V

 

Tras la visita al Guggenheim, todavía rumiando sus respectivas opiniones sobre las casi cien obras de Basquiat que han podido contemplar en vivo, las dos amigas se han dirigido en taxi hacia el aeropuerto de Sondika, donde al cabo de media hora, ya en el interior del vanguardista edificio diseñado por Santiago Calatrava, se han encontrado con Judith. Desde allí mismo Paula ha llamado a Robert, quien dos días atrás, antes de despedirse en su despacho, (y de sentir el aguijón del deseo al vislumbrar de manera furtiva la arrebatadora redondez de sus pechos), en un gesto puramente amistoso, le había dejado una tarjeta con su número de teléfono móvil.

Después de un breve saludo, han mantenido una larga charla en la que Paula le ha explicado lo ocurrido en las últimas horas y su sueño reciente con el supuesto asesinato perpetrado en Finlandia, (excepto, a petición de Judith, el hecho de que en sus sueños ella se sintiera atraída por su amigo el psiquiatra). Fruto de ello, Rodriguez ha accedido a hablarle a Rómulo de las extrañas circunstancias que, de forma inverosímil, se han ido sucediendo en torno a los dos hombres. Pese a que Robert no acaba de creerse toda esa nueva cantidad de dislates con la que la chica le ha atiborrado la cabeza, no quiere que su amigo Rómulo deje ni de poder decidir por sí mismo, ni de tener la oportunidad de llegar a conocer a una mujer de su misma edad que desea encontrase con él.

Dos horas más tarde, una vez aterrizado su avión en Barajas, Paula recibe un mensaje en su buzón de voz en el que Robert le indica que Rómulo ha aceptado ver a Judith con la condición de que fuera ella sola. Si tenía que escuchar teorías que le iban a resultar difíciles de creer, prefería hacerlo de boca de una sola persona. Tener que torear con tres mujeres de carne y hueso era algo superior a sus fuerzas. Si Judith accedía, la cita tendría lugar en su despacho a las once de la mañana del día siguiente. De igual forma, después de un corto silencio, el mensaje invitaba a Paula a que se pasara por su oficina sobre la misma hora, pues acababa de recibir noticias de un asesinato cometido en Helsinki que quería analizar con ella. «Si te dijera lo que yo quiero analizar contigo, te caerías de espaldas», piensa Paula sin despegar los labios.

 

Antes de irse a casa, Alejandra y Paula han acompañado a Judith a su hotel. La empresaria ha decidido hospedarse en el Ritz, tal y como había escogido en sus sueños. El taxi las ha dejado en la entrada principal, situada muy cerca del Paseo del Prado, en la Plaza de la Lealtad nº 5. Un bedel uniformado les ha abierto la puerta y las ha ayudado a bajar las maletas. Ya es casi de noche y la luz del crepúsculo configura una realidad de formas subjetivas: árboles que parecen enormes títeres de un teatro de sombras; la fachada iluminada del hotel que se asemeja a un gran circo romano; el ruido del tráfico nocturno que se confunde con el fragor de un océano de insatisfacciones. Alrededor de ellas flota una niebla extraña. La brisa que recorre la ciudad y que al bajarse del taxi las ha estremecido, les avisa de algo, es como si dijéramos un indicio funesto, un punto de inflexión en sus vidas a partir del cual todo lo que conocen dejará de existir. 

Tras registrase en la recepción y subir sus cosas a la suite, se han dirigido al Goya Restaurant. Están hambrientas después de un día cargado de emociones. Se acomodan en una mesa alejada del pianista que en ese instante interpreta La nave del olvido, una balada tristísima compuesta por el cantante argentino Dino Ramos. La camarera les toma nota de inmediato. De beber piden un Chianti y para comer el menú degustación Velázquez. La idea ha sido de Jai, que dice que es un buen augurio de cara a la venta que le han encargado. El tartar de atún con caviar y los raviolis de rabo de toro están exquisitos. No así los lomos de merluza de pincho, que han quedado secos y que la camarera sustituye en cuanto se lo hacen notar por un delicioso risotto de trufa confitada. Las tres mujeres comen en silencio y con entusiasmo, haciendo sólo de cuando en cuando algún comentario frugal sobre los platos. Con la llegada del postre, un parfait de albahaca con sorbete de frambuesa, elucubran sobre lo que podría suceder por la mañana. Sin embargo, pronto se aburren de especular sobre algo que a fin de cuentas van a saber dentro de pocas horas. Están cansadas y prefieren dormir. Además, se hace tarde y el restaurante ya empieza a llenarse. El pianista sigue tocando pero apenas se oye. Ahora es el turno de Historia de un amor, un bolero de Carlos Almarán de los años cincuenta. Hace falta un oído muy fino para poder seguir la melodía en medio del grave murmullo de las conversaciones. «Justo el momento de marcharnos», dicen casi al unísono. Al despedirse, después de desearle a Judith la mejor de las suertes en su reunión con el psiquiatra, Paula tiene el presentimiento de que las cosas se van a complicar. Sin embargo, Alejandra piensa que todo va a ir como la seda.

