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Judith ha acabado aceptando la propuesta de Rómulo y estos momentos se dirigen dando un paseo hacia la explanada del Templo de Debod. Situado en una loma del extremo oeste de la ciudad, desde su elevada posición se contemplan unas puestas de sol impresionantes. Después de una hora de recorrer las calles, durante la cual han hablado con Robert para informarle de que Paula Burmester no podía ser la persona que buscaban, han llegado finalmente a la plaza. Son casi las siete de la tarde y el sol se aproxima a su ocaso. Pese a la claridad diáfana de la jornada, el frío viento que sopla de la sierra ha acabado confeccionando sobre la ciudad un fino velo de nubecillas blancas. Bajo los cirros, el arrebol a que ha dado lugar el crepúsculo tiñe de un rojo carmesí los pinares de la casa de campo. En esta escena ya de por sí embriagadora para ambos, el contrapunto de luz lo producen las fachadas graníticas del Palacio Real y de la Catedral de la Almudena. Un poco más cerca, recortándose aún con nitidez sobre la negrura que se cierne ante ellos, las siluetas de los ingenios mecánicos del Parque de Atracciones les recuerda que, a pesar de su mezquindad, en el mundo todavía hay gente dispuesta a divertirse.

 

—¿Así que anoche estuviste levantada hasta tarde? —pregunta Rómulo apoyado en la barandilla desde la que contemplan los últimos resplandores de ese atardecer de finales de marzo.

—Sí, pensaba en el beso que nos dimos y en lo insegura que me siento al respecto —responde Judith junto a él pero manteniendo una cauta distancia.

—¿Y llegaste a alguna conclusión?

—No, sigo igual de perdida.

—Bueno, dejémoslo estar. Háblame de tu sueño.

—Ya lo conoces. Te lo he leído hace un rato.

—No te pregunto sobre su contenido, sino sobre cómo te sentiste cuando te despertaste.

—¿En esta ocasión, o en las demás? —responde ella subiéndose el cuello del abrigo y acercándose al hombre. Tras la puesta de sol, la temperatura ha bajado unos grados.

—¿Tienes frío? ¿Quieres que nos vayamos?

—Prefiero quedarme. Me encanta el silencio de la noche.

—En esta ocasión y en las demás —dice Rómulo, insistiendo en su pregunta previa.

—Las otras veces, me refiero a las siete primeras, por la mañana me levantaba con una energía desbordante, como si yo solita fuera a ser capaz de poner fin a todas las miserias que asolaban al mundo. Sin embargo, esta última me he despertado embargada por una tristeza profundísima, como si de repente me hubiera dado cuenta de que en la Tierra ya no quedara nadie excepto yo.

»Nadie a quien amar pero tampoco nadie a quien responsabilizar de mi desolación. Esta mañana ha sido la primera vez que he pensado que, tanto mi vendetta personal contra mi hermano, a quien me he encargado de arruinarle la vida, como la odisea de Paula, esa misión autoimpuesta de castigar a los maltratadores, no sirven para nada. Ni a la violencia se la podrá derrotar jamás con la violencia, ni la venganza podrá nunca devolvernos la paz. Sin embargo, lo peor de todo es saber que, aunque deseo amar y ser amada, es muy posible que ya sea demasiado tarde para mí.

—¿Lo dices por lo de Sebastián?

—No, no lo digo por él, a pesar de que estoy asustada. Lo digo porque tal vez, y me he dado cuenta de eso al confesártelo, al matar a mi marido inconscientemente renuncié para siempre al amor.

—Yo estaría dispuesto —responde Rómulo al tiempo que, arrepentido de no haberlo hecho cuando tuvo la ocasión hace tres días, la busca con sus manos y la abraza. Judith tiene la cara helada y unas frías lágrimas ruedan por sus mejillas. —Déjame que te invite a algo caliente o no creo que pases de esta noche, aunque seas una chica del norte.

—Del norte sí, pero por mis venas corre sangre andaluza.

—¿Y por la mías qué crees que corre, sangre o mangre?

—No seas tonto y llévame a tomar eso caliente que me has prometido.

—En taxi desde aquí hasta mi casa apenas se tardan diez minutos. Tengo una sopa hecha de ayer en la nevera. ¿Te gustaría probarla?

Mmm, no suena mal de todo. ¿No tendrás intenciones malévolas? querido Bugs Bunny, ¿o debería decir mejor querido doc?

—Siempre las tengo, pero por desgracia nunca llego a cumplirlas.

—Pues veremos si esta vez lo consigues…

Y acto seguido cruzaron de nuevo la explanada que ocupaba el templo, y después bajaron las escalinatas, y en Pintor Rosales, cogieron un taxi con rumbo al lugar donde había estado la vetusta fábrica de cervezas de Mahou, allí donde todavía se alza una chimenea de ladrillo rojo, y junto a la cual existe una fuente, cuyo rumor hace que no creas estar en el mismo centro de una capital bulliciosa y sucia, y donde esta noche, una pareja de cincuentañeros quieren descubrir, si habitan un báratro lleno de violencia, o por el contrario, en un paraíso en el que el amor tiene todavía posibilidades.

