Capítulo 43

43

Yo aún estaba luchando por poner orden en mi cabeza después del titánico batacazo que la explosión le había pegado al interior de mi cráneo. Entonces, un lobo de pelaje oscuro surgió de las sombras de la noche y embistió a Madeline Raith como un carro blindado. Oí cómo se rompían algunos huesos por el impacto, y la fuerza del ataque me quitó de encima a la vampira.

Will no se quedó quieto ahí. Ya la había golpeado, y no era tan tonto como para probar su fuerza en una lucha cuerpo a cuerpo con un vampiro, por mucho que los miembros de la Corte Blanca fueran físicamente los más débiles de su raza. En cuanto pisó el suelo, se volvió a perder en la oscuridad.

Madeline gritó de rabia, sorprendida, y su pistola soltó varias balas, aunque no estoy seguro de que a aquello se le pudiera llamar disparar. Estaba de rodillas, detonando aquella Desert Eagle enorme y vieja con una mano delicada y sosteniendo con la otra la botella de tequila, ahora rota. Entonces un lobo de color marrón claro se acercó en un silencio absoluto y le hundió los colmillos en el brazo del arma. El mordisco se clavó profundamente en los músculos y tendones de su antebrazo. Un ataque de precisión casi quirúrgica. Se le cayó de los dedos la pistola y se giró blandiendo la botella rota contra Georgia, pero las intenciones de esta de entablar una lucha justa con ella eran tan escasas como las de Will. Para cuando se hubo girado, Georgia ya se alejaba a saltos. Y Will, sin que Madeline se hubiese dado cuenta, volvía.

Los colmillos destellaban. La sangre pálida de la Raith se derramaba. Los dos lobos se lanzaban adelante y atrás a un ritmo perfecto, sin concederle nunca a la vampira la oportunidad de atrapar a ninguno de ellos. Cuando Madeline comprendió al fin su juego, trató de darse la vuelta en el mismo instante en que Georgia comenzaba a retirarse, para así adelantarse a Will. Sin embargo, Will y Georgia habían aprendido su oficio de un lobo real y tenían ya ocho años de experiencia en lo que vendrían a ser combates de poca intensidad pero muy letales. Habían defendido varios bloques de la universidad ante depredadores tanto sobrenaturales como mortales. Sabían cuándo Madeline iba a girarse, así que Georgia tan solo realizó una pirueta impulsándose con las patas y la atacó de nuevo por la espalda.

La vampira gritaba de pura frustración. Estaba furiosa. Y cada vez se movía más despacio. Los miembros de la Corte Blanca eran seres de carne y hueso. Sangraban. Y si sangraban lo suficiente, morían.

Me obligué a empezar a usar la cabeza de nuevo, y al fin me sacudí de encima los efectos tanto del beso psicóticamente delicioso de Madeline como de la conmoción de lo que quisiera que hubiese explotado. Me di cuenta de que estaba lleno de pequeños cortes y rasguños, de que en términos generales me encontraba bien y de que Atador estaba a menos de seis metros de mí.

—¡Will, Georgia! —grité—. ¡Arma!

Los lobos dieron un salto y se desvanecieron en el bosque sin apenas mover una hoja justo medio segundo antes de que Atador saliera de entre los árboles con una escopeta de asalto semiautomática apoyada contra el hombro. El mercenario también iba vestido con un traje de neopreno, aunque él se había puesto encima una chaqueta de combate y un arnés para el equipo y llevaba unas botas militares.

Atador apuntó el arma en dirección a Will y Georgia y comenzó a acribillar el bosque con disparos más o menos al azar.

Todo el mundo cree que los perdigones de escopeta cubren un área exageradamente grande, y que si apuntas una escopeta a la puerta de un garaje y aprietas el gatillo, podrás meter el coche por el agujero. No es así, ni siquiera cuando son escopetas de cañón muy corto, que permiten que los perdigones se dispersen más. Un arma de cañón largo, como la de Atador, repartirá los perdigones por un área solo como la de mis dedos extendidos, y hasta a cien o ciento cincuenta metros. Lo más seguro era que sus disparos no hubiesen acertado ni a un miserable objetivo, y, teniendo en cuenta su experiencia, sin duda él también lo sabía. Debió de haberlos lanzado para intimidar y así obligar a los lobos a mantenerse escondidos.

