VIII
—¡Joder…!—ha exclamado Robert tras escuchar una de las confesiones más inesperadas de toda su carrera—, ¿y por qué coño me lo cuentas? Preferiría haber continuado sin saberlo.
—Si estás aquí sentado, es porque es necesario que lo sepas —responde Judith con firmeza—. No sé qué pensaréis vosotros, pero todo esto me está empezando a oler a chamusquina.
»Resulta que, aquí mi amiga Paula, ha soñado con que yo visitaba a nuestro también aquí presente Rómulo y le contaba los sueños que yo a mi vez tenía con una asesina de perpetradores de violencia de género, y que, por todas las evidencias recabadas y sorprendentemente, parece que se trataba de ella misma.
»Además, entre todo este barullo, en un momento de debilidad, o quizá de extrema franqueza, que para el caso es lo mismo, durante esas charlas que en los sueños de Paula —insisto—, yo mantenía con nuestro psiquiatra, le acabé confesando, tal como ahora acabo de hacer con Robert, aunque esta vez no ha sido en los sueños de nadie —espero—, que yo provoqué la muerte de mi difunto esposo desabrochándole el cinturón de seguridad al tiempo que me zambullía con nuestra furgoneta Mercedes Benz en la no poco profunda zanja de una cimentación.
»Esta confesión —continua perorando Judith mientras los otros tres comensales no se pierden ni una coma de lo que está diciendo— aunque tal vez descabellada, no representa un problema en sí, pues al fin y al cabo han pasado más de veinticinco años y Tomás, que tal era el nombre de mi marido, dato que Robert ignora, o ignoraba, no era más que un gran hijo de puta que me pegaba unas palizas monumentales cada vez que no acertaba la quiniela, o que se encontraba debajo de la cama unos calzoncillos sucios que él mismo había escondido.
»Sin embargo, digamos que por mala fortuna, o porque tal vez dios existe y quiere castigarme, o porque resulta que la ley del karma al final es cierta y todos tenemos que pagar en vida por nuestros pecados, esta confesión, descabellada o no, llegó a oídos, como por arte de birlibirloque, del portero de la finca en la que Rómulo tiene su modesta oficina, un tal Sebastián, hombre soez donde los haya —acaba diciendo la empresaria con un gran suspiro.
—¡Guau! —exclama Robert, impresionado por la manera de expresarse de la mujer y por todo lo que acaba de escucharle decir. Pero antes de que pudiera añadir ningún otro comentario, se abre la puerta y aparece el dueño del bar con la botella de vino de Rioja y una bandeja repleta de humeantes viandas.
—Hombre, ¡qué raro! No os pillo jugando a los dardos. Parece ser que la compañía femenina os cambia las costumbres, ¡ay pillines! —dice el hombre con un fuerte acento segoviano. Sin embargo, como cualquier profesional de la hostelería que se precie, en cuanto detecta la gran premura con que es observado desde las cuatro esquinas de la mesa, cambia de tercio y dice—: Bueno, aquí os dejo el abridor, las copas y los platos. ¿Ya os servís vosotros, verdad?
—Eso es, lo has adivinado —replica Rodríguez de forma amable pero tajante.
—Lo que os decía —retoma la palabra Judith cuando el propietario abandona la sala—, en todo esto hay algo que me escama. ¿Cómo es posible que Sebastián, el de verdad, no el que aparece en los sueños de Paula, conozca algo que no he revelado a nadie estando despierta y que afirme, como lo ha hecho esta misma mañana, que me ha visto varias veces en su oficina sin haber en realidad estado? No puede ser. No puede ocurrir una cosa así. A menos que vosotros —dice señalando a ambos hombres—, las dos mentes más sagaces de nuestras fuerzas de seguridad del estado, me podáis explicar cómo ha sido posible.
Ante la invectiva de Judith, Rómulo y Robert se miran confusos. A primera vista no parece que ninguno de los dos vaya a ser capaz de darle la información que pide. Finalmente, después de unos instantes de tenso silencio, es Robert el que interviene.
—¿Qué os parece si formulo una primera hipótesis basada en los hechos y vemos si es capaz de explicarlos?
—Adelante —dicen los otros tres. —¿Un poco de vino mientras tanto? —ofrece Paula, y sin esperar contestación coge la botella y comienza a descorcharla. Una vez ha servido las copas, traslada la bandeja al centro de su mesa y distribuye los platos de raciones. Nadie está pensando en la comida, pero ya que la tienen delante, empuñan mecánicamente los cubiertos y comienzan a picotear.
—Bien. Como punto de partida, vamos a considerar que lo que sucede en los sueños de Paula, aunque pueda contener cierta dosis de verdad, como así en efecto parece, sólo ocurre en ellos. Es decir, que si Paula sueña que Judith muere, lo digo por dramatizar un poco, ella muere en sus sueños pero en esta habitación seguirá viva. ¿Hasta ahí de acuerdo?
—Por el momento sí —responde Rómulo, cuya mente, después de haber estado en la inopia durante un rato pensando en la anterior conversación sobre Bugs Bunny, ya ha empezado a funcionar al máximo.
