Capítulo 13

13

Magos y tecnología no son cosas que convivan demasiado bien, y eso hace que los viajes se vuelvan complicados. Parece que el efecto de algunos magos sobre los aparatos es más perjudicial que el de otros, pero si existe alguno en el mundo que se lleve peor con las máquinas que yo, no lo he conocido aún. De un par de veces que he subido a un avión, una he tenido una mala experiencia. Solo una. Después de que los ordenadores y los sistemas de navegación se estropearan, y después de que tuviésemos que hacer un aterrizaje de emergencia en un aeropuerto comercial diminuto, no me ha apetecido repetir el mal trago.

Los autobuses son mejores, sobre todo si te sientas al fondo, pero también dan problemas. No he viajado en ninguno durante más de quinientos o seiscientos kilómetros sin que acabáramos averiados a un lado de la carretera en medio de la nada. Los coches pueden ser útiles, sobre todo si se trata de modelos viejos. Cuanta menos electrónica, mejor. Sin embargo, incluso estos tienden a dar problemas de forma recurrente. Nunca he tenido un coche que funcionase bien más de quizá nueve de cada diez días. Y en general era incluso peor.

Los trenes y barcos son ideales, sobre todo si te mantienes bien lejos de los motores. La mayoría de los magos, cuando viajan, utilizan esos dos medios. O hacen trampa, como estaba a punto de hacer yo.

Al comienzo de la guerra contra las cortes vampíricas, el Consejo Blanco, con la ayuda de cierto mago e investigador privado de Chicago cuyo nombre no revelaré, negoció el uso de los caminos controlados por la Corte Unseelie en los confines del Nuncamás. El Nuncamás, el mundo de los fantasmas, espíritus y seres fantásticos de todo tipo, existe junto a nuestra realidad pero no tiene la misma forma. Eso significa que en ciertos lugares el mundo de los mortales se comunica con el Nuncamás en dos puntos que, si bien en este pueden encontrarse muy próximos entre sí, en el reino mortal están muy lejos el uno del otro. En resumen, el uso de los caminos implicaba que cualquiera que supiese abrir un portal entre los dos mundos podía tomar un atajo enorme.

En este caso, suponía que yo podía hacer el viaje desde Chicago, Illinois, a Edimburgo, Escocia, en una media hora.

El punto de entrada más cercano hacia mi destino en el Nuncamás se hallaba en un callejón oscuro detrás de un edificio que una vez había albergado una planta de envasado de carne. Habían muerto un montón de cosas allí, no todas de una manera limpia y no todas habían sido vacas. Sobre aquel sitio pesaba la siniestra sensación de aquello que es irrevocable, una especie de temor a lo efímero que pendía en el aire de una forma tan sutil que alguien poco observador no lo percibiría jamás. En el centro del callejón, una escalera de hormigón descendía hacia una puerta atrancada con maderas y cadenas. Hablemos de cómo ser exagerados.

Bajé por los escalones, cerré los ojos y extendí mis sentidos sobrenaturales, no hacia la puerta, sino hacia la pared de cemento junto a ella. Podía sentir lo delgado que era el mundo justo en aquel punto. Allí la energía palpitaba y vibraba bajo la aparente dureza de la superficie de la realidad.

Era una noche calurosa en Chicago, pero no lo sería en los caminos. Llevaba puesta una camisa de manga larga, unos pantalones vaqueros y dos pares de calcetines bajo un calzado de senderismo. El pesado abrigo de cuero me hacía sudar. Reuní mi voluntad y extendí la mano para abrir un camino entre dos mundos.

—Aparturum —susurré.

Siendo sinceros, suena un poco más dramático que como en realidad se ve. La superficie de la pared de hormigón se onduló con un destello fugaz de colores y comenzó a emitir un resplandor suave. Respiré hondo, aferré el bastón con las dos manos y avancé directo hacia el cemento.

