le visitaban. A lo sumo; encendía una pequeña lámpara en todo el vasto y polvoriento recinto de la sala de armas, contigua a la biblioteca de Bowstring, después de lo cual inspeccionaba sus tesoros a la luz de una modesta bujía.

En la misma biblioteca, las bujías ardían en candelabros de bronce puestos sobre la repisa de la chimenea. Si lord Rayle hubiese sido más sensato en estos asuntos, otro habría sido su fin, o los dramáticos pormenores de su muerte hubieran sido muy distintos.

Un ala del castillo era su dominio particular. Sus familiares y servidores sentíanse intranquilos al ver descender por el corredor, desde el salón principal, su figura enjuta y rara, envuelta en una pelliza blanca con capucha de hechura monjil, escudriñadores los ojos y de talante siempre incierto. Así transponía la sala de recibir, a un lado, y el salón de música, al otro, sin detenerse hasta llegar a la biblioteca. Generalmente era breve su permanencia allí, salvo cuando retiraba algún que otro libro de los altos estantes; pero, a la postre, sus pasos se encaminaban a la sala de armas. La enorme puerta se cerraba de golpe, y ya no se sabía más de él. Luego sólo se oirían el sonoro tictac del reloj y el ruido ensordecedor de la cascada que caía en las cercanías del castillo.

* * *

Aquella misma tarde del 10 de septiembre de 1931, dos hombres viajaban en un coche de primera clase del tren que va de Charing Cross a Aldbridge, en Suffolk, discutiendo ambos la personalidad de lord Rayle. Mejor dicho, sólo uno de ellos la discutía; el otro se limitaba a juzgar inverosímil que existiera un sujeto tan fantástico. Sir George Anstruther, el mantenedor del tema, hablaba en tono indeciso, a ratos cubriendo de sombras, a ratos aligerándola, la figura de su biografiado, y acentuaba su peroración, inclinando hacia adelante su amplia faz rugosa o golpeándose la palma de la mano con el puño. El doctor Michael Tairlaine, su interlocutor, le escuchaba acariciándose la barba canosa o mirando distraído los hermosos paisajes de la campiña británica. El sol estaba ya en el ocaso y la marcha del tren invitaba al reposo con su rechinamiento adormecedor.

Sir George exhaló un suspiro.

—Le llevo a usted a hacer una visita a lord Rayle —dijo en tono de pesadumbre—; conste que usted lo ha querido. No me culpe a mí si el lord le parece algo loco. En cuanto al castillo, es otra cosa…

Denotaba una inquietud creciente, restregándose nerviosamente las manos o atisbando por la ventanilla al exterior.

—No deja por eso de ser un lugar triste, impresionante. Si tiene interés por el golf, en Aldbridge encontrará buenos campos…

—¡No me hable de golf! —repuso Tairlaine sin despegar los párpados—. Estamos en sábado y no quiero desplegar actividad alguna, deportiva o social, especialmente de golf. Además, ya he estado en Aldbridge. Me llevaron allí una vez, durante las vacaciones, cuando ocupaba cátedra en Cambridge.

George Anstruther asintió en su forma lenta y peculiar. Echóse atrás el sombrero y sonrió afablemente. Director del British Museum y catedrático en la Magdalena, sir George Anstruther semejábase menos a un universitario que a un traficante ilustrado cualquiera.

—Efectivamente —observó—. Suelo olvidarme de eso, y también de que es usted yanqui. No sé si esto se debe a la influencia de Harvard; ignoro todo respecto de Harvard, pero recuerdo que se mostró usted harto cauto y circunspecto en sus lucubraciones en nuestro Cambridge.

Tairlaine abrió los ojos, dilatados por la sorpresa.

—¿Sarcasmos ahora? —refunfuñó—. Soy ya demasiado viejo para no resentirme por eso. Escúcheme, George —advirtió vacilante—. Me conoce ya desde hace bastantes años y no puede ignorar que me hiere con ese recuerdo. ¿Quién vengo a ser ahora?

