11
—¿Puedo hacer una llamada? —le pregunta Paula a Robert después de que éste hubiera sugerido que no siguiera hablando hasta que su abogado estuviera presente.
—Por supuesto, no la hemos detenido ni confiscado su teléfono. Es libre de salir por la puerta y marcharse a casa si lo desea.
—Prefiero que salgas tú y me dejes sola. ¿Podría ser? —dice ella con orgullo a pesar de su ansiedad creciente.
Rodríguez, que lo que le gustaría de verdad sería llevársela a su casa y hacerle el amor hasta dejarla afónica, sin abrir la boca pero a la vez sin dejar translucir ni un ápice de su sentir, la mira con severidad y luego abandona la estancia.
—¡Ah! y no me grabéis, estaríais vulnerando mis derechos —alcanza a decir antes de que el agente hubiera acabado de cerrar la puerta.
—Parece que esto se está poniendo feo —le dice Paula a su amiga Jai en cuanto coge el teléfono—. Cuando salió en la prensa el caso de la asesina del 11 de septiembre, me di cuenta igual que tú de que todas las víctimas habían aparecido en países que yo había visitado en los últimos meses, ¿te acuerdas?
—Of course —responde Alejandra al otro lado de la línea. Aunque Paula no lo sabe, en esos momentos va dentro de un taxi con destino al Ministerio de Cultura.
—Entonces recordarás también que estuvimos bromeando con el hecho de que pudiera ser yo la que andaba cargándose a esos hijos de perra.
—Claro, y bien que te chuleabas de que serías capaz.
—Pues ahora ya no me chuleo. Estoy acojonada, ¿has localizado a tu abogado?
—¿A Luis Pedroche? Sí, me dijo que tardaría en ir menos de media hora, y con la fortuna que gracias a mí se embolsa cada mes no creo que me falle.
—Eso espero, ¿podrías acercarte tú también? No puedo con los nervios —farfulla Paula secándose el sudor que desde hace un rato ha empezado a caerle a chorretones por la frente. En ese instante se oye un pitido que proviene de su móvil—. Creo que estoy quedándome sin batería. ¿Vendrás?
—En cuanto acabe la reunión con el director del Museo del Prado salgo corriendo para allá. Es sobre el dichoso pasaporte del cuadro de Velázquez. Sin ese papelucho no se puede vender, y tengo al gentleman inglés a punto de firmar.
—Ojalá no esté aquí para cuando termines, pero no dejes de intentarlo por favor. Voy a pedirle al guaperas un cargador. A ver cómo le sienta.
—¿A qué guaperas?
—Al que está interrogándome. Qué pena que sea poli.
—Siempre igual. Si fueras al infierno, te acabarías enrollando con Satán.
—No lo dudes bonita… —logra escuchar Alejandra antes de que se corte la comunicación.
Por lo que respecta a Rómulo y Judith, en esos precisos momentos abandonan la oficina de la Gran Vía y se dirigen dando un paseo al Templo de Debod. Después de que el psiquiatra decidiera creer, o al menos, pretendiera creer, la afirmación en la que decía que su último sueño lo había tenido esa misma madrugada, los dos habían quedado amigablemente en ir a contemplar desde allí la puesta de sol. Aunque la noche anterior se habían besado, tras la tensa escena que acababa de tener lugar en el despacho, a ninguno le apetecía discutir sobre el tema. Judith porque no estaba segura de haber hecho lo correcto, y el rata porque tenía miedo de que la mujer se hubiera arrepentido.
—Me preocupa una cosa —dice la empresaria después de hablar un rato sobre banalidades.
—¿De qué se trata? —pregunta Rómulo con voz trémula, temiendo que vaya a decirle que se lamenta de haberlo besado.
—De la chica, esa tal Paula Burmester. Ahora estará en la comisaría declarando cuando sabemos que no puede ser ella. Deberíamos informar a Rodríguez.
—No te preocupes, será un puro formalismo. En cuanto pueda facilitar una coartada, la soltarán. A estas horas estará ya en la calle.
—Quizá, pero ¿podrías llamarlo de todos modos? De alguna manera me siento responsable; la han detenido gracias a mis declaraciones.
—Si eso te deja más tranquila… —dice Rómulo sacando su móvil para hacer la llamada. Al cabo de cinco tonos, su amigo descuelga el aparato.