—Perfecto —prosigue el detective—. Si esa premisa es cierta, la única manera de que Sebastián haya averiguado que tú provocaste la muerte de tu marido es que alguien se lo haya contado; o tú misma, o una segunda persona que conociera esa información. Si así fuera, todo quedaría explicado. Mentir en cuanto a que te ha visto en varias ocasiones en la oficina es muy sencillo y puede ser puro cuento, lo otro no.
—Vale, te sigo —replica Judith echándole mano a una croqueta de jamón—. Lo que pasa es que ese dato no lo conocía nadie excepto yo.
—¿Estás segura? —pregunta Rómulo pinchando un cuadradito de tortilla.
—Por completo. Llevo cargando con ese lastre durante más de veinticinco años.
—Sigamos entonces con la hipótesis —dice Robert, que hasta ahora no ha tocado el vino ni ha comido nada—. Considerando que lo que afirmas es verdad, según nuestra línea de pensamiento y de acuerdo con los hechos, la única persona que conocía el secreto además de ti, es Paula, pues según ella misma sostiene, soñó con ello. ¿Me equivoco? —pregunta lanzándole una fría mirada a la joven con quien ha venido en metro agarrado del brazo.
Paula, que está dando cuenta de una alita de pollo, no puede creerse lo que acaba de escuchar. «¿O no he oído bien o este tío está tratando de acusarme?»
—¿Estás acaso insinuando que me he puesto de acuerdo con Sebastián para chantajear a Judith? —espeta de forma ácida al cabo de unos segundos con los carrillos aún llenos de comida.
—Yo no podría haberlo expresado mejor —replica el policía con dureza, que hasta ese momento no había considerado las verdaderas implicaciones de sus conjeturas—. No veo qué otra posibilidad hay. Los hechos son los hechos.
Esta última frase que ha pronunciado, ha caído en medio de la conversación como si se hubiera tratado de una bomba de gas paralizante. Los otros tres se han mirado de hito en hito y ninguno ha sido capaz de moverse durante dos minutos. A Judith la ha pillado con la copa en los labios, a Rómulo masticando una tostada de foie-gras y a la propia Paula tragándose el muslito.
—Me creáis o no —logra decir Paula al fin— yo jamás he visto a Sebastián y nunca he hablado o tenido ningún tipo de relación con él. Y por supuesto, no le he contado lo que hizo Judith —dicho lo cual, después de terminar de engullir no sin dificultad el resto de la alita, se limpia con una servilleta y añade —: a mí estos dos me dan igual, pero si tú Judith no me crees, lo mejor es que me vaya ahora mismo.
—Claro que te creo querida —dice la empresaria al tiempo que la retiene con la mano y dirige al policía una mirada fulminante—. Estamos sólo al principio de nuestra especulación, seguro que Robert puede continuar una vez que eso ha quedado descartado, ¿no es verdad?
Entonces, cuando Rodríguez está a punto de objetar algo sobre la cadena de sucesos y sobre lo poco conveniente que es desestimar una hipótesis que no ha sido invalidada por otra cadena de sucesos alternativa, es Rómulo el que habla.
—Amigo mío —dice con un principio de irritación en su voz— me parece que tu lógica es aplastante. Sin embargo, yo también me fío de esta señorita. En primer lugar porque no la veo necesitada de dinero y no me cuadra que esté en tratos con una persona tan ruda como el portero de mi finca. Y en segundo lugar y no menos importante, porque Sebastián afirma que no sólo la ha escuchado, sino que tiene también grabada la confesión de Judith. ¿Cómo crees que se ajustaría eso a tus suposiciones?
Robert, que en ese momento es el centro de todas las miradas y es percibido como la nota discordante, no se amilana.
—Será otra mentira. Una vez dicha la primera, las demás vienen todas seguidas. Ahora bien, existe otra posibilidad… —añade en un tono más relajado. No es que se crea ni mucho menos lo que va a proponerles, si no que se le ha ocurrido una estrategia mejor para desenmascarar a esa chica que ahora está convencido es una mala pécora. «Por dinero esta tía sería capaz de vender a su madre.»
»Esta mañana le decía a Paula que el asunto estaba adquiriendo tintes jungianos —continúa diciendo mientras le hace un guiño a la joven que ella se niega a reconocer— y que quizá sus sueños fueran como un proceso curativo de algo que tuviera que sanar. ¿Crees rata que podría tratarse de algo así?
—Pudiera ser —responde Rómulo más que dubitativo. Sabe muy bien que los sueños de Paula, al contener tantos hechos reales desconocidos para ella, no encajan dentro de esa dinámica, pero se abstiene por ahora de juzgar lo que todavía no ha oído.
—Bien. Abundando entonces en esa idea —interviene de nuevo Robert—, y dado que es un hecho probado que nosotros cuatro estamos aquí reunidos como consecuencia de que Paula soñó, deberíamos pensar que todo esto ha ocurrido precisamente para eso, para que acabáramos conociéndonos. ¿Con qué motivo? Lo ignoro. ¿Alguien tiene alguna objeción a esta segunda hipótesis? —pregunta en un tono complaciente que no parece satisfacer a nadie.
