I
—Jai, te lo digo de verdad; nunca me había pasado nada parecido.
—Come on, Paula, sólo son unas malditas pesadillas. A ver si pensabas que tu subconsciente no te lo haría pagar; que estás montada en el dólar y no has pegado golpe. Por tu cara bonita, porque cada hombre que te mira piensa únicamente en cómo de frondoso será el pelo de tu coño.
—¡Anda, ahora me vienes con el rollo piadoso! ¿Crees entonces que tengo que expiar mis pecados?
—Como cualquier hija de vecina, guapa.
—Se nota que fuiste a un colegio de monjas.
—Pues me dirás tú qué puede significar si no que en tus sueños aparezca un psiquiatra. Una de dos, o empiezas a desfallecer o es que estás enamorándote.
—Que no tía, que te digo que está muriendo gente.
—Gente no, en todo caso hombres, que es muy distinto. ¿O lo que haces con ellos no es peor que matarlos?
—Que me aproveche de su impudicia no es algo comparable. Y sobre lo del enamoramiento, te aseguro que eso no va ocurrir. Ni que estuviera loca.
—Ya veremos. Torres más altas han caído.
—¡Eso es! Judith Torres. Acabo de acordarme del nombre de la mujer que visita al forense.
Paula Burmester ha llamado a su amiga Alejandra porque por cuarta noche consecutiva ha soñado con que, una tal Judith Torres, nombre que hasta hace un instante no era capaz de recordar, se reúne con un psiquiatra en su despacho de la Gran Vía de Madrid. Durante esas reuniones, la mujer, que debe tener unos cincuenta años, le relata al doctor los sueños que ha tenido ella a su vez con una asesina a la que la policía de toda Europa anda buscando. Por las descripciones que hace de la persona en cuestión, Paula ha concluido que están hablando en realidad de ella.
Tanto las características biométricas como su área de especialización, la paleontología, y el propio nombre de pila, coinciden a la perfección. Además, también coinciden en una cierta inclinación de ambas a aprovecharse de los hombres utilizando el sexo y en la aversión que las mujeres tienen en general hacia los perpetradores de violencia de género. En lo único que difieren las dos Paulas, es en que ella jamás ha tenido ganas de liquidar a un hombre. Quizás en alguna ocasión se le haya pasado por la mente, pero no cabe duda de que se ha tratado siempre de un impulso fugaz.
—Al menos has recordado el nombre. Muy bonito por cierto.
—No te cachondees.
—Lo digo de verdad. A ver, ¿qué querías proponerme?
—Que me acompañes a la policía.
—Ok sweet heart, pero cuéntame una cosa; ¿qué pretendes decirles?, que sueñas con unos asesinatos que no se han cometido.
—Te equivocas. Anoche me vino a la cabeza el nombre de la primera víctima. Se llamaba Hans Mayer. Ya te conté que regentaba un taller mecánico y pegaba a su esposa. Pues bien, después de pasarme una larga hora buceando en los periódicos locales de Hannover, logré averiguar que había aparecido muerto el día 11 del septiembre pasado. Alguien le clavó un estilete en los huevos.
—¡Fuck!, ¿estás segura?, ¿no lo habrás soñado?
—Joder tía.
—Vale, perdona.
—Lo que quiero ahora es localizar al detective de la Europol que va al despacho del psiquiatra para que éste le hable de los sueños que le ha contado la mujer.
—¡Vaya galimatías! ¿Y se puede saber cómo se llama el menda?
—No logro recordarlo. Sé que sus iniciales son R.R.
—A ver déjame probar: ¿Ronald Reagan?
—Jai por favor.
—Está bien… ¿Ricardo?
—No.
—Ramón, Ramiro, Rogelio, Raúl, Rodrigo, Roberto, Rafael, Rosendo, Rufino, Ruperto…
—Coño, sí que eres rápida. Nada, no es ninguno de esos. Ahora que lo pienso creo que el nombre suena como a inglés.
—Pues ya la hem futut. ¿También el apellido?
—No, el apellido no. Venga, di unos cuantos…
—Ramírez, Ramos, Rebollo, Redondo…
—¿Rebollo? ¿Cuándo has conocido algún Rebollo?
—La verdad es que nunca.
