Capítulo 45
45
El naagloshii llegó hasta mí y se quedó ahí quieto, sonriendo, mientras sus rasgos inhumanos cambiaban, se retorcían y dejaban de ser algo bestial para transformarse de nuevo en algo casi humano. Supuse que aquello hacía que le fuera más fácil hablar.
—Eso no ha sido demasiado patético —susurró—. ¿Quién te concedió el don del fuego de la vida, pequeño mortal?
—Dudo que lo conozcas —le respondí. Hablar me suponía un esfuerzo, pero estaba acostumbrado a enfrentarme a las rigurosas exigencias de la vida mediante mi papel de sabelotodo—. Te habría eliminado.
La sonrisa del cambiapieles se ensanchó.
—Encuentro sorprendente que puedas invocar los fuegos de la propia creación y sin embargo no poseas la fe necesaria para utilizarlos.
—Por todos los demonios —murmuré—. Me ponen enfermo los capullos sádicos como tú.
Ladeó la cabeza mientras, con aire distraído, arañaba la piedra con sus garras para afilarlas.
—¿Sí?
—Te gusta ver a la gente colgada de un gancho —le dije—. Te pone. Y si muero, la diversión se te acaba. Así que te apetece alargar la cosa dándome conversación.
—¿Tan ansioso estás por abandonar la vida, mortal? —ronroneó el naagloshii.
—Si la alternativa es pasar el rato aquí contigo, maldita sea que sí —le contesté—. Acaba de una vez con esto o lárgate.
Sus garras se movieron con una velocidad sinuosa, extrema. La cara me ardió de repente. Me dolió demasiado como para gritar. Me doblé por el sufrimiento y me apreté con las manos el lado derecho del rostro. Sentí que me rechinaban los dientes.
—Como quieras —dijo el naagloshii. Se inclinó más hacia mí—. Pero permíteme dejarte con este pensamiento, pequeño invocador de espíritus. Crees que has conseguido una victoria al quitarme al fago de las manos. Sin embargo, hace más de un día que para mí no era más que un pedazo de carne colgado de un gancho. No he dejado nada de él. No hay palabras para describir las cosas que le he hecho. —Pude incluso oír cómo sonreía más—. Se está muriendo de hambre. Su ansia lo enloquece. Y huelo a una joven invocadora dentro de la cabaña —ronroneó—. Ya estaba considerando la idea de lanzar dentro al fago con ella antes de que me ahorrases la molestia de una forma tan amable. Medita acerca de ello durante tu camino a la eternidad.
Incluso a través del sufrimiento y del miedo, el estómago se me hizo un nudo.
Oh, Dios.
Molly.
No veía a través del ojo derecho y no sentía otra cosa que no fuese dolor. Volví la cabeza hacia un lado para que mi ojo izquierdo se enfocase en el naagloshii. Estaba en cuclillas sobre mí y sus dedos, largos y de garras negras ensangrentadas, se movían con una excitación casi sexual.
Desconocía si alguien había lanzado alguna vez una maldición de muerte potenciada con fuego del alma. No sabía si usar mi propia alma como combustible para una explosión final significaría que no iría donde van las almas una vez que terminan su estancia aquí. Solo sabía que, al margen de lo que ocurriera, no me iba a doler durante mucho más tiempo, y que antes de irme quería borrarle esa sonrisa de la cara al cambiapieles.
No estaba seguro de lo desafiante que podía llegar a ser una mirada de un solo ojo, pero me esforcé todo lo posible, incluso mientras preparaba la explosión que inmolaría mi vida y mi cuerpo cuando la detonase.
Entonces hubo un brillo difuso y algo cruzó como un dardo la espalda del naagloshii. La criatura se tensó, soltó un gruñido de sorpresa y se giró para buscar la fuente de la luz. Vi que su espalda tenía una herida larga y poco profunda a lo largo de sus hombros, tan fina como si hubiese sido hecha con un bisturí.
