Capítulo 48
48
Lo que de verdad daba miedo no era encontrarme a metro y medio de una nube de piedra de la muerte, un arma que arranca la fuerza vital de todo lo que toca. Tampoco el hecho de haberme enfrentado a alguien que era probable que perteneciese al Consejo Negro, que era probable que fuese tan letal en una pelea como todos sus miembros habían demostrado y que era seguro que, atrapado entre la espada y la pared, iba a luchar sin nada que perder. Ni siquiera era que se hubiesen apagado todas las luces y estuviese a punto de producirse una batalla a muerte.
Lo que daba miedo era que me encontraba en un espacio cerrado y no demasiado grande con casi seiscientos magos del Consejo Blanco, hombres y mujeres con los poderes primordiales del universo a su entera disposición. Y que, en su mayoría, de entre ellos solo los centinelas poseían experiencia en el control de magia violenta en condiciones de combate. Era como estar en una planta industrial de propano con quinientos pirómanos fumadores empedernidos desesperándose por encender un pitillo; solo haría falta un imbécil para matarnos a todos, y aún nos sobrarían cuatrocientos noventa y nueve.
—¡Nada de luces! —grité mientras me alejaba del lugar donde había visto por última vez la nube—. ¡Nada de luces!
Pero mi voz era solo una entre cientos. Decenas de magos reaccionaron como había anticipado yo (y Peabody). Invocaron luz.
Eso los convirtió de inmediato en blancos fáciles.
Los tentáculos de la nube de muerte concentrada golpearon como látigos cualquier fuente de iluminación, atravesando a toda persona que estuviese en su camino. Vi a una anciana perder un brazo a la altura del codo cuando la nube cargada de mordita envió una lanza de oscuridad contra un mago sentado dos filas por detrás de ella. Un hombre de tez oscura con aretes de oro en las orejas empujó bruscamente a una mujer más joven que había invocado luz en un cristal que tenía en su mano. El tentáculo no alcanzó a la mujer, pero a él lo golpeó de lleno y al instante su pecho se disolvió en un agujero de treinta centímetros que lo hizo caer al suelo y casi lo partió por la mitad.
Los gritos aumentaron, genuinos sonidos de dolor y terror, sonidos que fueron diseñados para que la mente y el cuerpo humanos los reconozcan y ante los que no tienen más remedio que reaccionar. Me impactaron tanto como la primera vez que había oído algo así. Era el deseo de alejarse de lo que quisiera que estuviese causando tal terror combinado con el estallido de adrenalina, con la necesidad de actuar, de ayudar.
—Calma —dijo una voz en mi oído derecho. Algo que no podía suceder porque las vendas cubrían por completo aquel lado de la cabeza y era físicamente imposible que oyera nada con esa claridad.
Eso significaba que era una ilusión. Estaba en mi cabeza. Además, reconocí la voz. Pertenecía a Langtry, el Merlín.
—Miembros del Consejo, tiraos al suelo de inmediato —dijo la voz del Merlín, tranquila e inalterable—. Ayudad a cualquiera que esté sangrando y no tratéis de usar luz hasta que el demonio de niebla esté contenido. Consejo de Veteranos, ya estoy confrontando al ser y estoy evitando que se mueva más lejos. Rashid, impide que se desplace hacia delante y me desintegre, por favor. Mai y Martha Liberty, ocupaos de su flanco derecho. McCoy y Escucha el Viento, del izquierdo. Tiene una voluntad bastante fuerte, así que no perdamos el tiempo. Y recordad que también debemos evitar que se mueva hacia arriba.
La longitud total de este diálogo, aunque podría haber jurado que fue audible de verdad, tuvo lugar en menos de medio segundo. Un discurso a la velocidad del pensamiento. Venía acompañado de una imagen simplificada de la Sala del Habla como si hubiera sido dibujada en una pizarra mental. Pude ver con claridad el contorno del remolino del demonio de niebla, rodeado de pequeños bloques etiquetados con el nombre de cada uno de los miembros del Consejo de Veteranos. Representaban los fragmentos de la esfera tridimensional donde confinarían a aquel terror en forma de nube.
Por todos los diablos, en literalmente segundo y medio, el Merlín había convertido un caos puro en una batalla ordenada. Supongo que no llegas a ser el Merlín del Consejo Blanco a base de acumular millas de viajero frecuente. Y la realidad era que nunca antes lo había visto en acción.
