Capítulo 16

16

Contemplé el cadáver de LaFortier otro largo rato, suspiré y saqué del bolsillo de mi guardapolvo una de esas cámaras desechables que venden en máquinas expendedoras. Di vueltas por la habitación tomando fotos del cuerpo, de las salpicaduras de sangre y de los pedazos rotos de mobiliario. Gasté toda la película para documentar la escena de la forma más completa posible, y después me guardé la cámara y abandoné el cuarto.

De vuelta al Ostentacionario, oí voces que provenían de abajo. Saludé con un gesto cordial a Suertudo, que me devolvió una mirada inescrutable, y me acerqué a la barandilla de la balconada.

Escucha el Viento y el Merlín estaban junto a la mesa del bufet hablando en voz baja. Peabody merodeaba por allí con otro puñado de carpetas, libros y plumas.

Me detuve a «escuchar». Es un truco que aprendí hace tiempo en alguna parte. No es magia per se, sino más bien una manera de enfocar por completo mi mente en el sentido del oído.

—…para averiguar la verdad —decía el Merlín a la vez que llenaba un plato de pequeños sándwiches, porciones de queso y unas uvas verdes y frescas—. Estoy seguro de que no tienes ninguna objeción a eso.

—Creo que ya se ha decidido cuál es la verdad —respondió Escucha el Viento en voz baja—. Estamos perdiendo el tiempo con esto. Deberíamos centrarnos en controlar las consecuencias.

El Merlín era un hombre alto, de porte regio, con barba larga y blanca y pelo también largo y blanco, a juego. La pura imagen de un mago de verdad. Vestía una túnica azul, llevaba una diadema de plata en la frente y su bastón era alargado y elegante, de madera pura y blanca, libre de marca alguna. Dejó de llenar su plato por un segundo y le lanzó una mirada dura.

—Lo tendré en consideración.

«Indio Joe» Escucha el Viento exhaló y alzó las manos en un gesto conciliador.

—Estamos listos para empezar.

—Permíteme que coma algo. Iré enseguida.

—Ejem —intervino Peabody con timidez—. La verdad, mago Escucha el Viento, si pudiera firmarme algunos papeles mientras el Merlín come, se lo agradecería. Le dejé dos archivos en el escritorio para que les diera su aprobación y tengo aquí otros tres… —Se detuvo y comenzó a hacer malabares con todo lo que llevaba encima hasta que consiguió encontrar algo en una carpeta—. No, cuatro, otros cuatro más.

Indio Joe suspiró.

—Está bien. Vamos. —Subieron las escaleras que conducían a la balconada, giraron en la dirección opuesta a donde yo me encontraba y entraron en una habitación al fondo de la gran sala.

Esperé a que estuvieran ya dentro para bajar hasta la planta inferior.

El Merlín se había sentado en una silla cercana y estaba comiéndose sus sándwiches. Se quedó paralizado durante un momento cuando me vio, pero luego siguió comiendo con tranquilidad. Qué divertido. El Merlín me resultaba tan agradable como un caso extremo de gonorrea, pero nunca antes me lo había encontrado en ese contexto. Siempre lo había visto presidiendo una reunión del Consejo, como una figura remota e inaccesible de enorme poder y autoridad.

Ni siquiera había considerado la idea de que pudiese comer sándwiches.

Iba a pasar de largo, pero al final giré y me detuve delante de él.

Continuó comiendo, indiferente en apariencia, hasta que se terminó el sándwich.

—Vienes a regodearte, ¿verdad, Dresden? —me preguntó.

—No —dije con parsimonia—. Estoy aquí para ayudarte.

Se le cayó un trozo de queso que había mordido. El queso rodó por el suelo, ignorado, mientras él entrecerraba los ojos con sospecha.

—¿Disculpa?

Mostré los dientes en una sonrisa pequeña y fría.

—Lo sé. Solo por decirlo ya es como si me estuviese pasando un rallador de queso por las encías.

Me observó en silencio. Luego respiró hondo, se echó hacia atrás en la silla y me miró fijamente con sus ojos azules.

—¿Por qué habría de creer que harías tal cosa?

—Porque estás pillado por las pelotas y soy el único que puede sacártelas —respondí.

Arqueó una elegante ceja plateada.

—Vale —dije—, eso ha sonado un poco más homoerótico de lo que pretendía.

—Desde luego —dijo el Merlín.

—Pero Morgan no puede permanecer oculto para siempre, y lo sabes. Acabarán encontrándolo. El juicio durará dos segundos. Entonces le cortarán la cabeza y, colorín colorado, tu carrera política se habrá acabado.

El Merlín pareció considerar aquello. Después se encogió de hombros.

—Creo que es más probable que tú actúes de la forma más dura que puedas para asegurarte de que muera.

—Me gusta creer que actúo de forma inteligente, no de forma dura —dije—. Si lo quisiera muerto, solo tendría que quedarme por aquí y aplaudir. No puedo hacer que su situación empeore.

—La verdad —dijo el Merlín—, no estoy tan seguro de eso. Tienes un gran talento en esa área en concreto.

—La caza ya está en marcha. La mitad del Consejo exige su sangre. Según tengo entendido, todas las pruebas lo imputan y, en cualquier caso, lo que yo averiguara contra él sería puesto en duda por todo nuestro pasado de enfrentamientos. —Me encogí de hombros también—. En resumen, no puedo causar más daño. ¿Qué tienes que perder?

Apareció una pequeña sonrisa en las comisuras sus labios.

—Vamos a suponer por un instante que acepto tu oferta. ¿Qué quieres de mí?

