Capítulo 12

12

—No me gusta —se quejó Morgan mientras yo empujaba su silla de ruedas por la gravilla hacia la calle, donde se encontraba la furgoneta que había alquilado Thomas.

—Vaya, qué sorpresa —le respondí. Morgan pesaba mucho, incluso con la ayuda de la silla—. Te molesta cómo hago las cosas.

—Es un vampiro —dijo—. No se puede confiar en él.

—Puedo oírte —dijo Thomas desde el asiento del conductor.

—Lo sé, vampiro —respondió Morgan sin levantar la voz. Se volvió de nuevo hacia mí.

—Me debe un favor —dije—. Por aquel intento de golpe de estado en la Corte Blanca.

Morgan me fulminó con la mirada.

—Mientes.

—Por lo que a ti respecta, es verdad.

—No lo es —dijo, seco—. Me estás mintiendo.

—Vale, sí.

Volvió a mirar la furgoneta.

—Confías en él.

—Hasta cierto punto —admití.

—Idiota —dijo, aunque no pareció que lo hiciese con todas sus ganas—. No se puede confiar en un vampiro de la Corte Blanca aunque parezca sincero. Tarde o temprano, su demonio toma el control. Y entonces no eres más que su comida. Es su naturaleza.

Tuve un arranque de rabia, pero lo reprimí antes de que me hiciera hablar.

—Fuiste tú el que acudió a mí, ¿recuerdas? Si no te gusta cómo te ayudo, tú mismo, te largas de mi vida y listo.

Morgan me miró disgustado, se cruzó de brazos… y cerró la boca.

Thomas encendió las luces de emergencia de la furgoneta, parada en la calle, se bajó y abrió la puerta lateral. Se acercó a Morgan y levantó la silla de ruedas del centinela herido con el mismo esfuerzo que haría yo para mover la compra desde el carrito del supermercado al maletero. La metió en la furgoneta con cuidado mientras Morgan sujetaba la bolsa de la vía, colgada de un pequeño soporte de metal anclado al brazo de la silla.

No me quedó otro remedio que admirar a regañadientes al viejo mago. Era un hijo de perra muy duro. Sin duda sufriendo un dolor agónico, sin duda exhausto, sin duda teniendo que moverse entre los restos de su propio orgullo destrozado, aun así era lo bastante terco como para seguir siendo paranoico e insoportable. Si no lo estuviera pagando todo conmigo, quizá lo hubiese admirado incluso más.

Thomas cerró la puerta de Morgan, me miró poniendo los ojos en blanco y regresó al asiento del conductor.

Molly llegó a mi lado, acelerada, cargando un par de mochilas y sosteniendo la correa de Ratón. Le hice un gesto y me entregó la mochila de nailon negro. Mi kit antiproblemas. Entre otras cosas contenía alimentos, agua, un botiquín, mantas de supervivencia, barras de luz química, cinta adhesiva, dos mudas de ropa, una navaja multiusos, doscientos dólares en efectivo, mi pasaporte y un par de mis libros de bolsillo favoritos. Siempre tenía aquella mochila preparada y a mano, por si se daba el caso de tener que largarme a toda prisa. Contaba con todo lo necesario para sobrevivir en el noventa por ciento de los lugares del planeta durante al menos un par de días.

Molly, por iniciativa propia, había comenzado a reunir su propio kit el mismo día que había descubierto la existencia del mío. Pero su mochila era rosa.

—¿Estás segura de esto? —le pregunté en voz lo bastante baja como para que Morgan no me oyera.

Ella asintió.

—No puede quedarse solo. Tú no puedes quedarte con él. Thomas tampoco.

Refunfuñé.

—¿Tengo que registrarte la mochila en busca de candelabros?

Negó con la cabeza, disgustada.

—No te sientas tan mal, pequeña —le dije—. Él tuvo un par de horas para irte llevando hasta esa situación. Y hablamos del mismo tío que casi te corta la cabeza durante todo aquel lío de la SplatterCon.

—No es eso —repuso en voz baja—. Fue por lo que te dijo. Por lo que te ha hecho.