O un cúter.
Tut-tut revoloteaba por el aire sosteniendo un cúter ensangrentado en una mano a modo de lanza. Se llevó una trompeta diminuta a los labios e hizo sonar un desafío estridente, las notas agudas de una carga de caballería en miniatura.
—¡Fuera, villano! —exclamó en un tono igual de chillón. Se lanzó de nuevo contra el cambiapieles.
El naagloshii rugió y le lanzó un zarpazo, pero Tut lo esquivó y le asestó un corte de veinte centímetros en el brazo.
La criatura se revolvió hacia la pequeña hada con una furia repentina. Cambió su forma a otra más felina, aunque manteniendo las largas patas delanteras. Persiguió a Tut lanzando más zarpazos, pero mi diminuto capitán de la guardia siempre lo esquivaba por un pelo.
—¡Tut! —grité lo más fuerte que pude—. ¡Sal de ahí!
El naagloshii escupió una maldición con un tono ácido cuando Tut volvió a esquivar sus garras. Entonces dio una palmada en el aire mientras siseaba unas palabras en una lengua extraña. Se levantó un viento súbito, un pequeño vendaval malicioso que golpeó el minúsculo cuerpo de Tut. Tut se estrelló contra unas zarzas al borde del claro, y la esfera de luz que lo rodeaba parpadeó y se apagó de repente. Una espantosa señal de fatalidad.
El naagloshii se dio la vuelta y echó tierra encima del hada caída con sus patas traseras. Luego vino otra vez hacia mí, resoplando de ira. Me limité a ver cómo llegaba. Sabía que no había nada que pudiera hacer.
Al menos había alejado a Thomas de aquel bastardo.
Sus ojos amarillos ardían con odio. Alzó las garras mientras se acercaba.
—Eh —dijo una voz tranquila—. Feo.
Me giré y miré al otro lado del pequeño claro a la vez que el cambiapieles.
No sabía cómo Indio Joe había conseguido atravesar el anillo de atacantes para subir hasta la cima de la colina, pero allí estaba, con sus mocasines, sus vaqueros y una camisa de ante decorada con huesos y pedazos de turquesa. Su larga cabellera plateada le caía en su habitual trenza y las cuentas de hueso de su collar brillaban pálidas en las tinieblas de la noche.
El naagloshii miró al curandero cara a cara y se quedó quieto.
La colina permaneció silenciosa e inmóvil.
Entonces Escucha el Viento sonrió. Se agachó y restregó las manos en la fina capa de barro que cubría la cumbre rocosa de la colina. Curvó las palmas, las acercó al rostro e inhaló, respirando el aroma de la tierra. Después se frotó las manos despacio, un gesto que de alguna manera me recordó al de un hombre que se preparaba para realizar un trabajo rutinario pesado.
Se incorporó.
—Madre dice que no tienes lugar aquí —comentó aún con tranquilidad.
El naagloshii enseñó los colmillos. Su gruñido vagó por la colina como si fuese una bestia con vida propia.
Unos relámpagos brillaron sobre nuestras cabezas sin truenos que los acompañaran. Provocaron una mirada escalofriante y llena de odio en el cambiapieles, que siguió en silencio. Escucha el Viento volvió su rostro hacia el cielo e inclinó un poco la cabeza.
—Padre dice que eres feo —informó. Entornó los ojos e irguió los hombros, mirando también a la cara al naagloshii. Los truenos sacudieron la isla e hicieron que la voz del anciano sonase como un gruñido monstruoso—: Te concedo esta oportunidad. Vete. Ahora.
El cambiapieles rugió.
—Viejo invocador de espíritus. Fracasado guardián de un pueblo muerto. No te tengo miedo.
—Tal vez deberías —dijo Escucha el Viento—. El muchacho casi acaba contigo y ni siquiera conoce al pueblo diné, y mucho menos los viejos caminos. Largo. Última oportunidad.
