XI
Justo después de que Robert le hubiera propuesto a Paula ir juntos a hablar con Sebastián, recibió una llamada del comisario en jefe indicándole que la reunión que tenían programada se había cancelado. No queriendo perder tiempo, Rodríguez ha telefoneado de inmediato a Rómulo para proponerle ir a su oficina y acordar allí la estrategia a seguir con respecto al tema del portero. Sin embargo, el psiquiatra no ha cogido la llamada, ni tampoco lo ha hecho Judith cuando más tarde lo han intentado con su número. Por lo que supieron al día siguiente, tras salir del bar, se habían acercado primero al Templo de Debod y desde allí habían cogido un taxi hasta el domicilio del forense, donde, después de ayudarse mutuamente a quitarse la ropa, se dedicaron a descubrir pasadizos secretos y a explorar oquedades profundas. Como consecuencia de ello, Paula y Robert se encuentran ahora a solas en el despacho de la comisaría sin nada urgente que hacer y con el resto del día por delante.
—Nuestro gozo en un pozo —dice la joven cuando constatan que no van a poder localizarlos.
—Eso parece —replica Robert, quien se ha puesto otra vez a darle vueltas a su boli Montblanc.
—¿No podríamos ir a apretarle las tuercas a esa hija de la gran chingada que tengo por amiga?, o que tenía, si quiero ser correcta con los tiempos verbales.
—No es aconsejable, sería mucho mejor que antes obtuviéramos una confesión de Sebastián. Pero dime una cosa, ¿por qué has vuelto a llamarla hija de la gran chingada? ¿Acaso estuviste en México excavando fósiles?
—Sí, y también explorando las capacidades viriles de los mexicanitos —añade chispeando los ojos y reconduciendo así sus diálogos hacia el terreno cenagoso de las insinuaciones.
—¿Y cuáles fueron las conclusiones de tu investigación? —contesta Robert, que después de que se hubiera demostrado que sus suposiciones con respecto a la chica eran falsas, está encantando con la idea de meterse nuevamente en el fango.
—¡Huy!, sería muy largo de contar.
—No importa, me han cancelado la reunión…
Entonces Paula, que tampoco tenía nada mejor que hacer y que además estaba empezando a disfrutar de nuevo con la compañía del detective (y también, por qué no decirlo, a verlo como una más que probable conquista), le relató lo que en resumen había sido su vida durante los años que pasó en Sudamérica desenterrando huesos y analizando hombres.
—Tras terminar la carrera de Ciencias Geológicas y romper con el tío que me había mantenido durante el último año, me las piré al DF —dice Paula recostándose en la silla y cruzando las piernas—. Quería aprender técnicas para la adquisición de fósiles de dinosaurio y por aquel entonces, la UNAM, la Universidad Nacional Autónoma de México, ofrecía un curso de los más renombrados.
»Como no te voy a atormentar con los detalles académicos ni con las peripecias de mi vida en el caótico Distrito Federal, baste decir que, cuando se me acabaron los tres mil euros que mi ex había tenido la amabilidad de prestarme a fondo perdido, me lié con el director del máster, con quien, una vez concluido el curso, me marché al Estado de Coahuila, donde se encuentran los yacimientos de dinosaurios más importantes del país.
—Vaya, veo que te las gastas finas —dice Robert por todo comentario antes de invitarla a seguir. Está disfrutando de lo lindo y no tiene intención de distraerla.
—Hace 72 millones de años, en la era Mesozoica —continúa diciendo la joven mirándose las uñas— la región de Coahuila era una planicie de inundación con multitud de deltas. El clima tropical daba lugar a una exuberante vegetación compuesta sobre todo por grandes árboles y helechos. Todo ello propició un entorno favorable para la conservación de los huesos que, enterrados en un cieno anóxico y más tarde litificados mediante procesos bioquímicos complejos, nos dedicábamos a extraer con mucha paciencia y no poco sufrimiento; el calor, la humedad, los mosquitos, las posturas incómodas, y lo peor: la estupidez reinante.
—¿Te refieres a la del director? —pregunta Robert dándolo por supuesto.
—Mayormente. Se creyó que además de darme órdenes en el trabajo, cosa muy natural y en la que yo no ponía reparos, podía también decidir con quién me juntaba en mis ratos de ocio. Allí lo dejé con el esqueleto a medio excavar del Gryposaurus más grande jamás encontrado en la historia de México.
