12
«Mucha tirria». Ésas son las últimas palabras que Robert le ha oído. Paula las ha pronunciado con su boquita de piñón justo antes de que se marchara con el hombre del traje rutilante. «Más que un abogado parece un sapo bufo con esmoquin. ¿Cómo ha dicho el agente que se llama? ¿Luis Pedroche? Sí, eso es, creo que me suena de algo.» En cuanto han abandonado la sala de interrogatorios, Rodríguez ha cogido la botella de agua y la ha llevado al laboratorio para que, de manera extraoficial, un compañero suyo al que le suele cuidar el gato cuando está de viaje, tome una muestra de la saliva de la joven y obtenga un perfil de ADN. Después se ha ido a despachar con los jefes de su departamento.
Durante la breve reunión mantenida, sin que nadie hiciera la menor mención a la evidente cantada de Rodríguez durante el careo, han telefoneado al juez de instrucción para solicitar la orden que les permita al día siguiente hacer un registro de la vivienda y tomarle a la sospechosa una muestra biológica. «Ojalá pudiera hacerlo yo, llevo meses obsesionado con esa mujer y estoy seguro de que ella no pondría impedimentos. Pero bueno, más vale que deje de fantasear y que llame a Rómulo; he prometido mantenerle al corriente.» Cuando sube otra vez a su despacho el sol ya se ha puesto y la negrura de la noche ha engullido el jardín. La luz inorgánica de las farolas ilumina desigualmente los almendros en flor y los arriates de césped. En una esquina, junto a lo que sabe que son unas balas de paja, se vislumbra el contorno de la todavía garbosa figura de la yegua Esperanza. Según sus cálculos, el encargado ya debería haberla metido en la caballeriza, pero por alguna razón que a él se le escapa continúa allí, ramoneando lo que parece ser la hierba que han segado con la desbrozadora. Se ve que sus relinchos de protesta han tenido su efecto.
Mientras contempla la escena, Robert se pregunta si su deseo realmente es detener a Paula. Se acaba de dar cuenta de que en el fondo de su corazón lleva meses suspirando por ella, sentimiento que no hizo más que recrudecerse desde que conoció el contenido de los sueños de la mujer que visita a su amigo el psiquiatra. Que sea la responsable de unas muertes que la mayor parte del mundo agradece, la hace a sus ojos mucho más deseable. «A lo mejor, como he pensado antes, inconscientemente me hice policía para poder conocer a una mujer así. ¿Dónde iba a poder encontrarla si no? —piensa según se acomoda en la silla dispuesto a coger el teléfono—. Eso de andar follisqueando por ahí está de puta madre, pero como todo, acaba desgastando. Si resulta que es culpable, no estoy seguro de que vaya a querer cumplir con mi deber…, en fin, mañana mismo tendré los resultados del análisis y sabré la verdad. Entretanto espero que Rómulo tenga fortuna y consiga por fin lo que tanto ha buscado…» murmura en la latente quietud de su oficina mientras marca su número.
—¿Qué me cuentas de la chica? —pregunta el rata nada más atender la llamada.
—Ha venido a recogerla su abogado y hemos dejado que se marche. Mañana efectuaremos el registro. Para mí que es culpable —contesta Rodríguez sin dejar entrever su desazón.
—Apuesto a que su ADN no coincidirá con el de la asesina —dice Rómulo convencido de que tiene razón.
—¿Eso crees?
—Me juego lo que quieras.
—¿Y qué propones? —pregunta el detective sin estar seguro de querer ganar una posible apuesta.
—¿Qué te parecen dos entradas para la ópera de Viena?
—¿Imagino que no será para que sea yo el que te acompañe?
—Lo has adivinado.
—Si es lo que estoy suponiendo, con independencia de que gane o pierda, te las regalo yo. ¿Estás con ella ahora?
—Sí —responde Rómulo, que en ese mismo momento va con Judith camino de su casa.
—Pues nada campeón, te deseo la mejor de las suertes —le dice Robert para despedirse. «Hasta pronto colega, si soy yo el que gana, tal vez no volvamos a vernos…», piensa después de colgar el teléfono. Por muy desatinado que parezca, ha decidido que, si la joven es culpable y tiene la más mínima oportunidad y está dispuesta, se escapará con ella para quizá vivir como fugitivos en algún país exótico.