—Lyman Mannot, profesor de literatura inglesa —replicó sir George— en Harv…

Meditabundo, el otro observó:

—¿Cuáles han sido mis distracciones hasta ahora? ¿Por qué no he de poder bailar y cantar canciones picarescas, o accionar aturdidamente como otro mortal cualquiera? Ahora todo pasó; ya soy viejo. He necesitado este año de vacaciones para cerciorarme de esa verdad. En cuanto a aventuras, ¿qué es lo que he tenido en mi vida?

—¿Respecto a qué? —inquirió sir George, extrañado—. ¡Con lo que se sale ahora! —y mirando a su interlocutor con aire enigmático, prosiguió más seriamente—: No haya cuestiones por esto, viejo amigo Michael. Además, ¿a qué clase de aventuras se refiere? ¿Sin duda, a las del corazón? Una aventura deslumbrante, perfumada y acicalada como una gran dama, que entra subrepticiamente en su compartimiento, y murmura: «El seis de diamantes, en la torre del Norte, a medianoche; cuidado con Orloff», y luego…

Tairlaine restregóse convulso las manos y replicó emocionado:

—Creo que me refería a algo por el estilo…

El girar de las ruedas interrumpía la monotonía del silencio, mientras la frialdad del crepúsculo iba envolviendo paulatinamente a los viajeros.

—Quisiera ver —dijo meditabundo sir George— cómo se comportaría usted si alguna vez tuviera alguna. Quiero decir una aventura de verdad. Probablemente, ninguno de los dos sabríamos hacerle cara en la forma debida. Pero vayamos a lo que importa —a su vez vaciló, algo desasosegado—. Mi propósito al emprender este viaje no ha sido solamente el mostrarle los misterios de Bowstring. Dudo mucho de que eso le interese realmente. No sé si estoy en lo cierto…, quisiera equivocarme…, pero creo que, tarde o temprano, algo muy feo, algo atroz y espantoso va a ocurrir en esa casa. Téngalo por seguro.

Al evocar poco después esta parte de la conversación, Tairlaine no pudo menos que recordar el cambio de tono producido en la voz de su amigo.

Este tono, mucho más que las palabras, hízole olvidar el disgusto de haber admitido lo que toda persona sensata debe negarse a admitir. El diálogo decayó y ninguno de los dos volvió a pronunciar palabra. El tren ya aminoraba la marcha, y entraba en agujas en el empalme de Aldbridge.

Sin embargo, el profesor pensaba para sí: «No voy a consentir que me empleen como sujeto de experimentación». Y reteniendo en la mente las palabras agoreras de sir George Anstruther, descendió del coche mirando curiosamente en derredor.

Era una pequeña estación, desolada, con algunos perros vagabundos, enclavada en un repliegue de las montañas de Suffolk. El aire recargado de sales marinas denunciaba la proximidad del mar. En el andén, apoyado distraídamente en un fardo de mercancías, un joven elegante, aunque algo desaliñado, observaba a los viajeros.

Hallo! —exclamó, iluminado el rostro por repentina animación a la vista de sir George, que se encaminaba a su encuentro—. Hallo! —volvió a repetir—. Me alegro de que haya llegado. No esperaba ciertamente que fuera puntual. Nunca espero que nadie lo sea, a fe mía. Ahí tengo el coche esperándolos.

Cambiaron un fuerte apretón de manos. Sir George dijo:

—Francis, éste es el huésped de quien le he hablado: el doctor Tairlaine. Michael, el honorable Francis Steyne, hijo de lord Rayle.

El joven se volvió con una reverencia. Aunque de contextura sólida denotaba cierta apatía, que se acentuaba en su mirar indolente y su bigote rubio de guías caídas. A ratos, chispazos de buen humor o de socarronería fulguraban en sus ojos de gruesos párpados. Sus apretones de mano eran vigorosos.

—No tenemos caza aún —observó con desgana mirando al cielo—. Hay que esperar una o dos semanas más para sacar las escopetas. Ha sido muy amable en venir, sir George. Su influencia entre nosotros es muy grande. Me refiero a los juegos. ¡Nos enseña algunos…! Además, lo hace con tanta gracia y habilidad. Aquí, fuera del «Hunt the Slipper»[1], no tenemos la más pequeña distracción.

Sir George se encasquetó nerviosamente su recio sombrero.