Mi cuerpo atravesó lo que debería haber sido un muro de piedra y fui a parar a un bosque oscuro cubierto de escarcha y de una fina capa de nieve. Por suerte, esa vez el terreno de Chicago estaba más o menos al mismo nivel que el del Nuncamás. La vez anterior había habido una diferencia de diez centímetros que no esperaba y había terminado de culo en la nieve. No era para tanto, supongo, pero esa parte del Nuncamás estaba llena a reventar de cosas que no querrías que te considerasen torpe o vulnerable.

Eché un vistazo rápido a mi alrededor para orientarme. El bosque tenía el mismo aspecto que las otras tres veces que lo había cruzado. La ladera de una colina descendía por delante de mí y, por detrás, ascendía sin pausa hacia la noche. En la cima de la pequeña montaña donde me encontraba, según me habían contado, existía un desfiladero estrecho y muy frío que conducía al interior de las Montañas Unseelie; a Arctis Tor, la fortaleza de Mab. Más abajo, el terreno formaba estribaciones que luego se convertían en las llanuras donde terminaba la autoridad de Mab y empezaba la de Titania, la Reina del Verano.

Estaba en un cruce de caminos, algo bastante apropiado ya que venía de Chicago, una de las grandes encrucijadas del mundo. Un sendero recorría la montaña de arriba abajo. El otro lo atravesaba en un ángulo recto casi perfecto y avanzaba a lo largo de la ladera. Tomé el camino a la izquierda y seguí por esa ladera en el sentido contrario a las agujas del reloj, algo que los lugareños llaman sinistrorso. El sendero discurría entre árboles helados y de ramas curvadas por el peso de la escarcha y la nieve.

Me movía rápido, aunque no tanto como para resbalarme y torcerme un tobillo o abrirme la cabeza con una rama baja. El Consejo Blanco había obtenido el permiso de Mab para cruzar el bosque, pero eso no lo convertía en un lugar seguro.

Lo descubrí por mí mismo tras unos quince minutos de marcha, cuando de repente empezó a caer con suavidad nieve de los árboles que había a mi alrededor y varias figuras negras y sigilosas bajaron de ellos y me rodearon. Todo sucedió muy rápido, en un silencio perfecto. Eran una docena de arañas del tamaño de ponis, unas sobre el terreno helado y otras aferradas a los troncos y ramas de los árboles que había en torno a mí. Eran criaturas de cuerpo suave y bordes afilados como las arañas tejedoras, de extremidades largas, gráciles y de aspecto letal. Se movieron con una precisión casi elegante. Sus cuerpos, de tonos entre gris, azul y blanco, se fundían con la noche nevada.

Una araña que había bajado justo hasta el sendero frente a mí levantó las dos patas delanteras a modo de advertencia y me mostró unos colmillos del tamaño de mi antebrazo, de los que chorreaba un veneno de color lechoso.

—Alto, cosa humana —dijo la criatura.

Aquello daba más miedo que la simple aparición de arácnidos de tamaño familiar. Entre sus colmillos distinguí una boca que se movía, una que parecía perturbadoramente humana. Sus múltiples ojos brillaban como cuentas de obsidiana. La voz era algo que piaba y a la vez zumbaba.

—Alto, aquel cuya sangre nos calentará. Alto, intruso en el bosque de la Reina del Invierno.

Me detuve y contemplé el círculo de arañas. Ninguna de ellas parecía más grande o pequeña que las otras. Si tuviese que abrirme paso luchando, no habría ningún punto débil que pudiese aprovechar.

—Saludos —dije—. No soy un intruso, honorables cazadores. Soy un mago del Consejo Blanco, y los míos y yo contamos con el permiso de la reina para recorrer estos senderos.

El aire a mi alrededor tembló con los murmullos, los siseos y los chasquidos.

—Las cosas humanas hablan a menudo con falsas lenguas —dijo la araña líder a la vez que sus extremidades delanteras cortaban el aire, agitadas.

Levanté mi bastón.

—Supongo que también llevan siempre uno de estos, ¿eh?

La araña siseó, el veneno burbujeó en las puntas de sus colmillos.

—Muchas cosas humanas portan un palo largo semejante, mortal.

—Cuidado, Patas —le advertí—. Hablo con frecuencia con la propia reina Mab. No creo que quieras seguir por ese camino.