Suele ser difícil contar los disparos en mitad del fragor y la adrenalina del combate, pero yo supe que había disparado ocho veces. Lo supe porque había sentido a través de Isla Demonio los ocho casquillos de plástico y latón que habían ido cayendo en el suelo a su alrededor. Se colocó delante de Madeline para protegerla y metió la mano en un bolsillo, supuse que para recargar el arma con nuevos cartuchos.

No le di la oportunidad. Saqué el 44 de mi guardapolvo, me senté y traté de dejar de temblar. Apunté y apreté el gatillo.

El revólver retumbó y la pierna izquierda de Atador salió empujada hacia atrás como si alguien la hubiera golpeado con un mazo de diez kilos. Soltó un grito que sonó más a sorpresa que a dolor y cayó a plomo al suelo. En el extraño y pesado instante de silencio que siguió al disparo, casi sentí lástima por el tipo. Había tenido un par de días duros. Le oí tomar una bocanada rápida de aire y chillar dolorido con los dientes apretados.

Madeline se volvió con rapidez hacia mí. Su cabello oscuro se le había apelmazado con la lluvia. Sus ojos ardían con un blanco puro a medida que el ansia, el demonio de su interior, la alimentaba más y más con su poder y tomaba más y más el control. Su traje de neopreno estaba rasgado por varios sitios, y una sangre más pálida que la humana manchaba una piel también más pálida que la humana. No se movía todo lo bien que debería, pero avanzó hacia mí encorvada como un depredador, decidida e imparable.

Yo aún seguía bastante tocado y no creía que me diese tiempo o fuese capaz de concentrarme para lanzar un hechizo. Además, ya tenía la pistola en la mano. No usarla habría sido un desperdicio.

Apunté al lugar donde debía de estar el corazón de Madeline, pero mi disparo impactó en su estómago. Dadas las circunstancias, no había tenido tan mala puntería. Gritó y cayó sobre una rodilla. Entonces alzó sus ojos blancos y vacíos, llenos de furia, y se levantó y siguió su avance.

Volví a disparar y fallé, y repetí y volví a fallar. Agarré la pistola con ambas manos y apreté los dientes. Sabía que solo me quedaban dos balas. El siguiente disparo arrancó un pedazo de carne del tamaño de una pelota de tenis de uno de sus bíceps y la obligó de nuevo a clavar una rodilla en el suelo y a gritar.

Antes de que pudiera volver a moverse, apunté y disparé la última bala.

Acerté en el esternón casi justo entre sus pechos, bien marcados por el traje de neopreno. Su cuerpo se sacudió y su respiración se le escapó con un pequeño suspiro de sorpresa. Se tambaleó, parpadeó rápido y pensé que estaba a punto de caer.

Pero no lo hizo.

La vampira enfocó sus ojos blancos y vacíos en mí y abrió la boca en una sonrisa maníaca. Se agachó para recoger su arma caída. Tuvo que hacerlo con la mano izquierda. La derecha le caía inerte, cubierta de sangre.

Me estaba quedando sin opciones, así que le tiré mi revólver descargado a la cara. Lo apartó a un lado con un golpe de la Desert Eagle.

—Tú —dijo. Su voz sonó hueca, jadeante—. Eres un caso grave de herpes, mago. Incómodo, embarazoso, nada que sea una amenaza en realidad, pero no desapareces.

—Zorra —respondí, muy ingenioso yo. Aún no me había recuperado de la conmoción. Todo es relativo, ¿vale?

—No lo mates —dijo Atador con voz ronca.

Madeline le dirigió una mirada que podría haber congelado una botella de vodka.

—¿Qué?

Atador estaba sentado en el suelo. Su arma se encontraba fuera de su alcance. Debía de haberla tirado allí él mismo, porque aún la tenía en las manos cuando le había disparado y había caído. Atador se había dado cuenta de lo mal que iba la lucha para su bando y de que estando cojo era probable que no pudiese escapar, y estaba haciendo todo lo condenadamente posible para no parecer ni armado ni peligroso.

—Maldición de muerte —dijo, respirando con dificultad—. Podría arrasar la isla con ella.

Cogí aire, levanté la barbilla y traté de evitar que mis ojos se desenfocaran.

—Bum —dije, solemne.

Madeline tenía mal aspecto. Una de las balas podría haber seccionado una arteria. Era difícil saberlo en esa oscuridad casi total.

