Capítulo 44
44
Mientras corría, intenté realizar un seguimiento de la batalla entre el Consejo Blanco y las fuerzas que el traidor había traído a la isla. Fuera lo que fuese aquello que el enemigo había llevado consigo, no era nada que tuviese forma humana, y además estaba por todas partes. Las fuerzas del Consejo, junto con las de la Corte Blanca, se desplegaban en semicírculo en la costa con las espaldas cubiertas por el lago. Los atacantes se acumulaban en la linde del bosque, donde les era posible ocultarse, y era probable que estuviesen haciendo ataques rápidos a intervalos irregulares. Las dos presencias humanas que habían llegado primero a la isla seguían juntas en el bosque, en la retaguardia de la lucha, y por un momento me sentí muy frustrado.
Pensé que si tuviese la oportunidad de avisar a los centinelas, de decirles dónde estaba el traidor, quizá podrían lanzar un ataque eficaz. Pero estaba seguro de que no iba a ser posible. Si utilizaba a la gente pequeña, tendría que detenerme para silbarles y que viniesen algunos para encomendarles la tarea. Incluso así, existía la posibilidad de que no fuesen capaces de localizar el objetivo correcto para señalárselo al Consejo con sus fuegos artificiales.
Además, un mago era un tipo de amenaza para la gente pequeña muy distinta de la que habían sido los vampiros o los hombres grises. Un mago, en particular uno lo bastante astuto como para haber permanecido oculto ante el Consejo durante años sin que se hubiesen descubierto sus planes de traición, los fulminaría como si fuesen meros insectos. Los mataría por docenas. Entendieran o no los riesgos, no iba a enviarlos a una cosa así.
Pero tenía que idear algo. La lucha no iba bien para el equipo local. La sangre se mezclaba con la lluvia en el centro del terreno fangoso donde se defendían.
Apreté los dientes, desesperado. Tenía que concentrarme en mi objetivo por el bien de mi hermano. Si dejaba de moverme ahora, si trataba de rescatar al Consejo y a la familia de Lara, Thomas podría morir. Además, si Ebenezar, Escucha el Viento y Anciana Mai no podían mantener a raya a sus atacantes, podía dar por seguro que yo no sería capaz de hacerlo mejor.
Tendrían que arreglárselas sin mí.
No llegué a la torre antes que el cambiapieles, pero, maldición, estuvo cerca. Supongo que ser un cambiaformas de tres metros de alto con los sentidos nocturnos de un depredador y una fuerza sobrehumana bastaba para superar incluso mi alianza con el espíritu de la isla.
Como presagio de lo que podría pasar durante el resto de la noche, era poco alentador. Sin embargo, si yo hiciera lo más sensato cada vez que las situaciones se volvían peligrosas, el mundo llegaría a su fin.
Resultó que moverse por el bosque sabiendo con certeza absoluta dónde poner los pies era casi lo mismo que hacerlo en un silencio absoluto. Llegué al final de los árboles y vi que el cambiapieles venía por el lado opuesto de la colina pelada. Me quedé inmóvil, cubierto por una barrera de arbustos y sombras.
El viento había seguido aumentando y se había vuelto más frío. Venía del nordeste, lo que significaba que el cambiapieles lo tenía a sus espaldas y que advertiría a la criatura si cualquier cosa intentaba sorprenderla desde atrás. Sin embargo, me daba una pequeña ventaja: a Melenas le sería imposible captar mi olor.
Subió por la colina. Sus miembros eran delgados, y su pelaje amarillo y duro no parecía afectado ni por lo que debió de haber sido un largo trayecto a nado ni por la lluvia que caía a rachas intermitentes. Rápidas, las nubes sobre nuestras cabezas se separaron por unos segundos y revelaron una luna casi llena. Una guadaña de luz plateada barrió por un momento la cima de la colina.
Me mostró a Thomas.
El naagloshii lo arrastraba por un tobillo. No llevaba camisa, y la parte superior de su cuerpo estaba tan cubierta de cortes finos y arañazos que parecían las carreteras de un mapa muy minucioso. Lo había golpeado también. Tenía un ojo tan hinchado que daba la impresión de que alguien le hubiese aplastado medio melocotón en la cuenca. Tenía además moratones oscuros por toda la garganta. Había sido estrangulado. Tal vez varias veces, tal vez por diversión.
