13

 

Cuando Rómulo ha querido abrir los ojos, Judith ya se había marchado. No hará ni media hora que el psiquiatra ha sentido cómo se deslizaba de la cama y sigilosamente, como un ladrón furtivo, se ponía la misma ropa que él le había quitado y salía sin hacer ruido por la puerta. Sin embargo, al hombre le ha parecido oír que, antes de irse, la empresaria le ha dejado una nota. Nota que lo esperanza pero que al mismo tiempo le provoca pavor. Por eso se ha tirado casi treinta minutos en la cama con los ojos cerrados, porque si todo lo que ha pasado no ha sido más que un sueño como los que la mujer ha venido a contarle, entonces prefiere no saber lo que pone. Pero como para bien o para mal ya ha cumplido cincuenta años y sabe que sea lo que sea no tiene más remedio que afrontarlo, al final se ha levantado, ha buscado el papel y ha leído con júbilo lo que en él había escrito: «Gracias por esta noche. Una sopa magnífica. Llámame en cuanto hables con Robert. Besos».

 

Esta mañana el trayecto desde su casa hasta la oficina está siendo dulcísimo. El día ha despuntado sin el velo de nubes que ayer cubría la ciudad y un sol radiante caldea con sus rayos su sosegado ánimo. Rómulo callejea despacio evitando las grandes avenidas. La velada ha sido demasiado preciosa como para ahora mancillarla con el ruido del tráfico. Envuelto todavía en la complaciente lasitud de una noche imborrable, el rata deambula en silencio y reflexiona sobre los posibles devenires que tomará su vida. «¿A quién le importa que una asesina de lo que ella acertadamente denomina Mangrantes, ande suelta y haga el trabajo que la justicia es incapaz de hacer? A mí no, desde luego, y me imagino que como yo habrá cientos de miles. Además, se ha confirmado que el propósito de su misión está siendo cumplido. Desde el septiembre pasado los asesinatos por violencia machista se han visto reducidos en un veinte por ciento. Parece que los hombres falsos comienzan a temerla. Pero lo más importante es que, gracias a ella, yo he encontrado a Judith. No sé cuánto me durará este gozo, pero lo de esta noche ha compensado con creces el vacío de los últimos años y no voy a permitir que Sebastián, o quienquiera que esté detrás de esto, le arruine la vida. Para ello quebrantaré la ley o haré lo que haga falta, y Robert, si no está de mi lado, no será quien se atreva a impedírmelo», termina de pensar justo antes de abrir la puerta de su despacho y coger el teléfono; «mi chica está en aprietos y ha llegado el momento de acudir al rescate».

 

—Bueno qué, ¿hubo suerte anoche? —le pregunta su amigo cuando por fin atiende la llamada.

—No es asunto tuyo.

—O sea que sí la hubo. Vamos, rata, desembucha que llevo muchos años esperando algo así. Me lo merezco.

—Está bien, pero no se te ocurra joderla. Esta noche ha dormido en mi casa.

—¡Eureka! —exclama Rodríguez verdaderamente entusiasmado. Han sido muchas tardes viéndolo suspirar por el amor como para callarse—. Pues que sepas que has ganado la apuesta; te debo dos entradas para que vayáis a ver la ópera de Viena como dos tortolitos.

—¿Así que Judith tenía razón y Paula no es culpable?

—No es oficial, pero tengo los resultados del análisis; han dado negativos.

Efectivamente, lo primero que ha hecho Robert al levantarse, ha sido acercase al laboratorio en el que su colega se ha pasado la noche trabajando. Cuando éste le ha recibido, acababa de cotejar los datos. El informe que en esos momentos estaba imprimiendo demostraba sin lugar a dudas que los perfiles de ADN no eran coincidentes. Aunque en un primer instante Rodríguez ha respirado con alivio, después de un rato le ha invadido de nuevo la congoja. «Pero si ella no es la asesina, entonces a lo mejor no es más que otra mujer corriente y toda la película que me he montado se desmoronará. Yo ya me veía huyendo con ella amparado en las sombras y adoptando nuevas identidades, viviendo tal vez en un país asiático y en un permanente estado de zozobra. Sin embargo ahora, ¿qué me cabe esperar? ¿Fichar por las mañanas en la comisaría e ir por las tardes a buscar a los niños al colegio? Creo que ésa no es mi misión en la vida. Quizá lo que tenga que hacer es seguir buscando a la que de verdad ha matado a esos hombres…»

—Me alegro por ella. Y también porque la asesina siga libre. Me ha hecho un favor impagable —responde Rómulo sin poder percibir el estado de ánimo de Robert al otro lado del teléfono.

