8

 

Robert Rodríguez acaba de regresar de su viaje a Hannover. La noche anterior acudió a la representación de La Boheme, y aunque en su cabeza todavía reverbera la portentosa voz del barítono en el papel de Schaunard, es consciente de que no pudo, ni siquiera durante un mísero minuto, olvidarse de la mujer que lleva más de tres meses persiguiendo. Antes de que su amigo Rómulo lo enrevesara todo con la increíble noticia de que una persona, presumiblemente otra mujer, había soñado con la asesina en cada una de las fechas en que fueron cometidos los crímenes, él ya había caído en una especie de fascinación incomprensible, pero desde que conoce su nombre y el psiquiatra le está suministrando nuevas pistas que parece lo acercan a ella, siente como si hubiera perdido el rumbo de sus emociones y el control de su vida. Ayer por la tarde, antes de abandonar el hotel Mussmann, en un impulso inconcebible de sus instintos, le pidió a la gerente que le reservara la misma habitación en la que había dormido la homicida unos meses atrás, y esta mañana, cuando ha abierto los ojos, después de que al principio de la noche hubiera estado revolviéndose en la cama durante un par de horas, lo primero que ha percibido ha sido el regusto a alcohol en la boca de los dos pelotazos de whisky que tuvo que trasegarse para poder dormir. Y cuando un rato después ha ido al cuarto de baño, ha notado el miembro todavía entumecido de haberse masturbado. Robert tiene muy presente en su memoria que desde hace quince años ninguna mujer había sido capaz de perturbarlo, y también que ha de remontarse algunos más para recordar la última vez que tuvo que recurrir a la masturbación para calmar su ardor. Por eso hoy, después de haber cogido el vuelo que lo traería de vuelta a Madrid, mientras se dirige con ojos enrojecidos al despacho de Rómulo, está de mal humor; no le hace ni pizca de gracia no ser él, en una analogía puramente operística, el que lleve la voz cantante de esa tragicomedia.

 

—¿Has logrado averiguar algo más? —pregunta el rata después de darle un caluroso abrazo y de que le hubiera explicado brevemente la historia del agujero de la pared y de las humedades.

—La asesina estuvo registrada en el hotel bajo un nombre ficticio: María del Mar Pérez Urquijo. ¿Te suena? ¿Lo ha mencionado tu fuente? —se apresura a decir Robert, que cuando está trabajando, y más aún si está cabreado, no le gusta ponerse a divagar sobre trivialidades.

—No —responde Rómulo escuetamente. Por mucha amistad que le una al detective, no piensa revelarle lo que ayer le confesó Judith. Primero porque se trataría en todo caso de un crimen ya prescrito, y segundo porque no está relacionado con los asesinatos.

—He puesto a mis hombres a buscar a una paleontóloga de unos treinta años que trabaje como investigadora, hable alemán y tenga recursos económicos. Además, he convocado una rueda de prensa para mañana en la que difundiremos su perfil y el retrato robot. ¿Hay alguna otra cosa que creas debamos añadir?

—Ayer Judith…, quiero decir… mi fuente, me habló del crimen de Croacia, ya sabes, el del banquero.

—Así que Judith. Y por lo contento que te veo, parece que está buena.

Rómulo ni siquiera responde. Desde que llegó sabe que algo lo perturba y que si entra al trapo de sus provocaciones, lo acabará pagando.

—¿Dijo alguna cosa relevante sobre el crimen de Pula? —pregunta el inspector al comprobar que su amigo no ha reaccionado a su fanfarronada.

—Nada que no sepamos ya. Como información adicional comentó que una vez en la ciudad y antes de matar a su hombre, fue a visitar Fenoliga, una pequeña isla situada unos kilómetros al sur, donde se encuentran los fósiles de pisadas de saurópodos mejor conservados de la Tierra.

—Y dale con los putos fósiles. El iguanodonte me pareció grotesco. Me da en la nariz que está intentando burlarse de nosotros. ¿Para qué coño utiliza esos sueños?, ¿quiere que la atrapemos, o no?