—¡Menudo cabreo que debió de pillarse!
—No lo sé, no pude despedirme.
—¿Y adónde fuiste?
—Me las jalé con su principal colaborador, un paleontólogo norteamericano que se conocía todos los yacimientos importantes del continente. Viajamos juntos durante dos años, eso sí, de forma discontinua. Yo no quería oír ni hablar de la fidelidad, y a él le gustaban demasiado las mujeres como para ofrecérmela. Fue una de las relaciones más auténticas que he tenido en mi vida.
»Desde México fuimos a Colombia, donde sacamos a la luz algunas planchas fosilíferas de reptiles marinos. De ahí bajamos hasta Chile, al yacimiento de Cerro Guido, de escaso interés pero situado junto al incomparable Parque Nacional Torres del Paine y sus bellas montañas, uno de los lugares más paradisíacos del planeta —sigue contando Paula, que a estas alturas ya se ha dejado invadir por la nostalgia.
—¡Guau! Qué envidia me das. Visto así yo no he salido de mi pueblo. «Creo que después de todo esta tía me gusta. No me importaría irme con ella a alguno de esos sitios», piensa Robert comprendiendo lo pobre de su experiencia comparada con todo lo que ha vivido esa chica menuda.
—De allí pasamos a Argentina, a la región de la Patagonia Central, más concretamente a Chubut, donde acababa de hallarse un fémur de saurópodo de más de dos metros de largo perteneciente al dinosaurio más grande que jamás ha existido. Me quedé allí durante un año y medio y mi amigo, que en ese momento me propuso que viviéramos juntos, después de mi negativa, se volvió a su país.
—Cualquiera se te arrima. O te mueres a los pocos meses o te quedas deseando morirte —dice Robert con buen humor.
—Veo que me has investigado. ¿Acaso te parece que obro mal?
—Investigar es parte de mi trabajo, pero no me parece que hayas obrado mal. Todo lo contrario. Si fuera a enamorarme alguna vez, sería de una chica como tú. Lo malo es que ni tú te dejarías, ni yo sirvo para estar en pareja.
—La belleza también acarrea problemas —dice ella en consonancia con su anterior observación.
Al escuchar de nuevo la sugerente voz de Paula, Robert Rodríguez, que a lo largo de la última hora se ha sentido extrañamente atraído por esa mujer que hasta hacía muy poco calificaba como a una mala pécora, ha visto cómo, de forma no del todo consciente, han salido las siguientes palabras de su boca:
—Sin embargo, aunque no sea capaz de enamorarme, sí que me gustaría enrollarme contigo —ha dicho el detective sorprendiéndose él mismo de lo que acaba de soltarle a la joven.
Paula, que no estaba preparada todavía para escuchar una declaración de ese calibre, acusa el golpe pero no se amedrenta.
—Eso ya se verá —replica al final sin inmutarse.
—Perdona, no me he expresado bien: de enrollarme contigo ahora mismo —decide añadir el policía. Un vez metidos en harina, prefiere tensar la cuerda al máximo.
—¿Quieres decir aquí en tu despacho? —responde ella mirándose las manos con aire indiferente. Ya que el juego ha dado comienzo, le apetece divertirse un ratito.
—Aquí no, sería incómodo y podrían oírnos. Además, intuyo que necesitaría varias horas para satisfacerte —dice él sin dejar de clavarle la mirada. Lo que había empezado casi sin darse cuenta, se ha convertido ahora en una realidad electrizante.
En el exterior todo está en calma. Ni la desbrozadora ruge ni la yegua Esperanza relincha. Lo único que se oye a lo lejos dentro del edificio es una persona clavando un clavo a golpes espaciados pero muy regulares, como si con ello estuviera intentando ralentizar el tiempo.
¿Y qué pretendes, llevarme al hotel Miguel Ángel? Me parece demasiado caro para ti —dice Paula mirando a través de él como si no existiera.
—No te creas. Tenemos descuentos especiales —replica Robert, que ha comenzado a sentir ya una presión familiar bajo su pantalón—. Pero está un poco lejos —prosigue al cabo de un silencio calculado.
—¿Lejos? ¿Doscientos metros es lejos para ti? —pregunta Paula sin poder evitar sentirse sorprendida.
—Comparado con veinte, sí.
—¿Tienes aquí un apartamento?
