Epílogo
—¿Te acuerdas de ese detective que Rómulo Méndez me presentó una noche en la ópera y que te dije que me gustaba tanto para tu amiga Paula? —le pregunta Federica Quiñones a su cuñada Alejandra Márquez, a quien ha invitado a tomar el té en su casa de la lujosa urbanización La Finca, muy próxima a la ilustre villa de Pozuelo.
—Yes my dear. Robert Rodríguez se llamaba, ¿no? Ya te dije que sería inútil presentárselo. Es un caso perdido. En los últimos tiempos los hombres ya no le duraban ni la primera noche y ahora lleva más de un año sin querer verlos ni en pintura.
—Sí, sí, lo recuerdo muy bien. Tal y como entonces me explicaste, me quedó muy claro que una simple cita no serviría de nada. Pero no es por eso por lo que te he llamado. Ahora tengo otra idea. ¿Un poco más de té querida? —dice Federica antes de continuar, pues considera que los buenos modales nunca deben estar reñidos con los temas mundanos.
—No darling. Todavía tengo un poquito en la taza —responde Jai educadamente—. Venga dispara, ¿qué se te ha ocurrido esta vez? Me imagino que se tratará de otro de tus estrambóticos juegos, ¿no? Soy la primera que reconoce que ser millonaria puede ser aburrido, pero lo tuyo se sale de madre.
—Ni que lo digas preciosa —responde la rica aristócrata, que se casó por amor con un modesto profesor aficionado a la ópera y no puede evitar, cada vez que se le presenta la ocasión, hacer de celestina.
—Desde que viste aquella película de Michael Douglas y Sean Penn, no has parado de poner en práctica tus propios y carísimos Games. Todavía me acuerdo de cuando llevaste a tu marido a Suecia haciéndole creer que estaba nominado para el Nobel. Vaya plancha se dio.
—Creo que me excedí. Pobrecillo. Aunque para él fue un alivio; huye a todo trance de la notoriedad —replica Federica un poco abochornada dándole un bocadito a una teja de almendras.
—¿Y de qué se trata esta vez?
—Pues mira. Como ya sabes, desde hace muchos años colaboro con varias fundaciones dedicadas a la lucha activa contra la violencia de género. Los maltratadores siempre me han repugnado y no ayudar a esas mujeres me parecía, y me sigue pareciendo, una actitud intolerable.
—Estoy de acuerdo contigo. No es de recibo que en pleno Siglo XXI sigamos como hace doscientos años.
—A eso voy —dice Federica con los ojos brillantes. Tiene casi setenta años, pero aún conserva una mirada que podría fulminar a un mamut—. La cuestión es que hace unos meses conocí a la presidenta de la Fundación MB, Judith Torres, una mujer digna de admiración de la que había oído hablar y a la que solicité una entrevista para hacerle entrega de un cheque por valor de doce mil euros.
—Te sigo —dice Alejandra dándole otro sorbito a su té.
—Bien. Nuestro primer encuentro tuvo lugar en su oficina de Bilbao y fue algo sencillamente mágico; no tardamos más de cinco minutos en entablar amistad y en empezar a contarnos nuestras vidas. Después de que diera orden a su secretaria de que nadie la molestara, nos pasamos el resto de la tarde encerradas en su despacho hablando como si nos conociéramos desde los ocho años.
—Sé de lo que hablas. No es fácil que suceda algo así. A mí sólo me ha ocurrido una vez; con Paula.
—Sí, siempre te he envidiado por ello.
—Come on, me tienes intrigada.
—Después de esa primera reunión, nos hemos visto con regularidad. Al menos una vez al mes o ella venía a Madrid o yo iba a verla a Bilbao. En el transcurso de nuestras conversaciones, llegado un momento —continúa explicando Federica pero ahora con el semblante ensombrecido—, me confesó que, estando casada, su marido solía golpearla con violencia por cualquier razón, y que una mañana, hallándose con él en el interior de un vehículo de su propiedad, había terminado provocando el accidente en el que él se mató y en el que ella también casi pierde la vida.
—¡Joder! —replica Alejandra, incapaz de reprimir esa expresión que sabe que tanto le disgusta a su anfitriona. Sin embargo, esta vez la mujer se lo pasa por alto. Lo que está a punto de confesarle es demasiado atroz como para que le preocupen ese tipo de cosas.