Un poco después de que Rómulo informara a Judith sobre la puesta en libertad de Paula, la pareja llega a su destino. El taxista los ha dejado enfrente del portal, muy cerca de la plaza de las Comendadoras, justo al otro lado del piso en el que la empresaria estuvo varias veces durante el rodaje de Lucia y el sexo. «Te voy a contar un cuento lleno de ventajas», le escribe en la película Tristán Ulloa a Najwa Nimri, según acaba de recordar Judith. «Eso es precisamente lo que quisiera oír, un cuento sin final cuyos personajes sólo abrigaran intenciones honestas...» Una vez dentro de la vivienda, tras colocar los zapatos debajo del banquito que suele utilizar para tal menester, mientras Judith se asoma a la ventana y observa la alta chimenea y la fuente del patio, Rómulo se ha puesto a calentar la sopa. La noche anterior él tampoco fue capaz de conciliar el sueño. Demasiadas emociones para un único día: primero escuchar su relato; después pleitear sobre la quimérica legitimidad de los crímenes; y por último la cita en el bar de la calle del Pez, donde al final de la velada, justo antes de despedirse, Judith lo besó inesperadamente.
El piso de Rómulo se halla en uno de los extremos de la última planta. Además de un salón con amplios ventanales, dispone de una acogedora terracita. No tiene más vistas que una porción diminuta de la esfera celeste, pero como está llena de macetas cuya vegetación se entremezcla con un bonito mobiliario de ratán, parece que tuviera la capacidad de hechizar a cualquier persona que se encontrara cerca. Aunque tal es el caso de Judith, como todavía está helada de frío, se refrena de abrir la puerta y salir a contemplar el cielo. Si lo hubiera hecho, habría visto, a través de las nubes, la luz anaranjada de una luna en su último tercio de su cuarto menguante, altiva como una mujer que buscara venganza, y afilada como el cuchillo que utilizaría para procurársela.
En medio del orden exquisito del salón, conectado con la cocina por una larga barra de madera, hay una mesa redonda sobre la que Rómulo ha puesto los cubiertos. Más allá, junto a las cristaleras, hay un tresillo azul oscuro y una mesa de centro. A la derecha está el corredor que debe conducir a las habitaciones, «y con suerte también al lavabo, porque lo necesito con urgencia», piensa la mujer justo antes de comenzar a hablar.
—¿El baño está por ahí? —dice señalando hacia el hueco donde empieza el pasillo.
—Sí, adelante, es la segunda puerta.
Mientras Judith se baja la falda y se acomoda en la resplandeciente taza del váter, en el salón empieza a oírse música. No sabe de qué ópera se trata, pero no le sorprende en absoluto el género. Junto al televisor ha visto un equipo de música con un plato de aguja y una colección enorme de vinilos.
—¿Qué has puesto? —pregunta cuando regresa.
—El elixir del amor —una obra que compuso Gaetano Donizetti en el breve término de dos semanas.
—¿Ah sí? ¿Es eso posible? —replica Judith, que de ópera no entiende casi nada.
—Posible y hasta frecuente en aquella época. Los teatros rivalizaban por la programación y el público exigía estrenos cada dos por tres. Ten en cuenta que no existía ni la radio ni la televisión ni los móviles, y que la floreciente aristocracia estaba ávida de diversiones nuevas.
—Cuesta imaginarse un mundo sin tecnología. El elixir del amor —repite en voz alta como si estuviera saboreando las palabras. ¿De qué va?
—Es una ópera cómica en la que el campesino Nemorino, enamorado de Adina, una rica terrateniente, utiliza un pretendido elixir que le vende el estafador Dulcamara, y que no es más que vino de Burdeos, para usarlo a modo de poción amorosa que haga que la chica se enamore de él.
»Después de muchas peripecias, incluyendo la ruptura del contrato matrimonial que Adina tenía con el sargento Belcore, todo acaba bien y se arma una gran algarabía en la que una muchedumbre acude en masa a comprar el elixir y a emborracharse. Justo como la vida misma —bromea Rómulo invitándola a que tome asiento: la sopa está caliente y servida.
—Deliciosa. ¿Cómo es que te gusta tanto la ópera? —pregunta Judith cuando, ya con medio plato en el estómago, ha entrado en calor. Entretanto Rómulo ha servido también dos copitas de vino.
—Fue gracias a Federica Quiñones, la mujer del profesor Urbiza, mi mentor, quien después de dedicarse infructuosamente a buscarme pareja durante muchos años, se dio cuenta por fin de que lo único que había conseguido fue que me enamorara de la misma música que a ella la volvía loca. ¿A ti qué te gusta escuchar? Quizá tenga algo....
—No, no, por favor, esto está muy bien. Yo oigo sobre todo la radio. Programas de música tradicional y flamenco. Me tiran las raíces. A tu profesor no llegué a conocerlo, pero por lo que he oído es un hombre muy majo. ¿Así que su esposa no consiguió encontrarte una buena mujer?