Su cabeza, hombros y la parte superior de su espalda barrían el suelo y los brazos los seguían, inertes. Cuando el naagloshii se detuvo, vi que mi hermano movía un poco la cabeza, quizá tratando de buscar una vía de escape. Tenía el cabello empapado y pegado al cráneo. Le oí soltar una tos débil, congestionada.
Estaba vivo. Golpeado, torturado, casi ahogado en las aguas heladas del lago Míchigan, pero vivo.
Apreté los puños. Una furia incontenible empezó a arder en mi interior. No había planeado encargarme del naagloshii yo solo. Había querido que estuviesen allí también Lara y su gente, además de todos los miembros del Consejo que hubieran ido a la isla. Eso había sido parte del plan, crear un interés común mostrándoles que tenían un enemigo común. Después, atacar al naagloshii con una fuerza abrumadora y obligarlo a huir, como mínimo, para poder recuperar a Thomas. No había contado con que el traidor se presentara con tantos refuerzos.
Atacarlo en solitario sería una enorme estupidez. La ira podía volver a un hombre más atrevido de lo que sería en otras situaciones. Era posible que también sirviese para potenciar mi magia. Sin embargo, por sí sola, la ira no le da a ese hombre la fuerza o la habilidad que no tiene. Y tampoco le otorga a un mago mortal un poder invencible.
Si dejaba que me controlase, lo único que conseguiría sería hacer que me matara. Me tragué mi indignación y me obligué a mirar al naagloshii con ojos fríos, sin pasión alguna. Le prometí a mi rabia que, cuando tuviese una ocasión mejor, cuando encontrase algo que me diera una oportunidad real de victoria, no dudaría en atacar. Le daría el mejor golpe de mi vida, potenciado por la energía de Isla Demonio.
Concentré toda mi atención en el cambiapieles y esperé.
Un poco después me di cuenta de lo poderoso que era aquel ser. Ya lo sabía, por supuesto, pero no había sido capaz de apreciar la amenaza que representaba más allá de lo físico, a pesar de que lo había contemplado a través de mi visión de mago.
Aquel recuerdo brotó de nuevo y trató de darme de palos hasta dejarme inconsciente, como ya había hecho antes. Fue difícil, pero lo aparté de mí y logré ignorarlo.
A través de Isla Demonio, pude apreciar al cambiapieles de una manera más táctil. Se podía decir que él era su propia línea ley, su propia fuente de poder. Poseía tanta masa metafísica que el río oscuro de energía que fluía bajo la torre se veía en parte perturbado por su presencia, de la misma manera que la luna afecta a las mareas. La isla reflejaba aquella perturbación de muchas formas sutiles. Los animales huían del naagloshii como lo harían del olor de un incendio en el bosque. Los insectos dejaban de hacer ruido. Incluso los propios árboles parecían volverse silenciosos e inmóviles, a pesar del viento frío que debería hacer que sus ramas crujiesen y sus hojas susurrasen.
El cambiapieles se acercó a la cabaña donde se escondían Morgan y mi aprendiz. Entonces sucedió algo extraño.
Las piedras de la casa comenzaron a brillar con ondas de fuegos fatuos. No era mucha luz, solo la que bastaba para ser perceptible en la oscuridad. Sin embargo, cuando el naagloshii dio otro paso hacia delante, los fuegos fatuos brillaron más y adoptaron la forma de símbolos grabados en cada piedra con una llama refinada. No tenía ni idea de qué tipo de escritura era aquella. Y nunca antes había visto aquellos símbolos.
El naagloshii se detuvo, y otro parpadeo de la luz de la luna me dejó ver cómo mostraba los dientes. Dio un nuevo paso al frente y los símbolos se iluminaron aún más. Soltó un gruñido bajo y trató de dar otro paso.
De repente, su pelaje se aplastó contra la parte frontal de su cuerpo, y él pareció incapaz de avanzar más. Se quedó allí con una pierna levantada y soltó una maldición en un idioma que no identifiqué. Entonces retrocedió varios pasos, gruñendo más, y se volvió hacia la torre en ruinas. Se aproximó a ella con un poco más de cautela que hacia la cabaña, y de nuevo esos sellos aparecieron sobre las piedras, rechazando de alguna forma al naagloshii antes de que se pudiese acercar a menos de dos o tres metros.