—Centinela Dresden —dijo el Merlín. O lo pensó. O lo proyectó—. Si eres tan amable, evita que Peabody escape. El centinela Thorsen y su grupo están de camino para apoyarte, pero necesitamos a alguien que persiga a Peabody y que evite que cause más problemas. Todavía no conocemos el alcance de sus manipulaciones psíquicas, por lo tanto no confíes en ninguno de los centinelas más jóvenes.
Me encanta ser mago. Cada día es como ir a Disneylandia.
Me quité de encima la ridícula estola, la túnica y la capa según me dirigía hacia la puerta. El pánico y los movimientos frenéticos de la gente hacían que las dos o tres luces aún no extinguidas pareciesen focos estroboscópicos. Correr hacia la puerta de salida fue una experiencia surrealista, pero estaba seguro de que Peabody había planeado sus pasos antes de comenzar a moverse. Había dispuesto de tiempo de sobra para lanzarse a la carrera a través de la sala a oscuras y salir del auditorio.
Traté de pensar como un mago que acababa de ser descubierto como miembro del Consejo Negro y marcado para su busca, captura, interrogatorio y probable muerte. Teniendo en cuenta que en los últimos días había dado por seguro que eso mismo me iba a pasar a mí, ya le había dado vueltas a la manera de escapar de la sede del Consejo. Supuse que Peabody le habría dedicado más tiempo.
Si yo fuera él, abriría un camino hacia el Nuncamás y lo cerraría detrás de mí. Buscaría un buen sitio al que llegar y luego me aseguraría de que ese sitio estuviese preparado para ser tan letal y hostil para mis perseguidores como fuese posible. Los siglos y siglos de hechizos de protección de los túneles de Edimburgo lanzados por generaciones de magos, sin embargo, impedían crear cualquier portal hacia el Nuncamás desde el lado interior de los puestos de control, por lo que Peabody tendría que atravesar al menos una de las barreras de seguridad guardadas por centinelas para llevar a cabo su plan.
Tenía que detenerlo antes de que llegara tan lejos.
Me lancé a través de la puerta y me di cuenta de que los dos centinelas de guardia allí fuera pertenecían a la generación más joven, a los nuevos reclutas que se habían sumado a nuestras filas tras la desastrosa batalla contra la Corte Roja en Sicilia. Los dos estaban allí de pie sin expresión, sin prestar atención a nada y sin reaccionar al furor que se había desatado en la Sala del Habla.
Vi aletear el doblez de una túnica negra según su portador torcía por la esquina del pasillo a mi derecha, y al momento yo ya estaba corriendo. Me sentía como mil diablos, pero, por una vez y para variar, contaba con una ventaja sobre un mago mayor y más experimentado: yo era más joven y estaba en mejor forma.
Vale que los magos pueden vivir durante siglos y mantenerse vigorosos, pero sus cuerpos siguen tendiendo a perder la capacidad física si no se toman la molestia de entrenar. Y, aunque lo hagan, no tienen ya la potencia de una persona joven. Y correr con todas tus fuerzas es la actividad más física que existe.
Doblé la esquina y alcancé a ver a Peabody por un segundo corriendo delante de mí. Torció otra esquina y, para cuando yo también lo hice, ya le había ganado varios metros. Cruzamos a todo trapo la oficina de administración y pasamos por los barracones de los centinelas, de cuyas puertas salieron tres reclutas a unos seis metros delante de Peabody. Eran apenas unos condenados adolescentes, los peligrosos párvulos que nos habíamos apresurado a someter a entrenamiento militar para la guerra.
—¡El fin está cerca! —rugió Peabody.
Los tres se detuvieron en seco y sus expresiones se quedaron en blanco. Peabody cruzó entre ellos, jadeando, y derribó a uno. Apreté el paso, y empezó a mirarme por encima del hombro con los ojos muy abiertos.
Giró por la siguiente esquina agachado, y mis instintos me avisaron de lo que estaba a punto de intentar. Al torcer, me tiré en plancha hacia delante justo cuando un chorro de líquido conjurado siseaba por encima de mi cabeza. Impactó contra la pared de detrás de mí con un estallido gaseoso acelerado, como si hubieran agitado y abierto al mismo tiempo un millar de botellas de agua con gas.
