XII

 

—¡Se lo ha cargado! —dice Paula dando un brinco cuando se despierta en el lado derecho de la inmensa cama del hotel Miguel Ángel. A su izquierda está Robert, que ha sentido la alarma de la mujer pero que no ha logrado captar el significado de sus palabras.

—¡Judith se ha cargado al portero! —repite con cara de consternación.

—¿Cómo? —replica el detective incorporándose aunque no muy convencido de querer hacerlo.

—Hay que localizarlos. No vaya a ser que quieran interrogar a Sebastián y ocurra una catástrofe. Lo he visto en mis sueños.

—A ver Paula —dice el hombre ya despierto del todo—. Explícate mejor —añade cogiéndole del brazo y atrayéndola hacia sí. La visión de su pecho desnudo ha vuelto excitarlo y en esos momentos no le importan lo más mínimo sus benditos sueños.

—¡Déjame! ¡Ya hemos follado bastante! Te digo que estamos al borde de que se produzca un homicidio y tú sólo piensas en tu polla. ¡Hombres!

«¡Joder, vaya par de tetas! ¡Y qué ganas tengo de comérselas!», es lo único que le viene a la mente al pobre esclavo de sus instintos. —¿Qué homicidio? —dice al final rindiéndose ante el empuje de esa mujer que cuanto más se cabrea más atraído hacia ella se siente.

Paula ha saltado de la cama y, sin ni siquiera ducharse, todavía oliendo a sudor y a sexo, se pone la ropa y le tiende la suya al policía.

—¡Vamos chaval, que tienes que detener a alguien!

Robert se ha quedado inmóvil pensando que durante la noche, debido a una de esas posturas imposibles que han practicado a instancias de ella, se le ha caído un tornillo y se ha vuelto tarumba.

—¿Detener a alguien?

—A Sebastián. ¡Resulta que él es quien ha comprado ilegalmente el cuadro! —sigue diciendo con grandes aspavientos.

«Definitivamente se ha chalado. No debimos practicar la postura invertida. La sangre se le ha bajado a la cabeza y está mezclando la realidad con sus peores sueños.» —¿Puedes explicármelo mejor? —dice él en un intento de aplacar lo que piensa que es un brote psicótico. Cree que obligándola a expresar con palabras su caos mental, el orden acabará imponiéndose.

Entonces Paula, que ve que Robert se obceca en no entender nada, se sienta a su lado y le explica lo que ha soñado con detalle, pues siendo sincera, reconoce que a ella misma le resultaría difícil creerse algo así.

—¿Quieres decir que Sebastián es el supuesto comprador que ha adquirido el retrato de Velázquez que estaba en el almacén de tu amiga Alejandra? —pregunta extrañado cuando ha terminado de oír la historia que le ha contado Paula.

—Exacto.

—Cariño —dice Robert sin entender cómo le ha venido ese vocablo a los labios—, comprendo que todo te parezca lógico. Yo en tu lugar, después de tener todos esos sueños acerca de muertes que han ocurrido de verdad, pensaría lo mismo. ¿Pero no crees que esto es excesivo? Ayer te conté lo de tu amiga y esta noche, tu cabeza, con todo el ajetreo, te ha jugado una mala pasada —añade apretándole la mano y esperando que no reaccione en su contra.

—Sí, claro. ¿Entonces cómo he podido darte detalles del caso que no conocía? ¿Cómo explicas eso?

—No puedo.

—¡Pues venga, mueve tu sabroso culo y llama ahora mismo a Rómulo! No querrás que ya que ha encontrado el amor, se meta en un lío, ¿o sí?

—Desde luego que no —y viendo que iba a ser imposible razonar más sobre el asunto sin poner en peligro lo que prometía ser… (y aquí Robert se detiene porque, visto que ya la ha llamado cariño, no sabe cómo denominarlo), coge el teléfono y hace la llamada.

Después de localizar a su amigo, cuya voz al otro lado de la línea sonaba exultante tras reconocer que había pasado la noche con Judith, y explicarle sucintamente lo que Paula había soñado, decidieron reunirse los cuatro en un sitio discreto y alejado de la oficina del psiquiatra, a saber; el piso que Paula tenía en el Paseo de la Castellana. Como todavía era temprano, a todos les pareció bien desayunar allí, y Paula, que para eso se daba el lujo de tener cocinero, llamó de inmediato a Rolando para que empezara a prepararlo todo.

 

Una hora más tarde, los cuatro se encuentran allí reunidos, al igual que el día anterior lo habían estado en el bar La esquina de Nabuco.