—¡Hum! —reprochó malhumorado—. Disparates, joven, disparates. Siempre con sus librotes…

—Edgar Wallace —dijo descontento Francis— es el único autor que me dice algo. Devoro sus libros por toneladas. Los demás, ¡pchs…! He leído la misma historia tantas veces, que siempre adivino lo que va a ocurrir. ¡Hallo, Masters! —ordenó a un mocetón que andaba entre los equipajes—. Sírvase ponerlos en el coche. ¡Gracias! ¿Piensa volver aquí?… ¿Qué estaba diciendo?…

Después de mirar en torno suyo, sir George suspiró con impaciencia, y luego dijo:

—Déjese de decir simplezas y hable con seriedad. Sus incongruencias no engañan a nadie, y menos lo hará con el doctor Tairlaine. Es un profesor.

—Palabra honorable —observó Francis alzando las cejas. Moderó su actitud y se dirigió a Tairlaine con circunspección—. ¿Profesor ha dicho? Me alegro. Bien. Yo cierta vez traté también de graduarme, pero… El tribunal me era favorable. Hizo cuanto pudo por mí. Sí, los examinadores trataban de ayudarme para que saliera airoso sin menoscabo de su conciencia. Aquí está el coche; cuidado con el estribo.

—¿Y resultó usted aprobado? —preguntó Tairlaine.

—No, poca suerte… ¡Vamos, Rayo! Pícaro animal, siempre… No, a pesar de sus esfuerzos. Me advirtieron que iban a hacerme dos preguntas, y que si contestaba a una de ellas… era eso el cincuenta por ciento…, me aprobarían. Bien. La primera pregunta fue algo tan endiablado que ni ellos mismos habrían podido contestarla. Imagínese uno de esos problemas corrientes en los exámenes escolares: «¡A ver, muchachos: hagan una breve descripción del mundo en un solo ejemplo!». La otra pregunta fue: «¿Cuál es su músico favorito?». Tengo el presentimiento de que no acerté, ¿sabe? Yo iba a contestar: «Tennyson»; pero como no pude recordar la forma de escribirlo… ¿Nos enseñará algún juego más, sir George?

—No —rezongó el interpelado desde el fondo del coche, tratando de sacar humo de la pipa semiapagada—, y basta de contar tonterías. ¿Cómo está su gente?

—¡Oh, todos lo mismo! Bastante bien. Mamá, aquejada de un dolor de cabeza. Tenemos en el castillo, como huésped, al joven Larry Kestevan. Disculpe, señor —dijo volviendo hacia Tairlaine sus grandes ojos asombrados—. Espero que sir George le habrá enterado de todo lo relativo a mi progenitor. Quisiera que no fuera desagradablemente sorprendido. Es toda una bella persona; pero, si he de ser franco…, no porque yo lo diga, papá no hace un secreto de ello. Suele andar de un lado para otro, siempre, con una especie de vestido blanco, rematado con una capucha, y, en ocasiones, es de conversación poco fácil, ¿eh?

—Ya lo tendré en cuenta —asintió el interpelado.

El rítmico y monótono golpear de los cascos del caballo estaba a tono con la charla deshilvanada de Francis. Las emanaciones salinas hacíanse cada vez más penetrantes. A lo lejos, tras las ondulaciones del paisaje, divisábase una cancha de golf sobre la cual se movían borrosos puntos negros. Más allá, la sinuosa línea de la playa y el mar infinito. Ambiente silencioso, lleno de vida y misterio. A sus oídos llegaba el rumor del oleaje, tenue y sutil como el zumbido interno de una concha.

Clop-clop, clop-clop, hacían las herraduras del caballo a compás con el traqueteo del vehículo. Luces vacilantes iban apareciendo en un edificio que semejaba ser un hotel de playa. Alzando el cuello del abrigo para resguardarse de la brisa fresca, Tairlaine trataba de estudiar la cara avejentada del joven que los conducía, cada vez que volvía la cabeza —cosa que ocurría con frecuencia—, para hacer alguna de sus observaciones inconsistentes.

¿Triste, burlón, aburrido, decepcionado? Imposible formarse juicio. A menudo, el extraño joven blandía airosamente el látigo, y en seguida expresaba el deseo de actuar de Ben-Hur, al igual que en las películas.