Soltó un gruñido de frustración, murmuró algo para sí y, agitando una mano, envió corrientes invisibles de poder que volaron hacia la torre. Los símbolos se limitaron a brillar más por un instante, como si absorbieran la magia con la que el cambiapieles en teoría había intentado dañarlos.
Maldijo otra vez y levantó a Thomas con aire distraído, como si planeara abrirse camino a través de las piedras reventándolas con su cráneo. Entonces miró a mi hermano, maldijo un poco más y negó con la cabeza, murmurando para sí mismo algo siniestro. Se alejó de la torre. Sin duda parecía frustrado, igual que también sin duda parecía familiarizado con esos símbolos que permitían a las piedras rechazar el poder de un cambiapieles con tanta facilidad como si fuese agua de lluvia.
Esa presencia extraña que era Isla Demonio rara vez parecía transmitir algo de sí misma que resultase comprensible. Pero en esa ocasión, por unos instantes, lo hizo. Mientras el cambiapieles se retiraba, el espíritu de la isla se permitió un momento de engreída satisfacción.
¿Qué diablos era aquello?
Daba igual. No importaba. O, más bien, lo podría investigar en otras circunstancias. Lo importante era que el juego acababa de cambiar.
Ya no tenía que arrebatar a Thomas de las garras del cambiapieles y luego buscar una manera de derrotarlo. Lo único que debía hacer era separarlo de Thomas. Si lograse hacerme con mi hermano y llevarlo hasta el círculo de la torre derruida o dentro de las paredes de la cabaña, todo podría ir bien. Si las propias piedras de la cabaña rechazaban al cambiapieles, todo lo que tendríamos que hacer sería que Molly activase el cristal y esperar a que el naagloshii se marchara. Al margen del resultado de la batalla de aquella noche, al final el Consejo ganaría. Incluso lo peor que ellos nos pudieran hacer seguiría siendo un destino mejor que el que nos esperaría con el cambiapieles.
En un destello de claridad de pensamiento, reconocí que había un millón de cosas que podían ir mal en ese nuevo plan. Pero, por otro lado, con él contaba con una ventaja significativa: había al menos una cosa que podía salir bien, que era justo una más de las que conseguiría si ejecutaba sin ayuda el plan anterior, el de «recuperar a mi hermano y cargarme al cambiapieles».
Es decir, podía sacarlo adelante.
—¡Mago! —gritó el naagloshii. Se volvió hacia la casa y comenzó a caminar despacio en círculo a su alrededor—. ¡Mago! Muéstrate. Entrégame al guerrero condenado.
No contesté, por supuesto. Estaba ocupado cambiando de ubicación. Si seguía caminando en círculos alrededor de la cabaña, el cambiapieles terminaría pasando justo entre la puerta y yo. Si lo sincronizaba bien, podría desencadenar una explosión cinética que arrancara a Thomas de su presa y lo lanzase hacia la cabaña.
Desde luego, también podría fracasar y no ser capaz de soltarlo de sus garras, en cuyo caso podría provocar un latigazo tan violento en el cuerpo inerte de mi hermano que le rompería el cuello. O podría tener éxito y golpearlo tan fuerte como para detenerle el corazón o colapsarle un pulmón. O, si no apuntaba bien, podría liberar a Thomas de sus manos para lanzarlo contra un muro de piedra. Teniendo en cuenta el mal aspecto que tenía, eso podría matarlo.
Aunque, claro, si no hacía nada, el cambiapieles lo mataría de todos modos.
Así que tendría que salir perfecto.
Me coloqué en posición y me pasé la lengua por los labios, nervioso. Era más difícil trabajar con la energía cinética pura, con la fuerza, que casi con cualquier otro tipo de magia. Al contrario que con el fuego o los rayos, invocar fuerza pura requería que todo en el hechizo proviniera de la mente y la voluntad del mago. El fuego, una vez invocado, se comportaba como fuego, a menos que lo modificases para hacer algo distinto. Lo mismo pasaba con el rayo. Sin embargo, la voluntad en bruto no tenía ningún equivalente en el orden natural, por lo que su visualización en la mente del mago que la usaba debía ser muy vívida e intensa.
