Capítulo 10
10
La cálida noche de verano en el exterior del Zero era diez grados más fresca y un millón de veces más sana que el ambiente que acabábamos de dejar atrás. Thomas giró de golpe a la derecha y caminó hasta una zona oscura entre las farolas. Apoyó un hombro contra la pared del edificio, bajó la cabeza y se quedó quieto durante un minuto. Luego otro más.
Esperé. No necesitaba preguntarle a mi hermano si algo iba mal. El despliegue de fuerza y poder que había usado contra Madeline le había supuesto un alto coste de energía. Otros vampiros la recuperaban al alimentarse de sus víctimas, como había hecho Madeline allí dentro con aquel pobre diablo. Thomas no solo estaba molesto por lo que acababa de suceder en el Zero. Tenía hambre.
Su lucha contra su propia ansia era complicada, difícil y quizá imposible de mantener. Sin embargo, eso no le impedía intentarlo. El resto de la familia Raith pensaba que estaba loco.
Pero yo lo entendía.
Cuando unos momentos después regresó, la expresión en su rostro era fría y distante, tan inalcanzable como una montaña antártica.
Se puso a mi lado según empezamos a caminar hacia el aparcamiento donde había dejado su coche.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dije.
Él asintió.
—Los miembros de la Corte Blanca solo se queman cuando intentan alimentarse de alguien tocado por el amor verdadero, ¿correcto?
—No es tan simple —contestó Thomas en voz baja—. Tiene que ver con cuánto control tiene el ansia sobre ti cuando lo tocas.
—Y cuando se alimentan —mascullé—, el ansia los controla.
Thomas afirmó despacio con un gesto.
—Entonces, ¿por qué Madeline intentó alimentarse de Justine? Debía saber que le haría daño.
—Por la misma razón que yo —respondió—. No puede evitarlo. Es un acto reflejo.
Fruncí el ceño.
—No lo entiendo.
Guardó silencio el tiempo suficiente como para que pensase que no iba a decir nada más, hasta que por fin volvió a hablar.
—Justine y yo estuvimos juntos durante años. Y ella… significa mucho para mí. Cuando estoy cerca no puedo pensar en otra cosa salvo en ella. Y cuando la toco, todo lo que hay en mí quiere estar más cerca aún.
—Incluida tu ansia —dije con suavidad.
Asintió.
—Mi demonio y yo estamos de acuerdo en ese punto. Así que no puedo tocar a Justine sin que él… salga a la superficie, supongo que se podría decir.
—Y al hacerlo se quema.
Volvió a asentir.
—Madeline es la otra cara de la moneda. Cree que debe alimentarse de quien le apetezca, donde quiera y cuando quiera. No ve personas. Solo ve comida. Su ansia la controla por completo. —Mostró una sonrisa amarga—. Así que para ella es un acto reflejo, igual que para mí.
—Tú eres diferente. A ella le vale cualquiera —dije—, no solo Justine.
Se encogió de hombros.
—No me preocupan los demás. Me preocupa Justine.
—Eres diferente —insistí.
Thomas se volvió hacia mí con una expresión rígida y fría.
—Cállate, Harry.
—Pero…
Su voz se convirtió en un gruñido grave.
—Cállate. Ya.
Daba un poco de miedo.
Se me quedó mirando a los ojos. Luego negó con la cabeza y exhaló despacio.
—Voy a por el coche. Espera aquí.
—Claro —dije.
Se alejó en silencio con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Toda mujer que pasaba, y algunos hombres, volvían la vista para mirarlo. Él los ignoraba.
Yo también atraje un montón de miradas, pero porque me encontraba en medio de la acera cerca de muchos locales nocturnos de Chicago, vestido con un abrigo largo de cuero en una calurosa noche de verano y con un bastón tallado con runas místicas. Las miradas hacia Thomas llevaban todas el subtítulo de «Ñam, ñam». Las mías el de «Tío raro».
Era poco probable que fuese a triunfar con eso.
Mientras esperaba, mis instintos me dieron un nuevo aviso. Una certeza del tipo «pelos erizados en la nuca» de que alguien me estaba vigilando.
