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¡Joder…!, ha exclamado Paula cuando Robert le ha contado que su amiga Jai está siendo investigada por un presunto fraude. Su primera reacción ha sido pensar que era todo una broma, pero cuando el inspector ha comenzado a relatarle los entresijos del caso y le ha facilitado información detallada sobre la biografía de Alejandra Márquez, abogada y tratante de arte, casada con Teófilo Quiñones y copropietaria de la galería Mare Nostrum, se ha echado las manos a la cara y se ha puesto a llorar. No puede creerse que la mujer con la que ha compartido tantas tardes en su casa, y a la que ha hecho partícipe de todos sus dilemas de los últimos años, no sólo le haya mentido sino que también, y eso es lo que más la atormenta, que la haya traicionado utilizando la información que ha averiguado de Judith para chantajearla.

Aunque al principio Robert se ha quedado sentado permitiendo que la chica expresara tu entendible dolor, al cabo del rato, ha rodeado la mesa, ha tirado de su mano para ayudarla a ponerse de pie y la ha estrechado entre sus fuertes brazos. Paula, que de inmediato ha sentido el calor reconfortante de su pecho, en la misma medida en que han cedido poco a poco sus lágrimas, ha ido dándose cuenta cada vez con mayor claridad que había sido ella la que, de forma involuntaria, había provocado que Sebastián mintiera sobre el hecho de que conocía a Judith de anteriores visitas, y que luego la amenazara con revelar la verdad concerniente al fallecimiento de su esposo Tomás.

—Ya nos ocuparemos de tu amiga más tarde —dice Robert una vez que ha comprobado que Paula ha dejado de llorar. Mientras la tenía contra su corazón, ha podido aspirar el agradable aroma que emanaba de su sedoso pelo y se lo ha acariciado.

»Lo más urgente —continúa diciendo instándola a sentarse de nuevo— es tratar de hablar con Sebastián y ayudar a Judith.

No es que Robert esté muy preocupado por una mujer que a fin de cuentas no conoce de nada, pero sabiendo que a Rómulo le gusta y probada ya la inocencia de Paula, su quijotesca imaginación de policía se ha buscado una nueva misión.

—¡Quiero llamar ahora mismo a esa hija de perra! —masculla Paula furiosa una vez se ha secado las lágrimas.

—No puedes. Eso interferiría con la investigación y lo que acabo de contarte es confidencial.

Paula no lo ha escuchado. «¿Para qué coño me acompañó a Bilbao? Y encima para soltar dinero. No puede ser cierto. Sin embargo Robert no ha podido inventárselo.» —De acuerdo —conviene después de haber asimilado lo que hasta ahora ni siquiera había oído.

—Entonces trata de olvidar el asunto y cuéntame lo que has soñado estos días. Tal vez ahí encontremos la clave.

Ok —dice intentando sacarse de la cabeza a la persona que en esos momentos desearía matar— pero que sepas que todo lo que voy a decirte lo he soñado en el transcurso de una única noche. —Y entonces, como primer bocado, le relata a Robert la conversación que Judith Torres y Rómulo Méndez tuvieron a propósito del asesinato cometido en Grecia y en la que en realidad no se contaba un crimen, sino que se postulaba sobre la extravagante teoría de que los maltratadores, en vez de sangre en las venas, tenían un gas corrosivo que trasmutaba su humanidad y la convertía en algo duro, insensible y reseco. Dicho gas había sido bautizado con el nombre de Mangre por la homicida y daba lugar a lo que ella misma denominaba Mangrantes; los hombres falsos a los que se comprometía a seguir matando el día 11 de todos los meses venideros.

Aparte de esto, la asesina, durante el sueño que Judith había tenido, había querido dejar claro que el dato de que era paleontóloga era pura invención y que tal vez tampoco fuera española de nacionalidad. Según ella, el objeto de haber afirmado lo contrario en anteriores ocasiones no era otro que, mediante esa cortina de humo, ganar tiempo y poner trabas a la investigación.

—Vaya, así que Mangrantes —dice Robert una vez concluido el relato de Paula.

—Debo ser una chica muy original —responde la joven refiriéndose al hecho de que los sueños parecían sugerir hasta ahora que ella misma era la culpable.

—Pero por lo que oigo, te has auto descartado.

