Capítulo 21

21

Abandonamos de nuevo el sendero y por segunda vez aquel día emergí del Nuncamás en el callejón trasero de la planta de envasado de carne. Hicimos dos paradas y caminamos hasta que pudimos conseguir un taxi. El taxista no parecía demasiado contento con Ratón, la silla de ruedas o con cómo abarrotamos su vehículo. O tal vez no hablaba lo bastante bien nuestro idioma como para transmitir su entusiasmo. Nunca se sabe.

—En serio, Harry, no son buenos para ti —dijo Molly con la boca llena de dónut mientras descargábamos el taxi.

—La culpa es de Morgan. Fue él quien empezó a hablar de dónuts —respondí—. Y, además, tú también te los estás comiendo.

—Tengo el metabolismo de la juventud —dijo Molly con una sonrisa dulce—. Eres tú el que debe empezar a preocuparse por su salud, oh, venerable mentor. Yo seré invencible durante por lo menos uno o dos años más.

Conseguimos volver a colocar a Morgan en su silla y le pagué al taxista. Llevamos a Morgan hacia las escaleras que descendían a mi apartamento. Entre Molly y yo nos las arreglamos para darle la vuelta a la silla, bajar los escalones con ella a cuestas y meterlo dentro sin dejarlo caer. Después cogí la correa de Ratón y los dos volvimos a subir para buscar el correo y dar un paseo por el pequeño patio de la casa de huéspedes, ese donde estaba la franja de tierra dedicada al uso privado de mi perro.

Sin embargo, en vez de vagar sin rumbo esperando a Ratón, lo llevé hasta la esquina más apartada del patio, una jungla en miniatura de viejos arbustos de lilas que no habían sido podados ni arreglados desde que murió el señor Spunkelcrief. Estaban en flor y su aroma llenaba el aire. Las abejas zumbaban alrededor de las flores y, a medida que me fui acercando, el muro del edificio fue atenuando el sonido del tráfico.

Era el único punto en la zona externa de la propiedad que no era visible para la mayoría de los edificios de la calle.

Me abrí camino entre las ramas de las lilas y encontré un pequeño espacio más o menos despejado en el centro. Esperé. En cuestión de segundos oí un zumbido similar al de una libélula muy grande. Entonces una pequeña hada con alas salió disparada de entre las flores para colocarse justo delante de mi cara.

Era enorme para tratarse de un espécimen de la gente diminuta. Alcanzaba unos sin duda impresionantes treinta centímetros de altura. Tenía el aspecto de un joven atlético vestido con una extraña variedad de armaduras fabricadas a partir de restos y objetos tirados. Había sustituido el tapón de botella que solía utilizar como casco por uno hecho con una pelota de golf ahuecada. Era demasiado grande para su cabeza, pero ese detalle no parecía preocuparle. Su coraza había prestado servicio antes como una botella de Pepto-Bismol, y de su cintura colgaba lo que parecía una hoja de sierra con un extremo forrado de cinta para hacer de empuñadura. Unas alas similares a las de una libélula zumbaban y se movían en una nube translúcida a su espalda.

La pequeña hada se cuadró, suspendida en el aire, y me dedicó un saludo vigoroso.

—¡Misión cumplida, mi Señor de las Pizzas!

—¿Tan rápido? —pregunté. No habían pasado ni veinte minutos desde que lo había llamado, después de comprar los dónuts y antes de subirnos al taxi—. Un trabajo rápido, Tut-tut, incluso para ti.

El halago pareció complacer inmensamente al pequeño. Resplandeció de felicidad y zumbó en un par de círculos rápidos.

—Se encuentra al otro lado de la calle, a un par de edificios en dirección al lago.

Solté un sonido áspero con la garganta mientras pensaba. Si recordaba bien, se trataba de otra casa de huéspedes convertida en apartamentos, como la mía.

—¿Un edificio blanco con las persianas verdes?

—¡Sí, ahí es donde el sinvergüenza tiene su guarida! —Su mano relampagueó hacia su cintura, sacó la espada de dientes de sierra de la vaina de plástico transparente y adoptó una expresión fiera—. ¿Quieres que lo mate, mi señor?

