Capítulo 7

7

Morgan se despertó cuando abrí la puerta del dormitorio. Tenía mal aspecto, pero no peor que antes, salvo por algunas manchas en las mejillas.

—A ver cómo van mis compañeros de piso —dije—. He traído las cosas.

Puse el botiquín en la mesilla.

Él asintió y cerró los ojos.

Saqué a Ratón a dar un paseo hasta el buzón. Parecía inusualmente alerta, olisqueando por todas partes, pero no mostró señales de alarma. Fuimos al lugar del diminuto patio trasero que había sido designado como su zona de negocios y volvimos dentro. Míster, mi gato gris de cola cortada, estaba esperando dentro a que abriese la puerta para intentar salir. Lo atrapé por poco. Míster pesa casi quince kilos. Me observó con lo que podría haber sido indignación, alzó el muñón de su cola y se alejó con altivez hacia su sitio habitual de descanso, encima de una de las estanterías de mi apartamento.

Ratón me miró con la cabeza ladeada mientras yo cerraba la puerta.

—Hay algo malo rondando por ahí fuera —le dije—. Podría decidir enviarme un mensaje. Preferiría que no usara a Míster para hacerlo.

El pecho cavernoso de Ratón retumbó con un gruñido bajo.

—Ni a ti tampoco, por supuesto. No sé si sabes lo que es un cambiapieles, pero se trata de algo serio. Ten cuidado.

Ratón lo consideró por un segundo. Después bostezó.

No tuve más remedio que reírme.

—Antes de la caída viene el orgullo, chico —cité.

Movió la cola y se restregó contra mi pierna, sin duda contento por haberme hecho sonreír. Me aseguré de que los cuencos de ambos tuviesen comida y agua, y fui a ver a Morgan.

Le había subido la fiebre unas décimas más y era obvio que le dolía mucho.

—No hay drogas duras —le dije según abría el botiquín—. Billy y yo hicimos una escapada a Canadá para traer casi todo esto. Hay codeína para el dolor, eso sí, y tengo lo necesario para hacerte una vía para suero y antibióticos.

Morgan asintió. Entonces adoptó un gesto de desconfianza, uno al que yo ya estaba acostumbrado. Me estudió con atención.

—¿Eso que huelo es sangre?

Maldita sea. Para ser un tío al que le habían dado una paliza que lo había dejado a las puertas de la muerte era bastante perceptivo. En realidad, Andi no tenía hemorragias como tales cuando la levantamos sobre mi abrigo. Solo sangraba un poco por los desgarros y los rasponazos. Pero tenía muchos.

—Sí —respondí.

—¿Qué ha pasado?

Le hablé del cambiapieles y de lo que les había sucedido a Kirby y a Andi.

Negó con la cabeza, abatido.

—Hay una razón por la que no queremos que los aficionados actúen como centinelas, Dresden.

Refunfuñé. Llené una palangana con agua caliente y jabón antibacteriano y empecé a limpiarle el brazo izquierdo.

—Ya, bueno, no vi a ningún centinela hacer nada al respecto.

—Chicago es tu área de responsabilidad, centinela Dresden.

—Y allí estaba —dije—. Y si ellos no se hubiesen encontrado también allí para ayudarme, ahora mismo estaría muerto.

—Debiste haber pedido refuerzos. No debiste haberte comportado como un maldito superhéroe ni haber usado corderos para que te defendieran de los lobos. Esa es la gente a la que se supone que debes proteger.

—Bien pensado —dije. Saqué la bolsa de suero y la colgué del gancho que había colocado en la pared sobre la cama. Me aseguré de que el tubo estuviese en buenas condiciones. Burbujas de aire, malas—. Eso es justo lo que necesitamos. Más centinelas en Chicago.

Morgan gruñó y se quedó en silencio por un momento con los ojos cerrados. Creí que había perdido el conocimiento, pero quedó claro que solo estaba pensando.

—Debe de haberme seguido —dijo.

—¿Qué?

—El cambiapieles. Cuando me marché de Edimburgo tomé uno de los caminos del Nuncamás hasta Tucson. Vine a Chicago en tren. Debió de sentir mi presencia donde las vías cruzaban su territorio.

—¿Por qué haría algo así?

—¿Seguir a un mago herido? —preguntó—. Porque se hacen más fuertes cuando devoran la esencia de los practicantes. Era un bocado fácil.

—¿Come magia?

Morgan asintió.

—Añade el poder de sus víctimas al suyo.

—Así que lo que me estás diciendo es que el cambiapieles no solo ha escapado sino que ahora es más fuerte después de haber matado a Kirby.

Se encogió de hombros.

—Dudo que un hombre lobo le proporcione mucho poder en comparación con el que ya tenía. Tus talentos, o los míos, son de una magnitud mucho mayor.

Saqué una goma y la até alrededor del brazo de Morgan. Esperé a que se le marcaran las venas bajo el doblez del brazo.

—Suena a encuentro demasiado poco casual.