—¡Jolines!, eso mismo dije yo. Nada más contármelo, Judith prorrumpió en un llanto pavoroso del que no pudo salir en más de media hora. Todo ese tiempo la tuve entre mis brazos. Su cabeza descansando contra mi pecho mientras un río de lágrimas me empapaba la blusa. Llevaba cargando con esa culpa durante veinticinco años y ya no pudo más. El crimen había prescrito y sabía que yo no podía salir perjudicada. Para mí fue un gran honor escucharla y compartir con ella esa profunda herida. Pero esto, aun siendo terrible, no es lo más dramático de todo.
En ese instante Federica se ahoga con sus propias palabras. No se ha puesto a llorar, pero sus ojos están empañados con un velo que indica que no le falta mucho.
—¿Te encuentras bien? ¿Necesitas que te traiga un vaso de agua?
—No, no. Es sólo la emoción. Lo que te decía —añade a los pocos segundos—. Cuando Judith se acabó consolando, me dijo que prefería estar sola y yo me fui al hotel. Era tarde y estaba fatigada. Sin ni siquiera tomar algo de cena, me di un baño y me puse el camisón para irme a dormir, pero antes de acostarme, según estaba abriendo las sábanas, recordé algo. Algo terrible. Algo que la reciente confesión de Judith debió de sacudir en mi interior y que al principio no pude creerme, o mejor dicho, no quise creerme: recordé a mi padre metiéndose en mi cama cuando yo era apenas una niña y abusando de mí. Me decía que me quería mucho y que no tuviera miedo. Que eso era algo que ocurría entre la gente que se amaba de verdad. Que aunque doliera, ese dolor era insignificante comparado con el que sufriría si me quedaba sola. Y luego se me echó encima, me abrió las piernas y me metió algo duro, algo desgarrador, un objeto que yo no podría describir, caliente, enorme y repulsivo. Después se marchó y nunca más volvió a entrar en mi cuarto. Y yo, por lo visto, sepulté convenientemente aquel recuerdo para poder hacerle frente al resto de mi infancia.
Alejandra, que aprecia mucho a la hermana de su marido Teófilo, horrorizada por lo que acaba de escuchar, no sabe qué decir. Por lo que le habían contado, su padre era una persona muy distante. Un hombre rico y serio siempre al cabo de sus ocupaciones y con muy poco tiempo para dedicarlo a su escasa familia. Su suicidio fue algo que al parecer nadie lamentó mucho, ni siquiera su madre, que estando en casa fue la única que oyó el golpetazo del cuerpo cayendo al jardín desde la ventana de la tercera planta.
—Lo siento muchísimo Federica, ¿hay algo que yo pueda hacer? —dice Jai conmocionada mientras se acerca y le coge la mano—. Maldito hijo de… —se refrena antes de acabar la frase. No quiere añadir más leña al intenso fuego que ya ve que arde en el corazón de su cuñada—. Teófilo jamás me habla de vuestro padre Inocencio; tenía sólo un año cuando él murió.
—No te preocupes, poco a poco ya lo voy encajando. Lo peor de todo fue averiguar que mi incapacidad para concebir me vino de su parte. No he podido tener hijos porque me causó daños irreparables en el útero. Mi madre siempre me había dicho que fue debido a la caída que de pequeña tuve cuando montaba a nuestra yegua Esperanza. Hay que joderse con las madres —dice en lo que considera un alarde de chabacanería—. Pero en fin, eso ya no tiene solución. Lo que sí la tiene son otras cosas. Por eso te he llamado, para pedirte ayuda. ¿Quieres que te cuente el nuevo jueguecito que se me ha ocurrido a raíz de unos sueños que he tenido en las últimas noches? —dice recobrado ya su ánimo y con una sonrisa maliciosa.
—¿De unos sueños?
—Sí, por extraño que parezca.
—Go ahead —replica Jai, dispuesta a hacer lo que sea por esa mujer cuya fortaleza siempre ha admirado. ¿Puedo tomar un poco más de té? —añade después, consciente de que tendrá que pasarse allí toda la tarde.
Federica, antes de comenzar, le llena la taza y le ofrece otro dulce.
—Lo primero que has de saber es que, al igual que estoy convencida de que Robert Rodríguez y Paula formarían una pareja idílica, tipo Bradd Pitt y Angelina Jolie, también pienso lo mismo de Judith Torres y Rómulo Méndez, al que como bien sabes todo el mundo conoce como el rata y con quien has tenido la ocasión de coincidir en muchas de mis fiestas.
