Capítulo 2
2
Morgan dormía. Yo aún tenía grabada la primera impresión que en su momento me había producido aquel tipo: alto, muy musculoso y con un rostro flaco y hundido de los que siempre he asociado con ascetas religiosos y artistas medio locos. Tenía el cabello castaño con canas aquí y allá, y una barba que, aunque siempre bien recortada, parecía necesitar todo el tiempo unas semanas más para que le saliera por completo. Tenía unos ojos duros, inmutables, y el encanto tranquilizador de un taladro dental.
Dormido parecía… viejo. Cansado. Me fijé en las profundas arrugas de preocupación que tenía entre las cejas y en la comisura de los labios. Sus manos, grandes y de dedos redondos, revelaban más sobre su edad que el resto de él. Sabía que tenía más de cien años, lo cual para un mago ya era rondar la madurez. Tenía cicatrices a lo largo de ambas manos. Los grafitis de la violencia. Los dos últimos dedos de la derecha estaban rígidos y algo torcidos, como si hubiesen sufrido una rotura grave y se hubieran soldado sin haberlos recolocado bien. Sus ojos estaban hundidos, y la piel que los rodeaba era lo bastante oscura como para parecer moratones. Quizá Morgan tuviese malos sueños también.
Resultaba difícil tenerle miedo cuando estaba dormido.
Ratón, mi enorme perro gris, se incorporó de su lugar habitual de siesta en la cocina y arrastró las patas hasta ponerse a mi lado. Cien kilos de compañía silenciosa. Contempló con serenidad a Morgan y después levantó la vista hacia mí.
—Hazme un favor —le dije—, quédate con él. Asegúrate de que no intenta caminar con esa pierna. Eso podría matarlo.
Ratón me dio un golpecito en la cadera con su cabeza, soltó un leve resoplido y caminó despacio hacia un lado de la cama. Se tumbó en el suelo, estirado cuan largo era, y enseguida se quedó dormido de nuevo.
Dejé la puerta casi cerrada del todo y me hundí en el sillón junto a la chimenea, donde podía masajearme las sienes y tratar de pensar.
El Consejo Blanco de Magos era el órgano de gobierno que regulaba el ejercicio de la magia en todo el mundo, y estaba integrado por los practicantes más poderosos. Formar parte de él era algo similar a ganarse el cinturón negro en un arte marcial. Significaba que te las podías arreglar bien tú solo, que poseías un talento real que era reconocido por tus colegas. El Consejo supervisaba el uso de la magia por parte de sus miembros de acuerdo a las Siete Leyes de la Magia.
Que Dios amparase al pobre practicante que rompiera una de ellas. El Consejo enviaría a sus centinelas a impartir justicia, lo que por lo general implicaba una persecución despiadada, un juicio superficial y una ejecución rápida. Eso si no habían matado antes al infractor por resistirse al arresto.
Suena duro, y lo es. Sin embargo, con el paso del tiempo me he visto obligado a admitir que podría incluso ser necesario. El uso de la magia negra corrompe la mente, el corazón y el alma del mago que la utiliza. No sucede de inmediato ni sucede todo a la vez. Es algo lento e infeccioso que crece como un tumor, hasta que la necesidad de poder consume toda la empatía y compasión que una persona haya podido sentir alguna vez. Para cuando un mago ha caído en esa tentación y se ha convertido en un hechicero, ya hay gente muerta. O peor que muerta. El deber de los centinelas era acabar con los hechiceros de una manera rápida. Por todos los medios necesarios.
No obstante, ser un centinela implicaba más que eso. También eran los soldados y protectores del Consejo Blanco. En nuestra reciente guerra contra las cortes vampíricas, la parte más dura de la lucha la habían llevado a cabo los centinelas, hombres y mujeres con un don para la magia rápida y violenta. Demonios, en la mayoría de las batallas, por llamarlas de alguna forma, había sido Morgan quien había estado en el centro de la pelea.
Yo había participado en la guerra, pero entre mis colegas centinelas los únicos que habían estado contentos de trabajar conmigo habían sido los reclutas más recientes. Los antiguos habían visto todos demasiadas vidas destrozadas por el abuso de la magia, y sus experiencias los habían marcado de una manera profunda. Con solo una excepción, yo no les gustaba, no confiaban en mí y no querían tener nada que ver conmigo.
Lo cual, en general, me parecía bien.
En los últimos años, el Consejo Blanco había descubierto que alguien estaba proporcionando información a los vampiros desde dentro. Había muerto mucha gente por culpa del traidor, pero él (o ella) nunca había sido identificado. Teniendo en cuenta cuánto me amaba el Consejo en general, y los guardianes en particular, el festival de la paranoia había evitado que mi vida se volviese demasiado aburrida. Sobre todo después de que me hubieran presionado para que yo mismo me uniese a los centinelas como refuerzo para la guerra.