El naagloshii soltó un gorjeo grave según su cuerpo cambiaba y se volvía más grueso, con un aspecto más poderoso.
—No eres un hombre sagrado. No sigues el Camino de la Bendición. No tienes ningún poder sobre mí.
—No quiero atarte ni desterrarte, viejo fantasma —dijo Indio Joe—. Solo voy a patearte el culo hasta que te salga por las orejas. —Apretó los puños y añadió—: Vamos.
El cambiapieles soltó un aullido y lanzó los brazos hacia adelante. Dos tiras gemelas de oscuridad surgieron de ellos como una cascada. Se dividieron en decenas y decenas de serpientes de sombra que reptaron por el aire de la noche en una nube retorcida hacia Escucha el Viento. El curandero no se inmutó. Levantó sus brazos al cielo, echó hacia atrás la cabeza y cantó al modo agudo y oscilante de las tribus nativas. La lluvia, que había parado casi por completo, cayó de nuevo como una manta casi sólida de agua sobre unos quince metros cuadrados de colina, inundando el torrente de hechicería que se acercaba y disolviéndolo en la nada antes de que pudiera convertirse en una amenaza.
Indio Joe se volvió de nuevo hacia el naagloshii.
—¿Eso es lo mejor que sabes hacer?
El cambiapieles gruñó más palabras en lenguas desconocidas y comenzó a arrojar poder con ambas manos. A las bolas de fuego como la que había visto en la mansión Raith siguieron unas esferas de chispas azules que crepitaban, así como otras verdes que se mecían como si fuesen de gelatina, pero que olían a ácido sulfúrico. Fue un despliegue de evocación impresionante. Si un fregadero de cocina hubiera salido volando hacia Escucha el Viento, conjurado de quién sabe dónde, no me habría sorprendido. El naagloshii echó los restos. Le lanzó al pequeño y anciano curandero la suficiente energía pura como para barrer de la cima de la colina todas las rocas del suelo.
No tengo ni idea de cómo logró contrarrestarla toda, a pesar de que vi cómo lo hizo. Cantó de nuevo, y esta vez además movió los pies al ritmo de la música y flexionó su viejo cuerpo adelante y atrás. Por supuesto, lo hizo despacio a causa de la edad, pero sin duda aún se podía considerar una danza. Llevaba una cinta con campanas en cada tobillo y otra en cada muñeca, y sonaban a la vez que sus cantos.
Todo ese bombardeo arrojado contra él parecía incapaz de alcanzar su destino. El fuego destellaba a su lado según Indio Joe movía los pies y balanceaba el cuerpo, y ni siquiera le chamuscaba un pelo. Las bolas de relámpagos desaparecían unos metros delante de él y continuaban su camino unos metros por detrás, al parecer sin cruzar el espacio que había entre medias. Los globos de ácido se bamboleaban en pleno vuelo y se desparramaban por la tierra, siseando y levantando nubes de vapores asfixiantes que no causaban daño alguno. Era una defensa elegante. En vez de tratar de enfrentar fuerza contra fuerza, poder contra poder, el fracaso de aquella hechicería a la hora de dañar a Escucha el Viento parecía parte del orden natural, como si el mundo fuera un lugar en el que tal cosa fuese algo normal y razonable, algo que se pudiese esperar.
Sin embargo, mientras arrojaba agonía y muerte en un esfuerzo inútil por vencer a Escucha el Viento, el naagloshii también avanzaba a grandes zancadas, reduciendo la distancia entre ambos hasta que se detuvo a menos de seis metros del viejo curandero. Entonces sus ojos brillaron con un gozo terrible y, con un rugido, se arrojó contra él.
Casi se me salió el corazón por la boca. Escucha el Viento no se habría puesto de mi lado en todo este asunto, pero me había ayudado en más de una ocasión en el pasado y era uno de los pocos magos a los que Ebenezar McCoy respetaba. Era un hombre decente, y no quería que resultase herido por defenderme. Traté de gritar para advertirle, pero al hacerlo distinguí la expresión de su rostro justo cuando el naagloshii saltaba.