Mis instintos estaban en racha, así que les presté atención. Con calma, preparé mi brazalete escudo y volví despacio la cabeza para echar un vistazo casual a ambos lados de la calle. No vi a nadie, pero mi visión fluctuó al pasar por un callejón que había al otro lado. Enfoqué la mirada en ese punto durante unos segundos, concentrado, y logré distinguir una vaga forma humana.
De golpe, la fluctuación fue reemplazada por la figura de Anastasia Luccio, que levantó una mano y me hizo señas.
Maldición.
Crucé por mitad de la calle hasta donde estaba ella, esquivando algún que otro coche, y ambos retrocedimos unos pasos para adentrarnos en el callejón.
—Buenas noches, Stacy —la saludé.
Se giró hacia mí y, con un solo movimiento, desenvainó el sable curvo de la funda de su cadera y con la otra mano empuñó una pistola. Me acercó la punta de la espada a la cara y tuve que echar la cabeza hacia atrás. Me desequilibré y terminé con los hombros pegados contra la pared.
Anastasia arqueó una ceja. Sus labios suaves se veían muy serios.
—Por tu bien, espero que seas el verdadero Harry Dresden y que hayas usado ese abominable diminutivo solo para asegurarte de que soy la verdadera Anastasia —había dado un ligero énfasis a la palabra— Luccio.
—Claro, sí, Anastasia —respondí, con mucho cuidado de no moverme—. Y, por tu reacción, puedo asegurar que de verdad eres tú.
Bajó la espada y la pistola. La tensión desapareció de su cuerpo. Guardó todo el armamento.
—Claro, por supuesto que soy yo. ¿Quién si no iba a ser?
Sacudí la cabeza.
—He tenido una noche muy mala y muy llena de cambiaformas.
De nuevo, levantó la ceja. Anastasia Luccio era la capitana de los centinelas del Consejo Blanco. Acumulaba un par de siglos de experiencia.
—He tenido noches parecidas —dijo mientras apoyaba una mano en mi brazo—. ¿Estás bien?
Nos acercamos el uno al otro y nos abrazamos. No me había dado cuenta de lo tenso que estaba hasta que exhalé y me relajé un poco. Sentía su cuerpo esbelto, cálido y fuerte pegado a mí.
—De momento no estoy muerto —dije—. Supongo que has utilizado un hechizo de seguimiento para encontrarme, porque no parece preocuparte si de verdad soy yo o no.
Alzó su rostro y me dio un ligero beso en la boca.
—Seamos honestos, Harry —dijo, sonriendo—, ¿quién iba a querer hacerse pasar por ti?
—Alguien que quisiera ser besado por una mujer seductora y mayor en un callejón oscuro, al parecer.
Su sonrisa aumentó durante un momento, pero enseguida se desvaneció.
—Pensé que iba a tener que echar la puerta abajo y entrar a por ti. ¿Qué estabas haciendo en esa cloaca de la Corte Blanca?
No creí haber hecho nada para que sucediera, pero la realidad fue que nos separamos del abrazo.
—Buscando información —respondí en un murmullo—. Está pasando algo. Y alguien me ha dejado fuera del juego.
Anastasia apartó la vista, con los labios apretados. Su expresión se cerró a cal y canto y mostró un toque de rabia.
—Sí. Órdenes.
—Órdenes —repetí—. Del Merlín, supongo.
—De Ebenezar McCoy, en realidad.
Se me escapó un sonido ronco de sorpresa. De joven, McCoy había sido mi mentor. Lo respetaba.
—Entiendo —dije—. Tenía miedo de que si me enteraba de que Morgan había huido corriese tras él para que me las pagase todas juntas.
Volvió los ojos hacia mí y enseguida los desvió hacia el otro lado de la calle, donde se hallaba el Zero. Se encogió de hombros sin llegar a mirarme a la cara.
—Dios sabe que tienes suficientes motivos para hacerlo.
—Y tú estuviste de acuerdo con él —dije.
Volvió a observarme, ahora con expresión menos seria.
—Si así fue, ¿qué estoy haciendo aquí ahora mismo?
Me rasqué la cabeza, pensativo.
—Vale. Ahí me has pillado.
—Además —continuó—, estaba preocupada por ti.
—¿Preocupada?
Asintió.