—Me parece que es uno más común, tipo Rodríguez o algo similar. ¿He dicho Rodríguez?
—Sí, has dicho Rodríguez.
—Pues creo que es ése.
Alejandra, que justo hace dos días se vio por tercera vez en pocos meses la serie de películas Kill Bill, suelta lo primero que se le pasa por la imaginación.
—¿No será Robert Rodríguez, el puto director de cine?
—Hostias tía, has dado en el clavo. R.R., Robert Rodríguez.
—Vamos no me fastidies.
—Te estoy hablando en serio.
Alejandra Márquez está más que acostumbrada a las extravagancias de su amiga Paula, pero ésta sin duda se lleva el premio gordo. Es la segunda vez que acude a su casa y que le escucha contar lo que durante las últimas noches ha soñado. No lo describe como pesadillas, sino más bien como sueños muy vívidos con un gran despliegue de detalles. De lo único que no logra acordarse bien es de los nombres de los protagonistas. El resto lo conserva en su memoria como si fuera una grabación magnetofónica. Es capaz de repetir al dedillo y las veces que haga falta, todos los diálogos que han tenido lugar entre la mujer y el psiquiatra forense.
En esos momentos las dos mujeres están en el salón frente a dos tazas recién servidas de kukicha y un platito de pastas. La estancia es amplia, de unos cuarenta metros cuadrados, dividida en dos ambientes por una chimenea en la que crepita un fuego a punto de extinguirse. Están sentadas en un sofá de esquinera de piel marrón oscuro frente al cual se encuentra una librería lacada en blanco repleta de libros de paleontología y de otras materias. Entre medias, una mesa de centro de cristal con patas de hierro forjado diseñada por C. Martí sobre la que reposan la bandeja con las viandas, una foto de familia, una escultura de un rinoceronte del mismo autor, del que Paula es una especie de mecenas, y otros objetos de arte de diversa índole. De las paredes cuelgan un Gregorio Pietro auténtico, una serigrafía de edición limitada de Rothko y varios cuadros más de autores contemporáneos españoles en los que Paula ha invertido parte del capital que le dejó su segundo marido.
Sólo tiene treinta y seis años, pero ya se ha casado y enviudado dos veces. Nada sospechoso, pues en los dos casos la boda tuvo lugar cuando a ambos hombres ya se les había diagnosticado una enfermedad terminal que acabaría con sus vidas en unos pocos meses. Ni que decir tiene que estos hechos no pueden tratarse de una casualidad, sino de algo escrupulosamente planeado por una mujer que no le hace ascos al dinero. Según cuenta ella misma, al volver de Argentina se dedicó a buscar por hospitales de lujo a hombres adinerados que estuvieran dispuestos a dejarle, a cambio de unos meses de su gratificante y bella compañía, lo que después de todo no iban a poder llevarse al otro mundo. Y lo cierto es que, si los dos maridos tuvieran la posibilidad de salir de sus tumbas y de hablar sobre la experiencia que vivieron, dirían sin titubear que había sido el negocio más lucrativo de toda su carrera.
El resto de la casa, de doscientos sesenta metros cuadrados, también está hermosamente decorado. Al otro lado del salón, separada por el recibidor que hace también de pasillo hacia los otros cuartos, se halla la cocina, atendida de ocho a dos de la tarde por un cocinero filipino que se ocupa además de hacer la compra y la limpieza. «Un todo en uno —como dice la anfitriona—, y que por las tardes se vaya a su casita y me deje tranquila, que para eso le pago un sueldo muy decente.»
Mientras dan sorbos al té servido en tazas de porcelana fina, encienden el último modelo de MacBook y realizan una búsqueda en Google. Muy pronto averiguan que el órgano policial de la Europol en España se conoce como la División de Cooperación Internacional, dependiente a su vez de la D.A.O. (División Adjunta Operativa), cuya sede central se encuentra en las oficinas de la Dirección General de la Policía de la calle Miguel Ángel, lugar muy próximo a la vivienda que la propia Paula ocupa en el Paseo de la Castellana. Una vez recabada esta información, centran su interés en Robert Rodríguez, pero ninguna de las entradas que aparecen en la larga lista del buscador se refiere a un presunto policía español, lo cual, según coinciden ambas, no es nada de extrañar.