—Hombre rata, nunca te había oído estar de parte de alguien que ha incumplido la ley —dice cínicamente el detective.

—Pues vete acostumbrando —replica Rómulo con rotundidad—. Tengo que pedirte un gran favor. —Y entonces, sin darle oportunidad a que responda, le cuenta a su amigo todo lo referente a la irrupción que el portero hizo en su despacho justo después de que Judith Torres confesara que había provocado la muerte de su esposo.

—¡Hostias! Al final te vas a liar con una homicida, lo que te faltaba —dice Rodríguez pensando en lo curiosa que puede ser la vida—. ¿Judith Torres has dicho? ¿Cuánto hace de eso?

—Lo suficiente para que haya prescrito. Ya no hay crimen que valga.

—¡Coño Rómulo! Me pones en un brete —responde Robert adoptando el papel de policía ofendido.

—Te he dicho que necesitaba que me hicieras un gran favor. Si fuera una cosa fácil, la haría yo mismo.

—Tengo que pensarlo. Ahora estoy de camino al domicilio de Paula Burmester. Están a punto de acabar el registro y he de ser yo quien le dé la noticia, aunque será de forma extraoficial.

—Ya, ya, ya conozco ese tono. ¿Cuándo vas a venir? Lo necesito con urgencia.

—Te llamo en cuanto termine, si es que estás disponible.

—Qué gracioso. Espero que no tardes.

 

Cuando Robert llega a la vivienda de la sospechosa, el equipo forense ha acabado ya de recoger. Han sido cinco ininterrumpidas horas de registro y Paula está cabreada y exhausta. No que hayan hecho destrozos o dejado sus cosas por en medio, pero saber que han hurgado hasta en el cajón más íntimo de lo que ella considera un santuario, la ha sacado de quicio. Por eso, cuando ha llegado Robert Rodríguez no ha querido ni hablarle. Tan sólo se ha limitado a asentir o a negar con un gesto a las varias cuestiones que le ha planteado.

—¿Se encuentra usted bien, señorita Burmester?

Gesto de asentimiento. «Jamás confesaría lo contrario.»

—¿Puedo ayudarla en algo?

Gesto de negación. «Jamás permitiría tal oprobio.»

—¿Han estropeado o roto alguna cosa?

Otra vez gesto de negación. «Si lo hubieran hecho lo pagarían muy caro.»

—¿Se han llevado o nota que le falte algo?

Gesto de negación. «Al que se atreva le corto las pelotas, nada de clavarle un pinchito en los huevos.»

—¿Puedo hablar a solas con usted, señorita Burmester?

Gesto de negación. «¿Y ahora que pretende este pinche cabrón?»

—Le aseguro que es un tema importante. Y podrá seguir callada si eso la congratula. ¿Acepta?

Gesto de asentimiento. «¿Congratula? Vaya puto pedante.»

Justo cuando Paula ha aceptado hablar en privado con el hombre, la responsable del equipo forense se acerca a ella y le tiende media docena de papeles.

—Ya hemos terminado, señorita Burmester. ¿Puede firmar esto? Es una declaración de que está conforme con el estado en que hemos dejado sus objetos y que no falta nada. La copia sellada es para usted.

Tras rubricar en todas y cada una de las hojas sin pronunciar tampoco ni una sola palabra, el equipo recoge su instrumental y abandona a continuación el piso. Como consecuencia de ello, ante la ausencia de Rolando que tiene el día libre, se produce de forma espontánea la situación de privacidad que Rodríguez había demandado.

—Bueno, ya estamos solos —gruñe Paula sin distender ni un ápice su expresión de cabreo.

—Tengo que pedirte disculpas —dice Robert tuteándola sin su permiso pensando que esta vez no le importará tanto; después de todo ha venido a exculparla—. Tu perfil de ADN no coincide con el de la asesina.

—Eso ya te lo dije. Pero... ¿cómo lo sabes?, no habéis tenido tiempo de analizar las muestras que me han tomado esta misma mañana.