—Sí, pero sólo en este lado de la realidad. ¿Quieres que continúe?

—Para eso estamos aquí.

«Ya, ya», piensa Paula justo antes de proceder a narrarle la gran cantidad de acontecimientos adicionales que habían sucedido en el curso de esa sola y embarullada noche.

—Tras la rueda de prensa que diste tú mismo —comienza diciendo— y la posterior publicación en los medios de un retrato robot facilitado por la propia Judith y del hecho de que la asesina tenía como profesión la paleontología, las redes sociales comenzaron a bullir con cantidad de pistas. No habiendo pasado ni una hora, y escucha bien porque vas a empezar a alucinar con esto —añade Paula con regocijo— la policía detecta que en Twitter, un hashtag con el nombre de Paula Burmester, es decir, el mío, y que hace referencia a una posible sospechosa, está batiendo records. Como consecuencia de ello, los sagaces sabuesos de la Europol, es decir, tú y tus colegas, enviáis una patrulla a casa de la mujer, es decir, a la mía, para que dos agentes de voz aburrida me interroguen.

—Joder. ¡Cómo no me lo has contado antes!

—No ha habido ocasión —responde Paula, que está empezando a divertirse de verdad.

—Continúa por favor, no me dejes a medias…

—Eso nunca lo haría… —replica ella con una gran sonrisa. Y acto seguido le narra, también con todo lujo de detalles, todo lo que en su sueño ocurrió después. Durante casi una hora Paula le habló del interrogatorio al que había sido sometida por su parte y de la increíble circunstancia de que ella, en sus sueños, había visitado todos los países en los que habían ocurrido los crímenes justamente durante los días en los que estos habían sido perpetrados. Y también del curso que había tomado la relación de su querido amigo Rómulo y Judith Torres, los cuales, después de un largo paseo hasta la explanada del Templo de Debod para asistir a lo que luego se confirmó que sería un bello atardecer, se dirigieron a casa del psiquiatra, donde éste tuvo el gentil gesto de invitarla a una deliciosa sopa de garbanzos, y donde finalmente hicieron el amor a la luz de una altiva y amenazante luna.

Robert, que según avanzaba la narración, en la que la joven además omitió de forma deliberada el pasaje relativo a su carencia de sujetador, y por ende, a la manifiesta transparencia de sus pezones y a la innegable erección que tuvo él durante el interrogatorio, flipaba cada vez más y era incapaz de despegar los labios. Tan sólo movía la cabeza de tanto en tanto o emitía algún que otro gruñido. Cuando llegó el tiempo de que Paula hubo terminado de contar su historia, eso sí, no sin antes haber recalcado el hecho de que ella, al final de su careo, cuando el abogado Luis Pedroche fue a recogerla en sus sueños, ya había avisado al propio Robert de que con toda probabilidad había alguien en algún lugar que le tenía «mucha pero que mucha tirria» y que estaba orquestándolo todo para que ella pareciera culpable.

—O sea, que la Paula de tus sueños ya te había alertado sobre la posibilidad de que alguien estuviera inculpándote —dijo Robert después de sacudirse el aturdimiento.

—Sí, pero jamás pensé que pudiera ser cierto.

—Parece que esa Paula es más lista que tú.

—Eso creo yo ahora.

—Bueno, por lo que veo, lo que has contado no hace más que reforzar la teoría de que Alejandra está utilizando la información que le diste por medio de Sebastián.

—Sí, menuda hija de la chingada —maldice la joven recordando sus viejos tiempos del DF.

—Quizás el portero sea sólo un factótum, un hombre de paja. Creo que ha llegado el momento de hacerle una provechosa entrevista. ¿Te apetece venir?

—Lo estoy deseando…

 

Mientras todo esto tenía lugar en el despacho de Robert, Rómulo y Judith, después de abandonar La esquina de Nabuco, deciden acercarse al Templo de Debod; lo tienen enfrente y Judith desea conocerlo.

—Son unas vistas preciosas. Desde aquí se ven unos magníficos atardeceres —dice Rómulo apoyado en la barandilla del final del parque—, pero claro, para eso faltan por lo menos tres horas. Mejor lo vemos otro día.

—Mejor —replica Judith, que empieza a tener frío y se agarra a su brazo—. ¿Todo eso es la Casa de Campo?