Esa era una de las razones por las que solía usar mi bastón u otro objeto, para ayudarme a enfocar mi concentración cuando trabajaba con ella. Por desgracia, mi bastón estaba a varios minutos de distancia. Y mis anillos de energía cinética, aunque tenían poder suficiente para esa tarea, estaban diseñados para enviar lanzas de energía destructiva. Para hacer daño. No había diseñado la magia que contenían pensando en hacer modificaciones sobre la marcha. Si usaba los anillos no podría suavizar el golpe, por así decirlo. Podría matar a Thomas.
—¡Mago! —gruñó el naagloshii—. ¡Me estoy cansando de esto! ¡He venido a honrar el intercambio de prisioneros! ¡No me obligues a tomar lo que quiero por la fuerza!
Solo unos pocos pasos más y estaría en posición.
Me temblaban las piernas. Me temblaban las manos. Me las quedé mirando en estado de shock durante un momento y me di cuenta de que estaba aterrorizado. El espectro mental del cambiapieles golpeaba las puertas de mis pensamientos y arañaba mi concentración de forma salvaje. Recordé la destrucción que había causado el naagloshii, las vidas que se había llevado y la facilidad con la que había evitado o superado todas las amenazas que se habían puesto en su camino.
Cualquier cosa que no fuese ejecutar el hechizo a la perfección le costaría la vida a mi hermano. ¿Y si el cambiapieles era capaz de sentir el hechizo antes de que llegara? ¿Y si calculaba mal la fuerza que necesitaba usar? ¿Y si fallaba? Ni siquiera estaba utilizando un objeto para ayudarme a enfocar el poder, y encima mi capacidad de control ya de por sí era un poco inestable cuando tenía un buen día.
¿Qué pasaría durante los segundos posteriores al hechizo? Aunque me las arreglase para realizarlo bien, me quedaría al descubierto, con un vengativo y enfurecido naagloshii para hacerme compañía. ¿Qué me haría? La imagen de Lara a medio cocinar sacándole a Madeline los intestinos continuaba grabada a fuego en mis pensamientos. En cierto modo, sabía que con el naagloshii sería peor. Mucho peor.
Entonces me sobrevino la duda más desagradable de todas. ¿Qué pasaría si todo esto hubiera sido para nada? ¿Y si el traidor escapaba mientras yo andaba dando vueltas por aquí? ¿Y si el poder político decidía que Morgan pagase el precio de la muerte de LaFortier a pesar de todo?
Dios. Necesitaba de verdad aquella cerveza fría y aquel buen libro.
—No la cagues —susurré para mis adentros—. No la cagues.
El cambiapieles pasó frente a la puerta de la cabaña vacía. Un segundo después, arrastró a Thomas hasta el punto donde se alineaba entre la puerta y yo.
Levanté la mano derecha, enfoqué mi voluntad y ordené mis pensamientos mientras las cifras y fórmulas de cálculo de la fuerza no paraban de cambiar y de dar vueltas en mi cerebro.
Extendí los dedos.
—¡Forzare! —grité.
Algo de más o menos el tamaño y la forma de la pala de una excavadora surcó a toda velocidad el terreno entre mi hermano y yo, levantando tierra y grava, raíces y plantas. La fuerza invisible penetró en la tierra tres centímetros por debajo de Thomas, golpeó su forma inmóvil y lo arrancó del agarre del naagloshii. Thomas fue dando tumbos por el suelo durante tres o cuatro metros hasta la puerta. Y se golpeó la cabeza de manera salvaje contra el marco de piedra según la cruzó.
¿Había oscilado su cabeza como si fuese de goma después del impacto?
¿Le había roto el cuello a mi hermano?
Solté un grito de agonía. Al mismo tiempo, el cambiapieles se giró hacia mí encorvado y lanzó un rugido furioso. Hizo vibrar el aire a su alrededor y provocó que las gotas acumuladas en las hojas de los árboles cayeran a tierra como un pequeño chaparrón. Aquel rugido contenía toda la furia de un ego maníaco al que hubiesen ofendido mortalmente y encerraba la promesa de una muerte que solo podía ser descrita con la ayuda de una enciclopedia de tormentos, un diccionario de sinónimos y una copia de Anatomía de Gray.