—Me tomé la libertad de sacar una de la botella que ayer utilizaste para beber a morro. Lo hiciste muy bien. Fue bastante efectista —añade el agente, dando a entender que se percató de su artera estrategia.

—¿A que sí? —dice ella desafiante.

—Sí, pero no tanto como querer desconcertarme con la palpable ausencia de tu sujetador. Está claro que lograste ponerme en evidencia. Te felicito por ello. Por cierto, tienes unos pechos preciosos.

—Tú llevas pistola y yo tengo las tetas bonitas. Estamos más o menos en paz —replica Paula dejando entrever un indicio de que está comenzando a relajarse.

—Fuera ya de bromas, parece que podrías tener razón y que hubiera alguien ahí fuera que te tuviera tirria, o mucho más que tirria, parafraseando tus propias palabras, si te quiere cargar con siete asesinatos.

Ahora que Robert no la ve envuelta en su propia fantasía, la mujer, aunque sea indiscutiblemente una belleza, no ejerce sobre él más poder que cualquier otra hermosa hembra de las que con frecuencia estrecha entre sus brazos.

—También te lo dije.

—Lo que no se explica es que la asesina vaya dejando por ahí rastros de ADN si pensaba inculparte. Tanta elaboración y olvidarse después de ese detalle no parece lógico —dice Robert acercándose a la gran biblioteca que hay junto al sofá. Al comprobar la temática de los libros se acuerda de pronto de que Rómulo le había dicho que lo de la paleontología era una pista falsa.

—Por cierto, ya que te veo mirar mis libros, ¿quién coño se inventó que la asesina era una paleontóloga? —dice ella, como si le hubiera leído los pensamientos—, y ya puestos, ¿de dónde carajo han sacado el retrato robot?

—Eso son partes secretas de la investigación.

—Pues creo que te conviene revelármelas, quizás en ello y en lo que yo sepa se encuentre la clave. Parece que en una u otra medida estoy relacionada con el caso. ¿No es así?

Robert, que al principio se ha quedado callado, cuando ha acabado de sopesar que la joven puede tener razón, se acerca otra vez a ella y le pregunta:

—¿Tienes hambre? Es la hora de comer y lo que he de contarte va a llevarnos un rato.

—Claro que tengo hambre; tus amiguitos no me han dejado desayunar tranquila. Anda, vamos a la cocina. Algo habrá en la nevera.

Aunque hasta ahora había estado concentrado en su diálogo con Paula, es en este instante cuando Robert se da verdadera cuenta del nivel de vida que gasta la muchacha. Los cuadros contemporáneos que imagina no son imitaciones, la chimenea en medio del salón, el sofá de cuero de proporciones épicas, la librería lacada, la mesa de centro con forma de escultura, el comedor de madera noble y las sillas antiguas, y en definitiva cualquiera de los costosos detalles que adornan el espacio sin recargarlo y con la dosis justa de funcionalidad. Por lo que ha averiguado sabe que es doblemente viuda y que sus maridos no eran lo que se dice precisamente pobres. «A lo mejor se ha cargado a los dos y no es tan mosquita muerta como ahora me creo…», piensa volviendo a esperanzarse por un momento con su propia película de criminal errante. La amplia cocina es igual de refinada y sumamente práctica. Después de sacar varios platos ya preparados de la nevera, Paula los coloca encima de una bandeja térmica.

—Estarán calientes en unos minutos. ¿Qué quieres beber?

—Agua por favor, del tiempo si es posible.

Paula entonces abre un cajón y saca dos botellas de agua mineral.

—Toma —dice ofreciéndole un vaso— para que no tengas que beber a morro —y por primera vez en toda la mañana dibuja con sus labios una débil sonrisa—. Venga, empieza a hablar por esa boquita que yo me encargo de servir —le urge invitándolo a sentarse en uno de los taburetes que hay junto al voladizo de la encimera de pizarra alcarreña.