Así pues, ¿por qué estaba Morgan aquí, pidiéndome ayuda justo a mí?
Diréis que estoy loco, pero mi yo suspicaz pensó de inmediato que Morgan trataba de embaucarme para que hiciese algo que me volviera a meter en líos serios con el Consejo. Diablos, ya había intentado matarme de la misma manera en otra ocasión, hacía unos cuantos años. Sin embargo, la lógica descartaba aquella idea. Si Morgan no tenía problemas reales con el Consejo, esconderlo de una persecución que no existía tampoco podría provocarme a mí ninguno. Además, sus heridas revelaban más acerca de su sinceridad que cualquier razonamiento. No eran fingidas.
Estaba huyendo de verdad.
Hasta que no averiguase algo más sobre lo que pasaba, no me atrevía a acudir a nadie para que me echase una mano. No podía preguntarle sin más a mis colegas centinelas sobre Morgan sin que resultase obvio que lo había visto. Eso solo serviría para atraer su atención. Y si el Consejo iba tras él, cualquiera que lo cubriese se convertiría en cómplice del crimen y también lo perseguirían. No podía pedir ayuda.
«A nadie más», me corregí. No me había quedado otra opción que llamar a Butters. Pero, siendo sinceros, el hecho de que no tuviese ninguna relación con el mundo sobrenatural lo aislaría un poco de cualquier posible consecuencia provocada por su complicidad. Además, Butters se había ganado algo de buena reputación ante el Consejo Blanco la noche en que me había ayudado a evitar que una secta de nigromantes de tamaño familiar convirtiera a uno de sus miembros en un dios menor. Le había salvado la vida a por lo menos un centinela, a dos si me contáis a mí, y se encontraba en mucho menos peligro que cualquier otra persona vinculada a la comunidad.
Como yo, por ejemplo.
Dios, la cabeza me estaba matando.
No podría plantearme ninguna acción inteligente mientras no supiese más acerca de lo que estaba sucediendo. Y no me atrevía a empezar a hacer preguntas por miedo a atraer una atención que no deseaba. Lanzarme de forma apresurada a una investigación sería un error, lo cual significaba que debía esperar hasta que Morgan pudiese contarme algo.
Así pues, me acomodé en el sillón para pensar un poco y comencé a concentrar mi respiración, tratando de relajarme para calmar el dolor de cabeza y aclarar mis ideas. Me salió tan bien que me quedé allí mismo durante seis horas seguidas, hasta entrado el anochecer de aquel verano de Chicago.
No me quedé dormido. Estaba meditando. Vais a tener que creerme.
Me desperté cuando Ratón soltó un sonido bajo y gutural que no llegaba a ser un ladrido, aunque bastante más corto y perceptible que si gruñese. Me incorporé y fui al dormitorio, y allí encontré a Morgan despierto.
Ratón estaba junto a la cama, con su ancha y pesada cabeza apoyada sobre el pecho de Morgan, que le rascaba las orejas ausente. Me miró de refilón y comenzó a incorporarse.
Ratón se apoyó en él con más fuerza y, con suavidad, volvió a dejarlo tumbado en la cama.
Morgan suspiró, sin duda molesto.
—Asumo que estoy manteniendo reposo obligatorio en la cama —dijo con una voz seca, algo que sonó como un graznido.
—Sí —dije con toda la calma del mundo—. Te han dado una buena paliza. El médico dijo que caminar con esa pierna sería una mala idea.
Entornó los ojos.
—¿El médico?
—Tranquilo. Nada oficial. Conozco a un tipo.
Gruñó. Luego se pasó la lengua por los labios resecos.
—¿Hay algo de beber?
Le traje agua fresca en una botella de las de salir a correr, con una pajita larga. Él sabía que no debía beber demasiado de golpe y dio sorbos lentos. Después respiró hondo y puso la expresión de alguien que va a meter una mano en el fuego a propósito.
—Grac… —comenzó a decir.
—Venga ya, cállate —interrumpí con un escalofrío—. Ninguno de los dos queremos tener esa conversación.
Tal vez lo imaginé, pero me pareció que se relajaba un poco. Asintió y volvió a cerrar los párpados.
—No te duermas todavía —le dije—. Tengo que tomarte la temperatura. Sería un poco embarazoso.
—Por las barbas de Cristo, sí —dijo Morgan, abriendo los ojos.
Fui a buscar mi termómetro, uno de esos antiguos de mercurio.
—No me has entregado —dijo cuando volví.
—Aún no. Quiero escucharte.
Asintió, tomó el termómetro y dijo:
—Aleron LaFortier está muerto.
Se colocó el termómetro en la boca, sospecho que con la intención de matarme con el suspense. Me resistí dedicándome a reflexionar sobre las implicaciones de aquello.