—Creo que sí, pero sólo a su debido tiempo.

—Pues más vale que sea pronto porque dentro de muy poco seremos el hazmerreír de toda la inteligencia mundial. Bueno colega, ahora debo marcharme. Avísame cuando esa zorra le cuente a tu contacto dónde vive y su nombre completo. Visto lo visto, lo demás no creo que nos sirva. —Y según dice esto, se levanta, se echa la americana por encima del hombro, le da un fuerte apretón de manos al psiquiatra y abandona la estancia.

Al verlo desaparecer tan rápido como había venido, Rómulo no puede evitar quedarse con la desgarradora sensación de haber estado hablando con algo similar a una masa de hielo, tanto es así que incluso le parece distinguir en la silla vacía un remanso de agua.

 

Al día siguiente por la mañana, tras su viaje relámpago a Bilbao, Judith se ha acercado otra vez al despacho de Rómulo. Aunque según le ha contado su abogada, sus negocios van viento en popa, no ha sido capaz de conciliar el sueño pensando en que Sebastián pudo haber oído la confesión que le hizo al psiquiatra. «Quién me habrá mandado abrir esta bocaza. Se ve que en cuanto me relajo con un hombre la vida se encarga de recordarme que no me he de fiar. Por una u otra razón hay que estar siempre con el hacha de guerra levantada. No creo que así este mundo dure demasiado…»   

—¿Qué tal el viaje?

—Como tantos otros. ¿Qué sabemos de nuestro hombre? —pregunta Judith enseguida, afectada de un más que evidente nerviosismo.

—Ya te lo dije ayer, Sebastián no ha dicho ni esta boca es mía —responde el psiquiatra intentando tranquilizarla.

—Este asunto me está desquiciando. ¿Seguro que no te ha insinuado nada?

—Seguro. Para mí que no logró escucharte.

—Ya, ya, y por qué dijo «el trabajo mata, don Rómulo».

—¿Quieres que vayamos a preguntárselo?

—No digas chorradas.  

—Entonces es mejor que lo olvides; si él no da un paso al frente, lo único que podemos hacer es esperar. Por cierto, ¿te apetece que acabe de contarte qué ocurrió con Estrella? —le pregunta el psiquiatra a continuación para tratar de hacerle pensar en algo diferente. Intuye, y no sin razón, que su argucia podría tener éxito.

—¿Qué, un caramelito para que me distraiga? Venga, suéltalo ya.

—Me has vuelto a pillar —reconoce Rómulo con buen talante—. En fin, lo que el otro día no te dije, es que Estrella y yo nunca llegamos a hacer el amor. Padecía de un cáncer en el útero y para ella cualquier contacto íntimo hubiera supuesto un dolor espantoso. Esa circunstancia, junto con el terrible hecho de que muriera unos meses más tarde, hizo que aquello constituyera para mí una experiencia mística, una relación inmaculada y preciosa pero a la vez completamente ajena al mundo de las cosas tangibles. Antes de morir, Estrella me dijo que no debía idealizarla y prometió que no tardaría mucho en encontrar a una mujer a quien poder amar. Han pasado los años y ahora me doy cuenta de que tenía razón: no debí idealizarla, pues todo lo que me dijo resultó ser mentira —acaba diciendo Rómulo con una sonrisa. Le afligen sus propias conclusiones, pero en compañía de Judith todo le parece mucho menos dramático.

—Tuvo que ser muy duro —replica la empresaria, azorada por haber vuelto a despertar su dolor.

—Lo fue. Pero seguro que no tanto como recibir palizas de una persona que afirma que te quiere.

—Mirado así desde luego que no.  

—Bueno, todo eso ya es agua pasada. Ciñámonos mejor al presente; ¿podrías leerme el sueño del crimen de Helsinki? Ya me hablaste de los dos anteriores y preferiría seguir avanzando.  

