6
Según ha accedido a su despacho, Rómulo Méndez ha caído hipnotizado por la visión de esa pared que ayer tenía un agujero y que a última hora de la tarde enyesó el albañil. Como no quiere que la mujer que va a venir a verlo pueda sentirse incómoda debido al irritante olor, ha decidido abrir un poco la ventana. Espera la visita de Judith Torres y, cosa insólita en él cuando está trabajando, ha puesto música mientras intenta en vano concentrarse en los informes que ha de preparar para el juez Coronado. María Callas interpreta a Lady Macbeth en una grabación realizada en el teatro de la Scala de Milán en 1952. En esos momentos la baronesa está instigando a su marido para que mate al rey Duncan. Un poco después comenzará a sufrir remordimientos y se volverá loca, «tal vez lo mismo que me sucederá a mí si no logro apaciguar mis emociones», piensa el psiquiatra al tiempo que se deleita con la voz de la diva.
La noche anterior Rómulo y Judith no fueron finalmente a cenar. Ninguno de los dos quiso ser el responsable de dar el primer paso, o mejor dicho, ella prefirió hacerse la despistada y él por miedo no volvió a proponérselo. Hoy viene a leerle el sueño que tuvo la noche del 10 al 11 de noviembre en relación al hombre asesinado en Pula, ciudad croata conocida por poseer uno de los anfiteatros romanos mejor conservados del planeta. Rómulo nunca la ha visitado, pero como admirador del imperio que alguien con su propio nombre fundó, y debido a que tuvo que estudiar el homicidio que ocurrió allí hace ahora cerca de cuatro meses, ha visto fotografías del fastuoso monumento y ha podido contemplar sus cuatro magníficas torres y su hermosa fachada de setenta y dos arcos.
Mirko Kovasevic era el director de una de las sucursales del Privredna Zagreb, el segundo banco en importancia del país. Estaba casado y tenía tres hijas. Según la denuncia de la mujer, que casualmente fue retirada un poco antes de comenzarse el juicio, cuando descubrió que cada sábado, aprovechando que ella tenía que trabajar, había abusado de forma sistemática de sus tres pequeñas, hizo las maletas y se las llevó a casa de su madre. La reacción del marido no se hizo esperar, y a la mañana siguiente, tras entrar por la fuerza en el piso, agarró de los pelos a la esposa y las niñas y las obligó a volver su domicilio, lugar en el que se encargó de molerle a ella a palos las costillas con una porra que le había regalado un policía perteneciente a los antidisturbios.
Aunque Kovasevic movilizó a sus contactos de las altas esferas, no pudo evitar ser detenido y acusado de un delito grave. Sin embargo, al cabo de tres días estaba en libertad bajo fianza, aunque eso sí, con una orden de alejamiento que le impedía acercarse a menos de 500 metros de su mujer e hijas. En las semanas siguientes a los hechos, según lo que se averiguó más tarde, Mirko le hizo llegar un mensaje a su esposa advirtiéndola de que si no retiraba la denuncia y regresaban, sus hijas terminarían muertas. Ante semejante amenaza y conociendo las deficiencias del sistema judicial croata en lo que se refería a la violencia de género, no tuvo más remedio que claudicar. Quince días después, encontraron a Kovasevic muerto en la íntima soledad de su despacho. Estaba sentado en una silla con los pantalones y la ropa interior a la altura de los tobillos. Debajo había un charco de sangre tan enorme que a la subdirectora no le cupo duda de que sería inútil llamar a una ambulancia.
—Gracias por volver a recibirme —dice Judith sabiendo que es la cuarta ocasión en que se encuentran y que Rómulo lo está deseando.
—Es un placer ayudarte —responde él complacido—. Esta mañana me han enviado el retrato robot. Es una chica muy guapa pero a la vez demasiado parecida a miles de españolas. Robert está pensando en dar una rueda de prensa antes de divulgarlo.