—Larry Kestevan —añadió confidencialmente— ha ingresado ahora en el cine. No le extrañe; las personas más representativas no tienen más que esa aspiración. Larry fue sometido a prueba en la G. B. S. y obtuvo los más altos puntos. Además, es hermoso como el mismo pecado, según he oído decir a las mujeres, porque sabe mostrarse brusco y altanero como cualquier jugador de Elstree.

Así son las cosas; hay que ser brusco; cuanto más, mejor. En otros tiempos, el héroe revelaba su virilidad aporreando la cabeza del villano. Ahora la muestra golpeando a su heroína. A eso le llaman masculinidad de alta clase… ¿Qué se le va a hacer?

Nuevo blandir del látigo. Echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en una risa —dijérase un relincho— que, Tairlaine pudo comprobarlo después, tenía extrañas reminiscencias de la risa de su padre.

El doctor observó cortésmente:

—No parece mirar con muy buenos ojos a ese señor Kestevan, ¿eh?

—¿Cómo dice? —repuso Francis volviéndose bruscamente, como ofendido—. Puedo asegurarle que no hay tal. Lo considero una persona excelente, y ya le dije que trabaja en el cine. ¡Ahí es nada, el cine! ¿No le gustaría trabajar para la pantalla? ¡A quién no le gustaría! —en su rostro fresco, mórbido, reflejábase una expresión de entusiasmo—. ¿Concibe nada parecido a ir ataviado con un uniforme de oficial de la Legión Extranjera, o como Ben-Hur, diciendo?: «¡Los pulverizaré a todos ante Antioquía!». ¡Por Júpiter!

Tairlaine pensaba: «Este joven enigmático tiene la osadía de decir las cosas que todo el mundo piensa, pero que nadie quiere admitir».

Volviendo ahora hacia la izquierda, se veía a lo lejos un camino entre jardines ondulantes. Las torres, revestidas de púrpura por la luz del crepúsculo, se recortaban contra un cielo matizado de los más fulgurantes colores.

Francis señaló con el látigo:

—Bowstring —murmuró jubiloso.

Todos enmudecieron. Tras otro latigazo, la cabalgadura reanudó la marcha arrastrando el vehículo sobre un camino de guijarros puntiagudos que llegaba hasta las inmediaciones del castillo.

—Hace pocos días —prosiguió Francis con la animación que le provocaba el tema—, una compañía de cine solicitó autorización para rodar en nuestra casa algún episodio épico. Yo me alegré sobre manera, esperando divertirme viendo a los artistas caer desde lo alto de los muros. También habrían necesitado usar de las armaduras del viejo; las tiene en una sala inmensa, como ya verá. Lo menos cincuenta atavíos completos y un sinfín de armas, todo en un recinto. Pero el viejo ni se dignó escucharlos. A propósito —dijo volviéndose hacia sir George—, hemos tenido hace poco un incidente raro. No careció de gracia. Una de las doncellas…

Tairlaine, sin desviar la vista, creyó observar que sir George miraba fijamente, por un momento, a su interlocutor; pero ya estaba oscuro bajo la avenida de encinas, siéndole imposible cerciorarse de ello.

—¿Qué le pasó a la doncella? —interrogó sir George.

—Es Doris. Vino de Somerset. Linda muchachita, pero supersticiosa como ella sola. Así son todas las de esa región. Una vez me dijo que si uno se mira al espejo de noche, puede ver al diablo detrás —Francis sonrió entre dientes; había anudado las riendas en el mango del látigo, y volvió la cara para mirarlos de frente, con una expresión por demás ambigua. Tairlaine creyó hallarle semejanza con un maestro socarrón en vías de exponer un tema sobrenatural. Mientras tanto, el coche se deslizaba bajo el ramaje sombrío de las encinas—. ¡Ah! —exclamó después—. No dio poco que hablar…

—¿En qué forma?

—Bien… ¿Cómo le diré? Creyó ver una de las armaduras en la escalera, junto a la baranda, donde nada tenía que hacer. Asombroso.

Sir George le miró fríamente, sorprendido por la revelación.

—Sí que es extraño —dijo—. ¿Qué hacía allí?

—Nada. Simplemente estaba allí, mirándola de hito en hito, según nos contó. Doris se quedó aterrada. Por supuesto, nada hay de verídico en eso, pero ella asegura que pudo ver unas uñas auténticas en el extremo de los dedos del guantelete.

