Capítulo 6

6

Georgia le dijo a los paramédicos que era la hermana de Andi, lo cual era cierto desde un punto de vista espiritual, supongo, y la acompañó en la ambulancia hasta el hospital. Los paramédicos parecían preocupados.

Los policías se habían organizado en torno al cuerpo de Kirby y estaban precintando la escena del crimen.

—Tengo que estar aquí —dijo Billy.

—Lo sé —respondí—. Debo resolver esto, Billy. No puedo quedarme. No puedo permitirme perder ni un minuto.

Asintió.

—¿Qué necesito saber sobre los cambiapieles? —preguntó.

—Son… Son pura maldad, tío. Les gusta hacer daño a la gente. Cambian de forma, claro, y cuanto más miedo les tienes más poderosos se hacen. Se alimentan del temor, literalmente.

Billy me observó.

—Es decir, que no me vas a contar nada más. Porque no me serviría de ayuda. Crees que me asustaría.

—Sabíamos que se encontraba allí, estábamos preparados para enfrentarnos a él, y viste lo que aun así pasó —dije—. Si nos hubiera tendido una auténtica emboscada, podría haber sido peor.

Enseñó los dientes.

—Lo teníamos —masculló, enfadado.

—Lo teníamos de momento. Solo fue una pequeña ventaja. Y él lo vio y fue lo bastante listo como para marcharse para poder volver más tarde. Todo lo que hemos hecho ha sido demostrarle que deberá tomarnos en serio si quiere matarnos. No tendremos otra oportunidad como esa. —Le puse una mano en el hombro—. Georgia y tú quedaos cerca de Andi. A esa cosa le gusta de verdad hacer daño a la gente, y le encanta más aún cazar presas heridas. Andi todavía está en peligro.

—Lo pillo —dijo en voz baja—. ¿Qué vas a hacer tú?

—Averiguar por qué está aquí —respondí—. Hay en marcha un asunto del Consejo. Dios, no tenía intención de involucraros. —Me quedé mirando hacia el corrillo de policías que había alrededor del cadáver de Kirby—. No tenía intención de que sucediera esto.

—Kirby era una persona adulta, Dresden —dijo Billy—. Sabía lo que podía pasar. Él decidió estar aquí.

Lo cual era cierto. Pero no ayudaba. Kirby seguía estando muerto. Al principio no había sabido lo que era de verdad aquel cambiapieles aparte de una cosa horrible, pero eso no resolvía nada.

Kirby seguía estando muerto.

Y Andi… Dios, ni siquiera había pensado en eso. Andi y Kirby eran una pareja muy apegada. A ella se le iba a romper el corazón.

Eso si no moría también.

A Billy (imposible llamarlo Will) se le caían las lágrimas.

—No sabías que se nos iba a tirar encima así, tío. Todos te debemos la vida, Harry. Me alegro de que hayamos podido estar ahí para ayudarte. —Señaló con la cabeza hacia los policías—. Hablaré con ellos y luego iré con Georgia. Es mejor que te marches.

Intercambiamos apretones de manos. El suyo, duro por la tensión y la pena. Me despedí con un gesto y me marché. Las farolas volvieron a encenderse según salí por la puerta trasera del edificio de Will. Me metí por una calle pequeña y luego por un callejón que pasaba detrás de una librería en la cual ya no era bienvenido. Pasé por el punto exacto de ese callejón donde una vez casi había muerto y tuve un escalofrío. Ese día yo había esquivado por muy poco la guadaña.

Esta noche, Kirby no.

Mi cabeza no funcionaba como debería. Debería estar sintiendo algo. Maldición, debería estar furioso. Debería estar muerto de miedo. Algo. Pero no. Me parecía estar contemplando todo aquello desde un lugar frío y lejano, desde lo alto, muy atrás. Era, supuse, el efecto secundario de haberme expuesto a la auténtica forma del cambiapieles. O, más bien, el efecto de lo que había tenido que hacer para superarlo.

No me preocupaba que el cambiapieles pudiese saltar sobre mí en cualquier momento. Sí, claro que podría hacerlo, pero no así sin más. Los seres sobrenaturales como él tenían tanto poder que la propia realidad se retorcía a su alrededor por donde quisiera que fuesen, lo que provocaba unas cuantas consecuencias. Una era una especie de hedor psíquico que los acompañaba, la presencia que mi instinto había captado mucho antes de que ese ser hubiese estado en situación de hacerme daño de verdad.

Leed algunos cuentos tradicionales, de los que no hayan sido adornados por Disney y similares. Los de los hermanos Grimm, por ejemplo. No os contarán nada sobre los cambiapieles, pero os haréis una idea de cómo de oscuros pueden llegar a ser algunos de ellos.