—Hola rata, ¿qué hay de nuevo? —saluda el inspector.
—Nada. Sólo quería saber si todavía teníais retenida a Paula Burmester.
—Pues sí, acabo de dejarla en la sala de interrogatorios llamando a su abogado. Está de mierda hasta el cuello. Resulta que en las fechas de los dos últimos asesinatos se encontraba precisamente en Helsinki y Atenas, y por la cara que ha puesto imagino que la cosa no se termina ahí.
—No jodas —dice Rómulo mirando a Judith. Están a la altura de la Plaza de Santo Domingo y el psiquiatra le hace una seña para que se siente en un banco junto a él.
—Parece que hemos pescado a la tiburona. Dale las gracias a Judith, sin ella no lo habríamos logrado —exclama Robert con voz triunfante. No quiere que su amigo note lo afectado que está por causa de la mujer.
—Me temo que hay un error.
—¿Cómo que un error?
—Sí, mi fuente —dice para que Judith tenga claro que sigue sin revelar su nombre— tuvo anoche otro sueño en el que quedó desmentido que la asesina fuera paleontóloga y española de nacionalidad. No puede ser esa chica.
Ante esta paradójica información, Robert primero enmudece y luego reflexiona. Una fugaz esperanza de que al final no tenga que detenerla ha cruzado su mente, sin embargo, a la vista de las evidencias, acaba desechándola.
—No creo que eso importe ya. Considero que no hay que tomarse los sueños tan a rajatabla. ¿Cuántas mujeres que encajen en la descripción, que hablen alemán y que hayan estado en las ciudades de los dos últimos asesinatos pueden existir?
—Imagino que no muchas —responde el psiquiatra pensando que la cosa se está complicando por momentos. A su alrededor están produciéndose demasiadas contradicciones como para sentirse cómodo.
—Yo creo que sólo una. Y está sentada en una habitación a diez metros de mí. Tengo que dejarte. Como te prometí, haré lo posible para que tu soñadora, quienquiera que sea, pueda hablar con ella. Mañana te cuento —y sin más explicaciones va y le cuelga el teléfono.
—¿Qué ha dicho? —le pregunta Judith a Rómulo cuando ve que ha acabado de hablar. Llevan un rato sentados en un banco de piedra y se le está quedando el culo literalmente helado.
—Dice que está convencido de que Paula es la autora. Por lo que me cuenta, viajó a Finlandia y Grecia en las mismas fechas de los asesinatos. Está esperando que llegue su abogado para seguir con el interrogatorio.
—Joder, ¿y cómo ha reaccionado cuando le has dicho que la asesina no es una científica?
—Ha afirmado que no tenemos que creernos tus sueños al pie de la letra. Según él, todo encaja y no hay que darle más vueltas al asunto. Mañana me dará más detalles. También me ha prometido que si la detienen, dejará que la entrevistes.
—Te juro que no lo entiendo. ¿Por qué me ha comunicado entonces esta noche que era abogada en vez de paleontóloga si es que es culpable? Esto es de locos.
—Sí, pero será mejor no pensar más en ello. Anda, sigamos o nos perderemos la puesta de sol —dice Rómulo temiendo que con esta noticia se arrepienta de ir.
—No sé, no me quedo convencida. En cualquier caso vámonos ya de aquí que tengo el trasero congelado —y según dice esto, se ponen en pie y para alivio del rata, enfilan la calle Leganitos con dirección a la Plaza de España.
Cuando después de haber hablado con Rómulo, Robert vuelve a entrar en la sala de interrogatorios, Paula está bebiendo a morro de la botella de plástico.
—Joder, ¡qué calor hace aquí! —dice intentando aparentar calma. Aunque ser sospechosa de asesinato no es una situación en la que se haya visto antes, estar a solas con un hombre, que además parece sentirse trastornado en su presencia, es algo que se le da muy bien y quiere aprovecharlo. Para empezar a jugar sus cartas, lo primero que hace es tratar de destruir la imagen de niña pija que el policía probablemente se haya hecho de ella. Beber a morro haciendo ruido al tragar cuando podía haber utilizado el vaso, surte sin duda el efecto previsto. Cuando ha terminado de llenarse el buche y de protestar airadamente sobre el calor que hace en el cuarto, saca un pañuelo del bolso, se seca el sudor de la cara y luego se suena los mocos con estruendo. «Si lo de antes no ha demolido sus prejuicios —piensa Paula mirando al hombre de reojo— con certeza esto sí lo habrá hecho. Y si no es así, espera y verás.»