Toqué su brazo con suavidad.

Me sonrió débilmente.

—Nunca… —siguió—. Nunca había sentido… tanto odio. De esa manera no.

—Tus emociones te pudieron. Eso es todo.

—No —insistió. Cruzó los brazos sobre el estómago, encorvando un poco los hombros—. Harry, te he visto dejarte la piel por ayudar a personas que estaban en problemas. Sin embargo, para Morgan eso no importa. No eres más que esa… esa cosa que hizo algo malo una vez y nunca serás nada más, nunca.

Ajá.

—Pequeña —le dije con parsimonia—, tal vez deberías pararte a pensar con quién estabas enfadada en realidad.

—¿Qué quieres decir?

Me encogí de hombros.

—Quiero decir que existe una razón por la que saltaste cuando la tomó conmigo. Tal vez el hecho de que se tratara de Morgan fuese solo una mera coincidencia.

Pestañeó varias veces, pero no lo bastante rápido como para impedir que le cayera una lágrima.

—Hiciste algo malo una vez —proseguí—. Eso no te convierte en un monstruo.

Cayeron dos lágrimas más.

—¿Y si es así? —Se secó las mejillas con un movimiento brusco, frustrado—. ¿Y si es así, Harry?

Asentí.

—Porque si Morgan tiene razón —dije— y yo soy una bomba de relojería y estoy intentando rehabilitarte, tú no tendrás ni una maldita oportunidad. Vale, lo pillo.

Apretó los labios. Su voz sonó tensa.

—Justo antes de que Ratón me tirase al suelo, quería… hacerle cosas a Morgan. A su mente. Hacer que actuara de manera diferente. Estaba tan enfadada… y me parecía bien.

—Sentir algo y actuar a partir de ese algo son dos cosas distintas.

Ella negó con la cabeza.

—Pero ¿quién querría hacer eso, Harry? ¿Qué clase de monstruo sentiría algo así?

Me colgué la mochila de un hombro para poder ponerle las manos en la cara y hacer que me mirase. Los ojos se le habían vuelto muy azules por las lágrimas.

—La humanidad entera. Molly, eres una buena persona. No permitas que nadie te quite esa idea de la mente. Ni siquiera tú misma.

Ya no se molestó en tratar de contener las lágrimas. Le tembló el labio. Tenía los ojos muy abiertos y las mejillas le ardían bajo mis dedos.

—¿Es… Estás seguro?

—Sí.

Agachó la cabeza y le temblaron los hombros. Me incliné para apoyar mi frente contra la suya. Nos quedamos así un momento.

—Todo está bien contigo —le dije en voz baja—. No eres un monstruo. Vas a estar estupendamente, pequeño saltamontes.

Unos golpecitos secos y agudos nos interrumpieron. Giré el cuello y me encontré a Morgan fulminándome con la mirada. Tenía en la mano un reloj de bolsillo (lo juro por Dios, un auténtico reloj de bolsillo de oro) y daba con impaciencia toquecitos en él con el dedo índice.

—Capullo —murmuró Molly, sorbiéndose la nariz—. Pedazo de capullo gruñón.

—Sí, pero tiene su parte de razón. Tic, tac.

Se frotó la nariz con una mano y se recompuso.

—Vale —dijo—. Vamos.

El complejo de espacios de almacenamiento de alquiler se encontraba a un par de manzanas de Deerfield Square, en una zona residencial bastante exclusiva del norte de Chicago. La mayoría de los edificios cercanos tenían un uso residencial, y resultaba difícil avanzar más de un cuarto de hora sin encontrarse con un coche patrulla.

Había escogido aquel escondrijo por una sencilla razón: cualquier persona sospechosa destacaría en ese ambiente de clase media alta como una mancha de mostaza bajo una luz negra.

Por supuesto, mi idea funcionaría mejor aún si yo no pareciese una de ellas.