—Sí, ahí están la lanzadera y la montaña rusa —confirma él señalando los ingenios mecánicos que se recortan contra el verdor del bosque.

—Ya —responde la mujer con voz ausente mientras se embelesa con la oscuridad que arrojan las sombras de los pinos.

—¿Sigues pensando en lo de Sebastián?

—¿En qué va a ser si no? Ojalá fuera mañana. Estoy deseando que vayáis a interrogarle, no puedo con los nervios.

—¿Quieres ir ahora?

—No, prefiero que esté Rodríguez; tiene más mala baba.

—En eso te doy la razón. Pero, ya que ha salido el tema, ¿podría hacerte una pregunta? —dice Rómulo, a quien, esa misma mañana, después de haber consolado a Judith tras la tentativa de chantaje del portero, ésta le había contado todo lo referente a la venganza que seguía llevando a cabo cada primero de mes sobre su hermano.

—Qué cosas tienes. Claro que puedes, aunque creo que ya lo conoces todo sobre mí.

—Ahora soy yo el que dice ojalá. En fin, lo que quería saber es qué placer obtienes viendo a tu hermano, ¿Jacobo me dijiste que se llamaba, no?, humillarse ante ti cada cuatro semanas después de haberle arruinado la vida. ¿No te basta con eso? ¿Quieres ser como la asesina insaciable de los sueños de Paula?

—Me alegra que me lo preguntes —contesta la empresaria, quien desde la noche anterior, incomprensiblemente para ella, siente cómo si todo su rencor se hubiera evaporado—. Lo cierto es que hasta hace muy poco era como si necesitara esa rara droga para poder continuar con mi existencia, como si el acto mismo de verlo mendigar ante mí equivaliera a montarme en un caballo, o mejor dicho, en una yegua, sobre la que galoparan todas mis esperanzas y sobre la que podría llegar algún día a olvidar mi dolor… —termina diciendo Judith agarrándose con fuerza de Rómulo. Cuando éste la mira, se da cuenta de que han comenzado a brotar lágrimas de sus ojos.

—Vaya, siento haberte entristecido —dice el psiquiatra al tiempo que la vuelve a abrazar. Si por él fuera, podría dedicarse a consolarla el resto de su vida.

—Todo lo contrario. Creo que necesitaba expresarlo con palabras para darme cuenta de que ya es suficiente. Ha pagado con creces sus agravios. Es el momento de dejarle proseguir con su vida y de que yo comience a disfrutar de la mía. ¿No crees?

—Totalmente, y para celebrarlo ¿te apetecería que hiciéramos algo juntos? —dice él, envalentonado por la confesión que le acaba de oír.

Judith, que al principio no entiende la pregunta, se ha soltado de su abrazo y se dedica ahora a secarse las lágrimas.

—¿Algo como qué? —dice después de haber procesado el sentido de la frase que hace un rato, no sabe cuánto, le ha escuchado decir.

—No sé, tal vez ir a mi casa a poner unos discos —balbucea él como si fuera una idea que acabara de venirle a la mente. En realidad, Rómulo lleva pensando en proponérselo desde que los cuatro se despidieron en el bar.

—¿Unos discos? Estoy segura de que eres de los pocos que todavía utiliza un plato de aguja.

—Lo has adivinado. Tengo una colección de vinilos que te encantaría. Y también otras cosas… —dice embravuconado y jugándose sus últimas cartas.

Mmm, ¿y qué tipo de cosas son ésas? ¿No tendrás intenciones malévolas, verdad?

—Siempre las tengo, pero por desgracia nunca llego a cumplirlas —dice dándolo todo por perdido.

—Pues veremos si esta vez lo consigues…

Y entonces, Rómulo y Judith cogieron un taxi y fueron a escuchar esos discos que supuestamente le iban a encantar, y después de eso, en una terraza que tenía el poder de hechizar las mentes, mirando hacia un cielo donde por la noche luciría una altiva luna, se besaron por primera vez en la realidad, porque en esos sueños que Paula tenía ya se habían besado, y un poco más tarde, desnudos los dos en el blando lecho de sus ilusiones, abrieron el acceso oculto que los llevaría a sanar heridas, y a descubrir cosas que nunca pensaron que descubrirían.