—Tal vez tengas razón, Atador —dijo—. Si se le diera mejor disparar, supongo que tendría problemas. En realidad, solo me encuentro algo molesta. —Sus ojos se abrieron un poco más y se relamió con un movimiento rápido de la lengua—. Y tengo que alimentarme para reparar mis daños. —Bajó la pistola, como si de repente le pareciera demasiado pesada como para sostenerla—. No te preocupes, Atador, cuando esté gritando mi nombre no maldecirá a nadie. E incluso si lo intenta… —se estremeció— estoy segura de que tendrá un sabor increíble.

Se acercó más a mí, una masa de piel pálida y carne destrozada, y de repente mi cuerpo se volvió loco de lujuria. Cuerpo estúpido. Con mi mente aún aturdida por la explosión, tenía mucho más control sobre mí de lo que solía.

Lancé un puñetazo a la cara de Madeline. Ella detuvo aquel golpe tan débil, agarró mi mano y me besó en el dorso de la muñeca. Un dulce rayo plateado estalló a lo largo de mi brazo y de mi espina dorsal. Lo que me quedaba de cerebro se evaporó y lo siguiente que noté fueron sus senos contra mi pecho, su boca contra la mía, despacio, dominándome con su sensualidad.

Y entonces un cadáver calcinado surgió del bosque.

Eso fue lo único que se me ocurrió para describirla. La mitad del cuerpo estaba más negra que una hamburguesa que se hubiese colado por las rejas de una parrilla. El resto estaba rojo y morado, plagado de contusiones y ampollas ensangrentadas y con algunas, solo algunas, tiras ocasionales de piel de un blanco pálido. Había mechones de pelo oscuro pegados a su cráneo. Y he dicho «describirla» porque técnicamente el cadáver era de una mujer, aunque eso apenas se apreciaba entre toda aquella carne abrasada y deshecha que olía un poco a tequila.

Lo único que en realidad reconocí fueron sus fríos ojos plateados.

Los ojos de Lara Raith brillaban con una furia demente. El ansia que transmitía aterrorizaba. Rodeó la tráquea de Madeline con su brazo izquierdo, amoratado e hinchado, y la apretó con una fuerza espantosa.

Madeline gritó cuando el brazo tiró de su cabeza con brusquedad hacia atrás. Dejó de emitir sonidos en cuanto el aire quedó aprisionado dentro de sus pulmones. El cadáver ennegrecido y quemado que era Lara Raith apoyó su cadera, estropeada por el fuego, contra la parte superior de la espalda de Madeline para usar su columna vertebral como palanca.

Cuando Lara habló, su voz pareció algo surgido del mismísimo infierno. Sonó baja, manchada por el humo, pero cada palabra fue igual de encantadora que siempre.

—Madeline —ronroneó—, llevo queriendo hacerte esto desde que éramos niñas.

La mano derecha de Lara, carbonizada, atrofiada como parecía, reducida a huesos y tendones, se deslizó de forma lenta y sensual por el abdomen tenso de Madeline. Despacio, muy despacio, Lara hundió sus dedos en la carne, justo debajo de la última costilla de su costado izquierdo. Madeline retorció el rostro y trató de gritar.

Lara se estremeció. Giró sobre sí misma. Y abrió un canal del ancho de sus cuatro dedos a través del estómago de Madeline, cortando la carne pálida a la vez que varias cosas húmedas, rojas y grises se escurrían hacia fuera.

La lengua de Lara, rosa brillante, asomó de su boca y tocó el lóbulo de la oreja de Madeline.

—Escúchame —siseó. Su mano quemada continuaba sacando cosas del cuerpo de Madeline. Un acto íntimo espantoso—. Escúchame.

El poder vibraba en aquellas palabras. Sentí un deseo enloquecido de lanzarme hacia la carne destrozada de Lara y entregarle mis oídos, de arrancármelos con mis propias manos si era necesario.

Madeline tembló. La fuerza había abandonado ya su cuerpo. Su boca continuó tratando de moverse, pero sus ojos se habían desenfocado ante el poder de la voz de Lara.

—Por una vez en tu vida —continuó Lara, besando el cuello de Madeline con sus labios rotos y quemados—, vas a ser útil.

Madeline puso los ojos en blanco y su cuerpo se derrumbó indefenso contra el de Lara.

Mi cerebro volvió al trabajo. Me aparté del nauseabundo pero cautivador abrazo de Lara y Madeline Raith. Atador estaba sentado, tapándose los oídos con las manos y con los ojos cerrados con fuerza. Lo agarré por las axilas y lo arrastré lejos de aquella imagen de las primas Raith entrelazadas.