Morgan sacudió la cabeza.

—Los cambiapieles solo pueden habitar en las tierras de las tribus del sudoeste de Estados Unidos. Quienquiera que me tendiese la trampa no tenía manera de saber que iba a escapar a Tucson.

—Ahí le has dado —dije mientras le clavaba la aguja en el brazo—. ¿Quién querría ir allí en verano, en cualquier caso? —Pensé en ello—. El cambiapieles tiene que volver a su territorio, ¿verdad?

Morgan asintió.

—Cuanto más tiempo esté fuera, más poder le costará.

—¿Cuánto puede permanecer aquí? —pregunté.

Puso gesto de dolor cuando fallé al intentar encontrar la vena y tuve que intentarlo de nuevo.

—Demasiado.

—¿Cómo lo matamos?

Fallé otra vez con la vena.

—Dame eso —murmuró.

Cogió la aguja y se la clavó él mismo con suavidad. A la primera.

Supongo que aprendes unas cuantas cosas en una docena de décadas.

—Es probable que no podamos —dijo—. Los auténticos cambiapieles, los naagloshii, tienen miles de años de edad. Tratar con ellos es de idiotas. Los evitamos.

Sujeté la aguja con esparadrapo y enganché el catéter.

—Imaginemos por un momento que él decide no colaborar con ese plan.

Morgan soltó un ruido ronco con la garganta y se rascó la mejilla con la otra mano.

—Ciertos tipos de magia nativa pueden dañarlo o destruirlo. Un auténtico chamán tribal podría hacer la danza del fantasma enemigo y ahuyentarlo. Sin eso, nuestra única opción es acumular mucho poder y lanzárselo. Y tampoco creo que él se quede quieto y colabore con ese plan.

—Es un enemigo duro —admití—. Sabe magia y cómo defenderse de ella.

—Sí —dijo Morgan. Me observó mientras sacaba de la nevera una jeringuilla ya preparada con antibióticos—. Y sus habilidades son mayores que las tuyas y las mías juntas.

—¡Oh, cielos, Scooby! —dije.

Cebé la jeringuilla e inyecté los antibióticos en la vía. Después cogí la codeína y un vaso de agua y se los ofrecí a Morgan. Se tragó las pastillas, volvió a apoyar la cabeza en la almohada, fatigado, y cerró los ojos.

—También vi uno una vez —dijo.

Empecé a recoger. No dije nada.

—No son invulnerables —siguió—. Se pueden matar.

Tiré los envoltorios a la papelera y volví a meter todo lo demás en el botiquín. Miré disgustado la alfombra manchada de sangre que todavía estaba debajo de Morgan. Tendría que sacarla de ahí en algún momento. Me di la vuelta para marcharme, pero me detuve en la puerta.

—¿Cómo lo hiciste? —pregunté sin mirarlo.

Le llevó un rato responder. De nuevo pensé que se había desmayado.

—Fue en los años cincuenta —dijo—. Comenzó en Nuevo México. Me siguió hasta Nevada. Lo atraje hasta un lugar de pruebas del gobierno y crucé al Nuncamás justo antes de que detonase la bomba.

Parpadeé, sorprendido. Lo observé por encima del hombro.

—¿Le lanzaste una bomba nuclear?

Abrió un ojo y sonrió.

Fue un poco inquietante.

—Estrellas y piedras… Eso es… —dudé, pero al César lo que es del César— una pasada.

—Me permite dormir por las noches —murmuró. Cerró los ojos de nuevo, exhaló y dejó caer la cabeza a un lado.

Lo contemplé un rato mientras dormía y después cerré la puerta.

Yo también estaba agotado. Pero, como dijo alguien: «Tengo promesas que cumplir».

Suspiré.

Cogí el teléfono y llamé a mis contactos en la Paranet.

La Paranet era una organización que yo mismo había ayudado a crear hacía un par de años. En esencia era como un sindicato cuyos miembros cooperaban entre sí para protegerse de amenazas sobrenaturales. La mayoría eran practicantes con talentos menores. Existían muchos así. Un practicante debía tener unas capacidades muy altas para que el Consejo Blanco se plantease siquiera reconocerlo. Los demás, básicamente, eran abandonados a su suerte. Como consecuencia, eran vulnerables ante cualquier depredador sobrenatural.

Lo cual, para mí, es una mierda.

Una vieja amiga llamada Elaine Mallory y yo habíamos usado el dinero donado por una mujer fallecida y habíamos empezado a contactar con todos esos marginados, ciudad por ciudad. Los habíamos animado a que se juntaran y compartiesen información para que así tuviesen a alguien a quien pedir ayuda. Si había problemas, podían hacer una llamada de emergencia a la Paranet, y entonces yo u otro de los centinelas de Estados Unidos nos haríamos cargo de la situación. También impartíamos seminarios sobre cómo reconocer amenazas sobrenaturales, además de enseñarles métodos básicos de autodefensa por si acaso los capas grises no podían acudir para salvarlos.