No había tenido tiempo de recargar mis anillos de energía, y de hecho aún estaban sobre mi aparador en casa, pero no quería que Peabody se sintiera cómodo disparándome cosas por encima del hombro. Levanté la mano derecha y grité:
—¡Fuego!
Un cometa en llamas del tamaño de una pelota de baloncesto voló por el pasillo hacia él.
Peabody escupió unas cuantas palabras e hizo un gesto defensivo con una mano que me recordó a Doctor Extraño, y mi ataque explotó contra algo invisible a un metro largo de él. Aun así, una parte terminó prendiendo el borde de su túnica, y tuvo que sacudírsela lleno de pánico mientras continuaba su huida.
Le comí aún más terreno y, cuando giró en uno de los amplios pasillos principales del complejo, yo estaba a no más de seis metros y el primer puesto de control se encontraba ya justo frente a nosotros. Cuatro centinelas, todos jóvenes, vigilaban la puerta. Lo cual significaba que, dado que todos los adultos, abuelos y gente tiquismiquis que pudieran haber objetado algo estaban en el juicio, se habían sentado en el suelo a jugar a las cartas.
—¡Detened a ese hombre! —grité.
Peabody soltó un chillido aterrorizado.
—¡Dresden se ha vuelto un hechicero! ¡Está tratando de matarme!
Los jóvenes centinelas se pusieron de pie de un salto con la velocidad propia de su edad. Uno de ellos echó mano de su bastón y otro sacó su pistola. Un tercero se volvió para asegurarse de que la puerta estaba cerrada con llave, y la cuarta actuó por puro instinto; agitó la mano alrededor de su cabeza formando un pequeño círculo e hizo un gesto de lanzamiento mientras soltaba un grito.
Alcé mi brazalete a tiempo para interceptar una bola invisible de las de jugar a los bolos, pero impactó en el escudo con fuerza suficiente como para obligarme a parar en seco. Mis piernas no estaban preparadas para aquello, así que trastabillé y reboté con un hombro contra la pared.
Los ojos de Peabody brillaron triunfantes según caía.
—¡El fin está cerca! —gritó.
Dejó petrificados a los jóvenes centinelas justo donde estaban, como había hecho antes. Arrancó la llave de la correa de cuero del cuello de uno, abrió la puerta y entonces se volvió con una daga en la mano e hizo un corte a lo largo del muslo de la joven que me había aplastado. Ella gritó y de su pierna empezó a salir un chorro de sangre al ritmo de los latidos del corazón, señal inequívoca de una arteria seccionada.
Me puse en pie y le lancé una descarga de fuerza bruta a Peabody, pero la rechazó igual que había hecho con la bola de fuego, cruzó la puerta de un salto e hizo un desgarro en el aire que abrió un pasaje entre este mundo y el otro.
Se tiró a través de él.
—Hijo de puta —escupí.
Ninguno de los jóvenes centinelas se movía, ni siquiera la chica herida. Si no recibía ayuda, se desangraría y moriría en pocos minutos.
—¡Maldita sea! —grité—. ¡Maldita sea, maldita sea, maldita sea!
Me precipité hacia ella, me quité el cinturón de los vaqueros y recé para que la herida estuviese lo bastante abajo como para que un torniquete sirviera de algo.
Oí ruido de pasos y Anastasia Luccio apareció con una pistola en la mano buena y la cara blanca por el dolor. Se detuvo a mi lado, respirando fuerte, y dejó el arma en el suelo.
—La tengo controlada. ¡Vete!
Al otro lado de la puerta de seguridad, el camino empezaba a cerrarse.
Me incorporé, corrí a toda prisa hacia el portal y me arrojé de cabeza. Hubo un resplandor de luz y el túnel de piedra que me rodeaba se convirtió de forma abrupta en un bosque de árboles muertos que apestaban a moho y agua estancada. Peabody se hallaba de pie justo delante del camino, tratando de cerrarlo, y antes de que pudiera terminar lo plaqué de un salto. Hice que retrocediese y nos golpeamos con violencia contra el suelo.
Durante medio segundo de desconcierto ninguno de los dos nos movimos, hasta que Peabody se desplazó y capté por el rabillo del ojo el destello de la daga manchada de sangre.