Lo llevé unos cincuenta metros cuesta abajo, a través de una espesa vegetación, rodeando el tronco de un nogal viejo y grande. Sin duda, a Atador le dolía según tiraba de él. Se impulsaba con la pierna sana para hacer todo lo posible por ayudarme.

—¡Por todo el jodido infierno! —resopló cuando lo solté en el suelo—. Por todo el jodido infierno y todo su jodido azufre.

Me tambaleé y me senté frente a él. Me esforcé para recuperar el aliento y para expulsar de mi cabeza la visión de Lara devorando a Madeline.

—Y que lo digas.

—Algunos jodidos imbéciles que he conocido —siguió Atador— no pueden dejar de hablar de lo trágicos que son. Esos pobres y solitarios vampiros. Que son como nosotros. Jodidos idiotas.

—Sí —dije, y mi voz sonó ronca.

Nos quedamos allí sentados unos segundos. Desde lo alto de la pendiente se oyó un grito bajo, uno suave y lleno de deseo.

Nos estremecimos y tratamos de aparentar que no habíamos escuchado nada.

Atador me miró un momento.

—¿Por qué? —preguntó.

—Una vez que Lara se había puesto en marcha, era posible que no se detuviera. Te habría devorado a ti también.

—Muy cierto —afirmó Atador con énfasis—. Pero esa no ha sido la pregunta. ¿Por qué?

—Alguien tiene que ser humano.

Atador me observó como si estuviera hablando en un idioma en el que nunca hubiese sido muy bueno, y uno que además no hubiera oído en años. Entonces bajó la vista de forma abrupta. Asintió sin levantar la cabeza.

—Gracias, colega.

—Que te jodan —le dije, cansado—. ¿Cuánto mal ha hecho la bala?

—Ha roto hueso, creo. No ha salido. No ha alcanzado nada demasiado importante o ya estaría muerto.

Se había enrollado con fuerza un trozo de tela alrededor de la herida. Era probable que el traje de neopreno ayudase al actuar como vendaje a presión.

—¿Para quién trabajaba Madeline? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—No me lo dijo.

—Piénsalo —insistí—. Piénsalo bien.

—Lo único que sé es que se trataba de un tío con un montón de dinero. Nunca hablé con él. Cuando se comunicaban por teléfono lo hacían en nuestro idioma. No era su lengua natal. Sonaba como si la hubiese aprendido de alguien del continente.

Pensé sobre aquello. La televisión le hacía creer a mucha gente que se podía identificar la nacionalidad de alguien por su acento, pero en el mundo real los acentos pueden ser confusos como mil demonios, sobre todo cuando aprendes el idioma de un hablante no nativo. Imaginad el resultado, por ejemplo, de un polaco que aprende inglés de un alemán que enseña en una universidad belga. El acento que saldría de ahí retorcería el cerebro de cualquier lingüista.

Eché un vistazo a Atador.

—¿Puedes salir de aquí por tu cuenta?

Se estremeció.

—¿De este lugar? Joder que si puedo.

Asentí. Atador era responsable de la muerte de un centinela, pero no se podía considerar que hubiese sido algo personal. Podría cargarle esa culpa al cadáver de Madeline Raith.

—Vuelve a hacer negocios en mi ciudad o contra el Consejo y te mato. ¿Está claro?

—Como el agua, colega. Como el agua.

Me levanté para marcharme. No tenía el bastón, la vara explosiva ni el arma. Los había perdido en lo alto de la colina.

Volvería a por ellos más tarde.

—Espera —dijo Atador.

Resopló mientras se quitaba el cinturón, y estuve a punto de darle una patada en la cabeza al pensar que estaba sacando un arma. En su lugar, me lo ofreció. Tenía sujeta una riñonera negra de aspecto normal.

—¿Qué es eso? —le pregunté.

—Otro par de granadas aturdidoras —dijo.

Sumé dos y dos. Mi cerebro estaba de vuelta.

—Preferirías no tener nada que ver con la bomba que pilló a Lara, ¿eh?

—Muy cierto —dijo.

Empecé a volverle la espalda, pero me dio un toque en la pierna. Se inclinó un poco hacia mí y me dijo en voz muy baja:

—En el bolsillo impermeable hay un teléfono. La jefa me dijo que se lo guardara. Está apagado. Quizá esa dama de la policía lo encuentre interesante.

Lo miré con dureza un segundo. Hubo un entendimiento repentino entre ambos.