LaFortier era miembro del Consejo de Veteranos, siete de los magos más ancianos y capaces del planeta, los que controlaban el Consejo Blanco y mandaban sobre los centinelas. Era (había sido) delgado, calvo y un capullo santurrón. Yo en aquel momento llevaba una capucha puesta, así que no podía estar seguro, pero sospechaba que su voz había sido la primera del Consejo de Veteranos en declararme culpable durante mi juicio, y había argumentado en contra de que me indultaran por mis crímenes. Era un firme partidario del Merlín, el líder del Consejo, el cual a su vez estaba empeñado en ir contra mí.
En resumen, un tipo genial.
Sin embargo, también había sido uno de los magos mejor protegidos del mundo. Los miembros del Consejo de Veteranos no solo eran peligrosos por sí mismos, sino que además estaban custodiados por destacamentos de centinelas. Los intentos de asesinato habían sido más o menos habituales durante la guerra contra los vampiros, y los centinelas habían llegado a ser muy muy buenos protegiéndolos.
Até cabos a partir de ahí.
—Un trabajo interno —dije en voz baja—. Como el que mató a Simon en Arcángel.
Morgan asintió.
—¿Y te culpan a ti? —pregunté.
Asintió de nuevo y se sacó el termómetro de la boca. Le echó un vistazo y me lo pasó. Lo consulté. Treinta y siete y pico, y subiendo.
Busqué su mirada.
—¿Lo hiciste?
—No.
Resoplé. Lo creía.
—¿Por qué te han acusado?
—Porque me encontraron de pie junto al cuerpo de LaFortier con el arma homicida en la mano —contestó—. Además, apareció una cuenta bancaria a mi nombre, recién creada y con varios millones de dólares en ella, aparte de unos registros telefónicos que mostraban que tenía contacto habitual con un agente conocido de la Corte Roja.
Levanté una ceja.
—Vaya. Qué irracional por su parte llegar a esa conclusión.
Morgan torció la boca en una pequeña sonrisa amarga.
—¿Cuál es tu versión? —le pregunté.
—Me fui a la cama hace dos noches. Me desperté en el estudio privado de LaFortier en Edimburgo con un chichón detrás de la cabeza y una daga ensangrentada en la mano. Simmons y Thorsen irrumpieron en la habitación unos quince segundos más tarde.
—Te tendieron una trampa.
—Por completo.
Exhalé despacio.
—¿Tienes alguna prueba? ¿Una coartada? ¿Algo?
—Si así fuese —respondió—, no habría tenido que escapar del arresto. En cuanto me di cuenta de que alguien había hecho tantos esfuerzos para cargarme con la culpa, supe que mi única oportunidad… —La tos lo interrumpió.
—Era encontrar al verdadero asesino —acabé la frase por él.
Le volví a pasar el agua, dio unos cuantos sorbos casi atragantándose y se fue relajando poco a poco.
Unos minutos después me miró, exhausto.
—¿Vas a entregarme?
Lo observé un rato en silencio, luego suspiré.
—Sería mucho más sencillo.
—Sí —dijo.
—¿Seguro que te iban a ejecutar?
Su expresión se volvió incluso más lejana de lo habitual. Asintió.
—Lo he visto suficientes veces.
—Así que podría dejarte tirado.
—Podrías.
—Pero si hiciera tal cosa, no encontraríamos al traidor. Y puesto que tú morirías en su lugar, él quedaría libre para seguir actuando. Moriría más gente, y la siguiente persona a la que le tendería una trampa…
—Podrías ser tú —terminó él.
—¿Con mi suerte? —dije, sombrío—. No podría. Sería.
Aquella sonrisa amarga reapareció por un segundo en su rostro.
—Estarán usando hechizos de seguimiento para localizarte —continué—. Supongo que has empleado alguna medida para contrarrestarlos, porque si no ya estarían en la puerta.
Asintió.
—¿Cuánto va a durar? —pregunté.
—Cuarenta y ocho horas. Sesenta como mucho.
Afirmé despacio con la cabeza, pensativo.
—Estás con fiebre. Tengo algunos medicamentos guardados. Te los traeré. Con suerte podremos impedir que vaya a peor.
Volvió a asentir, y sus ojos hundidos se cerraron de nuevo. Se le habían agotado las pilas. Lo contemplé un instante, luego me di la vuelta y empecé a coger mis cosas.
—Mantenlo vigilado, chico —le dije a Ratón.
El perrazo se echó en el suelo junto a la cama.
Cuarenta y ocho horas. Disponía de casi dos días para identificar al traidor del Consejo Blanco, algo que nadie había sido capaz de hacer durante estos últimos años. Después de eso, Morgan sería localizado, juzgado y ejecutado. Y su cómplice, vuestro amigo y vecino Harry Dresden, sería el siguiente.
Nada motiva tanto como una fecha límite.
Sobre todo si el límite es la muerte.