Intentó clavarme la punta en la garganta, pero puse el brazo en medio. Me abrió una vena. Le agarré la muñeca con la otra mano, sin embargo rodó y consiguió ponerse sobre mí, sujetando la daga con las dos manos y apoyando todo su peso sobre mi brazo. Me caían gotas de mi propia sangre sobre la cara mientras él obligaba a la punta del arma a bajar despacio hacia mi ojo.
Forcejeé para quitármelo de encima, pero era más fuerte de lo que parecía y estaba claro que tenía más experiencia en la lucha cuerpo a cuerpo que yo. Lo golpeé con mi brazo herido, pero lo ignoró.
Sentía cómo mis tríceps cedían y veía la punta del cuchillo cada vez más cerca. El punto de rotura era inminente, y Peabody lo sabía. Empujó con más fuerza y la punta me empezó a pinchar el párpado inferior.
Entonces sonó un estruendo enorme y Peabody desapareció de encima de mí. Me quedé inmóvil un momento, aturdido, y levanté la vista.
Morgan estaba justo en la entrada del portal, que se encontraba todavía abierto, con la pistola de Luccio humeando en la mano. Su pierna herida era una masa húmeda de color escarlata.
No tenía ni idea de cómo se las había arreglado para correr detrás de nosotros con aquella lesión. Incluso bajo los efectos de los analgésicos, le había tenido que doler como mil demonios. Contempló el cuerpo de Peabody con una mirada severa. Entonces le empezó a temblar la mano y se le cayó la pistola al suelo.
Después fue él quien se desplomó con un gemido.
Jadeando, me acerqué.
—Morgan.
Le di la vuelta para examinar la herida. Estaba empapada en sangre, pero ya no iba a sangrar mucho más. Tenía el rostro blanco. Sus labios estaban grises.
Abrió los ojos con serenidad.
—Lo he atrapado.
—Sí —dije—. Lo has atrapado.
Sonrió un poco.
—Es la segunda vez que te salvo el culo.
Solté una pequeña risa.
—Lo sé.
—Me acusarán a mí —dijo en voz baja—. Peabody no ha confesado nada y yo soy mejor candidato a nivel político. Deja que lo hagan. No luches contra ello. Quiero que sea así.
Me quedé mirándolo.
—¿Por qué?
Negó con un gesto, sonriendo cansado.
Lo seguí mirando durante unos largos segundos, y entonces lo entendí. Morgan me había estado mintiendo desde el principio.
—Porque ya sabías quién había matado a LaFortier —dije—. Ella estaba allí cuando te despertaste en su habitación. Viste quién lo hizo. Y quisiste protegerla.
—Anastasia no lo hizo —dijo Morgan con un tono intenso y grave—. Ella solo era un peón. Estaba dormida de pie. Ni siquiera llegó nunca a saber que la estaban utilizando. —Tuvo un temblor—. Debería haber pensado en eso. En ese cuerpo tan joven, su mente se volvió de nuevo vulnerable a las influencias.
—¿Qué pasó? —le pregunté.
—Desperté, LaFortier estaba muerto y ella tenía el cuchillo. Se lo quité, la escondí bajo un velo y la empujé hacia la puerta —dijo Morgan—. No había tiempo para que los dos escapásemos.
—Así que cargaste con la culpa pensando que podrías solucionar las cosas después. Sin embargo, te diste cuenta de que la trampa era demasiado buena y de que nadie te creería si tratabas de contar lo que había pasado.
Suspiré. A Morgan no le había importado ni un maldito momento su vida. Había escapado al darse cuenta de que Anastasia todavía estaba en peligro, de que no sería capaz de exponer al verdadero traidor él solo.
—Dresden —dijo en voz baja.
—¿Sí?
—No le he contado a nadie lo de Molly. Lo que trató de hacerle a Ana. Yo… no he contado nada.
Lo contemplé, incapaz de hablar.
Sus ojos se nublaron.
—¿Sabes por qué no lo he hecho? ¿Por qué acudí a ti?
Negué con la cabeza.
—Porque sabía… —susurró. Levantó la mano derecha y se la apreté con fuerza—. Sabía que entenderías lo que se siente al ser un hombre inocente acosado por los centinelas.
Fue lo más cerca que estuvo nunca de reconocer que había estado equivocado conmigo.
Murió menos de un minuto después.