Efectivamente, la tarde previa, mientras estaba de viaje, Rómulo había hablado con Judith. Además de por el placer de escuchar su voz y de ponerla al día sobre el incidente con Sebastián, también lo hizo con el propósito de recabar más datos para la rueda de prensa que Robert había convocado para el día siguiente (pero que al final, por un problema de agenda, no pudo ofrecer). Según le explicó el psiquiatra por teléfono, deseaba que le anticipara los crímenes de Barcelona y Copenhague. Después de un largo tira y afloja, la empresaria se avino a contarle que en esos sueños Paula no daba ningún dato que no fuera ya del dominio público.

—Claro que puedo leértelo —dice ella sonriendo por primera vez—. Has conseguido que me olvide de Sebastián y de su traje comprado en las rebajas.

Finlandia es una país impresionante. El propio nombre ya da la sensación de que estás a punto de conocer una tierra en la que sólo habitan personas indómitas: pueblos aguerridos que han sabido sobreponerse al frío; navegantes audaces que han surcado mares recubiertos de hielo; gente ruda en definitiva acostumbrada a vivir en medio de una naturaleza hostil. Cuando vi por vez primera las fotos satelitales y observé sus más de 190.000 lagos rodeados de bosques de abedules y sus 98.000 islas, sólo pude imaginarme un silencio esponjoso. Un sitio donde cualquier ruido sería absorbido de inmediato por la nieve y la vegetación, un lugar en el que los gritos de un hombre pidiendo auxilio no tendrían utilidad ninguna.

Sin embargo, yo pensaba actuar en la no tan inhóspita Helsinki, ciudad a la que vuelo a principios del mes de febrero, cuando el invierno aún no ha remitido y el viento del norte ulula todavía a sus anchas por las estrechas calles, vociferando como si fuera un rey, exigiendo a sus súbditos y a mí un último tributo en forma del abrigo de pieles que al final me he comprado. Una mezcla de marta y de visón, para ser más precisos.

Aquí no he venido a ver fósiles. Ese entretenimiento ya pertenece al pasado. Ahora me limito a seguir el orden alfabético que al principio, en un mero impulso irracional, yo misma me impuse, aunque he de avisaros que esta norma, como cualquier otra que pueda surgir, puedo en cualquier momento condenarla al olvido.

Talo Mäkinen, peletero de profesión, ha tenido la mala fortuna de toparse con una clienta como yo. Cuando entré en su establecimiento y comencé a probarme abrigos, no se le ocurrió otra cosa que ladrarle órdenes a la joven que estaba en la trastienda. Al aparecer al cabo del rato con las prendas que le había pedido, llevaba unas gafas de sol que no llegaban a ocultar su amoratado rostro. Refugiada ya en el hotel, mi investigación posterior dejó claro que aquella frágil chica era su hija, a quien el peletero había aporreado de forma reiterada sin que hasta el momento la justicia hubiera intervenido. Mejor para todos. La cárcel no es castigo suficiente para un maltratador. Cuando quede libre y salga a la calle buscará a otras víctimas y con certeza volverá a golpearlas. He comprobado que es un mal incurable. Ninguna medicina ni ningún tratamiento, excepto el que yo administro, resultan eficaces.

Cuando el virus de la violencia de género se apodera de un hombre, contamina hasta la más insignificante de sus células. Aunque durante un tiempo parezca apaciguado y exento de infecciones, llegará el día en que un nuevo brote, más violento si cabe, se manifestará. Por eso soy partidaria de eliminar el problema de cuajo. Una hija es algo sagrado, un tesoro por lo que cualquier ser humano que se precie daría con generosidad su vida. ¿Qué tipo de retorcimiento puede provocar que un hombre apalee a una criatura indefensa de su propio linaje? Yo os lo voy a decir: es la pura ignorancia, el único pecado imperdonable. Cuando en los albores de la humanidad, el hombre se percató de que la mujer era más sensible y más sabia que él, que vivía más años, que era más hermosa, y sobre todo, que tenía un apetito sexual inextinguible, en vez de reaccionar con humildad y tratar de equipararse a ella, decidió someterla por la fuerza; utilizar lo único en lo que él era claramente superior para anular lo que consideraba una gran amenaza.