Las patas de la araña hicieron un movimiento ondulante, y se acercó a mí casi un metro. Las otras arañas hicieron lo mismo; todas se aproximaron más. Aquello no me gustaba, ni un poco siquiera. Si una de ellas me saltaba encima las tendría a todas sobre mí enseguida, y había demasiadas de aquellas malditas y enormes cosas como para poder defenderme bien.

La araña se echó a reír con un sonido hueco y burlón.

—Los mortales que hablan con la reina no viven para contarlo.

—Miente —sisearon las otras arañas. La palabra sonó como un zumbido leve a mi alrededor—. Y su sangre es caliente.

Contemplé todos aquellos colmillos enormes y me vino a la cabeza la imagen clara e incómoda de Morgan metiendo la pajita en ese condenado brik de zumo.

La araña que estaba frente a mí osciló un poco a la izquierda y otro poco a la derecha, un movimiento elegante cuyo único objetivo era distraer mi atención del hecho de que se había acercado a mí otros treinta centímetros.

—Cosa humana, ¿cómo vamos a saber lo que eres en realidad?

En mi opinión profesional, rara vez te dan oportunidades tan buenas.

Impulsé la punta del bastón hacia el frente junto con mi voluntad, la cual concentré en un área del tamaño de mi puño.

—¡Forzare! —grité.

Una fuerza invisible golpeó a la araña líder justo en el centro de aquella boca inquietante. Levantó del suelo las ocho patas de la gran bestia y la lanzó por el aire cinco metros hacia atrás contra el tronco de un roble enorme. La araña se aplastó contra él con un sonido espantoso, como si hubiera reventado una gigantesca botella de agua. Rebotó en el árbol y cayó en el suelo helado mientras sus patas temblaban y se sacudían con espasmos. Alrededor de ciento cincuenta kilos de nieve desprendida por el impacto cayeron desde las ramas y dejaron el cuerpo semienterrado.

Todo se quedó inmóvil, en silencio.

Entorné los ojos y recorrí con la mirada aquel círculo de arácnidos monstruosos. No dije nada.

La araña más cercana a su compañera muerta movió el peso de su cuerpo de una pata a otra con precaución. Entonces, en un tono de voz mucho más bajo, gorjeó:

—Permitid pasar al mago.

—Permitidle pasar de una maldita vez —murmuré para mí.

Eché a andar como si tuviera intención de aplastar cualquier otra cosa que se me interpusiera.

Las arañas se dispersaron. Seguí caminando sin detenerme, sin romper el paso y sin mirar hacia atrás. No sabían lo rápido que me latía el corazón o lo que me temblaban las piernas por culpa del miedo. Y, mientras no se diesen cuenta, todo iría bien.

Después de cien metros o así, volví la vista atrás. Vi entonces a las arañas reunidas alrededor del cuerpo de su compañera muerta. La estaban envolviendo en seda mientras sus colmillos se retorcían y se agitaban hambrientos. Sentí un escalofrío y se me revolvió el estómago.

Hay una cosa con la que puedes contar cuando visitas el Nuncamás: jamás te aburres.

Abandoné el camino del bosque para tomar un sendero junto a un árbol cuyo tronco había sido marcado con un pentáculo. Los árboles eran aquí de hoja perenne y se apiñaban a los lados. Había cosas que se movían entre la vegetación, fuera del alcance de mi vista. Hacían pequeños ruidos al escabullirse, y a duras penas llegaba a escuchar susurros agudos y voces sibilantes que venían del bosque que me rodeaba. Aterrador, aunque apropiado para el lugar.

El sendero conducía a un claro en el bosque. En el centro había un montículo de tierra de una docena de metros de ancho y casi los mismos de alto, cubierto de gran cantidad de piedras y enredaderas. Unas losas enormes de roca formaban los lados y el dintel de una puerta negra. Una figura solitaria con capa gris permanecía junto a la puerta, un joven delgado con aspecto de estar en forma, con pómulos tan afilados como para rallar pan y ojos color azul cobalto. Bajo la capa gris llevaba un traje caro de cachemira azul oscuro, camisa color crema y corbata de tono cobre metalizado. Un bombín negro coronaba el conjunto y, en lugar de un bastón como el mío o una vara explosiva, llevaba en su mano derecha un bastón de paseo de pomo plateado.