Había ido bastante bien. Incluso estábamos abriendo nuevas delegaciones en México y en Canadá, y Europa no tardaría mucho.

Empecé por tanto a llamar a mis contactos en diferentes ciudades y a preguntarles si se habían enterado de algún suceso extraño. No podía permitirme el lujo de ser más específico, pero enseguida comprobé que no hacía falta. De la primera docena de llamadas, en cuatro ciudades habían notado un incremento en la actividad de los centinelas. Me informaron de que siempre habían aparecido en parejas. Solo hubo informes similares en dos de las siguientes treinta ciudades, pero fue suficiente para que me hiciera una idea de lo que estaba pasando. Una cacería silenciosa.

Sin embargo, daba que pensar. De todos los lugares que podían haber elegido los centinelas para buscar a Morgan, ¿por qué Poughkeepsie? ¿Por qué Omaha?

Me vinieron a la cabeza las palabras «palos de ciego». Lo que quisiera que Morgan estuviese haciendo para ocultarse de los hechizos de seguimiento les estaba obligando a dar vueltas de aquí para allá.

Al menos saqué algo positivo. El hecho de que hubiese centinelas rondando significaba que yo también tenía una buena razón, y nada sospechosa, para comenzar a hacer preguntas.

Así pues, lo siguiente que hice fue llamar a los centinelas con los que me llevaba bien. Técnicamente hablando, tres de ellos trabajaban para mí en varias ciudades del este y del medio oeste de Estados Unidos. No soy muy buen jefe. La mayoría de las veces les permito que decidan cómo hacer su trabajo y les intento echar una mano cuando me lo piden. A dos de ellos tuve que dejarles mensajes, pero Bill Meyers, en Dallas, me respondió al segundo tono.

—Ey, ¿qué pasa, vaquero?

En serio. Contestó así.

—Bill, soy Dresden.

—Harry —dijo con educación. Bill siempre era correcto conmigo. Una vez me había visto hacer algo que daba miedo—. Hablando del diablo.

—¿Por eso me pitaban los oídos?

—Es probable —respondió con su acento sureño—. Iba a llamarte esta mañana.

—¿Sí? ¿Qué pasa?

—Rumores —dijo Bill—. Vi a dos centinelas salir de los accesos locales a los caminos del Nuncamás, pero cuando les pregunté qué hacían por allí solo me dieron evasivas. Supuse que tú podrías saber qué está sucediendo.

—Maldita sea. Llamaba para preguntártelo yo a ti.

Resopló.

—Ya ves, somos una panda de sabios, ¿eh?

—Por lo que respecta al Consejo, los centinelas de Estados Unidos somos una panda de setas.

—¿Qué?

—Nos tienen a oscuras y nos alimentan con mierda.

—Y tanto —dijo Meyers—. ¿Qué quieres que haga?

—Mantén los oídos abiertos —le dije—. La capitana Luccio nos dirá algo tarde o temprano. Te llamaré en cuanto me entere de cualquier cosa. Tú haz lo mismo.

—Captado —dijo.

Colgué y me quedé observando el teléfono un rato.

El Consejo no me había dicho nada acerca de Morgan. Tampoco a ninguno de los centinelas bajo mi mando.

Levanté la vista hacia Míster.

—Es casi como si quisieran que no me enterase. Como si alguien pensara que yo podría estar involucrado de algún modo.

Lo cual tenía sentido. El Merlín no me iba a invitar a la cena de Navidad, precisamente. No se fiaba de mí. Podría haber dado la orden de hacerme el vacío. No me sorprendería en absoluto.

Pero, si era cierto, significaba que Anastasia Luccio, capitana de los centinelas, estaba al tanto de ello. Los dos llevábamos saliendo juntos un tiempo ya. Vale, ella era un par de siglos mayor que yo, pero varios años atrás un enfrentamiento con una psicópata intercambiadora de cuerpos la había dejado atrapada en el de una universitaria, así que ahora no aparentaba más de veinticinco. Nos llevábamos bien. Nos hacíamos reír. Y de vez en cuando teníamos sexo salvaje para nuestra mutua e intensa satisfacción.

Nunca habría imaginado que Anastasia me la jugase de esa manera.

Llamé por teléfono a Ramírez, en Los Ángeles, el otro comandante regional de los Estados Unidos, para ver si había oído algo, pero me saltó el contestador.

A ese paso iba a tener que ir al mundo de los espíritus para obtener respuestas, algo arriesgado por muchos motivos, uno de ellos la posibilidad (muy real) de terminar devorado por la misma entidad a la que decidiese invocar.

Pero me estaba quedando sin opciones.

Aparté la alfombra que tapaba la trampilla que llevaba a mi laboratorio. Estaba a punto de bajar para preparar mi círculo de invocación cuando sonó el teléfono.

—Voy a encontrarme con Justine dentro de media hora —me dijo mi hermano.

—Vale. Pasa a recogerme.