Tanto el naagloshii que tenía grabado de forma cristalina en mi memoria como el que tenía delante en el aquí y ahora se abalanzaron a la vez sobre mí, enormes e imparables, decididos a aplastarme desde ambos lados y a hacerme pedazos.
Y, de repente, no me importó que aquella criatura fuese un enemigo al mismo nivel que todos los seres de pesadilla con los que nunca me atrevería a liarme a golpes. No me importó que fuese probable que estuviera a punto de morir.
Vi en mi mente la forma inmóvil de Kirby. Vi la figura pequeña y rota de Andi en su habitación de hospital. Vi las heridas de mi hermano y recordé la angustia que esa cosa me había provocado cuando lo había contemplado con mi visión. Esa criatura no tenía sitio en este mundo. Y si yo iba a morir, no iba a hacerlo lloriqueando de terror. Si iba a morir, no sería porque estuviese paralizado por el miedo y el trauma de mi visión de mago.
Si iba a morir, sería en un caos sangriento y espectacular.
—¡Vamos! —le grité al naagloshii.
El terror y la rabia hicieron que mi voz sonase aguda, fuerte, áspera. Ahuequé mi mano derecha como si me preparase para arrojar una pelota de béisbol, atraje mi voluntad y llené la palma con un fuego escarlata. Extendí hacia delante el brazo izquierdo y envié también mi voluntad a través del brazalete escudo que colgaba de él, preparando mi defensa. Según lo hice, sentí el poder de la tierra bajo mis pies. Lo noté brotando a mi alrededor, dándome energía para apoyarme.
—¡Vamos! ¡Vamos, monstruo sin picha!
La forma del naagloshii empezó a pasar de algo casi humano a algo parecido a un gorila, con sus brazos volviéndose más largos y sus piernas más cortas. Se lanzó hacia delante cubriendo a saltos la distancia entre nosotros a una velocidad aterradora, con elegancia y poder, rugiendo según se acercaba. Se fue desvaneciendo, haciéndose uno con la oscuridad según su velo se cerraba a su alrededor, invisible por completo para el ojo humano.
Pero Isla Demonio sí sabía dónde estaba Melenas. Y yo también.
En algún rincón lejano de mi mente donde al parecer mi sentido común tenía una especie de casa de vacaciones, mi cerebro se dio cuenta, consternado, de que me había echado a correr. Yo no recordaba haber tomado esa decisión, pero el caso era que estaba cargando en dirección al cambiapieles, gritando un desafío a modo de respuesta. Corría entregado a una rabia que estaba muy cerca de la locura y alimentaba el fuego en mi mano con más y más de ese poder, que manaba con mayor intensidad cada vez que uno de mis pies tocaba el suelo. Hasta que ardió con tanto brillo como un soldador de acetileno.
El naagloshii saltó hacia mí con las garras extendidas. Sus terribles ojos destellaban, visibles en el interior del velo.
Me deslicé sobre la cadera derecha como un jugador de béisbol y levanté mi escudo en oblicuo contra el cambiapieles. La criatura chocó con él como si fuese un muro de ladrillo y salió rebotada en la misma dirección en la que había saltado. Justo en ese momento bajé el escudo y grité:
—¡Andi!
Y le lancé un sol en miniatura a la tripa.
El fuego detonó en una explosión que arrojó al cambiapieles otros tres o cuatro metros hacia arriba dando tumbos de culo (una expresión que no tenía un maldito sentido, pero que parecía apropiada para ese momento). Me llegó a la nariz un horrible hedor a pelo quemado y carne chamuscada. Mientras caía, el cambiapieles aulló con lo que podía ser éxtasis salvaje o agonía. Rebotó con dureza un par de veces y rodó para ponerse de pie.
Corrió a toda velocidad hacia mí mientras su cuerpo cambiaba de nuevo bajo el velo que lo ocultaba y se transformaba en algo distinto, algo más felino quizá. No me importó. Me volví hacia la lluvia, el viento y los truenos que retumbaban a nuestro alrededor y reuní en el hueco de mi mano derecha una horda de rayos. Entonces, en vez de esperar a que me embistiera, lo apunté con mi otra mano y liberé todos y cada uno de los anillos de energía que me quedaban cargados, lanzando su fuerza letal en una única andanada.