—¿Y cómo se explica que Sebastián sepa que maté a mi marido? —inquiere escéptica Judith.
—No se puede, de la misma forma que tampoco puede explicarse que Paula haya soñado con hechos que han sucedido y que no conocía, como por ejemplo la existencia de Olof Kierkegaard y mi relación con él.
—Sabiendo que la primera es falsa y ante la ausencia de otras más convincentes, la segunda debe ser la correcta —dice Paula como persona más afectada pero sin tragarse que Robert esté planteando en serio esa idea absurda—. Y en cuanto a los motivos de encontrarnos, me parecen evidentes —añade no sin cierta dosis de sarcasmo—, somos dos mujeres jóvenes, sanas y atractivas, ¿qué otra cosa podrían querer dos hombres de nosotras más que intentar cumplir nuestros deseos más íntimos?
Por un segundo, la declaración de Paula lo único que recibe como respuesta es un gran silencio. Silencio que se prolonga hasta que Rómulo se anima a romperlo.
—Brindemos por ello —dice alzando la copa que había dejado a medio terminar.
En este instante, aunque todos brindan con aparente júbilo, ninguno de los cuatro, cada uno por sus propias razones, está dispuesto a aceptar que sea ésa la solución del acertijo. En el caso de Robert, porque se trata de una pura estrategia, y en el de los otros tres, no sólo porque los argumentos esgrimidos por el detective estén cogidos con alfileres y pertenezcan al dudoso plano de lo metafísico, sino porque les asusta o les extraña o les hace sentirse inseguros, según qué casos, la posibilidad a la que Paula apunta.
En lo que respecta a Rómulo, aunque Judith le gusta mucho y sería un sueño hecho realidad poder amarla y compartir su vida con ella, no se cree que vaya a suceder. La promesa que Estrella le hizo de que algún día encontraría a alguien queda muy lejana y ya no está seguro de que fuera real. Su éxito con las mujeres ha sido nulo desde entonces y con cincuenta años y lo feo que es no piensa que la situación pueda a ir a mejor. En cuanto a su trabajo, está cansado de perseguir a criminales cuyo número parece crecer como la mala hierba. No le encuentra sentido y lo que desearía ahora mismo sería reconducir de alguna manera su carrera. «Quizá sea el momento de intentar ayudar a la gente corriente —elucubra bajando la mirada para que nadie vea su cara de tristeza.
Judith, a quien con certeza le gustaría encontrar el amor, está llena de dudas. Después de que la tarde anterior llorara en los brazos de Rómulo y se diera cuenta del sinsentido de su venganza contra su hermano y de lo sola que estaba, y de que pensara que tal vez él, un hombre que físicamente al principio le causó rechazo, fuera una elección hecha por una parte más sabia de sí misma, ahora no está segura. Lamenta ser tan superficial, pero no se ve besando esa boca con dientes de conejo, ni acariciando esa mata de pelo que se asemeja más a un campo de hortalizas que a cualquier otra cosa. Ahora mismo desearía ser una persona más ecuánime y olvidarse de esas ridiculeces, pero lo cierto es que ignora cómo podría hacerlo.
En cuanto a Paula, que hasta antes de que Robert la acusara de ser cómplice del inmundo portero, había albergado, después de más de un año de no haber querido saber nada de hombres, algunas esperanzas de que aquello no fuera a consistir en un simple polvo o una serie de ellos, se ha desencantado. Como se temía, el tipo también ha acabado ladrando. Es cierto que su lógica había sido impecable y que ella en su caso habría dicho lo mismo, pero eso no era óbice para olvidar la calumnia que le había arrojado. No, de ninguna manera estaba dispuesta a consentir que un tipo le llamara mentirosa y luego se fuera de rositas. «Yo, que tengo todos los defectos del mundo menos ése —reflexiona Paula en silencio apretando los dientes—, que fui en dos ocasiones a un hospital y le dije a los dos hombres que luego serían mis maridos la verdad franca y llana, no voy a tolerar que un pedante, por muy guapo que sea, me insulte de esa forma», y según acaba de articular este pensamiento, se levanta de la silla y exclama:
—En fin, no sé vosotros, pero yo me he quedado sin hambre —tras lo cual recoge sus pertenencias, abre la carterilla, saca un billete de cien euros que deja encima de la mesa, y sin mirar a nadie excepto a Judith comienza a dirigirse hacia la puerta con la firme intención de dejarlos plantados.
—Un momento, Paula —dice la empresaria rápidamente—, hay una tercera posibilidad que a Robert se le escapa.
—¿Ah sí? —pregunta la joven frenándose en seco—, pues viniendo de ti, me interesa oírla.
—Imagino que conocéis la obra de Calderón —dice Judith mirando a los dos hombres—. Puestos a aceptar cosas inexplicables, ¿no se os ha ocurrido que todo esto pudiera ser en realidad un sueño? —y sin esperar su reacción, recita en voz alta los afamados versos de Segismundo:
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.