—Haced como queráis, pero vuelvo a recordarte nuestro trato. Por cierto, antes de continuar con los sueños, he de informarte de que esta tarde tengo que volver a Bilbao. Regresaré pasado mañana en el primer avión. Lo digo porque sé que andas muy escaso de tiempo.
Rómulo, que contaba con verla todos los días hasta que acabara de leerle los sueños, pues una de su condiciones, aunque no le había explicado la razón, había sido la de relatarle uno sólo en cada uno de sus encuentros, aprieta los labios y no dice nada. Teme que cuando hable su voz contenga indicios de la repentina tristeza que se le ha instalado en la garganta. Sin embargo, él mismo se consuela en cuanto repara en el hecho de que sólo estará ausente durante poco más de veinticuatro horas.
—Ya lo he apuntado. Gracias por avisarme.
—Es lo menos que podía hacer. Pero, ¿te importa antes de comenzar que cierre la ventana? Prefiero mil veces el olor a yeso que el ruido de los coches.
—Adelante, no faltaba más…
«El viaje hasta Croacia ha sido una lata. El avión se movía a horrores a merced de un viento vertiginoso. Dentro de la cabina oscurecida, sólo la luz estroboscópica de los relámpagos permitía vislumbrar de forma intermitente los semblantes de pánico de los pobres viajeros. La adolescente que está a mi lado me mira con cara de súplica y le cojo la mano. “No te preocupes preciosa, hoy no es el día en que tú y yo vayamos a morir. Te lo digo porque ya he pasado por múltiples tormentas como ésta.” Esto último no es cierto del todo, pero como mi misión aún no ha concluido, sé que el dios de las mujeres sabrá protegerme de cualquier contingencia.
Muy pronto el mundo conocerá la odisea en la que me he embarcado y eso habrá de servirme de acicate. Aunque habían anunciado una meteorología adversa en la zona desde la semana pasada, no he cambiado mis planes. Tan importante es que muera otro cerdo machista como que lo haga en la fecha correcta. Si dejara de cumplir mi promesa, nadie ataría cabos, y lo que es peor, los hombres a los que pretendo amedrentar no me tomarían en serio. Por fortuna y porque estaba escrito en mi destino, nuestro avión tomó tierra a la hora prevista. Desde Zagreb hasta Pula hay apenas 300 km que recorro en un discreto coche de alquiler. Un poco más al sur, no lejos de la costa, está la isla de Fenoliga, un lugar paradisíaco que quiero visitar. En él se pueden ver las pisadas de saurópodos mejor conservadas de la Tierra. No es que yo me desviva por esos insípidos reptiles, sino que al igual que ellos dejaron sus huellas en el cieno, yo también quiero dejar pistas a mis perseguidores.
Que una asesina de hombres sea paleontóloga es algo que la sociedad no pasará por alto. Si se aspira a crear un gran mito, es imprescindible revestirlo con peculiaridades. Cuando la gente evoca a un animal prehistórico lo hace siempre con un punto de asombro. Así deseo aparecer yo en vuestro imaginario. Como alguien que ha desafiado las leyes de Darwin y ha evolucionado en algo poderoso contra todo pronóstico. Pero dejemos eso ahora y ciñámonos a cosas más prosaicas.
Mirko Kovasevic se cree muy listo porque ha logrado que su mujer retire la denuncia. El muy iluso no sabe todavía que he llegado a la ciudad con la intención de pedirle un préstamo para abrir una sucursal de mi tienda de ropa. Por supuesto eso es sólo una treta…»
—Vaya, veo que eso de los animales prehistóricos lo utiliza para parecer culta ante la opinión pública —dice el rata con un ligero temblor en su voz mirando fijamente a la mujer. Se acaba de dar cuenta de que hace rato que perdió el hilo de la historia y que sólo le estaba prestando atención a sus carnosos labios; hoy los lleva pintados de un color rojo oscuro que hace juego con el fular que lleva alrededor del cuello. No sabe cómo se ha podido despistar de esa forma, pero tiene la convicción de que no se le ha escapado ningún detalle relevante. En lo que se refiere a sus sentimientos, Rómulo está dubitativo. Desearía preguntarle si cree que entre ellos dos podría haber algo más que una simple relación casual, pero no está seguro. Sus miedos al respecto son demasiado profundos. Por eso trata de hilvanar una conversación que lo pueda sacar del estado en el que se encuentra sin que ella lo note.