El naagloshii aulló algo en una lengua que yo no conocía y las lanzas de fuerza rebotaron contra su velo, dejando donde impactaron anillos concéntricos de colores que se dispersaron. Apenas un segundo después, levanté mi mano ahuecada y grité:
—¡Thomas! ¡Fulminas!
Un trueno sacudió la cima de la colina con la suficiente potencia como para derribar varias piedras sueltas de la torre. El destello blanco y azul fue doloroso para los ojos. Unas ramificaciones nudosas de rayos saltaron hacia el naagloshii antes de que sus defensas se recuperasen tras desviar las explosiones de los anillos de fuerza. El trazado delicado y mortal de los rayos impactó en el centro exacto de su pecho y detuvo en seco su embestida. Otros rayos pequeños saltaron desde el principal y partieron el suelo de granito y pedernal en media docena de sitios, creando agujeros al rojo vivo del tamaño de calaveras.
El agotamiento me golpeó como una maza. Los ojos se me llenaron de puntitos de luz. Nunca antes había lanzado ataques tan duros. Incluso con la ayuda de Isla Demonio, el gasto de energía había sido increíble. Sabía que si me exigía demasiado, me desmayaría. Pero el cambiapieles aún seguía en pie.
Se tambaleó un poco hacia un lado y su velo vaciló por un instante. Tenía los ojos muy abiertos por la sorpresa. Podía adivinar lo que le rondaba por la cabeza: ¿cómo demonios lo podía atacar con tanta precisión si el velo lo volvía invisible casi por completo?
Durante una mínima fracción de segundo vi miedo en sus ojos, y mi cuerpo agotado rugió de furia, sintiéndose victorioso.
El naagloshii se recuperó y volvió a cambiar de forma. Con lo que pareció un esfuerzo nimio, se agachó, arrancó un pedazo de roca del tamaño de un bloque de acera y me lo lanzó. Cien o doscientos kilos volaron hacia mí como una bola rápida de la liga profesional.
Me tiré a un lado todo lo rápido que me permitió el cansancio a la vez que concentraba mi voluntad. En esta ocasión, las serpentinas de color blanco plateado del fuego del alma danzaron y brillaron alrededor de mi mano derecha. Me quedé en el suelo, demasiado agotado como para levantarme, y apreté los dientes con decisión mientras me cargaba de energía para el que iba a ser, de un modo u otro, mi último ataque.
No tenía ya aliento para gritar, pero sí podía murmurarle con mi voz ronca.
—Y esto va por Kirby, hijo de puta —escupí.
Liberé mi voluntad y chillé:
—¡Laqueus!
Una soga de fuerza pura destelló con el resplandor del fuego del alma y saltó hacia el cambiapieles. Él trató de rechazarla, pero estaba claro que no había esperado que fuese a ponerle el turbo a mi hechizo. Sus defensas apenas lo ralentizaron, y la soga dio tres vueltas rápidas alrededor de su cuello y lo oprimió de manera violenta.
El naagloshii frenó su carrera y se tambaleó a un lado mientras su velo caía poco a poco. Comenzó a cambiar de forma salvajemente, luchando por soltarse de aquel nudo sobrenatural. Fracasó. Mi visión se emborronó y se empezó a oscurecer, pero mantuve mi voluntad en él, apretando el lazo más y más fuerte.
Pataleó y forcejeó, furioso. Y en ese momento cambió de táctica. Se puso en cuclillas, desesperado, extendió una garra y trazó un círculo a su alrededor excavando un surco en la roca. Entonces tocó el círculo con su voluntad y sentí cómo aquel simple constructo mágico se activaba y cortaba el vínculo del hechizo con el origen de su poder: yo.
La cuerda de plata resplandeció y se desvaneció.
Permanecí allí tirado en el suelo, apenas capaz de levantar la cabeza. Miré hacia la cabaña y la seguridad que representaba, a poco más de diez metros de distancia. Igual hubiera dado que fuesen diez kilómetros.
El naagloshii se tocó con las garras la piel de la garganta y soltó un gruñido satisfecho. Sus ojos me buscaron. Su boca se abrió en una sonrisa carnívora. Entonces abandonó el círculo y comenzó a acercarse.
¿Un caos sangriento y espectacular?
Marchando.