—Perfect, ya sabes dónde puedes encontrarlo, si es que existe, claro. ¿Por qué no llamas?
—¡Ay mi niña, pero qué lista eres! Pues claro que voy a llamar —y sin más dilación la joven coge el teléfono de la mesita y marca los dígitos que acaba de anotar.
«Dirección General de la Policía, dice una voz de mujer al otro lado de la línea. ¿Podría pasarme con la División de Cooperación Internacional?, dice Paula. Un momentito por favor, dice la mujer a su vez. Tras quince segundos de espera con música de fondo, contesta un hombre: División de Cooperación Internacional, ¿en qué puedo ayudarle? ¿Podría hablar con Robert Rodríguez? ¿De parte de quién? Mi nombre es Paula Burmester. ¿Sería tan amable de indicarme el motivo de su llamada? No faltaba más. Llamo en relación al asesinato de Hans Mayer, dice Paula. Por lo que veo es un tema grave, dice el hombre. ¿Me lo puede deletrear? Sí claro, y tal como le ha pedido le dicta las letras del nombre una por una. ¿Ha hablado ya del asunto con la Policía Nacional? Es el conducto habitual en estos casos, dice él. No, no he hablado con ellos, dice ella, el crimen se ha cometido en Alemania, por eso pregunto por el señor Rodríguez. ¿Quién le ha facilitado el nombre del inspector?, dice él. Me lo ha facilitado una amiga mía, dice Paula mirando de reojo a Alejandra. ¿Me puede decir cómo se llama su amiga? ¿Es que importa eso mucho? Sí que importa, señorita. Se llama Alfonsa Rebollo, dice improvisando. ¿Conoce ella al agente? No, no lo conoce. ¿Entonces cómo ha podido facilitarle el nombre? Es una larga historia. Señorita, esto no es ningún juego. Si tiene información sobre un crimen, debe colaborar, dice el hombre elevando el tono. Por eso mismo estoy llamando, dice Paula. ¿Me puede dar la dirección de su casa y su número nacional de identidad? Sí claro, por supuesto. ¿Tiene un bolígrafo? Señorita, le he dicho que… Vale, vale. Y acto seguido Paula le da la información que pide. En estos momentos Robert Rodríguez no está disponible, pero puede hablar conmigo sobre el asunto. Es que tengo que decírselo precisamente a él. ¿A qué se debe eso? Ya se lo he dicho, es una larga historia. Pero bueno, ya que insiste se la contaré a usted. Adelante, dice él. Como ya le he dicho, tengo información sobre el asesinato de Hans Mayer, encontrado muerto por herida de arma blanca en los genitales en su taller de Hannover. Conozco algunos detalles sobre la persona que lo hizo. ¿Está segura, señorita? Sí, claro que lo estoy. ¿Podría darme esos detalles? Lo siento, pero prefiero hablarlos directamente con R.R. ¿Sabe que podría estar incurriendo en un delito de obstrucción a la justicia? Pero si he sido yo la que he llamado, ¿cómo podría convertirse eso un delito? ¿Tiene móvil, señora Burmester? Señora no, señorita. Perdón, señorita. Sí, sí que tengo móvil. ¿Tiene para apuntar? Señoritaaaa…, dice la voz visiblemente contrariada. Y entonces Paula le da su número de móvil. Le diré al inspector que la llame en cuanto pueda. Manténgase localizable por favor. Muchas gracias. Muchas gracias a usted, dice ella. Un saludo. Un saludo, dice él.» —Y luego la comunicación se corta.
—Ya te dije que el tal Rodriguez existía de verdad. Esperamos un rato y si no llama nos vamos directas a la comisaría.
—Ok darling, esto se pone interesante. Déjame mirar a ver qué encuentro sobre Judith Torres. Por lo que me has contado se trata de una persona conocida, y ya no dudo de que sea real.
—Órale —replica Paula recordando sus tiempos del DF.
Judith Torres - Wikipedia, la enciclopedia libre.