Indio Joe sonreía con una mueca lobuna y feroz.
El naagloshii se acercaba ensanchando su boca como la de un depredador, haciendo más grandes las garras de sus cuatro extremidades, dispuesto a destrozar al anciano.
Escucha el Viento pronunció una sola palabra que hizo temblar el aire con su poder. Entonces su forma se disolvió y cambió, como si en vez de carne y hueso hubiese estado hecho de mercurio líquido y hasta aquel momento se hubiera mantenido con la apariencia de un anciano solo con el esfuerzo de su voluntad. Se transformó en algo distinto de una manera tan rápida y natural como quien respira hondo.
Cuando el naagloshii cayó sobre él no hundió sus garras en un viejo mago curtido por el tiempo.
En su lugar, se encontró hocico contra hocico con un oso pardo del tamaño de un minibús.
El oso soltó un rugido que estremeció todos los huesos de mi cuerpo, se lanzó hacia delante y arrolló al naagloshii a base de pura masa y puro músculo. Si alguna vez habéis visto a una bestia furiosa como esa en acción, sabéis que no es algo a lo que se pueda hacer justicia con ninguna descripción. El volumen de su rugido, la potencia de sus músculos bajo esa piel gruesa y el destello de sus colmillos blancos y de sus ojos enrojecidos se combinan en algo que va mucho más allá que la suma de sus partes. Resultaba aterrador, primordial, tocaba en lo más profundo de algún antiguo instinto que existe dentro de cada ser humano y que recuerda que este tipo de cosas equivalen a terror y muerte.
El naagloshii gritó con un alarido extraño y ajeno a todo lo conocido y arañó con furia al oso con sus zarpas. Se engañaba a sí mismo. Sus garras, largas y afiladas de una manera elegante, ideales para destripar a seres de piel fina como los humanos, no tenían ni la potencia ni el volumen necesarios para abrirse paso por el grueso pelaje del oso ni por la piel de detrás, y menos aún la longitud para atravesar sus capas de grasa y sus grandes músculos. Para lo que hacían, le hubiera dado igual atarse peines de plástico en las patas.
El oso atrapó el cráneo del cambiapieles con sus enormes mandíbulas y, por un segundo, pareció que la pelea había terminado. Entonces la figura del naagloshii se emborronó y, donde un momento antes había habido una criatura parecida a un simio, ahora se encontraba un animal esbelto y alargado parecido a un hurón pero de mandíbulas desproporcionadas, con un diminuto destello de pelaje tan amarillo como la orina. Se revolvió para zafarse del gigantesco oso, esquivó dos golpes de sus gigantescas zarpas y lanzó un gruñido socarrón y desafiante cuando se logró liberar.
Pero Indio Joe no había terminado aún. El oso dio un salto pesado y cayó a tierra con la forma de un coyote delgado y veloz que corrió con agilidad tras el hurón mostrando unos colmillos brillantes. Mientras lo perseguía, el hurón de repente se giró y abrió las mandíbulas, y luego las abrió más y más hasta que no fue sino un cocodrilo cubierto de mechones amarillos sueltos quien recibió al coyote, el cual estaba ya demasiado cerca para desviarse de su carrera.
La forma canina se fundió según se lanzaba contra las mandíbulas del cocodrilo, y un cuervo de alas negras las atravesó y salió por el otro lado justo cuando se cerraban con un chasquido. El cuervo volvió la cabeza y dejó escapar unos graznidos burlones mientras se alejaba volando, dando vueltas alrededor del claro.
El cocodrilo se estremeció y se convirtió en un halcón, dorado y rápido, con la cabeza coronada por unas matas de pelaje amarillento que se parecían a las orejas que el naagloshii tenía en su forma casi humana. Se lanzó hacia el frente a una velocidad sobrenatural, ocultándose detrás de un velo según volaba.