Los cambiapieles son más siniestros aún. Tenéis que oír las historias de los navajos, los utes y otras tribus del sudoeste, pero tienen que ser las historias reales si queréis conseguir material jugoso de verdad. No hablan de ello a menudo porque el miedo genuino y cien por cien racional que inspiran esas historias solo hace más fuertes a esas criaturas. Menos aún hablan de ello con gente de fuera, porque los de fuera no tienen una base suficiente de folklore para saber cómo protegerse. Y porque nunca sabes si la persona a quien le estás contando esas historias tenebrosas podría ser un cambiapieles, uno que solo busca regodearse en un macabro sentido de la ironía. Sin embargo, yo llevo un tiempo ya en este mundillo y conozco a gente que conoce esas historias. Me han confiado algunas a plena luz del día mientras miraban nerviosos alrededor, como si temiesen llamar la atención de un cambiapieles al desenterrar esos recuerdos tétricos.

Porque a veces ocurría.

Son así de maliciosos. Incluso la gente que conoce el peligro que suponen, los que saben mejor que nadie en el mundo cómo defenderse, no hablan de ellos.

Pero eso, en cierto modo, jugaba a mi favor. Caminar por un callejón oscuro en mitad de la noche en Chicago y toparme con el lugar en el que casi me habían hecho pedazos no era lo bastante terrorífico comparado con la presencia de un cambiapieles. Si las cosas se ponían macabras y tenebrosas, al estilo de un capítulo de Historias del Más Allá, sabría que estaba de verdad en problemas.

Solo con eso, la noche ya estaba resultando…

Una figura pequeña, vestida con una chaqueta de los Cubs, apareció tras la esquina al final del callejón. La luz de las farolas, que había vuelto hacía poco, brilló en el pelo rubio de la sargento Karrin.

—Buenas tardes, Dresden.

… complicada.

—Murph —respondí, rígido.

Murphy era sargento de la Unidad de Investigaciones Especiales del Departamento de Policía de Chicago. Cuando tenía lugar algún suceso sobrenatural y la policía se veía involucrada, Murphy a menudo contactaba conmigo para consultar mi opinión. La ciudad no quería oír hablar de cosas «imaginarias» como cambiapieles o vampiros. Solo querían que el problema desapareciese. Murphy y el resto de agentes de Investigaciones Especiales eran quienes tenían que encargarse de ello.

—Pago a un tipo del depósito para que mantenga echado el ojo a ciertos vehículos —dijo—. Le pago con botellas de cerveza de McAnally. Y el tipo va y me llama para decirme que han traído tu coche.

—Ya.

Murphy se puso a caminar a mi lado según doblé la esquina hacia la acera. Medía un metro cincuenta justo, con pelo rubio que le caía un poco más allá de los hombros y ojos azules. Era más mona que guapa, como la tía favorita de alguien. Probablemente lo fuese. Tenía una familia católica irlandesa muy grande.

—Entonces voy y oigo hablar de un corte de electricidad —siguió— y de un disturbio enorme en los mismos apartamentos donde viven tus amigos los hombres lobo. Oigo hablar de una chica que quizá no salga adelante y de un chico que no lo hizo.

—Sí —dije. Quizá soné un poco seco.

—¿Quién fue? —preguntó.

—Kirby.

—Dios —dijo Murphy—. ¿Qué pasó?

—Algo rápido y desagradable me estaba siguiendo. Los lobos se le echaron encima. Las cosas salieron mal.

Murphy asintió y se detuvo, y me di cuenta vagamente de que estábamos cerca de su Saturn (una versión más moderna del que había explotado), aparcado sin mayor preocupación frente a una boca de incendios. Fue hacia el maletero y lo abrió.

—Eché un vistazo a ese montón de piezas que llamas coche. —Sacó un botiquín médico y una nevera portátil y los sostuvo en alto—. Esto estaba en el asiento del pasajero. Pensé que sería por alguna razón.

Por todos los demonios. Con la confusión del ataque y sus consecuencias me había olvidado por completo de por qué había salido de casa. Lo cogí según me lo ofrecía.

—Sí, estrellas y piedras, sí, Murph. Gracias.

—¿Necesitas que te lleve? —me preguntó.

Había pensado coger un taxi, si acaso, pero me venía mejor no gastar dinero si no tenía que hacerlo. Ser mago podría ser sexy, pero no se pagaba tan bien como otras carreras más lucrativas. Por ejemplo, la de las fuerzas de la ley.

—Claro —respondí.

—Qué casualidad. Necesito respuestas a varias preguntas.

Abrió la puerta con una llave de verdad, no con ese pequeño lo-que-sea que lo hace por ti de forma automática apretando un botón. La mantuvo abierta para mí con un pequeño gesto galante, el mismo que yo había usado con ella millones de veces. Sin duda pensaba que se estaba burlando de mí al imitarme.