—Si esto sale bien —le dije—, tal vez olvide mencionarle a los centinelas que has sobrevivido.

Asintió y se dejó caer de nuevo en el suelo.

—No quiero volver a verte, colega —dijo—. Desde luego que no.

Abroché el cierre de la riñonera y me la colgué al hombro, donde podía alcanzar rápido el bolsillo si lo necesitaba. Entonces pasé al siguiente punto en la agenda: buscar a Will y Georgia.

Los dos estaban tumbados en el suelo a tal vez sesenta metros de donde los había visto por última vez. Parecía como si hubiesen estado rodeando el sitio de la lucha con Madeline, planeando volver por el otro lado. Caminé entre los árboles con facilidad y sin hacer ruido hasta que los encontré tumbados en el suelo, de nuevo en su forma humana.

—Will —susurré.

Él levantó la cabeza y miró distraído a su alrededor.

—¿Eh? ¿Qué?

—Soy Harry —dije, arrodillándome a su lado. Saqué mi amuleto con el pentáculo e infundí en él una luz suave—. ¿Estás herido?

Georgia murmuró algo, molesta por la luz. Los dos estaban abrazados de una manera íntima, y de repente me sentí muy… eh… incómodo. Apagué la luz.

—Lo siento —dijo Will, arrastrando las palabras—. Íbamos a volver, pero… se estaba muy bien aquí. Y todo es confuso.

—Perdí la pista —dijo Georgia—. Y me caí.

Sus pupilas estaban dilatadas como monedas de veinticinco centavos. Entonces entendí lo que les había sucedido: la sangre de Madeline. Sin saberlo, habían sido drogados al morder a un súcubo. Había oído historias sobre la sangre de la Corte Blanca, pero nunca había sido capaz de encontrar ninguna evidencia, y no era el tipo de temas que a Thomas le gustase tratar.

—Por todos los demonios —murmuré, frustrado. Madeline parecía tener la costumbre de infligir más daño por casualidad que a propósito.

Oí un grito de placer corto y desesperado. Venía de cerca, de donde sabía que ella y Lara yacían en el suelo. Luego solo hubo silencio.

Y entonces Madeline dejó de estar en la isla.

Levanté una mano y emití un silbido suave. Se oyó un sonido de aleteo, y a continuación una pequeña hada flotó en el aire junto a mí ocultando la luz que siempre brillaba a su alrededor cuando volaban. Podía oír el zumbido de sus alas y sentía su posición a través del intellectus de la isla. No se trataba de Tut-tut, sino de uno de sus subordinados.

—Monta una guardia alrededor de estos dos —le dije, señalando a Will y Georgia—. Ocúltalos y trata de despistar a cualquiera que se acerque.

La pequeña hada batió sus alas un par de veces en un borrón de luz azul para indicar que entendía la orden y se perdió en la oscuridad con un zumbido. Un momento después, un par de docenas de hadas de la milicia estaban en camino, guiadas por el miembro de mi guardia.

Tut y la compañía solían ser fiables, pero dentro de sus límites. Esto iba a suponerles un desafío. Sin embargo, en aquel momento no tenía otra manera de ayudar a Will y Georgia, y aquella locura aún seguía en marcha en la isla. Poner a la gente pequeña a vigilar no era una protección infalible, pero era lo único que tenía a mano. Tendría que confiar en que todo saliera bien.

Consulté a Isla Demonio para averiguar cómo les iba a Ebenezar y los otros. En ese instante, una sensación de perversidad pura me impactó en el cerebro y lanzó por mi espina dorsal oleadas de miedo y de rabia que supe que no me pertenecían. Me concentré en la fuente de esos sentimientos y de golpe comprendí la indignación de la isla ante la presencia de un visitante que detestaba. Había llegado a tierra por la orilla más apartada de Chicago y avanzaba con destreza entre los árboles, arrastrando con él a una presencia casi muerta.

A mi hermano.

El naagloshii había llegado a Isla Demonio.

Y allí estaba yo, sin aliados, sin la mayoría de mis armas y cada vez más presa del horror mientras el cambiapieles pasaba de largo la batalla en los muelles e iba en línea recta hacia la torre de Isla Demonio.

Hacia Molly. Hacia Donald Morgan. Y se movía deprisa.

Bajé la cabeza, consulté la ruta más rápida a lo alto de la colina y eché a correr con todas mis fuerzas, rezando por llegar a la torre antes que el cambiapieles.