 

—¿Así que es usted la que sueña conmigo? —dice Rómulo una vez que la mujer se ha sentado en la silla.

—Por favor, no me llames de usted, debemos de tener la misma edad —dice Judith mientras intenta descifrar las chocantes facciones del forense.

—Perdona, la falta de costumbre —contesta el rata con esa grave voz que lo caracteriza.

«¿Y he de suponer que en mis sueños yo he besado a este hombre? Ni recordaba su cara de roedor ni que tuviera una voz tan profunda. Parece como si estuviera delante de una gruta sin fondo. Quizá mi mente me haya jugado una mala pasada», piensa la empresaria intentando ocultar su desazón.

—Bueno, sí y no —dice ella respondiendo a su pregunta previa—. En realidad ha sido Paula Burmester, de quien tu amigo Robert te ha hablado ya, la que soñaba que tú y yo teníamos unas conversaciones sobre una asesina. Lo que ocurre es que cuando me lo contó, recordé que yo también había soñado con lo mismo. Cuanto más lo pienso, menos sentido le encuentro; parece un jeroglífico.

—Sí, Rodríguez me lo ha explicado todo. Por lo que se ve, hay una serie de muertos de facto con los que habéis soñado pero no existe la justiciera que según vosotras hay detrás de esos hechos. ¿Qué crees que puede significar? —dice Rómulo, pensando más en lo atractivo de la mujer que en ninguna otra cosa.

—Ni idea —contesta ella asombrada por las grandes paletas que enseña cuando habla. «Es clavadito a un conejo.»

—Entonces ¿cómo podría ayudarte? —pregunta él ilusionado. Ya ni se acuerda de la última vez que tuvo una charla amigable con una mujer guapa.

—¿Verdad que esa pared acaban de enyesarla porque había una fuga? —lo interpela Judith acuciada por una repentina prisa por salir corriendo.

—Sí, como puedes ver, la pintura todavía está fresca —replica Rómulo sin saber qué pretende.

—¿Y no es verdad también que esa ventana se atasca al abrirla…?, y que el portero se llama Sebastián…, y que una vez sacó a la señora Botella de su cuarto de baño…

—Pues lo cierto es que sí… —responde él sin entender aún.

—Y que vives en la calle Amaniel, y que tu primer amor, a quien conociste en el aula de disección, se llamaba Estrella, y que la pobre murió a los veintiún años.

—¡¿Quién te ha contado todo eso?! —exclama estupefacto el psiquiatra, embargado de pronto por una pena que todavía le duele.

—Lo hiciste tú.

Rómulo sacude la cabeza. El recuerdo de su primer y único amor aún le desgarra por dentro. Si esa mujer ha venido para hacerle daño, desde luego que lo ha conseguido. «¿Se tratará de una broma de mal gusto de Robert? No lo creo, sabe de sobra que sería capaz de fusilarlo. Entonces, ¿cómo puede conocer todos esos detalles? No me puedo creer que sea clarividente», piensa Rómulo desconcertado sintiendo todavía el dolor en su pecho. La mujer le atrae, y viniendo además de parte de Robert, se muestra inclinado a creerla, pero su monolítica formación de psiquiatra pugna vigorosamente contra ese deseo. Es consciente de que la ciencia de lo paranormal ha descrito muchas veces visiones parecidas, pero él nunca se ha tragado esas cosas. El forense se haya por tanto ante una encrucijada de sentimientos con la que no sabe muy bien cómo lidiar.

—¿No recuerdas haber soñado conmigo? —dice Judith ante el prolongado silencio de su anfitrión. Rómulo sigue sin poder contestar y niega otra vez con la cabeza.