Lo tenía extendido hacia delante y me apuntaba con él. Me observaba con los ojos entornados, serios, según me acercaba por el sendero.

Me detuve y saludé con la mano.

—Tranquilo, Steed.

Bajó el bastón y una sonrisa transformó su rostro hasta hacerlo parecer unos diez años más joven.

—Ah —dijo—. Un look no demasiado obvio, espero.

—Es un clásico —respondí—. ¿Cómo vas, Chandler?

—Mi elegante culo se está congelando —dijo, jovial, con su refinado acento del mismísimo Oxford—, pero aguanto gracias a mi extraordinaria cuna, a mis años de preparación académica y a toneladas métricas de flema británica. —Aquellos intensos ojos azules me echaron un vistazo de nuevo y, aunque su expresión no cambió, su voz sonó algo preocupada—. ¿Cómo estás, Harry?

—Una noche larga —dije a la vez que avanzaba—. ¿No se supone que deberíais ser cinco como tú los que vigilaseis la puerta?

—¿Cinco como yo custodiando la puerta? ¿Te has vuelto loco? El poder de tanto estilazo concentrado desintegraría a cualquier visitante con solo mirar.

Estallé en una carcajada breve.

—¿Debes utilizar tus poderes solo para el bien?

—Correcto, y eso haré. —Inclinó la cabeza, pensativo—. No recuerdo la última vez que te vi por aquí.

—Solo vine de visita en una ocasión —dije—, y eso fue hace unos años, justo después de que me reclutaran.

Chandler asintió, serio.

—¿Qué te trae de Chicago?

—Me he enterado del asunto de Morgan.

La expresión del joven centinela se oscureció.

—Sí —dijo en voz baja—, es… difícil de creer. ¿Has venido para ayudar a encontrarlo?

—He encontrado a otros asesinos antes. Imagino que puedo hacerlo de nuevo. —Hice una pausa. Por alguna razón, Chandler solía trabajar casi siempre cerca del Consejo de Veteranos. Si alguien estaba al tanto de los rumores, era él—. ¿Con quién crees que debería hablar de ello?

—La maga Liberty coordina la búsqueda —respondió—. El mago Escucha el Viento se encarga de investigar la escena del crimen. Anciana Mai está difundiendo el mensaje al resto del Consejo para convocar una sesión de emergencia.

Asentí.

—¿Qué hay del mago McCoy?

—A la espera con un equipo de asalto, según las últimas noticias que tengo —respondió Chandler—. Es uno de los pocos de los que se puede esperar razonablemente que derrote a Morgan.

—Sí, Morgan es como un grano en el culo. Bien pensado. —Temblé y di golpecitos con los pies en el suelo para entrar un poco en calor—. Tengo cierta información que les va a interesar. ¿Dónde puedo encontrarlos?

Chandler lo meditó.

—Anciana Mai debería estar en el Salón Cristalino, la maga Liberty se encuentra en las oficinas, el mago McCoy debe andar cerca de la Sala de Guerra y el mago Escucha el Viento y el Merlín están en las habitaciones de LaFortier.

—¿Y el Guardián de la Puerta? —le pregunté.

Chandler se encogió de hombros.

—Guardando la puerta, me atrevería a decir. Al único mago al que veo con menos frecuencia que a ti es a él.

Asentí.

—Gracias, Chandler.

Me coloqué frente él con gesto serio y adopté una voz solemne y formal para seguir los protocolos de seguridad de más de cinco siglos de antigüedad.

—Solicito entrada a los Salones Ocultos, oh, centinela. ¿Puedo pasar? —dije.

Me miró un momento y afirmó con la cabeza de forma lenta, regia, con los ojos centelleando.

—Sé bienvenido a la sede del Consejo Blanco. Entra en paz y parte en paz.

Asentí y avancé a través del pasaje abovedado.

Entraba en paz, eso seguro. Pero si el asesino merodeaba por allí y descubría lo que estaba tramando, no partiría en paz.

Partiría en pedazos.