Nacida en Villanueva de los Castillejos, provincia de Huelva, en 1963. Fundadora y única propietaria de la cadena de establecimientos de belleza y cosmética MB. Cuando apenas contaba tres años, su familia se traslada a Bilbao, ciudad en la que, tras la muerte infortunada de su marido en un accidente de tráfico, abre la primera tienda en el año 1989 en el barrio de San Ignacio. Al cabo de un lustro ya es poseedora de 10 establecimientos, situados todos ellos en el norte peninsular, entre Vizcaya y Cantabria. En 2009, veinte años después de iniciar la actividad, cuenta con 100 centros, estando la firma presente en casi todas las provincias españolas. Desde 1998 es Presidenta de la Fundación MB, cuyo objeto social es la defensa y ayuda a mujeres víctimas de violencia de género. En la actualidad, Judith Torres reside en el pueblo cántabro de Castro Urdiales.
—Anda, otra que tal baila. Justo empieza a prosperar cuando el tío la espicha —comenta Alejandra divertida.
—No te lo he contado, pero en mi último sueño resulta que Judith le acaba confesando al psiquiatra que fue ella quién mató a su marido.
—Non fotis —dice Jai encantada.
—Se tiró de cabeza a un socavón mientras conducía una furgoneta de reparto. Ella casi muere, pero desabrochándole el cinturón se aseguró de que él no saliera con vida. El muy cabrón le pegaba unas hostias de órdago.
—Que se joda entonces.
—Y ahora vive como una reina y se ocupa de otras mujeres que están en su misma situación. Una tipa admirable, ¿no crees…? —Entonces, justo después de haber terminado la frase, suena el móvil de Paula.
«Sí dígame. ¿Paula Burmester? Yo misma, ¿de parte de quién? Soy el inspector Robert Rodríguez, creo que hace un rato ha dejado un mensaje para mí. Efectivamente, antes he llamado y me ha atendido un caballero muy amable. Pues ese caballero me ha dicho que tiene usted información sobre el asesinato de un tal Hans Mayer. ¿Es eso correcto? Sí que lo es, dice ella. Acabo de comprobar, dice Rodríguez, que ese hombre murió el septiembre pasado, el día 11 para ser más precisos. Así es, dice Paula. ¿Y por qué piensa que yo debo estar informado al respecto?, dice él. ¡Ah!, ¿es que no lo está?, dice ella al tiempo que mira a su amiga con cara de sorpresa. Pues no, no lo estoy. Recién me entero de ello a través de usted, dice él. Qué cosa más rara, dice ella. ¿Y por qué ha de serlo?, no hay manera de que yo pueda estar al corriente de todos los crímenes que se comenten, dice él. Ya lo sé, dice ella, pero al tratarse de una asesina en serie me imaginaba que ya estarían tras su pista. ¿A qué se refiere?, ¿qué asesina en serie?, dice él. La asesina del 11 de septiembre, —nombre con el cual se le acaba de ocurrir bautizarla—, dice ella. Vamos, señorita, no me tome el pelo, si quiere jugar a policías búsquese a otra persona. ¿Cómo se ha enterado de mi nombre? Ya se lo dije a su compañero, es una larga historia, dice ella, pero si quiere que le informe acerca de los otros crímenes, será mejor que nos veamos en persona. ¿Y por qué no me cuenta alguno más ahora?, dice él. Si así lo desea…, dice ella. Sí, así lo deseo, dice él empezando a impacientarse. La segunda víctima se llamaba Wouter Nielsman, pastelero y maltratador de la ciudad de Gent que apareció muerto en la trastienda de su negocio el día 11 de octubre. Murió desangrado por una puñalada asestada en sus partes. ¿Ha dicho Gent, en Bélgica?, dice él. Exacto, dice ella. ¿Me puede deletrear el nombre de la víctima?, dice él. Claro que sí, dice ella, y con las mismas le dicta las letras. Un momento por favor. Entonces, al otro lado del teléfono se escucha el sonido inconfundible de unos dedos pulsando un teclado. Tras dos minutos de espera se oye de nuevo la voz de Rodríguez: señorita, vive usted en Madrid, ¿verdad? Sí, dice ella. ¿Podría venir ahora mismo?, dice él. Por supuesto que puedo, para eso lo he llamado, dice ella. Pues haga el favor, y la advierto que si se trata de una broma pesada, voy a hacer que la encierren, dice él. Le aseguro que dentro de unas horas va a desear que lo fuera. Voy ahora mismo para allá, pero iré con una amiga, dice ella. Como usted desee, dice él.» —Y sin mediar más palabras cortan la comunicación.