Debido a que los agentes que habían ido a buscarla a su domicilio la habían pillado, por así decirlo, en ropa de andar por casa, y no había tenido tiempo ni ánimos de cambiarse, vestía una sencilla camiseta a rayas y unos pantalones vaqueros. Como prenda de abrigo, había cogido a la carrera un chaquetón beige no muy grueso que no se había querido quitar hasta el momento a pesar del calor. La razón para ello no era otra que el hecho palpable de que no llevaba sujetador y de que la camiseta, de algodón y demasiado fina, no lograba ni por asomo disimular sus atrevidamente redondeados pechos ni tampoco la sugerente aureola de sus pezones.
—¿Desea quitarse el abrigo? —pregunta Robert de manera ingenua sin figurarse las intenciones ocultas de la chica. Para Paula, que las estaba esperando, esas palabras son música celestial. Desprenderse de la chaqueta por motu proprio no hubiera tenido ni la mitad del efecto dramático que hacerlo a instancias del agente.
—Pues ahora que lo dices... —y sin esperar ni un segundo más, se levanta y se despoja del chaquetón, que deja colgado del respaldo de su silla a falta de un lugar más propicio. Una vez vuelta a sentar, cruza los brazos y mira al detective a los ojos, cuyas pupilas, mal que le pese, se han dilatado al máximo sin que pudiera hacer nada para impedirlo. La turgencia de sus senos explicitada a través de un delgado paño que además está por algunas zonas bañado de sudor, actúa sobre él como un potente electroimán. Al igual que un trozo de hierro se vería de forma inexorable atrapado por su campo magnético, no sólo su mirada, sino todos sus demás sentidos, se ven espoleados a caer por el embudo de la trampa. Esta artera maniobra, que Robert no se habría imaginado ni en sus más elocuentes fantasías, lo ha pillado completamente desprevenido y como consecuencia ha sufrido de golpe una fuerte erección, que por estar muy próximo a la mujer y por ir acompañada de un delator sonrojo, no ha habido manera de que a ella se le pasara desapercibida. Sin embargo, como lo que tiene delante no es un hombre corriente sino un conquistador nato, el policía se rehace con rapidez y sin mediar palabra se sienta en una silla, se coloca a escasos dos palmos de su cara y le dice:
—¿Así que te gusta chupar pollas y dar puñaladas en los huevos?
Paula, que tampoco se queda atrás en eso de la chulería, no cede terreno y, enviándole de paso una significativa mirada a su abultado pantalón, responde:
—Chupar según qué pollas, sí. Dar puñaladas hasta ahora no, pero estoy segura de que podría cogerle fácilmente el tranquillo.
—Vaya, nos ha salido bravucona la tía —replica Robert, cuya excitación es aún mayor al comprobar el desparpajo con el que ha contestado.
—Perdón, pero a mí trátame de usted, que porque se me transparenten las tetas no tienes por qué tomarte confianzas.
—¿Va a venir su abogado o seguimos con las preguntas?
—Adelante, no tengo nada que ocultar.
—Eso salta a la vista —dice Robert posando de nuevo su mirada en lo que reconoce son unos pechos dignos de admiración—. Muy bien, me había dicho que estuvo en Finlandia durante las fechas en que se produjo el sexto asesinato. ¿Me equivoco si digo que estuvo también en Barcelona el 11 de enero y en Copenhague en la misma fecha de diciembre?
—No te equivocas.
—¿Y qué me dice de los días 11 de septiembre, octubre y noviembre? ¿Estuvo usted, señorita Burmester, en Alemania, Bélgica y Croacia?
—No sé si te lo había comentado, pero me encanta viajar.
—Déjese de chistecitos. Siete asesinatos es una cosa muy seria. «Joder como me pone esta tía. Menudos pezones. Deben de saber a gloria.»
—Yo no he matado a nadie.
—Ya. ¿Sabe usted cuál es la probabilidad de que una mujer que se parece al retrato robot que tenemos de la asesina y que ha estado en los lugares de los crímenes en las fechas en que estos fueron cometidos no sea la autora? —dice él intentando mantener la compostura. Su excitación por suerte ha remitido, pero nota cómo el sudor le está empezando a empapar la camisa.