Han pasado los siglos y para nuestra desventura el problema persiste. Es cierto que ahora hay derechos humanos y leyes democráticas que hasta cierto punto nos protegen, pues el clamor de millones de hembras no puede ser por siempre enmudecido, pero eso sólo son parches. Hasta que el corazón del hombre no se reblandezca por completo y decida por sí mismo ganarle la guerra a la ignorancia, no habrá nada que hacer. Y yo, debido a que no dispongo de una vida infinita, no puedo permitirme el lujo de esperar a que algo así suceda de manera espontánea. Es por eso por lo que dedico todos mis esfuerzos a prender una mecha. Si el hombre no quiere reaccionar, entonces tenemos el derecho de intentar sacudir su conciencia. Hacedme caso, mujeres de este mundo, blandid vuestras hachas y erradicad la causa de raíz. Hay 3.500 millones de varones habitando en la Tierra. ¿Acaso nuestra especie se va a resentir por matar a unos pocos? Creo que con que murieran tantos como mujeres mueren en el mundo a manos de sus progenitores o parejas, sería suficiente. Tirando por lo bajo, más o menos unos seis al mes, una cifra que si actuáramos todas unidas, tal y como hacen ellos, sería muy fácil de alcanzar. El momento es propicio y la razón está de nuestro lado, ¿no vais a ayudarme?, ¿vais a permitir que la masacre siga y continúen matándonos a todas? Imagino que no.

En cualquier caso, hasta que eso suceda, seré yo la que haga el trabajo. Talo Mäkinen murió a la hora de almorzar. Por la mañana aparecí en su tienda y le compré otro abrigo. En vez de llevármelo, le pedí que su ayudante me lo trajera al hotel a eso de la una. En cuanto la vi salir del establecimiento con el paquete y Talo puso, como yo había previsto, el cartel de cerrado, me acerqué a la puerta y di unos golpecitos al cristal. Al principio el hombre me miró con asombro, pero luego una amplia sonrisa iluminó su cara; se le veía encantado. Una vez dentro, le dije que quería un chaquetón y que si no le importaba enseñarme los que tenía en la parte de atrás. Talo me respondió con una sonrisa todavía más amplia, una sonrisa que en cuanto le eché mano a la bragueta se transformó en asombro. Lo demás fue coser y cantar: bajarle el pantalón y los calzones y agarrarle el pene con determinación. Al menos esta vez se trataba de un tío aseado. Se agradece que la polla de un hombre esté limpia y desodorizada y he de confesar que la tenía bonita. Si no llega a ser porque le daba palizas a su hija, quizás hasta hubiera disfrutado chupándosela, pero no fue el caso. Simplemente fue un trabajo mecánico. Cogérsela primero en la palma y dejar que creciera a su antojo mientras le daba un pequeño masaje en los testículos. Metérmela en la boca sin dejar de mirarle a los ojos y ver cómo dejaba su vida entre mis manos. Apretar bien el glande, recorrérsela entera y darle varias pasadas con la lengua, y para terminar, agarrar el pincho que llevaba atado en el tobillo y clavárselo de repente en medio de los huevos, instante en el cual su amplia sonrisa pasó a convertirse de nuevo en un gran y postrimero asombro.»

—Hay que ver cómo se las gasta la chavala. —dice Rómulo intentado asimilar el por otra parte ya familiar relato.

—A mí me tiene cautivada —contesta Judith. Parece que su angustia se ha disipado con la lectura y con el hecho de que, según ha comentado en una pausa, ya no capta el olor a polvo y humedad de los días pasados.

—¿Y qué piensas de su teoría?

—¿A qué te refieres?

—A eso de que el hombre es un ser ignorante.

—Salta a la vista. Mis vivencias son la prueba de ello. Pero dime, ¿qué opinas de que Paula se quiera convertir en una justiciera?