Abrí la verja de seguridad con mi llave y Thomas condujo la furgoneta hacia mi trastero, una unidad de almacenamiento del tamaño de un garaje para dos coches. Abrí la cerradura de la puerta de acero y la levanté mientras Thomas sacaba a Morgan del vehículo. Molly salió justo después y, cuando le hice una seña, empujó la silla de Morgan hacia el interior. Ratón descendió y nos siguió. Bajé la puerta de nuevo e invoqué la luz de mago en el amuleto, que sostenía en la mano derecha. Su brillo azul y blanco llenó el lugar.

El interior estaba casi vacío. Había una tienda de campaña con un saco de dormir y una almohada situada más o menos en el centro de la unidad junto a un baúl que había llenado de alimentos, agua embotellada, velas y otros suministros. Había un segundo baúl junto al primero y contenía armas y artilugios mágicos; una vara explosiva de repuesto y todo tipo de pequeños objetos útiles que podía usar para una sorprendente variedad de trabajos taumatúrgicos. Al otro lado había un inodoro portátil con un par de jarras de líquido desinfectante.

El suelo, las paredes y el techo estaban cubiertos de sellos, runas y fórmulas mágicas. No eran hechizos de protección reales como los que tenía en mi casa, pero funcionaban bajo los mismos principios. Sin un umbral sobre el que haberlas creado, ni una sola de esas fórmulas era demasiado poderosa. Pero había muchas. Comenzaron a brillar con un resplandor plateado al reflejar la luz de mi amuleto.

—Guau —dijo Molly, mirando despacio a su alrededor—. ¿Qué es este sitio, Harry?

—Un escondrijo que monté el año pasado por si necesitaba un lugar tranquilo donde no tener mucha compañía.

Morgan también observaba. Su rostro estaba pálido y demacrado por el dolor. Recorrió el lugar con la mirada.

—¿De qué es esa mezcla? —preguntó.

—Ocultación y alejamiento, sobre todo —respondí—. Además de una jaula de Faraday.

Asintió sin dejar de mirar a su alrededor.

—Parece adecuado.

—¿Qué significa eso? —preguntó Molly—. ¿Una jaula de qué?

—Así llaman a la forma de proteger un equipo de los impulsos electromagnéticos —le dije—. Construyes una jaula de material conductor alrededor de la cosa que deseas proteger, y si un impulso la recorre, la energía se canaliza hacia la tierra.

—Como un pararrayos —dijo Molly.

—Más o menos —contesté—. Solo que, en lugar de electricidad, el mío está diseñado para detener magia hostil.

—Una sola vez —me corrigió Morgan con desdén.

—Sin un umbral no puedes hacer mucho más —refunfuñé—. La idea es protegerse de un asalto sorpresa el tiempo suficiente como para ser capaz de salir por la puerta trasera y echar a correr.

Molly observó la parte posterior de la unidad de almacenamiento.

—No hay puerta, Harry. Es una pared. Es algo así como lo contrario a una puerta.

Morgan señaló con la cabeza la esquina posterior del lugar, donde una gran superficie rectangular en el suelo aparecía despejada de runas o marcas de cualquier clase.

—Ahí —dijo—. ¿Dónde lleva?

—A tres pasos de uno de los senderos señalizados donde el Consejo tiene derecho de paso en el territorio Unseelie —respondí. Indiqué con un gesto la caja de cartón que había sobre el rectángulo—. Hace frío allí. Hay un par de abrigos en la caja.

—Un pasaje al Nuncamás —susurró Molly—. No había pensado en eso.

—Con suerte, el que venga a por mí tampoco —dije.

Morgan me miró de reojo.

—Uno no puede evitar pensar que este lugar parece ideal para esconderse y dar refugio a un fugitivo de los centinelas.

—Hmm… —dije—. Ahora que lo mencionas, sí. Sí, de verdad parece adecuado para eso. —Le dediqué una expresión inocente—. Solo es una extraña coincidencia, seguro. Es que soy uno de esos lunáticos paranoicos.

Morgan me seguía mirando con desconfianza.

—Acudiste a mí por una razón, Risitas —seguí—. Además, no había pensado tanto en los centinelas como en… —Negué con la cabeza y cerré la boca.

—¿En quién, Harry? —preguntó Molly.