Tuve mucho cuidado de no sonreír.

—No tengo claro si las cosas han llegado a ese punto todavía —le contesté—. ¿Cómo sabes que ese tipo está vigilando mi apartamento?

—¡Oh, oh! ¡No me lo digas, no me lo digas! —Tut se balanceó adelante y atrás, muy excitado—. ¡Porque tiene cortinas en las ventanas para que no lo veas y además tiene una caja negra grande de plástico con un morro muy largo que asoma por ellas y al otro lado del morro hay un ojo de cristal! ¡Y mira por ahí todo el tiempo y cuando ve a alguien entrar en tu casa pulsa un botón y la cosa hace ruido!

—Una cámara, ¿eh? —dije—. Sí, es probable que ese sea nuestro fisgón. —Levanté la vista hacia el sol veraniego y me ajusté el guardapolvo, recalentado e incómodo. Aun así, no me lo quité. Había demasiada hostilidad rondando por ahí—. ¿Cuántos de los tuyos hay por aquí, Tut?

—¡Cientos! —afirmó Tut-tut, blandiendo su espada—. ¡Miles!

Levanté una ceja.

—¿Estáis dividiendo la pizza en mil trozos?

—Bueno, señor —se corrigió—, varias docenas, como mucho.

La gente diminuta es un pueblo rebelde y caprichoso, pero he aprendido un par de cosas acerca de ellos que no estoy seguro de que alguien más sepa. Primero, que deambulan por casi todos lados y que si se lo proponen pueden llegar donde deseen. No tienen una gran capacidad de atención, pero para tareas cortas y sencillas funcionan como la seda.

Segundo, que poseen un ansia lasciva por la pizza que no tiene igual en este mundo. Llevo varios años sobornándolos de manera habitual con pizza y a cambio ellos me han concedido su (sin duda errática) lealtad. Me llaman el Señor de las Pizzas, y las hadas pequeñas que aceptan mi comida sirven en la Guardia del Señor de las Pizzas. Lo cual significa, en general, que la gente diminuta merodea por mi casa esperando conseguir pizza extra y protegiéndola de amenazas diminutas.

Tut-tut era su líder, y tanto él como sus compañeros habían realizado tareas muy útiles para mí en el pasado. Hasta me habían salvado la vida en más de una ocasión. Nadie en la comunidad sobrenatural imaginaba todo de lo que eran capaces. De hecho, Tut y los de su especie eran por lo común ignorados. Yo trataba de tomarme aquello como una lección de vida: nunca subestimes a las personas pequeñas.

La tarea que tenía en mente era justo del estilo de Tut-tut. Casi de forma literal.

—¿Sabes cuál es su coche? —le pregunté.

Tut echó la cabeza hacia atrás al estilo Yul Brynner.

—¡Por supuesto! El azul con esto delante. Levantó los brazos en ángulo hacia arriba y dejó el cuerpo muy tieso, en forma de y griega.

—Un Mercedes azul, ¿eh? —pregunté—. De acuerdo, esto es lo que quiero que hagas…

Cinco minutos más tarde, di la vuelta por el lateral de la casa hacia la fachada al otro lado de la calle. Entonces me giré camino al edificio donde se escondía el fisgón y adopté mi expresión más feroz. Señalé hacia las ventanas con cortinas de la segunda planta, giré la mano y le hice un gesto con el dedo para que bajase. Después apunté hacia el suelo justo delante de mí.

Puede que una de las cortinas se moviera un poco. Conté despacio hasta cinco y empecé a caminar enérgicamente hacia la otra casa de huéspedes cruzando la calzada, concurrida a esa hora.

Un joven de unos veinte años, vestido con unos pantalones cortos color caqui y una camiseta verde, salió a toda prisa de la casa y corrió hacia un Mercedes azul aparcado en la calle. Llevaba una cámara cara colgada al cuello.

Seguí andando sin alterar el ritmo.

Se apresuró hacia la puerta del conductor, apuntando al coche con alguna clase de dispositivo que tenía en la mano. Tiró de la manilla de la puerta pero no se abrió. Volvió a mirarme e intentó meter la llave en la cerradura. Entonces la sacó y contempló sorprendido unos hilos de una sustancia rosa y blanda que se le había quedado pegada. Chicle.