 

Un par de horas antes de que Rómulo y Judith abandonaran la oficina con la intención de dar un paseo, Paula Burmester, completamente desconcertada por todo lo que había ocurrido, era conducida a una de las salas de interrogatorios situada en el sótano del edificio de la Dirección General de la Policía de la calle Miguel Ángel, a pocas manzanas de su propia vivienda. La estancia era igual que todas las que había visto en las películas; tres paredes de yeso gris sin adornos y un ventanal de cristal negro desde cuyo extremo seguramente la observaban. En el centro, una mesa metálica y tres sillas, una de las cuales la ocupaba ella. Un teléfono, un bloc de notas cerrado, un vaso de plástico vacío y una botella de agua de litro y medio, eran todos los accesorios que veía.

Al cabo de un minuto, se abre la puerta y entra un hombre al que a bote pronto le calcula unos cuarenta años. El tipo es alto y musculoso. Viste una camisa azul bien planchada y unos pantalones vaqueros impolutos. En la mano lo único que trae es un bolígrafo negro de los caros. A Paula le parece un Montblanc, aunque no está segura. Cuando le mira la cara observa que es bastante atractivo; cejas pobladas, nariz rectilínea, unos ojos azulísimos que resaltan sobre el moreno de su piel y una barba entrecana a medio rasurar al estilo George Clooney. «Si alguien ha de interrogarme, que al menos sea guapo», piensa para sí entretanto se mira las uñas dudando si volver a mordérselas, como hacía cuando era más joven. «Ahora las llevo perfectas y sería una lástima», acaba sin embargo diciéndose.

—Le pido disculpas, señorita Burmester, por todo este atropello, pero le aseguro que venir aquí es mucho mejor que caer en manos de la prensa. Tal y como se estaban poniendo las redes sociales, su timbre no hubiera tardado más de cinco minutos en sonar.

—¿Me puedes decir de qué va todo esto? —responde ella negándose a los formalismos y a tratarlo de usted—. ¿Estoy detenida?

—¿Ve usted a un abogado? Si no lo ve, quiere decir que no lo está.

—Me alegro, de todas formas he llamado a una amiga para que avise al suyo, just in case —dice imitando a Jai, con quien ha hablado desde el coche patrulla.

—¿Está usted dispuesta a responder a unas preguntas sabiendo que todo lo que diga puede ser utilizado en su contra?

—Ya le dije a los agentes que no tengo nada que ocultar.

—Muy bien. Ya sabe que buscamos a una mujer sospechosa de haber asesinado a siete hombres asestándoles una puñalada en el escroto.

—Sí. La famosa asesina del 11 de septiembre. Y resulta que algunos de mis examantes se han chivado de que soy paleontóloga y me parezco a ella. Una cosa ridícula —declara la mujer empezando a tener un preocupante atisbo del monumental lío en el que puede estar inmersa.

 

Antes de acudir a la sala, Robert Rodríguez ha estudiado los perfiles que Paula tiene en las redes sociales. Apenas las usa y muestran pocos datos, pero la media docena de fotografías en distintas poses que ha contemplado, le han hecho revolverse: no le cabe casi ninguna duda de que ésa es la misma mujer a la que él vio en el vídeo saliendo disfrazada de la cárcel. La misma con la que en las últimas noches ha tenido turbadoras fantasías sexuales y que de forma inexplicable tanto le atrae. Y también la misma que en estos instantes tiene pánico a conocer en persona por temor a perder el control y a que ella pueda ponerlo en evidencia delante sus jefes. Pero a pesar de todo esto, sabiendo que se puede complicar la existencia e incluso yendo en contra de las normas, ha solicitado permiso para interrogarla a solas durante unos minutos.

 

—¿Me puede decir por favor dónde se encontraba el pasado día 11? Si la cosa le parece ridícula, entonces terminaremos pronto —dice Robert haciendo acopio una vez más, desde que entró en la sala, de su probada profesionalidad para no traicionarse. Ahora que la tiene frente a él, le parece más hermosa todavía y han comenzado a sudarle las manos.

—Pues casualmente me encontraba en Atenas. ¿No es allí donde hallaron a la última víctima? —ironiza Paula con el semblante serio. Ha comprendido de golpe que le va a resultar difícil salir de ese embrollo y no cree que sea momento para bromas—. Tenía ganas de ir a conocer el Partenón y pasé cinco días en Grecia.

—Pues empezamos mal, señorita Burmester. ¿Fue acompañada? —dice Robert, a quien no le queda ya mucho para convencerse de que está delante de la asesina que le ha sorbido el seso. «Una mujer de cuidado. A lo mejor me hice policía porque ninguna hembra corriente ha sido capaz de retorcerme el alma como lo ha hecho ésta», piensa el detective en un intento de explicarse su actual desconcierto.

—No, fui sola —contesta Paula percibiendo un manifiesto nerviosismo en su interrogador. «Yo estoy acojonada, pero este tipo tampoco lo está menos. ¿Qué coño pasa aquí?»

—Vaya por dios, ¿así que no nos puede proporcionar constancia fehaciente de dónde estaba en cada momento?

—Me temo que no.

—Bueno, la lista es larga. Admito que podría ser una casualidad. ¿Qué me dice del día 11 del mes anterior? ¿Imagino que no me dirá que se fue a Finlandia a visitar una granja de renos? —pregunta Robert sarcásticamente. Se ha dado cuenta de que la mujer empieza a tener miedo y eso le ha hecho recuperar gran parte de su aplomo.

—Pues no. Pero estuve en Helsinki en la exposición de un artista al que le compro cuadros. Por supuesto aproveché la ocasión para conocer la ciudad y el resto del país. Pasé ocho días completos —replica ella con la certeza de que va a necesitar ayuda para salir de allí.

—Me parece, señorita, que empezamos a tener un problema. ¿Sabe si tardará mucho en llegar su abogado?