—Morgan ha hecho algo que lo mantiene oculto incluso de las habilidades del Consejo de Veteranos. Temía que pudiera venir aquí.
Querida cara de póker, no me falles ahora.
—Sería una locura —dije—. ¿Por qué iba a hacer eso?
Enderezó los hombros y me miró con firmeza.
—Tal vez porque es inocente.
—¿Y?
—Hay ciertas personas que han solicitado permiso al Consejo de Veteranos para investigarte e interrogarte bajo la presunción de que eres el traidor que ha estado proporcionando información a la Corte Roja. —Apartó de nuevo la vista—. De entre ellos, Morgan ha sido uno de los más activos.
Respiré hondo.
—Me estás diciendo que como Morgan sabe que el traidor no es él mismo, cree que soy yo.
—Y podría acudir a ti en un intento de demostrar su inocencia, o si eso falla…
—Matarme —finalicé la frase, en voz baja—. Crees que si va a acabar cayendo de todos modos, puede haber decidido llevarse por delante al verdadero traidor antes de que le corten el cuello.
De repente me vi obligado a preguntarme si Morgan había aparecido en mi puerta por las razones que me había dado. Anastasia había sido su mentora cuando él era aprendiz. Lo conocía de casi toda la vida. Literalmente, desde hacía generaciones.
¿Y si su juicio respecto a él era mejor que el mío?
Por supuesto, Morgan no estaba en condiciones de matarme con sus propias manos, pero no le haría falta. Lo único que tendría que hacer sería llamar a los centinelas y decirles dónde estaba. Había un montón de gente en el Consejo a quien yo no le gustaba. Caería junto a Morgan por prestar ayuda y cuidados a un traidor.
De repente me sentí ingenuo, vulnerable y tal vez un poco estúpido.
—Ya estaba bajo custodia —pregunté—. ¿Cómo consiguió escapar?
Luccio sonrió un poco.
—No estamos seguros. Pensó en algo que nosotros no. Y mandó a tres centinelas al hospital en su huida.
—Pero tú no crees que sea culpable.
—Yo… —Pensó durante unos segundos antes de continuar—. Me niego a permitir que el miedo me vuelva contra un hombre al que conozco y en el que confío. Pero no importa lo que yo piense. Hay pruebas suficientes como para matarlo.
—¿Qué pruebas? —pregunté.
—¿Además de haberlo encontrado junto al cadáver de LaFortier con un cuchillo manchado de sangre en la mano?
—Sí —dije—. Aparte de eso.
Se pasó los dedos por su cabello rizado.
—La información a la que tuvo acceso la Corte Roja solo la conocía un pequeño grupo de sospechosos, de los cuales él era uno. Tenemos registros telefónicos en los que él contactaba con frecuencia con un agente reconocido de la Corte Roja. También hemos localizado una cuenta a su nombre en el extranjero en la que se habían depositado hacía poco tiempo varios millones de dólares.
Resoplé, burlón.
—Sí, no hay duda de que ha sido él. Morgan el mercenario, el de los símbolos de dólar en los ojos.
—Lo sé —dijo—. A eso es a lo que me refiero cuando digo que el miedo nubla el entendimiento de la gente. Todos sabemos que la Corte Roja va a volver a atacarnos. Sabemos que, si no eliminamos al traidor, su primer golpe podría ser fatal. El Merlín está desesperado.
—Bienvenido al club —murmuré. Me froté los ojos y suspiré.
Ella me rozó el brazo de nuevo.
—Creí que tenías derecho a saberlo —dijo—. Siento no haber venido antes.
Cubrí su mano con la mía y la apreté con suavidad.
—Sí —dije—. Gracias.
—Tienes un aspecto horrible.
—Tú y tus hermosas palabras.
Me tocó la cara.
—Me quedan un par de horas antes de que tenga que volver al trabajo. Estaba pensando que una botella de vino y un masaje estarían bien.
Apenas pude reprimir un gemido de placer ante la mera idea de uno de los masajes de Anastasia. Lo que ella no supiese sobre infligir placer despiadado al cuerpo dolorido de un hombre era porque aún no había sido inventado. Pero, maldita sea, si había algo cierto era que no podía llevarla a mi apartamento. Si se enteraba de lo de Morgan, y si de verdad la intención de este era traicionarme, me asustaba lo fácil que sería que la cabeza de ella acabase rodando por el suelo junto a la de él y la mía.