—Se trata en verdad de una celda de lujo —y entonces Robert, a quien ya le ha parecido suficiente, se levanta, rodea el escritorio, coge a la chica de la cintura sin que ella lo impida y la acomoda encima de la mesa, de tal forma que ahora sus miradas están a escasos diez centímetros la una de la otra. Paula, que no ha hecho ni un solo ademán por resistirse, siente el aliento del hombre en su boca y a la vez en su vientre un reguero de lava, pero no mueve ni una sola pestaña. Lo único que hace es mirar con sus ojos negros y almendrados a los suyos azules y profundos y exhalar después un suspiró minúsculo. Aunque no tanto como para que Robert no comprenda al instante que se ha tratado en realidad de un suspiro mayúsculo.
—Está sólo a tres plantas de aquí —alcanza a decir justo antes de atraerla hacia él para besar sus labios.
Después de unos minutos en los que se han abrazado y durante los cuales han satisfecho ese primer envite de deseo primario, los dos han pensado que lo mejor sería trasladarse a un lugar más privado.
—Creo que antes que una celda prefiero el hotel Miguel Ángel. Pago yo —dice Paula, que no quiere ni oír hablar de un humilde camastro, por muy de lujo que él afirme que sea.
Un cuarto de hora más tarde, sin haberse quitado todavía la ropa, se tumban en medio de una cama magnífica. Saben que la primera vez siempre deja una impronta, algo que no se olvida y que es demasiado sagrado para hacerlo con prisas. Por eso se besan hasta la extenuación. Y por eso se miran hasta la saciedad, hasta que son capaces de reproducir con los ojos cerrados cada peca que tienen, cada arruga que atisban, cada facción de esos rostros que hasta hace muy poco eran rostros sin nombre. Después él le quita la blusa y descubre sus pechos. Primero los libera de ese sujetador que ella no quiso mencionar al narrarle sus sueños y luego se los estruja, convirtiéndolos en una carne exultante aún más prieta si cabe. Ella deja que se los palpe y le urge a besarlos, a succionar de ellos esa esencia vital que alimenta a los hombres, ese elixir espléndido sin el cual el futuro sería tan sólo un vacío helador.
Y luego le quita a él la camisa y hunde su cara en su ampuloso torso, allí donde reside esa fiereza indómita que es capaz de espantar a las bestias, que posee una sabiduría innata en la que se sumen las raíces del pasado y del tiempo. Entonces, cuando ya se conocen y la blandura y la robustez de sus pechos finalmente se encuentran, se fusiona el presente, ese instante que cabalga entre lo que no existe y lo que ya está muerto, ese milagro de la conciencia humana que produce el amor, aunque en este caso haya querido disfrazarse de sexo.
Después Robert le ha quitado las medias y ha besado sus nalgas. Ella a la vez ha buscado su miembro y lo ha encontrado bajo su pantalón, ese objeto duro y reconfortante que rezuma deseo, que palpita con un ritmo beatífico a la vez que se agranda hasta adquirir proporciones ciclópeas. Entonces él ha hurgado primero con el dedo en su vulva, y después con su lengua, y más tarde con la entera superficie de su boca, intentando extraer todo el placer que se encuentra escondido en esa gruta de paredes rosáceas, en ese misterio indescifrable de la naturaleza codificado a base de lamentos, de gritos carentes de dolor, de posturas y escorzos imposibles.
Y ella, que quiere que él también goce y sentirlo más cerca, le ha despojado del resto de la ropa y lo ha dejado en cueros encima de esa cama soberbia. Ha explorado sus músculos, duros y bien formados como efigies de mármol. Ha besado hasta el último rincón de esa piel oscurecida y limpia. Ha acariciado sus testículos y los ha sopesado, como si con ello quisiera certificar la calidad del género. Luego ha agarrado su pene y ha jugado con su boca con él hasta que casi explota.
Y cuando los dos lo han creído oportuno, Robert ha introducido su masculinidad en el interior perfecto de su femineidad y han unido sus labios. Y entonces, en ese instante único, en el que la sed insaciable de ambos ha sido de una vez satisfecha, los dos han sabido que no lo tendrían tan fácil para no enamorarse. Pero no han dicho nada. Se han quedado callados. No han pronunciado con palabras lo que sencillamente no se puede expresar, no se debe expresar, porque los sentimientos puros, al atravesar la garganta se abrasan convirtiéndose en polvo, en promesas falaces, en trozos de roca extraterrestre que al chocar con la atmósfera se desintegran como estrellas fugaces.