—Para algo están las leyes y los jueces. Si todos actuáramos de esa forma, no existiría la civilización.

—La civilización patriarcal querrás decir. ¿Tú crees que una sociedad que deja en el ostracismo y en la indefensión a la mujer puede considerarse como civilizada? —objeta ella a la vez que empieza a sentir la frente bañada de sudor. No sabe si es porque hace calor o por la indecisión que la atribula; desde antes de llegar tiene pensado proponerle algo al psiquiatra pero no está convencida del todo.

—Ése no es nuestro caso. Hemos avanzado mucho en lo que respecta a la igualdad de derechos.

—Sí, por eso mi fundación tiene tres pisos de acogida y están siempre repletos.

Al tiempo que introduce las manos en los bolsillos de su escaso chaleco, Rómulo niega con la cabeza. No obstante, es muy consciente de que no existen argumentos válidos para refutar los golpes que siguen recibiendo todas esas mujeres.

—Y eso en España, pero ¿qué me dices de los países en los que ni siquiera nos protege la ley? Si fuera a visitarlos con esta indumentaria, me lapidarían, no sin antes violarme —dicho lo cual Judith aprovecha para subirse las mangas y secarse el sudor con un pañuelo que ha extraído del bolso.

—Si te parece pongo el aire acondicionado —dice Rómulo observando su gesto—. En cuanto llegué, cerré los radiadores, pero debido a la inercia térmica desprenden todavía calor. Por lo menos estás en lo cierto y ya no hay humedad.

—Inercia térmica… —murmura ella intentando asentar en su mente el significado objetivo de ese principio físico.

Entendiendo que ha hecho un gesto afirmativo, el psiquiatra pone en marcha el aparato; el frescor apenas tarda unos segundos en sentirse.

—¿Mejor así?

—Lo que te decía, este mundo es demasiado peligroso para una mujer —responde ella con una sonrisa en señal de agradecimiento. Sin embargo, sabe muy bien que por encender el acondicionador su incertidumbre no ha quedado resuelta.

—Creo que estamos mejor que hace doscientos años —arguye él en un intento vacuo de defender los avances sociales.

—Eso no lo discuto, pero vuelvo a insistirte en que sobre todo lo está para los hombres.

—¿Y qué propones? ¿Unirte a la causa de tu asesina en serie?

—Si fuera lo bastante valiente..., pero ni soy Juana de Arco ni quiero tampoco terminar en la cárcel.

—Entonces me temo que tendrás que confiar en la justicia y en que las cosas vayan poco a poco a mejor.

—Ya te dije que no creo en la policía. Yo lo que quiero es encontrar y conocer a Paula. Quizás así reúna el coraje para hacer por otras lo que ya fui capaz de hacer por mí. En fin, dejémoslo. Aunque una de mis condiciones era que te leería un solo sueño en cada encuentro, como el único que queda es el que tuve en la madrugada del pasado día 11, te ofrezco que lo escuches ahora —dice Judith con la intención de ganar un poco más de tiempo. Sigue sin estar segura de querer plantearle lo que tiene pensado.

—Me encantaría. Lo que ocurre es que Robert está a punto de llegar. Mañana por fin da la rueda de prensa y quiere oír de primera mano todo lo que acabas de contarme. ¿Deseas conocerlo?

—En absoluto, cuanto más alejada de la poli, mejor estaré.

—¿Quieres pasarte por aquí mañana por la tarde?

—Cuenta con ello —dice Judith mientras recoge sus cosas y le tiende la mano. Entonces, justo cuando se pone en pie con la intención de irse, su intuición la anima a exponerle lo que llevaba todo el rato dudando—: ¿te apetecería salir esta noche a tomar una copa? —y sin esperar contestación, abre ella misma la puerta y abandona el despacho. Rómulo, que el día anterior sintió un vacío glacial cuando su amigo se fue, esta vez tiene la sensación de que la habitación está llena de luz y poblada de mariposas blancas.