—No sé quiénes son —contesté—, pero han estado involucrados en varias cosas últimamente. El Darkhallow, Arctis Tor y el golpe de estado en la Corte Blanca. Están demasiado versados en magia. Yo los llamo el Consejo Negro.

—No hay ningún Consejo Negro —soltó Morgan, tan rápido que solo podía tratarse de un acto reflejo.

Molly y yo intercambiamos una mirada.

Morgan resopló, impaciente.

—Cualquier acción que haya podido tener lugar ha sido obra de renegados que actuaban por su cuenta —afirmó—. No existe ninguna conspiración organizada contra el Consejo Blanco.

—Ya —dije—. Dios, pensaba que justo tú apoyarías la idea de una conspiración.

—El Consejo no está dividido —sentenció con la voz más dura y fría que jamás le había oído—, porque en cuanto nos volvamos los unos contra los otros estaremos acabados. No existe el Consejo Negro, Dresden.

Levanté las cejas.

—Desde mi punto de vista, el Consejo se ha estado volviendo contra mí durante la mayor parte de mi vida —dije—. Y eso que soy miembro. Tengo túnica y todo.

—Eres —escupió Morgan—, eres… —Estuvo a punto de ahogarse antes de dejar escapar un suspiro y terminar la frase—. Muy irritante.

Le sonreí.

—Eso es lo que dice el Merlín, ¿verdad? No existe ninguna conspiración contra el Consejo.

—Es la posición de todo el Consejo de Veteranos —contraatacó Morgan.

—Está bien, tipo listo —dije—. Entonces explícame qué te ha pasado a ti.

Me volvió a mirar mal, rojo de ira.

Asentí como si me hubiese dado la razón. Me volví hacia Molly.

—Este lugar debería protegerte de la mayoría de hechizos de seguimiento —le dije—. Y los hechizos de alejamiento deberían impedir que alguien pase por casualidad y se ponga a hacer preguntas.

Morgan soltó algo así como un gruñido.

—Sugerencias, no quejas —dije, exasperado—. Son de uso común y lo sabes.

—¿Qué debo hacer si viene alguien? —preguntó Molly.

—Un velo y a correr —respondí.

Negó con la cabeza, preocupada.

—No sé cómo abrir un camino al Nuncamás, Harry. No me has enseñado aún.

—Yo puedo enseñarle —dijo Morgan.

Nos callamos y lo miramos, sorprendidos.

Él permaneció muy quieto durante un segundo.

—Puedo hacerlo. Si se fija, quizá aprenda algo. —Me lanzó una mirada asesina—. Pero los portales se abren en ambos sentidos, Dresden. ¿Y si entra algo por ahí?

Ratón se dirigió al espacio abierto y se recostó a unos diez centímetros de él. Suspiró, se acomodó un poco y se volvió a dormir, aunque sus orejas saltaban con cada pequeño ruido.

Me acerqué al primer baúl y lo abrí, saqué un brik de zumo y se lo tendí.

—Tienes el azúcar bajo. Eso te pone de mal humor. Pero si llega un visitante inesperado del otro lado… —Me dirigí al segundo baúl, lo abrí y saqué una escopeta con el cañón recortado muy por debajo de la longitud mínima legal. La comprobé y se la pasé a Molly—. Está cargada con una mezcla de balas de acero y sal. Entre esto y Ratón, debería bastar para desanimar a cualquiera que entre.

—Bien —dijo Molly. Examinó la cámara del arma, la abrió y metió un cartucho. Comprobó el seguro y asintió.

—Le has enseñado a manejar armas pero no a abrir pasajes al Nuncamás —dijo Morgan.

—Ya hay suficientes problemas aquí, en el mundo real —respondí.

Morgan soltó otro gruñido.

—Bastante cierto. ¿Adónde irás tú?

—Al único lugar al que puedo ir.

Asintió.

—A Edimburgo.

Me volví hacia la puerta y la abrí. Miré a Morgan y luego a Molly, él con su brik de zumo, ella con su escopeta.

—Y vosotros dos portaos bien.