Por una causa inexplicable, esta lúgubre descripción quedó grabada en el cerebro de Tairlaine, como hecha por las aceradas puntas de los dedos de la manopla.

—Diga, Mr. Steyne —inquirió de improviso el profesor—. ¿Ningún fantasma en el castillo de Bowstring?

—Lo siento mucho —replicó el joven con algún dejo de contradicción—. Descuido imperdonable. Ni un simple duende en almenas y torreones. Parece increíble que en un período de quinientos años no se les haya ocurrido manufacturar uno. ¡Antepasados poco emprendedores! El viejo le mostrará todo lo curioso del lugar, si usted tiene interés. Ahora que recuerdo: hay algo muy extraño.

—Hable sin cuidado —exigió impaciente sir George, al detenerse el otro como para una confidencia.

—Fue mientras me hallaba en la escalera, en la grande, al final del gran salón, la que tiene una baranda de un pie de espesor, ¿sabe?

—Bueno, sí.

—Después se la mostraré —agregó Francis en tono alentador—. Ya verá… Bien; después que alguien arrancó la cuerda del arco…

—¿La cuerda de qué? —preguntó sir George, jadeante, incorporándose de súbito.

—¡Ah, ah! Esto les parecerá algo incomprensible —exclamó Francis volviéndose hacia Tairlaine—. Debe saber que el viejo tiene un aposento particular (medirá unos treinta metros por dos pisos de alto y es más frío que el demonio) donde guarda sus armaduras y arneses. Generalmente, están colocados en cajas de cristal, a cubierto del polvo y de la humedad. Es todo un museo, un señor museo. Un empleado del British Museum le ayudó a hacer la distribución de las armas. En la parte izquierda conforme se entra, casi pegadas al muro, hay un par de vitrinas totalmente llenas de ballestas. ¿Cómo pueden interesar estas cosas? Hay allí un artefacto llamado cric, que opera adosado al brazo del arco; luego se da la vuelta a una biela que tira de la cuerda hacia atrás hasta quedar prendida a una tuerca giratoria afianzada en la mitad de la ballesta. Así, con la cuerda en tensión, basta una leve presión del dedo para que el dardo o la flecha… ¡Bueno! —frunció el ceño, abismado en súbita meditación—. ¿Dónde estaba?

—Describía usted una tuerca giratoria —observó sir George, regañón—; pero no prosiga, por favor. Ya comprendimos de qué se trata. Incidentalmente, es un tipo de arma más reciente y raro que la llamada ballesta a estribo, de molinete central. Los ejemplares de su padre son completamente originales, las cuerdas inclusive. Bien… ¿Qué ocurrió?

—Pues que alguien se introdujo en la sala y hurgó en las vitrinas…, nunca están cerradas; ninguna lo está…, y ¡zas! —terminó Francis extendiendo expresivamente el brazo.

—¿Quiere decir que alguien arrancó la cuerda?

—Tal como lo he dicho. ¿Con qué fin, pensarán ustedes? Pero, fuere como fuere, la cosa es pueril. Así se lo manifesté, aunque él lo sabe de sobra. En realidad, la cuerda sustraída no era la primitiva; la original era otra. Recuerdo que, siendo chico, me interesaba mucho conocer el funcionamiento de esos aparatos. Me gustaba hacer añicos los vidrios de las ventanas. ¿No les gusta a ustedes agujerear ventanas? A mí me encanta. Sí; también hacer blanco en la parte trasera de los transeúntes, como se ve en el cine. A propósito del cine. Recuerdo que…

—Siga contando lo que pasó —interrumpió George—. Lo de la ballesta.

—La… ¡Ah, sí! Sustraje una ballesta y traté de ver cómo funcionaba. Pero la cuerda estaba tan raída, que a una leve presión se rompió. El viejo se puso como loco. Casi me mata. Sin embargo, reemplazaron la vieja por una nueva. Una buena cuerda siglo veinte. Luego, importa poco que esta cuerda nueva haya desaparecido, ¿no es así?

Desde hacía un buen rato, Tairlaine creía advertir un rumor nuevo que se sobreponía al cascabeleo del coche. Un retumbar continuo, paulatinamente creciente, conforme se aproximaba al castillo.