—Una copia de su expediente —respondí—. Todo lo que hayáis averiguado sobre el asesinato de LaFortier y sobre cómo lo llevó a cabo Morgan. Todo.

—¿Y qué pretendes hacer con eso? —preguntó el Merlín.

—Había pensado usar la información para averiguar quién mató a LaFortier.

—Así sin más.

Me paré un segundo a reflexionar.

—Sí. Más o menos.

El Merlín le dio otro mordisco al queso y lo masticó a conciencia.

—Si mis propias investigaciones dan fruto —dijo—, no voy a necesitar tu ayuda.

—Y una mierda —dije—. Todo el mundo sabe que tus intereses se centrarán en proteger a Morgan. Cualquier cosa que presentes para exculparlo estará bajo sospecha.

—En cambio, tu antagonismo con Morgan es bien conocido —reflexionó el Merlín—. Cualquier cosa que manifiestes a su favor será vista como poco menos que un testimonio divino. —Inclinó el cuello y me miró fijamente—. ¿Por qué harías tal cosa?

—Tal vez piense que él no lo hizo.

Levantó las cejas con una diversión que en realidad nunca se convirtió en sonrisa.

—Y el hecho de que el hombre que ha muerto fuese uno de los que alzó la mano contra ti cuando estuviste bajo sospecha no tiene nada que ver.

—Cierto —respondí, fastidiado—. Eso es. Ahí tienes mi motivación egocéntrica, mezquina y vengativa para querer ayudar a Morgan. Porque ese cabrón muerto de LaFortier se lo tiene muy merecido.

El Merlín me siguió mirando durante un largo rato. Luego se resignó.

—Con una condición.

—Una condición —repetí—. Antes de que accedas a que te ayude a sacar tu culo del fuego.

Me sonrió, sombrío.

—Mi culo está razonablemente cómodo donde está. Esta no es mi primera crisis, centinela.

—Y, sin embargo, todavía no me has dicho que me largue.

Levantó un dedo, como en un saludo de esgrima.

—Touché. Reconozco que, en teoría, es posible que puedas resultar útil.

—Dios, me alegro de haber decidido ser benévolo y ofrecerte mi ayuda. De hecho, me siento tan benévolo que incluso estoy dispuesto a escuchar tu condición.

El Merlín negó con la cabeza, despacio.

—Probar la inocencia de Morgan no es suficiente. La presencia de un traidor en nuestras filas es real. Debe ser localizado. Alguien tiene que ser hecho responsable de lo que le pasó a LaFortier. Y no solo por el bien de los miembros del Consejo. Nuestros enemigos deben saber que tales acciones traen consecuencias.

Asentí.

—Así que no solo hay que demostrar que Morgan es inocente, sino también encontrar al tipo que lo hizo. Ya que estoy en ello, tal vez pueda componer una canción con todo esto y echarme un baile.

—Me siento obligado a señalar que has sido tú el que se ha ofrecido, Dresden. —Me regaló de nuevo su sonrisa crispada—. La situación debe ser tratada de una manera limpia y decisiva si queremos evitar el caos. —Extendió las manos—. Si no puedes aportar una solución de esa índole al problema, entonces esta conversación nunca habrá tenido lugar. —Su mirada se endureció—. Y esperaré que seas discreto.

—Dejarías a tu hombre cargar con la culpa. A pesar de que sabes que es inocente.

En sus ojos destelló un fuego repentino y frío. Tuve que hacer un esfuerzo para no encogerme.

—Haré lo que crea necesario. Ten eso en mente mientras me «ayudas».

Arriba se abrió una puerta, y a los pocos segundos Peabody comenzó a bajar de forma precaria, haciendo equilibrios con sus libros y carpetas.

—Samuel —dijo el Merlín sin apartar los ojos de mí—, ten la bondad de proporcionar al centinela Dresden una copia completa del expediente sobre el asesinato de LaFortier.

Peabody se detuvo frente al Merlín, pestañeando.

—Ah. Sí, por supuesto, señor. Ahora mismo. —Me miró—. Si eres tan amable de venir por aquí, centinela.

—Dresden —dijo el Merlín en un tono amable—, si esto es algún tipo de artimaña, te aconsejaría con todo fervor que no me entere de ello. No me queda mucha paciencia contigo.

El Merlín era en general considerado como el mago más capaz del planeta. La amenaza que iba implícita en aquellas simples palabras casi me daba escalofríos.

Casi.

—Estoy seguro de que vas a durar lo bastante como para que te ayude a salir de este lío, Merlín. —Le sonreí y levanté una mano con la palma hacia arriba y los dedos separados, como si sostuviera una naranja entre ellos—. Pelotas. Pilladas. Vamos, Peabody.

Peabody pestañeó más mientras yo pasaba a su lado camino hacia la puerta, con la boca abriéndosele y cerrándosele pero sin decir nada. Entonces soltó algunos balbuceos ininteligibles y se apresuró a seguirme.

Miré al Merlín por encima del hombro según llegaba a la puerta.

Pude ver con claridad la furia que ardía en sus ojos fríos y azules mientras permanecía sentado, en apariencia tranquilo y relajado. Los dedos de la mano derecha se le retorcían en un espasmo pequeño y violento que no parecía transmitirse al resto de su cuerpo. Por un momento me pregunté cómo de desesperado debía de estar para haber aceptado mi ayuda. Me pregunté cómo de inteligente había sido provocarlo de esa manera. Y también me pregunté si aquella calma aparente y ese aspecto contenido demostraban tan solo un control magistral de sus emociones. O si, bajo tanta presión, se había convertido en una especie de locura sosegada y mortal.

Maldito fuese Morgan por haber llamado a mi puerta.

Y maldito yo por haber sido tan estúpido como para abrirla.