—¿Estás inquieto? —pregunta Judith percibiendo lo que rumia su mente.
—¿Yo…? —responde él, incapaz de confesar su angustia.
—Mira Rómulo, voy a serte sincera. No acepté salir a tomar algo contigo porque no quiero complicarme la vida, no porque no tuviera ganas. ¿Te vale con eso por ahora?
En un intento de que no se le suban los colores, Rómulo comienza a reírse.
—Pensé que el psiquiatra era yo —dice en un alarde de franqueza.
—En esos temas no hay psiquiatría que valga. Una mujer sabe lo que un hombre tiene en la sesera sin necesidad de recurrir a la ciencia.
—Acabo de comprobarlo; tantos años de estudio para nada. En fin, me conformo con eso.
—Genial —zanja la empresaria con una sonrisa—. Y en relación a los dinosaurios, he preferido que lo averiguaras con sus propias palabras. Te dije que no la atraparían hasta que ella quisiera.
—¿Cuántas muertes más crees que harán falta?
—Me imagino que no parará hasta que las mujeres decidamos vengarnos.
Antes de formular su siguiente pregunta en relación a lo que ella acaba de decir, Rómulo duda durante unos instantes.
—¿Y por qué piensas que te ha escogido a ti para revelar su propósito al mundo?
Judith se reclina en la silla y se mira el borde de las uñas. Ayer por la tarde la esteticista del hotel subió a su habitación y las tiene perfectas.
—Te lo conté el primer día: porque soy como ella.
—Sí, y también que aunque habías tenido deseos de matar, nunca te decidiste —aventura a decir el psiquiatra dando unos golpecitos en el pisapapeles. Tiene la impresión de que ha pinchado en hueso y como resultado sus ojos de comadreja centellean.
—Correcto —replica ella con seriedad. Parece que en el horizonte de la conversación comienza a vislumbrar algunos nubarrones.
—¿Me puedes contar cómo murió tu marido?
Si ha de ser honesto, Rómulo tiene que reconocer que no es la primera vez que ha querido hacerle esa pregunta. Además, aunque se le había pasado por la cabeza, no había querido tampoco pedirle un informe del asunto a su colega Robert. Primero porque eso la hubiera puesto al descubierto, y segundo porque sabía que al tratarse de una herencia, habría habido una investigación de la que sin duda había salido airosa y sobre la que no quería conocer los detalles. Sin embargo, hoy sí que lo considera oportuno. Cree que si ha de haber algo entre ellos dos, tendrá que estar basado en la sinceridad. Y justo por eso es por lo decide estirar más la cuerda y añadir otra peliaguda cuestión.
—¿Ibas tú también en el coche? Imagino que al morir de forma violenta y conociendo sus antecedentes y la herencia que te dejaba, la policía debió de interrogarte. ¿Qué les dijiste?
—¿Me he convertido ahora en la sospechosa? —objeta Judith sin saberse si está molesta, o por el contrario complacida por su curiosidad—. De eso hace más de veinticinco años, lo que significa que, incluso si yo fuera culpable, el delito ya habría prescrito. Pero ya que me lo preguntas con tanta insistencia…
»Tomás era repartidor de prensa. Cada mañana se levantaba de madrugada y se iba con la furgoneta a recoger los periódicos del día al polígono industrial del aeropuerto. Yo nunca lo acompañé, pero aquella semana dio la casualidad de que el chico que lo ayudaba se puso enfermo y no pudo encontrar un sustituto.