—Es nuestra cascada —explicó Francis al notar la extrañeza del visitante—. El viejo se empeñaba en querer conservar el foso; pero por más que él quiera no puede, por razones sanitarias. El agua se estanca, y con la plaga de moscas y mosquitos se contraen fiebres. No sé cómo harían en los tiempos antiguos. El viejo tiene un gran caudal de agua tras la colina de nuestra propiedad y, con la ayuda de peritos hidráulicos, el agua fue traída y llevada de un lado a otro, encauzada en buenos canales, y se hizo cuanto exige la conservación de la salud. Ahora la corriente salta desde gran altura y va a parar al ribazo. Todo el año tenemos agua limpia y clara. Ingenioso.

Extendió sus largas piernas sobre el asiento delantero y golpeó con las riendas el lomo de Rayo. El coche transpuso velozmente otra curva; en tanto, el retumbar se bacía más intenso y las luces de Bowstring iban apareciendo con intermitencias entre el ramaje de las encinas. Conforme avanzaban en la semioscuridad del crepúsculo, Tairlaine pudo divisar unos escasos pormenores del lugar. Alcanzó a ver el parapeto de piedra del foso y una calzada que conducía a las puertas de la propiedad. En el lado opuesto, dos pequeñas torres, de un alto aproximado al de las murallas. Las aberturas de las ventanas estaban a oscuras; no así las de las murallas, de cuyo interior partían fulgores amarillentos que se reflejaban en la tapicería del follaje. Erguidos contra el manto grisáceo del firmamento, los murallones almenados se prolongaban paralelamente hasta enlazar con dos altos torreones a ambos extremos de la fachada. Hileras de chimeneas se alzaban en profusión sobre los techos inclinados, cubiertos de tejas rojizas.

En la parte posterior del castillo ondeaba la bandera señorial, fijada en una de las torres del murallón.

El carruaje entró rápidamente en la curva final. Francis dio unas palmadas.

Hallo! —gritó, y, contra lo esperado, la puerta se iluminó con una viva luz eléctrica.

—El viejo —comentó Francis— no quería esta clase de luces. Pero, aunque a regañadientes, cedió ante la gritería general. ¡Bondad divina! Estoy helado. Un buen whisky nos hará bien a todos. ¡Eh, los de la puerta! ¡Vengan a retirar los equipajes!

Dos sirvientes acudieron solícitos, mientras las puertas se abrían. Uno de ellos tomó las maletas, mientras el otro llevaba el coche al lado opuesto del castillo, hacia las cuadras.

Tairlaine se restregaba las manos, ateridas de frío. Cruzaron el puente tendido sobre la corriente rumorosa, y las puertas abiertas en el muro dieron acceso a un largo y estrecho patio, pavimentado con piedra puntiaguda, junto al cual la muralla exterior corría paralela al amplio frente del castillo. Sólo un escaso número de ventanas iluminadas podía divisarse desde la explanada interior, por ocultarlas los altos muros; mas el patio, de un extremo a otro, mostraba un alumbrado acogedor. Por unos pocos escalones se subía a una terraza, rodeada por una balaustrada, en la que estaba la puerta principal, que se hallaba abierta. Ornadas con las armas de la baronía, en el centro de los cristales, las ventanas irradiaban alegre fulgor desde dentro de los murallones, que, a juicio de Tairlaine, tendrían unos tres metros de espesor. Lleno de curiosidad, alcanzó a ver unas escaleras que conducían a los aposentos de la gran pared exterior, bruscamente cortada por las torres defensivas del castillo. El escaso tiempo no permitía una detenida observación.

Llegados bajo el dintel de la puerta, quedose inmovilizado, presa de estupor.

Una voz rechinante lo detuvo. En medio del gran salón, Bowstring, un anciano pequeñito, todo encorvado y cubierto con un ropaje blanco nada limpio, vociferaba como un energúmeno, al tiempo que enarbolaba un martillo amenazador. Sus agudos chillidos, acentuados por gestos descompuestos, le despojaban de todo aspecto humano y le daban semejanza a un animal salvaje. El extraño ser gritaba:

—¡Quiero mis guanteletes!… ¿Me oyen?… ¡Quiero mis guanteletes!…