—Todavía no. Pero tal vez algún día lo logre.
—Brindo porque así sea —dice Judith apurando su copa e instándole a que la imite.
—¡Brindemos entonces! —exclama el psiquiatra, animado por sus palabras y también por el vino. —¿Cuál es tu cantante favorito? —añade después para cambiar de tema.
—Si he de elegir, me quedo con Enrique Morente.
—Espero poder escucharlo algún día contigo —dice él atreviéndose a cogerle la mano.
—Cuenta con ello, me has ayudado mucho. Rómulo —prosigue Judith recurriendo a un tono más formal— estoy pensando que no puedo continuar así.
—¿A qué te refieres? —responde él en voz baja, figurándose que ahora vendrían las consabidas excusas tipo Rebecca Morgan.
—A lo de Sebastián. No puedo seguir con esta incertidumbre. ¿Podrías ayudarme?
—Pues claro —dice el rata emitiendo un suspiro de alivio.
—No quiero ver a la policía ni en pintura, pero ¿le pedirías a tu amigo Robert que nos acompañara a hablar con el portero? No tiene por qué saber los pormenores, sólo que tenemos la intención de averiguar si su propósito es chantajearme.
—Entonces conocerá tu identidad.
—¿No la sabe ya?
—No. No suelo engañar a mis clientas —dice Rómulo con buen humor.
—Me da igual. Lo prefiero a vivir angustiada.
—De acuerdo, así lo haremos; si ese tío sabe algo, Robert es la persona idónea para meterle miedo.
—Gracias, eres un amor.
—De nada. Mañana le llamo. Venga, termínate la sopa que voy a prepararte una tortillita de espárragos trigueros, ¿o prefieres mejor uno de mis famosos sándwiches?
—Mmm —dice ella—. ¿A eso te referías cuando me contabas que tenías intenciones malévolas?
El psiquiatra, que no se ha visto en una situación semejante durante muchos años, traga saliva. Si no se equivoca, y cree que no lo hace a pesar de su falta de experiencia, eso ha sido una invitación en toda regla a que haga algo rápido. Por el centelleo que detecta en el fondo de los ojos castaños de la mujer, que se ha bebido ya dos copas enteras de eso que a él le gustaría que fuera el inigualable elixir de Dulcamara, está dispuesta a todo. «Es ahora o nunca —se dice Rómulo para darse ánimos—, o la agarro ya mismo o va a terminar arrepintiéndose.» Y sin pensarlo ni un segundo más, se pone en pie, le coge de la mano y se la lleva al rincón donde se halla el sofá. Las copas de vino se han quedado en la mesa, y la tortilla de espárragos ya no es más que un lejano recuerdo.
Judith, que se sabe achispada, cosa que ha hecho a propósito, una vez que se ha ocupado de amortiguar la luz, ha dejado que Rómulo la ayude a tumbarse. Lo ve nervioso, pero como en el fondo le gusta esa indecisión que lo atenaza, le rodea con sus brazos y lo besa, igual que la noche anterior pero ahora con un ansia redoblada. Aunque es un hombre inexperto, durante los últimos encuentros con la mujer, de forma para él inexplicable, Rómulo ha visto cómo en su interior nacía una madurez particular que ahora provoca un cataclismo. Y es que en el mismo momento en que ha sentido el ardor de la lengua de Judith en su boca, toda la virilidad atesorada a lo largo de tantísimos años, se ha cristalizado dentro de su ser formando algo así como un núcleo primario, una roca novísima sobre la que sabe puede erigir sin miedo todo aquello que sueña.
Y es con esta seguridad imperturbable con la que él ha correspondido al furor de sus besos, y con la que ha palpado la blanda curvatura de sus senos, la misma con la que después de desnudarla despacio, y de mimar cada centímetro de su exquisita piel, ha buscado esa oquedad silenciosa donde se ocultan sus anhelos más puros, ese lugar inalcanzable y cálido que ella ahora le ofrece y que Rómulo explora; primero con esas manos que a ella tanto le gustan; después con los labios, aplicando la boca a esos pliegues perfectos; y por fin con su miembro, un instrumento al que Judith ya ha besado y cuya forma y dureza le parecen egregias, como si intuyera que aquello se tratara de una máquina extraordinaria venida del futuro y que tuviera la capacidad de sanar su aflicción.
Y efectivamente, tal y como lo ha presagiado, cuando Rómulo empuja esa vara asombrosa y ella siente en sus carnes que la está penetrando, se abre un acceso oculto, un pasadizo hacia la eternidad que restaña en un solo instante de lujuria infinita las heridas sangrantes por las que ambos llevan tanto tiempo supurando dolor.