Sin duda tenía razón.

Este lío se estaba volviendo más complicado a cada minuto que pasaba, y yo no quería arrastrar a Murphy. Es decir, por Dios, los hombres lobo habían defendido bien su territorio durante mucho tiempo, y yo había logrado que se cargaran a la mitad de ellos solo un par de horas después del comienzo del caso. Murphy no se apañaría mucho mejor en esas aguas tan turbias en las que me estaba zambullendo.

Por otro lado, confiaba en ella. Confiaba en su buen juicio, en su habilidad para conocer sus límites. Había visto cómo cortaban en pedazos a policías cuando habían intentado jugar en una división por encima de la suya. Sabía cuándo no debía intentarlo. Y si decidía empezar a crearme complicaciones (y podía crearlas, un montón, y yo no podría hacer nada contra ellas), mi vida se volvería mucho más difícil. Aunque ya no dirigía la Unidad de Investigaciones Especiales, aún tenía influencia allí. Una palabra al teniente Stallings, y podrían interferir en lo que hiciera. Y eso quizá fuese letal.

En resumen, supongo que podríais decir que Murphy me estaba amenazando con arrestarme si no le hablaba claro, y estaríais en lo cierto. Y podríais decir que me había hecho un favor con el botiquín para que estuviese en deuda con ella cuando me pidiera que contase con su ayuda, y estaríais en lo cierto.

Podríais incluso decir que yo seguía ahí dando vueltas, indeciso, cuando el tiempo era crítico, y también en eso estaríais en lo cierto.

Al fin y al cabo, Murphy es buena gente.

Subí al coche.

—A ver si lo he entendido bien —dijo Murphy según nos acercábamos a mi apartamento—. Tienes escondido a un fugitivo que huye de los policías de tu propia gente y piensas que al tipo le han tendido una trampa para provocar una guerra civil dentro del Concilio Blanco. Y hay alguna clase de hombre del saco navajo en la ciudad siguiéndote e intentando matarte. Y no estás seguro de si una cosa está relacionada con la otra.

—Más bien no sé cómo está relacionada. Aún.

Murphy se mordió el labio.

—¿Hay alguien en el Consejo que sea íntimo de los hombres del saco nativos americanos?

—Me costaría creerlo —dije en voz baja.

«Indio Joe» Escucha el Viento era un miembro del Consejo de Veteranos, una especie de chamán nativo americano. Era médico, curandero y especialista en exorcismos y magia curativa. Era, de hecho, un buen tipo. Le gustaban los animales.

—Pero alguien es un traidor —insistió Murphy con calma—, ¿verdad?

—Sí. Alguien.

Murphy asintió, frunciendo el ceño mientras conducía.

—El motivo por el que la traición está tan mal vista —dijo con mucho tacto— es que suele venir de alguien que no creías que pudiera hacer una cosa así.

No respondí. Al poco, su coche se detuvo sobre la gravilla del exterior de mi apartamento.

Cogí el botiquín, la nevera y mi bastón y salí.

—Llámame en cuanto sepas algo —dijo.

—Claro. No corras ningún riesgo si ves que alguna cosa viene a por ti.

Negó con la cabeza.

—No son tus hijos, Harry.

—No importa. Cualquier cosa que puedas hacer para protegerlos en el hospital…

—Tranquilo —dijo—, tus hombres lobo no estarán solos. Me ocuparé de ello.

Asentí y cerré los ojos un momento.

—¿Harry?

—¿Sí?

—No… No tienes buen aspecto.

—Ha sido una noche muy larga.

—Sí —dijo—. Fíjate, de ese tema sí sé algo.

Era cierto. Había sufrido más traumas psíquicos de los que le correspondían. Y también había visto morir a amigos. Mi memoria me trajo un recuerdo desagradable de hacía años, el de su antiguo compañero, Carmichael, medio destripado y desangrándose sobre los azulejos blancos de un pasillo.

—Lo superaré —dije.

—Por supuesto que lo harás. Es solo que… hay un montón de maneras de sobrellevarlo, Harry. Algunas son mejores que otras. Me preocupo por lo que te pasa. Y estoy aquí.

Mantuve los ojos cerrados solo para asegurarme de que no empezaba a llorar como una nena o algo por el estilo. Asentí. No confiaba en lo que pasaría si hablaba.

—Cuídate, Harry —dijo.

—Tú también —respondí. Mi voz sonó un poco áspera.

Agité el botiquín en el aire a modo de despedida y me dirigí a mi apartamento para ver a Morgan.

Lo admito, no me gustó escuchar cómo se alejaba el coche de mi amiga.

Aparté esos pensamientos. Con trauma psíquico o sin él, ya me caería a pedazos más tarde.

Tenía trabajo que hacer.