Oí cómo el cuervo batía las alas mientras volaba en círculos con cautela, buscando a su enemigo. Entonces las garras del halcón lo golpearon por detrás. Vi horrorizado cómo la rapaz bajaba su pico ganchudo para desgarrar al cuervo que tenía apresado. Sin embargo, se topó con el caparazón duro y lleno de espinas de una tortuga caimán. La tortuga extendió su cabeza retorcida y de piel dura y cerró unas mandíbulas que podrían cortar un cable de acero sobre la pata del halcón que era el naagloshii. El cambiapieles soltó otro grito de dolor extraño según ambos se precipitaban juntos contra el suelo.
En los últimos metros, la tortuga adoptó la forma de una ardilla voladora, extendió sus miembros, transformó parte de su impulso de caída en un movimiento hacia delante y aterrizó rodando por el suelo. El halcón no fue tan hábil. Empezó a transformarse en algo, pero se estrelló con fuerza contra el suelo rocoso antes de que pudiese terminar de adoptar un nuevo aspecto.
La ardilla giró sobre sí misma, saltó y se convirtió en el aire en un puma que cayó sobre la masa aturdida de plumas y pelaje del naagloshii. Lo desgarró con sus colmillos y sus zarpas y, entre los más horribles aullidos, el terreno se tiñó de sangre negra. La forma del naagloshii se fundió en una escalofriante figura de cuatro patas y alas de murciélago con ojos y bocas por todas partes. Todas sus bocas gritaban con media docena de voces diferentes. Se las arregló para librarse de las garras del puma y apartarse aleteando, rodando sin gracia alguna por el suelo. Se sacudió salvajemente y empezó a dar saltos con torpeza, batiendo sus alas de murciélago. Parecía un albatros sin viento suficiente como para elevarlo. El puma le pisó los talones durante todo el camino, lanzando zarpazos para desgarrarlo.
El naagloshii desapareció en la oscuridad, dejando una estela de aullidos mientras huía. Siguió gritando de dolor, casi sollozando, cuando bajó por la pendiente hacia el lago. Isla Demonio, malhumorado, seguía su marcha con satisfacción. No podía culparlo.
El cambiapieles abandonó la isla. Sus aullidos aún flotaron en el viento de la noche durante un rato hasta que acabaron por desvanecerse.
Durante un largo momento, el puma mantuvo la mirada fija en la dirección por la que se había ido. Luego se sentó con la cabeza gacha, tembló y volvió a ser Indio Joe. El anciano permaneció sentado, apoyado en el suelo con ambas manos. Se puso de pie despacio, con movimientos algo rígidos. Uno de sus brazos parecía roto justo entre la muñeca y el codo. Miró de nuevo hacia donde había huido su oponente, y después resopló y caminó con precaución hacia mí.
—Guau —le dije en voz baja.
Levantó un poco la barbilla. Por un momento, un poder orgulloso brilló en sus ojos oscuros. Entonces me sonrió y de nuevo era solo un anciano tranquilo de aspecto cansado.
—¿Reclamaste este lugar como santuario? —me preguntó.
Asentí.
—Ayer por la noche.
Me miró. Parecía incapaz de decidirse entre reírse en mi cara o darme un manotazo en la coronilla.
—Nunca te metes a medias en los problemas, ¿verdad, hijo?
—Aparentemente no —dije con dificultad. Escupí sangre. Tenía mucha más en la boca. La cara no me había dejado de doler solo porque el naagloshii se hubiese ido.
Indio Joe se arrodilló a mi lado y examinó mis heridas de una manera profesional.
—Tu vida no peligra —me aseguró—. Necesitamos tu ayuda.
—Estás de broma —respondí—. Estoy roto. Ni siquiera puedo caminar.