—Bueno, no importa. —Y es que después de conocerlo prefiere que no recuerde que una noche, en sus sueños, se fueron primero a tomar una copa y luego, antes de despedirse, acabaron besándose. —La verdad es que sólo he venido para saber si existía el tal Sebastián y hacerle una pregunta.

—¿No lo has visto al subir? —acierta a decir Rómulo, quien parece salido ya de su catarsis.

—No estaba en la conserjería.

—Qué raro —dice él, extrañado de que al portero se le haya pasado por alto una visita—. ¿Y qué piensas preguntarle?

—Sólo quiero saber si me recuerda —responde ella agarrando el bolso que ha dejado encima de una silla. Si sus temores no se confirman, está dispuesta a salir disparada—. ¿Podrías avisarle?

—Claro —responde él.

Cinco minutos después, escuchan primero unas fuertes pisadas y luego unos perentorios golpes en la puerta.

—¡¿Se puede pasar, señor Méndez?!

—Vaya, es la primera vez que lo oigo llamar —le dice Rómulo a Judith en voz baja, o al menos todo lo baja que su voz cavernosa le permite. —Sí, pase usted, Sebastián. —Y sin necesidad de que se levanten a abrirle, el portero hace su aparición.

—¿Qué desea? —pregunta el recién llegado posando una insolente mirada en la mujer.

—Una cosa bien simple; esta señorita quería saber si usted la conoce de algo.

Entonces Sebastián, que lleva su traje gris de siempre, con su cara rubicunda y sus largas patillas, chasquea los dedos y con una sonrisa cínica responde:

—Pero, don Rómulo, ¿cómo puede hacerme esas preguntas? Ya le he dicho muchas veces que para la profesión a la que se dedica usted no le viene bien estar tan en la inopia. Si hemos de depender de su persona para atrapar malhechores, lo llevamos crudo, señor Méndez. Pues claro que la conozco, Judith Torres, ¿no es así? Con el asunto de las humedades hemos coincidido en este mismo despacho en varias ocasiones. ¿No me dirá que no se acuerda? ¿Tengo entonces que llamar a un loquero? —y diciendo esto, echa la cabeza hacia atrás y suelta una de sus risas estentóreas.

Rómulo y Judith se miran el uno al otro como si acabaran de despertar a un oso que estuviera hibernando. Ninguno de los dos se esperaba una declaración de tales proporciones. Él, porque jamás antes de esa mañana había recibido a la mujer, y ella, porque en realidad no había estado nunca en su despacho. «¿Sería posible que se hubieran visto los tres varias veces como el hombre afirmaba? —se preguntaban ambos—. No, no lo es, debe ser una broma…»

—¿Me permiten sentarme? —y sin esperar su beneplácito Sebastián ocupa la silla que un momento antes ocupaba el bolso de Judith—. ¿Ha visto que bien ha quedado la pared? Un trabajo muy fino. Ya le advertí que el pintor era todo un artista. Pero eso, como diría alguno, es harina de otro costal, mejor vamos al grano. —Y se vuelve a reír con estrépito de su propia ocurrencia.

»Ya le dije, señor Méndez, que toda una vida de dedicación a este edificio bien merecía una generosa recompensa. ¿No está de acuerdo?

—No sé a qué se refiere —replica Rómulo con aspereza. Aunque es un hombre tranquilo, cuando le provocan sabe enseñar las garras.

—Pues se lo explico en un periquete, ¿o prefiere hacerlo usted, señorita Torres?

—¿Y qué podría saber yo al respecto? Para eso tendrá que hablar con la Seguridad Social y ver qué pensión le corresponde —dice ella intentando escurrir el bulto pero presa de una ansiedad creciente.

—Qué Seguridad Social ni que ocho cuartos. Lo que yo quiero es que me pase una pequeña cantidad, trescientos mil euros de nada, a cambio de olvidarme del secreto que le contó a nuestro amigo aquí presente y que tengo grabado. ¿Lo ha entendido bien? —y según dice esto trata de ajustarse sin éxito el nudo de la insulsa corbata.