Cuando ya está acomodado y ha terminado de asimilar que una chica tan joven pueda vivir de forma tan holgada, Robert Rodríguez comienza a narrarle a su anfitriona todo lo relativo a las visitas que la rica empresaria Judith Torres le ha estado haciendo al psiquiatra forense Rómulo Méndez, y en las que ésta le ha contado los sueños que ha tenido sobre la asesina que trae de cabeza a los investigadores de toda la Europol. Mientras él hablaba y sin apenas hacerle preguntas para no interrumpir el hilo de la historia, Paula ha ido sirviendo los platos a medida que iban cogiendo la temperatura adecuada. Primero ha repartido los pinchitos satay que sobraron de la comida que tuvo el otro día con su amiga Alejandra. Después ha servido una sopa miso con escamas de atún rojo desecado, una de las especialidades más sabrosas de Rolando. Y para terminar ha llenado dos generosos cuencos con un cuscús de repollo y calabaza que ella misma cocinó dos días atrás, en una de esas tardes de aburrimiento en la que no se podía imaginar que al día siguiente fuese a aparecer la policía para, con casi total seguridad, cambiar por completo el rumbo de su vida.

—Si no llega a ser porque inventarse una historia así no tiene sentido, no me la creería —dice Paula justo después de engullir la última cucharada de cuscús—. ¿Me estás diciendo que esa señora, Judith Torres o como se llame, ha soñado que yo misma le describía en sus sueños cómo había asesinado a cada víctima?

—Exacto —dice Robert compungido, pues ya no sabe qué actitud tomar.

—¿Y además, que luego, en otro sueño, desmentí que la responsable fuera yo?

—Sí.

—O sea, que la persona que en primer lugar le contó los asesinatos a la tal Judith Torres, nunca fue ésta que te habla, ¿es así?

—Eso parece. Es alguien que ahora afirma ser abogada y que no es española de nacionalidad. ¿Conoces a alguna mujer que cumpla esos requisitos y que sepa la fecha y los lugares que has visitado en los últimos siete meses?

—No..., bueno..., mejor dicho... sí, pero es imposible...

—¿Qué es imposible?

—Que sea Alejandra Márquez, es mi mejor amiga... ¡menuda hija de puta la argentina de mierda! —exclama Paula al caer en la cuenta que ambas condiciones se cumplen y que no hay otra persona que conozca sus movimientos mejor que ella, pues suya había sido la idea de que visitara esos países por orden alfabético.

Según dice esto, Paula le pega un manotazo a su vaso, que sale despedido y acaba estrellándose en el suelo haciéndose añicos. Estaba lleno hasta el borde y el suelo de la cocina se ha puesto perdido. Robert, a quien al escuchar ese nombre se le ha erizado el pelo, antes de hablar espera a que amaine la tormenta.

—¿Esa Alejandra Márquez a la que te refieres no será por casualidad tratante de arte? —dice por fin cuando Paula ha acabado de fregar y de vituperar por undécima vez a la que hasta sólo unos momentos antes era la persona en quien más confiaba.

—Justamente. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque es conocida nuestra y me temo que no es trigo limpio. Está siendo investigada por un posible fraude relativo a un retrato atribuido a Velázquez. Ya decía yo que el nombre de Luis Pedroche me sonaba; es su abogado.

—¿Un fraude con el Velázquez? No me lo creo. ¡Menuda cabrona! ¿Pero con quién coño estuve comiendo yo aquí el otro día? ¿Con una delincuente que además es asesina múltiple? —resopla sujetando la fregona como si fuera un arma.

—Delincuente sí, pero la asesina ella no puede ser. Además de que su fisonomía no coincide, la tenemos vigilada desde hace meses y en todo este tiempo no ha salido nunca del país.

—Bueno, me alegra saberlo. Entonces ¿qué ha hecho exactamente?

—No debería contártelo, pero me imagino que nadie me lo reprochará. Ahora mismo eres una pieza fundamental del puzle —dice Rodriguez, que cada vez entiende menos lo que está sucediendo.

—Vamos hombre, no seas melodramático —masculla Paula dejando la fregona otra vez en su sitio.

—Pues resulta que tu amiguita parece que se las compuso para convencer a una rica panameña, propietaria de un retrato cuya autoría se sospechaba era de Velázquez, para que llevara la mencionada obra a Múnich. El propósito del viaje era realizar pruebas de datación y de composición de los pigmentos en el laboratorio especializado de la Neue Pinakothek.