—Lo único que necesitas es tu mente —dijo—. Hay árboles alrededor de la batalla del muelle. Árboles que se encuentran bajo tensión. ¿Puedes sentirlos?
Apenas había acabado de decir las palabras cuando los percibí a través de mi vínculo con el espíritu de la isla. Catorce árboles, de hecho, la mayoría viejos sauces que estaban cerca del agua. Sus ramas estaban dobladas, deformadas por el peso de unas cargas enormes.
—Sí —le dije. Mi propia voz me sonaba lejana, llena de una calma indiferente.
—La isla puede deshacerse muy rápido de los seres subidos a los árboles si retira por un tiempo el agua de la tierra que hay bajo ellos —dijo Indio Joe.
—¿Y? —dije—. ¿Cómo se supone que voy a…?
Me interrumpí en mitad de la frase según sentí la respuesta de Isla Demonio. Parecía haberse apoderado de las palabras de Indio Joe, pero enseguida comprendí que no había pasado nada similar. Isla Demonio había entendido a Indio Joe solo porque había comprendido los pensamientos que esas palabras habían creado en mi cabeza. La comunicación a través de sonidos era un concepto muy poco elegante, algo engorroso y demasiado ajeno al espíritu de la isla como para que eso hubiese podido pasar nunca. Pero mis pensamientos… eso sí lo podía captar.
Casi pude notar cómo la tierra se movía, cómo se asentaba ligeramente mientras la isla retiraba el agua del terreno bajo esos árboles. Tuvo el efecto secundario que Indio Joe había buscado. Una vez que el suelo que rodeaba las raíces se convirtió en una zona árida, comenzó a drenar agua de los propios árboles tomándola a través de los mismos capilares que la habían absorbido. Fluyó enseguida desde las ramas más elevadas y las dejó secas.
Y quebradizas.
Las ramas comenzaron a romperse con unos chasquidos enormes. Lo hicieron una gran cantidad de ellas, docenas en apenas unos segundos, y era como escuchar tandas de petardos que iban explotando. Entonces desde allí abajo, desde los muelles, llegó una cacofonía de truenos y disparos, y los destellos de luz proyectaron extrañas sombras contra las nubes.
Traté de concentrarme en mi conocimiento de la isla. Y lo sentí. El aumento de la energía liberada en la orilla y el flujo de sangre extraña en el terreno bajo los árboles afectados, sangre que estos absorbieron con avidez debido a su repentina sequía. Los centinelas estaban avanzando hacia la linde del bosque. Los vampiros corrían delante de ellos con los pasos ligeros y rápidos de los depredadores a la caza de la presa herida. Unas cosas desconocidas estaban muriendo entre los árboles en medio de explosiones de magia y ráfagas de disparos.
Una luz se elevó sobre la isla, una brillante estrella plateada que se mantuvo en el aire un largo rato a modo de bengala.
Al verla, los hombros de Indio Joe se relajaron un poco. Dejó escapar un lento suspiro de alivio.
—Bien. Bien, ya lo han conseguido. —Entonces sacudió la cabeza y me miró—. Eres un desastre, muchacho. ¿Guardas suministros por aquí?
Traté de incorporarme para sentarme, pero no pude.
—La cabaña —solté de golpe—. Molly. Thomas… el vampiro. —Miré hacia los arbustos donde yacía un pequeño guardián fiel que me había hecho ganar unos segundos preciosos en lo más duro de la batalla e intenté ponerme de pie—. Tut.
—Tranquilo —dijo Escucha el Viento—. Calma, calma, hijo. No puedes…
Algo parecido a un rugido inmenso ahogó el resto de lo que tenía que decir, y todo lo demás, todos mis pensamientos y mis temores, dejaron de hacer ruido dentro de mi cabeza. Todo se volvió tan… tranquilo. Maravillosamente tranquilo. Y ya nada dolía.
Me dio tiempo a pensar que tal vez me podría acostumbrar a aquello.
Después, la nada.