—No puedo —respondí—. Tengo que ir al hospital.
Se preocupó.
—¿Qué ha pasado?
—Un cambiapieles me siguió el rastro esta misma noche, hace apenas un rato, cuando estaba en casa de Billy Borden. Kirby está muerto y Andi en el hospital.
Contuvo el aire, dolida.
—Dio, Harry, lo siento mucho.
Me encogí de hombros. Mi visión se desenfocó por un instante y me di cuenta de que no se había tratado solo de una excusa para mantenerla alejada de mi casa. Kirby y yo no habíamos sido hermanos de sangre ni nada similar, pero él había sido un amigo, una parte habitual de mi vida. Sí, esa era la expresión, «había sido».
—¿Hay algo que pueda hacer? —me preguntó.
Negué con la cabeza. Rectifiqué enseguida.
—En realidad, sí.
—Muy bien.
—Averigua todo lo que puedas sobre los cambiapieles. Voy a matar a este.
—De acuerdo.
—Mientras tanto —dije—, ¿hay alguna cosa que yo pueda hacer por ti?
—¿Por mí? —Hizo un gesto de negación—. Pero… a Morgan le vendría bien cualquier tipo de ayuda.
—Sí, claro —repliqué—, como si yo fuese a ayudar a Morgan.
Alzó las manos para poner paz.
—Lo sé, lo sé, pero yo no puedo hacer mucho. Todo el mundo sabe que fue mi aprendiz. Me están vigilando. Si intento ayudarlo de forma directa, me suspenderán como capitana de los centinelas. Eso en el mejor de los casos.
—¿No te encanta cuando a la justicia no le preocupan cosas tan nimias como la verdad?
—Harry —dijo—, ¿y si es inocente?
Me encogí de hombros.
—¿Como yo durante todos estos años? Estoy demasiado ocupado admirando la labor del karma como para echarle una mano a ese bastardo.
El Jaguar de Thomas pasó por el fondo del callejón, se subió a la acera y se detuvo. Miré hacia el coche.
—Ahí está mi transporte —dije.
Anastasia arqueó una ceja en dirección a Thomas y su Jaguar.
—¿El vampiro?
—Me debía un favor.
—Ya… —dijo. Su mirada hacia él no decía «Ñam, ñam». Parecía más bien la de alguien que calculase la dificultad para apuntar a un blanco móvil—. ¿Estás seguro?
Asentí.
—El Rey Blanco le ordenó que se portara bien. Lo hará.
—Hasta que deje de hacerlo.
—Los peatones no podemos elegir —dije.
—¿El Escarabajo ha muerto otra vez?
—Justo.
—¿Por qué no te buscas otro coche? —me preguntó.
—Porque el Escarabajo Azul es mi coche.
Anastasia me dedicó otra sonrisa leve.
—Me pregunto cómo lo haces para que algo así sea tan adorable.
—Es mi encanto natural —respondí—. Podría hacer parecer adorable una infección de hongos en el pie, si hiciera falta.
Puso los ojos en blanco, pero siguió sonriendo.
—Voy a regresar a Edimburgo para coordinar la búsqueda. Si hay algo que…
Asentí.
—Gracias.
Me puso las manos en las mejillas.
—Siento lo de tus amigos. Cuando esto termine buscaremos un lugar tranquilo para relajarnos.
Ladeé la cabeza para besarle la muñeca y estreché con suavidad sus manos entre las mías.
—Mira, no puedo hacerte ninguna promesa, pero si averiguo algo que pueda ayudar a Morgan, te lo haré saber.
—Gracias —dijo en voz baja.
Se puso de puntillas y me dio un beso de despedida. Luego se giró y se desvaneció entre las sombras del callejón.
Esperé a que se fuera para volverme y unirme a mi hermano en el Jaguar blanco.
—Maldita sea, esa chica está buena —dijo Thomas, saboreando las palabras—. ¿Dónde vamos?
—Deja de mirar —dije yo—. A mi casa.
Si Morgan iba a jugármela, sería mejor averiguarlo ya.