—Huy, huy, ya te veo venir, eres incorregible sweet heart —responde Alejandra, refiriéndose a su remarcada mentalidad holywoodiana—. Venga sigue, me tienes con los nervios de punta.
—Lo segundo que tengo que decirte es que, con motivo de lo que me contó Judith y de los dolorosos recuerdos que me ha despertado, agravado todo ello por el hecho de que nuestra sociedad no parece querer poner remedio a la plaga que desde tiempos inmemoriales ha sido la violencia de género, he decidido ser yo misma la que escarmiente a toda esa calaña, de tal forma que sean conscientes de que hay una supra justicia a la que no podrán escapar por muchas triquiñuelas que utilicen.
Aunque está más que acostumbrada a las excentricidades de su cuñada, Alejandra esta vez no es capaz de reaccionar hasta que ha pasado al menos un minuto.
—¿No hablarás en serio? —exclama por fin con los ojos fuera de sus órbitas.
—Desde luego que sí. Ya me conoces; no es mi estilo hablar a la ligera.
—¡Joder! —vuelve a proferir Jai a sabiendas de que no será reprendida—. ¿Y qué piensas hacer, matarlos?
—En un principio ésa era mi idea, pero ahora me inclino más por darles una severa reprimenda. Si vuelven a reincidir, entonces tomaríamos medidas más drásticas. ¿No sé si me entiendes?
—Perfectamente —dice Jai sobrecogida—. ¿Y cómo piensas llevarlo a cabo?
—A eso voy…
Y entonces Federica le cuenta de forma exhaustiva a su cuñada Alejandra los sueños que ha tenido en las últimas noches y en los que Judith Torres, presidenta de la Fundación MB, siglas que la empresaria había utilizado como muestra de agradecimiento a la sin par ayuda que había obtenido de su furgoneta Mercedes Benz, acudía al despacho de Rómulo Méndez y le contaba los sueños que ella a su vez había tenido con una asesina, muy parecida a Paula Burmester, que estaba causando estragos entre los maltratadores de media Europa. Y a continuación también le relató las escenas que en esos mismos sueños se habían desarrollado entre su amiga doblemente viuda y el detective Robert Rodríguez y que habían terminado con el desenmascaramiento de una compleja confabulación urdida por la propia Federica, cuyo fin no era otro que hacer que intimaran las dos parejas que ella en su imaginación ya había concebido como idílicas, objetivo que en sus fantasías nocturnas había acabado felizmente logrando.
—¡Joder…!—dice Alejandra por tercera vez tras la larga hora que ha estado escuchando sin abrir la boca—. ¿Todo eso lo has soñado tú sola?
—Eso parece.
—¿Y por qué tengo que ser yo la mala de la película? Además de robar un cuadro y de traicionar a Paula, al final me convierto en la sospechosa de los asesinatos. ¿Tan mal concepto tienes de mí?
—Claro que no, querida —dice Federica dejando su taza en la mesita de cristal que tiene delante—. Todo lo contrario. Mi inconsciente ha elegido a la persona en la que más confío para ser mi cómplice. Además, tú no tienes nada que ver con las muertes. Sólo compartes con la supuesta culpable el hecho de que eres abogada y de que no eres española de nacionalidad, pero esos dos atributos también los poseía mi madre.
—¿Tu madre? ¿Qué pinta Estrella en todo esto? —pregunta Jai, que por el cariz que ha tomado la conversación ha preferido dejar de hacer uso de sus frecuentes coletillas en inglés.
—Como sabes, era abogada y nació en Argentina, lo mismo que tú. En la cama del hospital, justo antes de dar el último suspiro, me pidió que la perdonara por no haber intervenido hasta mucho después. Entonces no lo entendí.
—¡Hostias…! —exclama Alejandra, incapaz ya de contener su lengua e imaginándose una historia de lo más truculenta.
Federica al escucharla le hace un sutil gesto de censura. Comprende sus sentimientos, pero eso no quiere decir que tenga carta blanca para maldecir en su presencia.
—Lo que ahora creo —prosigue la mujer con una calma que a Jai le parece encomiable— es que en mis sueños ella es la que encarna a la asesina. Poco después de la revelación que tuve en el hotel, comprendí que mi madre había sido la que había arrojado a mi padre por la ventana causando su presunto suicidio. Los sueños sólo han sido una consecuencia lógica de todo lo que he vivido en los últimos meses, una especie de mecanismo curativo al más puro estilo jungiano —concluye Federica con un suspiro, que, aunque al contrario que su marido no tiene el título oficial de psiquiatra, nunca le ha ido a la zaga.