Bien —interviene Robert después de los consabidos abrazos del reencuentro y siempre deseoso de ir directamente al meollo de las cosas—. Por lo que afirma Paula, nuestro amigo Sebastián es la persona a la que Alejandra le ha vendido el cuadro de forma ilegal por un precio irrisorio, aunque no menor de unos cuantos millones.

—Me cago en la leche —dice Judith sin referirse en absoluto al café que acaba de servirse—. Esto se complica cada vez más, como si existiera una mano negra que desde las sombras estuviera orquestándolo todo.

—¿Qué os parecería si seguimos el mismo plan que seguimos en el sueño de Paula? —sugiere Robert sin creerse todavía que lo que sostiene la muchacha pueda ser verdad. Sin embargo, como hasta ahora no han ocurrido más que cosas improbables y todas han sido para bien, está dispuesto a tomar ciertos riesgos —. Eso sí, Judith, a ser posible no le atices con el pisapapeles —añade atacando con la cuchara el tempe marinado en salsa de ostras, pues antes de las doce no le entran los dulces.

—Por mí no hay problema —replica Rómulo, quien no ha parado de atiborrarse de cruasanes en vista de que esta mañana, para su ventura, ha sentido una inusual flojera en las extremidades.

—¡Pues que así sea! —dice Paula proponiendo un brindis con las copas del zumo de naranja.

 

Tras esperar durante la hora pertinente para obtener la orden judicial, el cuarteto, convencido de que sus aspiraciones son legítimas, se desplaza en taxi hasta el Círculo de Bellas Artes, lugar desde el que se dirigen, ya separados por parejas y con una diferencia de varios minutos, hasta el edificio en el que Rómulo tiene la oficina.

—Ya estoy aquí, señor Méndez —dice el portero tras entrar otra vez en el despacho con la llave maestra—. Como verá, he acudido raudo a su llamada a pesar de que estoy sumamente ocupado. Pero para eso estamos, don Rómulo, ¡qué se le va a hacer! ¡Ah! Veo que también está la señorita Torres. Me alegro de verla —farfulla subiéndose el pantalón del traje.

—Déjese de hipocresías Sebastián. Hemos venido a hablar del asunto de los trescientos mil euros que el otro día le pidió a mi invitada. Nos gustaría resolver el tema de forma amigable.

—Eso por supuesto, señor Méndez. Nunca ha sido mi intención enemistarme con ustedes, tan sólo deseo vivir en paz y librarme de este reuma que me está atormentando. El médico me ha recomendado que me mude a las islas Canarias y con mi jubilación no me es suficiente. Compréndanlo, no todo el mundo ha nacido rodeado de lujos —dice el portero con solemnidad al tiempo que chasquea los dedos repetidas veces.

—Ya veo —contesta el psiquiatra, que ya está empezando a enfurecerse—. Pues mucho temo que va a tener que conformarse con Soto del Real, allí el clima es frío pero bastante seco.

—¿Y qué se me ha perdido a mí en Soto del Real, don Rómulo? Yo no soy un hombre de campo. A mí lo que me gusta es el ruido y el tufo de los tubos de escape.

—La cárcel, Sebastián, la cárcel. Ahora mismo mi colega Robert Rodríguez está registrando su piso con una orden judicial y no quiero ni contarle la de años que le van a caer cuando encuentren el cuadro —dice el psiquiatra apostándose el todo por el todo y confiando en que las ensoñaciones de Paula sean otra vez ciertas.

Cuando Sebastián escucha esto, ante el temor de que todo se acabe complicando de verdad y pueda terminar por error en prisión, decide que ya ha jugado bastante y empieza a desembuchar. A fin de cuentas, él es sólo un peón y los tres mil euros que le han soltado tampoco son una cantidad tan generosa como para arriesgar la libertad.

—¡Qué carajo! —dice por fin—, que se joda la señora Federica y todo su séquito de manipuladores. —Y entonces el portero les cuenta ahí mismo todo lo que sabe en relación al gran embaucamiento que la mujer del profesor Urbiza, Federica Quiñones, ha urdido para lograr que Rómulo Méndez y Judith Torres se conozcan, y para que de paso, como un daño, o en este caso como una ganancia, colateral, Robert Rodríguez y Paula Burmester tengan la suerte de haberse finalmente encontrado.

 

Al cabo de cinco minutos, cuando Sebastián está ya en plena faena de confesión, se escucha la voz de Robert al otro lado de la puerta.

—¡Bugs, ábreme, hemos localizado el cuadro! —exclama ignorando que todo se trata de un gran montaje y que el retrato que lleva a cuestas con tanto esfuerzo no es más que una burda falsificación.