»Además de eso, convocó a dos especialistas europeos para que acudieran a examinar el cuadro. Una vez convencida la dueña, transportado el retrato y realizado todas la valoraciones necesarias, se determinó que la obra era auténtica y que el autor no era otro que el insigne pintor sevillano —explica Robert de un tirón y sin apenas tomar aire.

—Parece que te sabes el discurso de memoria —dice Paula, que juguetea nerviosamente con las migas que han quedado sobre la encimera de pizarra.

Ante este insulso comentario, Robert frunce el entrecejo, da un trago de agua del vaso que la chica todavía no ha roto, y luego continúa hablando:

—Bien. Lo siguiente que sucedió es que Alejandra le ocultó a la propietaria panameña que, según las leyes españolas de protección del patrimonio histórico, el retrato debía ser tasado por el Museo del Prado y ofrecido en venta en primera instancia a Patrimonio Nacional, y que, sólo si éste rechazaba la oferta, podría ser vendido a un coleccionista extranjero y ser subsecuentemente sacado del país.

»Lo que tu amiga, o examiga, pretendía, era endosárselo a un millonario británico dispuesto a pagar mucho más que el valor de tasación del Prado, pero hete aquí que, cuando la operación estaba a punto de realizarse, las autoridades intervinieron para que Patrimonio Nacional lo adquiriera. Viendo peligrar su negocio, y estando en esos momentos el retrato bajo su custodia en el almacén de seguridad de su galería, no se le ocurrió otra cosa que simular un robo. Con ello mataba dos pájaros de un tiro; por un lado sacaba una jugosa tajada del comprador británico que había aceptado, a cambio de no desvelar el chanchullo, comprarlo por un precio significativamente menor al de mercado, y por otro cobraba del seguro y se quitaba de encima a las autoridades.

—Joder con la Jai, sí que es lista la tía.

—Ella sí, pero su marido Teófilo Quiñones la cagó. Él fue el encargado de organizar el robo. Para evitar sospechas, viajó a Ámsterdam y contrató los servicios de una banda internacional con la que tenía contactos indirectos por un trapicheo anterior referente a una importación ilegal de diamantes, con tan mala pata para él, y tan buena para nosotros, que escogió un miembro que estaba vigilado por la Europol. A partir de ahí todo fue cuestión de seguirle los pasos, y todo hubiera salido a pedir de boca si no fuera porque, cuando robaron el cuadro, nos dieron esquinazo y desapareció.

—Vaya operación de vigilancia más chapucera. ¿Teófilo importaba diamantes ilegales? Pero si su familia está forrada. Todo esto me parece muy raro —dice Paula, que ha quedado completamente atrapada por la historia y ha dejado incluso de jugar con las migas.

—Sí, y no sólo diamantes. Después de que el hombre dilapidara toda su fortuna en el casino y de que contrajera una peligrosa deuda, la pareja necesitaba dinero con urgencia y estaba dispuesta a correr cualquier riesgo. Total, que tenemos todas las evidencias menos el maldito retrato y no podemos trincarlos. ¿Te habló a ti Alejandra del comprador británico?

—Algo me comentó, pero no mencionó su nombre.

—¿Qué fue lo que dijo?

—Que la había querido seducir pero que era un tipo muy basto. Dijo que tenía un acento extraño, la cara rubicunda, largas patillas y manos peludas.

—¡Joder…, pero si esa descripción coincide con la de Sebastián! —exclama Robert, que viendo la manera en la que todo se ha enrevesado no duda de que el portero, a quien conoce desde hace años y del que siempre ha hecho ascos, pueda estar implicado.

—¿Y quién coño es Sebastián?

Y entonces Robert se dedicó a explicarle a Paula todas las vicisitudes que habían ocurrido en torno a la confesión que Judith le había hecho al psiquiatra en su despacho y la posterior irrupción del conserje de la finca, de nombre Sebastián, durante la misma.

—Ha llegado la hora de llamar a Rómulo y de hacerle una larga entrevista a su conserje. ¿Te apetece venir? —dice Robert invitándola a que lo acompañara como si fuera ya parte de la investigación.

—Por supuesto —responde ella entusiasmada—. Tu llevas tu pistola, ¿hace falta que yo me quite el sujetador?

—Ese tío no se merece ver esas dos maravillas de la naturaleza. Anda vamos. Y sin más dilación coge el teléfono y marca el número de su amigo el psiquiatra.