»Como consecuencia tuve que ser yo la que se quedara en el vehículo mientras él iba con el carrito a hacer las entregas. Una vez ya en el asiento del conductor, decidió que lo más práctico sería que yo misma condujera. La cuarta mañana, al pasar por una zona en obras, después de que me golpeara y me dijera otra vez lo inútil que era al volante, me despisté un segundo y arremetí contra una de las vallas que protegía el perímetro de una cimentación.
»El coche, con la parte trasera atestada de prensa, cayó a un abismo de al menos cuatro metros. Mi marido no llevaba puesto el cinturón. Él murió aplastado contra el parabrisas y yo me rompí catorce huesos, entre ellos la pelvis. Un poco más y la hubiera palmado. La verdad es que quisieron culparme, pero debido a mi estado no pudieron probar que existiera intencionalidad. Lo cierto es que cuando Tomás me pegó y decidí embestirle a la valla protectora al tiempo que le desabrochaba el cinturón, no pensé que las cosas me fueran a salir tan a pedir de boca…
A Rómulo, que antes de hacer su última pregunta ya había detectado algo turbio en la manera de expresarse de la mujer, esta confesión lo ha dejado pasmado. Por una parte está contento, pues que lo haya hecho significa que confía en él, pero por otro lado acaba de averiguar que, se mire como se mire, la empresaria ha cometido un crimen. «¿Y ahora qué coño digo?» se pregunta justo un instante antes de que una tercera persona irrumpa en el despacho y cambie por completo el signo de sus cavilaciones.
—Señor Méndez, ¿ha visto usted lo bien que ha quedado la pared? Ya le dije yo que Félix era un profesional de tomo y lomo. ¡Ah!, perdone que haya entrado otra vez sin llamar, no sabía que tenía visita —dice el portero a voz en grito a la vez que intenta recular sobre sus pasos.
—¡Joder Sebastián! ¿Cómo quiere que se lo diga? En la próxima junta de vecinos pienso formular una queja.
—Pero, don Rómulo, no sea tan quisquilloso —responde el interpelado chasqueando los dedos y soltando una risita—. Aquí quien más quien menos tiene algún defectillo que ocultar y yo no voy por ahí pregonándolo con un megáfono. Si lo hiciera, le aseguro que no dejaría títere con cabeza, ¿o no sabe usted que estas paredes oyen?
Ante estas palabras, vacuas en apariencia pero pronunciadas por el portero con una evidente sombra de maldad, Rómulo y Judith se miran desconcertados. ¿Acaso lo había oído todo? Por lo que parecía, una mujer con cierta posición social y mucho dinero, acababa, más o menos, de confesar un homicidio delante de un psiquiatra que trabajaba para la policía. Si fuera ése el caso, aunque el crimen hubiera prescrito, los dos estarían en una situación bastante delicada.
—Ande, Sebastián —interviene Rómulo queriendo ganar tiempo y tratando de desviar el tema— coja la puerta y márchese. Ya hablaremos de Félix esta tarde. Ha hecho un buen trabajo. Ahora sólo falta la pintura.
—Pues para eso precisamente venía yo a verlo. ¿O es que piensa que me dedico a hacer visitas de cortesía durante mi jornada laboral? Que no, señor Méndez, que se lo tengo dicho, que esta casa se caería en pedazos si no llega a ser por mi tesón. Pero bueno, de todo se cansa uno y, la verdad —dice mirándose sus manos peludas—, espero tener un golpe de suerte y que un día de estos me toque la lotería o algo así para poder dejarlo. El trabajo mata, don Rómulo, no lo dude —y se vuelve a reír con estrépito—. Venga, no los molesto más. Pueden seguir hablando de sus cosas con tranquilidad que ya me ocupo yo de los merodeadores. ¡Ah!, y acuérdese de que mañana vendrá el pintor —añade mientras cierra la puerta con sigilo.