—Debe de ser muy próxima a cero, si las matemáticas no me fallan.
—Exacto.
—Pero no es cero, ¿o sí lo es?
—No, no es cero. Usted es científica y lo sabe.
—Pues mi caso pertenece a esa pequeña fracción infinitesimal.
Paula, que al principio estaba sobrepasada por la situación y era puro nervio, según van hablando y comprueba que el sujeto, después haber sufrido una vergonzosa erección, a duras penas puede mantener la vista apartada de sus prometedoras redondeces, se va sintiendo más cómoda con cada nueva pregunta de su interlocutor. Cierto es que se trata de un asunto muy grave, pero como ella se sabe inocente y no duda de que podrá probarlo con cierta facilidad, lo que vive sobre todo es una escena en la que un hombre intenta no rendirse a sus encantos por todos los medios, cosa que ninguno ha conseguido hasta ahora y que no cree que éste pueda lograr.
«Éste es el tipo de hembra que siempre he deseado. Si se ha cargado a siete cafres como si se ha cargado a doscientos mil —piensa Robert sin dejar de mirarla—, buen servicio le hace a la humanidad. Esos cabrones no se merecen nada distinto que la muerte. Pero claro, yo soy el poli y no puedo resquebrajarme, en especial mientras mis jefes estén al otro lado de esa puta ventana. Por el cariz que están tomando las cosas, no creo que me dejen seguir mucho más con este jueguecito. Me temo que no voy a tener más remedio que leerle sus derechos...»
—Señorita, yo quiero creerla, pero usted comprenderá que mis superiores necesitan una explicación. ¿Se le ocurre alguna? —pregunta Robert intentando ganar algo de tiempo.
«Éste ya no sabe qué hacer para retenerme.»
—Lo he estado pensando y la única que se me ocurre es que alguien me haya tendido una trampa.
—¿Una trampa? —pregunta sorprendido el agente, a quien lo que acaba de oír no sólo le parece un argumento frívolo, sino también un posible asidero con el que poder sujetarse a la conversación.
—Pues sí. Desgraciadamente, hay muchas personas a quienes el tipo de vida que he decidido vivir no sólo no les gusta, sino que incluso les repatea. Ya has visto lo que ha pasado en las redes sociales. En menos de una hora, algunos de los hombres que han tenido encontronazos conmigo se han encargado de airear que soy paleontóloga y que hablo alemán. Imagino que en algún sitio existe una mujer rabiosa, por no sé qué motivos, que me sigue los pasos y que ha decidido jugármela. También podría ser un hombre que actúe con un cómplice. Sí, ésa debe ser la explicación. Ahora que la he verbalizado, me parece todavía más lógica.
—Yo creo que eso no se sostiene. ¿Quién se tomaría tantas molestias por una venganza? Existen formas mucho más sencillas de llevarlas a cabo.
—Tú eres el detective. Es tu deber averiguarlo. Yo soy inocente —dice Paula irguiendo la espalda justo lo necesario para que se le marquen más aún los pezones.
Robert, cuya camisa, antes bien planchada e impoluta, está ahora toda llena de cercos de sudor, ya no sabe qué hacer. Cuando por fin se le ocurre una nueva línea de acción para seguir con el interrogatorio, se abre la puerta de la sala y entra un agente acompañado por un señor de traje rutilante.
—Rodríguez, le presento a Luis Pedroche, el abogado de la señorita Burmester.
—Mucho gusto, señor Rodríguez —dice el hombre tendiéndole la mano—. Y ahora si no le importa me gustaría acompañar a Paula hasta su casa. Seguro que necesita descansar. ¿O es que está detenida?
—Por ahora no. No obstante, voy a solicitar una orden de registro de su domicilio y una prueba de ADN. Así que por favor no permita que se marche muy lejos —responde Robert retomado su actitud de policía impasible pero sabiendo que delante de la joven y de sus superiores ha hecho más o menos el ridículo.
—¿Nos vamos? —pregunta el letrado señalando la puerta.
—Sí, claro —responde Paula mientras se pone el chaquetón y recoge su bolso—. Hasta la vista, señor inspector —dice tratándolo ahora de usted—. Y piense en lo que le he dicho. Debe de haber alguien que me tiene mucha, pero que mucha tirria.