Alejandra ya lo había supuesto, pero oírlo de labios de su propia cuñada ha sido escalofriante. Es la clásica historia que ha escuchado mil veces en los medios pero que no se cree que pueda suceder en su propia familia.
—Lo siento… —acierta sólo a decir la pobre mujer, que se está viendo superada por la gran cantidad de revelaciones que ha tenido que escuchar en una sola tarde.
—No pasa nada. Las cosas fueron como fueron y no pueden cambiarse. Además, como te he dicho antes, esos sueños han tenido en mí un efecto curativo. Mi rabia y mis deseos de matar se han transformado al cabo de unos pocos días en algo mucho más edificante: en pura compasión. No es que vaya a defender ahora a esos malnacidos, ni mucho menos, pero mi intención es poner la mayor parte de mis energías en que en el mundo pueda haber un poco más de amor y menos ignorancia. Por eso en vez de cargármelos como sugería mi madre, me voy a limitar a darles una educativa reprimenda. Y ésa es la razón por la que te he llamado; porque ha llegado la hora de poner en marcha mi proyecto.
—¿Y cómo vas a conseguirlo? —se limita a preguntar Alejandra, consciente de que sería inútil intentar convencerla de que desistiera.
—Bueno, está claro que va a ser imposible hacerlo de la manera en que todo ha ocurrido en mis sueños; no tengo por ahora la capacidad de imbuirlos en la mente de nadie. Pero sí que tengo otra idea —exclama Federica con una sonrisa triunfal en los labios.
»Para llevarla a cabo —prosigue diciendo emocionada— cuento ya con la colaboración de nuestro querido abogado Luis Pedroche, del policía danés Olof Kierkegaard, al que conocí en Mallorca, del bueno de Sebastián, a quien he convencido para que pretenda disponer de una información con la que pueda chantajear a Judith, de algunos periodistas que se ocuparán de airear ciertos hechos que necesitaremos hacer públicos, y por supuesto también de los ejecutores, sicarios a sueldo que enviarán amenazas a decenas de maltratadores dejando pistas que apunten a una mujer española, morena y paleontóloga de profesión. Lo tengo todo planificado al milímetro. Solo me queda buscar una buena excusa para que Judith vaya a visitar al psiquiatra y que os apuntéis tú y mi hermano Teófilo, a quien no creo que te cueste trabajo convencer.
—¿Una excusa creíble?
—Sí, a falta de sueños, es necesario que ella vaya a verlo por alguna razón, pero estoy segura de que también con eso me podrás ayudar.
—No sé. Me parece un poco arriesgado. ¿Y si la cosa se tuerce y acabamos todos metidos en la cárcel? Eso no se arregla con dinero.
—¡Ay! hija mía —se permite decir, pues es veinte años mayor que su cuñada—, cómo se nota que no tienes amigos en la judicatura.
Alejandra mira a la mujer como si fuera la primera vez que le oye decir barbaridades. Sobornar a un juez es algo que a ella en particular le parece excesivo. Sin embargo, dadas las circunstancias, continúa la conversación como si fuera la cosa más natural del mundo.
—Y en caso de que aceptáramos, ¿cuál sería nuestro cometido?
—Vuestro papel, al igual que en mis sueños, será el de organizar el robo del supuesto cuadro atribuido a Velázquez. Pero no te preocupes, esta vez seré yo la sospechosa de estar conchabada con el sinvergüenza del portero. A veces hay que ser una hija de la gran chingada para poder ayudar a las personas a las que más aprecias —dice saltándose de forma enérgica todas sus convicciones con respecto al lenguaje—. ¿Qué te parece? ¿Te animas a ayudarme?
Aunque no entiende cómo Federica logrará urdir una trama mínimamente creíble con esos elementos, Alejandra intuye desde hace rato que su cuñada ha vuelto a atraparla con sus maquinaciones. Por eso mismo, y también porque desea con todas sus fuerzas que su amiga del alma pueda encontrar de una vez el amor, es por lo que, al cabo de unos segundos, compone una sonrisa y pronuncia una única y prometedora palabra. Una palabra que cambiará el futuro, no sólo el de Rómulo Méndez, y el de Judith Torres, y el de Paula Burmester, y el de Robert Rodríguez, sino también el futuro del mundo.
—Alright (vale).