En ese instante, Judith, horripilada por lo que acaba de escuchar de boca del portero y más aún si cabe por la contemplación de sus manos peludas, mira a Rómulo con desesperación. Esta vez sin embargo no le causa el rechazo de antes, sino que por el contrario y milagrosamente empieza a descubrir en él una amabilidad que no había detectado hasta el momento. Rómulo, que viendo la cara de espanto de su invitada, se ha imaginado que el secreto que conoce Sebastián debe de ser de órdago, se levanta de su sillón y le dice al conserje de forma atronadora:

—Sebastián, después de tantos años no me esperaba esto. Haga el favor de salir de mi despacho y entrégueme la llave. Tengo que hablar en privado con esta señorita —y sin añadir nada más, le coge de la manga, le rebusca en los bolsillos hasta dar con lo que le ha pedido, y luego lo empuja hasta dejarlo en medio del pasillo.

Cuando cierra la puerta y mira otra vez a la mujer se da cuenta de que está sollozando. Aunque no tiene experiencia en este tipo de trances y en cualquier otra ocasión no se hubiera atrevido a hacer nada, Rómulo se ve sin embargo apremiado a abrazarla. No sabe por qué, pero siente que no hacerlo sería un grave error del que se arrepentiría el resto de sus días. Entonces, siguiendo ese impulso que le nace de dentro, con una naturalidad de la que él mismo se sorprende, se aproxima a la empresaria, la ayuda a ponerse en pie y le da un abrazo. A pesar de su entereza y de lo curtida que está por todas las adversidades que durante su vida ha tenido que superar, Judith se ve abrumada por lo que ha sucedido y da rienda suelta a sus sollozos, que se convierten muy pronto en un torrente imparable de lágrimas. Agarrada al cuello de aquel hombre piensa que todo aquello por lo que ha luchado tanto se puede desintegrar en unas pocas horas. No ya por los trescientos mil euros que le ha pedido el tipo ese del traje gris y las grandes patillas, sino porque es consciente de que una vez que se cede a la extorsión, ya no hay manera de ponerle coto. Sin embargo, mientras llora a moco tendido y siente en su pecho la sincera calidez del abrazo de Rómulo, se da cuenta de que tampoco es eso lo que la ha trastornado. Ahora que lo ha pensado bien, sabe que la causa de su dolor es en realidad la infausta soledad en la que vive desde que se recuerda. Ese hombre en cuyo pecho ahora se acurruca y cuya honda voz ha alejado por ahora el peligro, le ha hecho recordar con nostalgia los días en que, siendo todavía una niña, su hermano Jacobo, a quien ella en venganza le ha buscado la ruina y le gusta humillar cada mes, la protegía y lograba que no tuviera miedo.

«Hace ya demasiados años que tengo que afrontar yo sola todas las situaciones, no sólo los sinsabores, sino también los momentos dichosos. No es que necesite un príncipe azul, ni mucho menos, pero con estas lágrimas que ahora derramo reconozco mi deseo de compartir esas cosas con alguien. Hasta este instante no he encontrado nunca a un hombre que sea de fiar. Quizá mientras estoy dormida sea más sabia que en mi vida normal y me haya conducido hasta aquí a propósito. ¿Cuál es el sentido si no de toda esta locura? ¿Acaso no existe un mundo en el que los sueños se mezclan indistintamente con la realidad y que se rige por unas normas que yo desconozco? Es probable que sí. ¿No fue Calderón de la Barca quien ya lo describió hace cerca de cuatrocientos años?

»Segismundo era un príncipe al que su padre el rey, por temor a que se convirtiera en un tirano, tenía recluido en una oscura cueva. Un día, para darle la oportunidad de demostrar la verdadera naturaleza de su ser, lo drogan y lo llevan a palacio, donde le dejan ejercer a su albur como príncipe. La idea de su progenitor era que, si su crueldad quedaba demostrada, lo volverían a dormir y le harían pensar que todo lo vivido había sido un sueño. ¿No habrá sido eso lo que me ha sucedido? ¿No seré yo una rica empresaria cuya vida no tiene sentido y que alguien por encima de mí esté tratando de salvarme? Pensándolo bien quizás ésa sea la respuesta. Quizá tengo que mirar en el corazón de este hombre que he besado dormida y no prestar tanta atención al envoltorio externo. Tomás era guapo, pero al final resultó que era un hijo de puta y tuve que matarlo. ¿Puedo fiarme de mi capacidad de elección cuando estoy despierta? Por desgracia he de decir que no. Más valdría que probara entonces con lo que al parecer he elegido en mis sueños.»