—Yo ni me molestaría —le dije mientras me acercaba—. Fíjate en las ruedas.

El joven pasó su mirada de mí a su Mercedes y la dejó ya allí. Los cuatro neumáticos estaban deshinchados por completo.

—Vaya —dijo. Observó de nuevo la llave cubierta de chicle y suspiró—. Vale. Mierda.

Me detuve al otro lado del coche y sonreí un poco.

—No te sientas demasiado mal, tío. Llevo haciendo esto mucho más tiempo que tú.

Me miró con amargura. Levantó la llave.

—¿Chicle?

—Podría haber sido pegamento. Tómatelo como una cortesía profesional. —Señalé el coche con la cabeza—. Hablemos. Pero con el aire acondicionado, por lo que más quieras.

Continuó observándome un rato, y entonces suspiró de nuevo.

—Sí. De acuerdo.

Entramos en el coche, le quitó los pedazos de chicle a la llave y la metió en el arranque, pero cuando la giró no ocurrió nada.

—Ah, sí, abre el capó —le dije.

Me miró de nuevo antes de hacerlo. Fui a la parte delantera del coche y volví a conectar el cable suelto de la batería.

—Vale —le indiqué.

Arrancó el motor con suavidad.

Como he comentado, dale a Tut-tut y a su gente la tarea adecuada y serán condenadamente formidables.

Volví dentro del coche.

—¿Tienes licencia?

El joven se encogió de hombros y subió el aire acondicionado hasta el nivel «congelación intensa».

—Sí.

Asentí.

—¿Desde cuándo?

—No hace mucho.

—¿Poli?

—En Joliet —dijo.

—Pero ya no.

—No encajaba.

—¿Por qué estás vigilando mi casa?

Se volvió a encoger de hombros.

—Tengo que pagar la hipoteca.

Asentí y le tendí la mano.

—Harry Dresden.

Frunció el ceño al oír mi nombre.

—¿Eres el que solía trabajar para Nick Christian en Ragged Angel?

—Sí.

—Nick tiene buena reputación. —Pareció llegar a algún tipo de razonamiento y me estrechó la mano algo resignado—. Vince Graver.

—¿Te contrataron para espiarme?

Se encogió de hombros de nuevo.

—¿Me seguiste anoche? —insistí.

—Ya sabes cómo va, tío —dijo Graver—. Aceptas el dinero y cierras la boca.

Eso me intrigó. Un montón de detectives privados no tendrían estómago para ser ni la mitad de reticentes que él en esas circunstancias. Eso me hizo estudiarlo con más atención. Delgado, con la complexión de alguien que corre o monta en bici los fines de semana. De aspecto cuidado sin llamar la atención de forma particular. Cabello castaño normal, estatura normal, ojos marrones normales. Lo único excepcional en su aspecto era la ausencia de algo excepcional en su aspecto.

—Cierras la boca —dije— hasta que la gente empieza a resultar herida. Ahí ya se vuelve complicado.

Graver pareció preocupado.

—¿Herida?

—Han intentado matarme dos veces en las últimas veinticuatro horas —le dije—. Ata cabos.

Fijó la vista al final de la calle, en la distancia, y apretó los labios.

—Maldita sea.

—¿Maldita sea?

Asintió, taciturno.

—Ahí va el resto de mis pagos y dietas.

Enarqué una ceja.

—¿Abandonas a tu cliente? ¿Tal que así?

—«Cómplice» es una palabra fea. Igual que «cárcel».

Un chico listo. Más de lo que lo era yo cuando obtuve la licencia de detective privado.

—Necesito saber quién te contrató.

Graver lo pensó durante un momento.

—No —respondió.

—¿Por qué no?

—Tengo la política de no traicionar a mis clientes y no mosquear a nadie que esté involucrado en asesinatos.

—Ya has perdido el trabajo —le dije—. ¿Y si te ofrezco una compensación?

—Tal vez no leíste esa parte del manual. El «privado» junto a «detective» significa justo eso.

—Tal vez llame a la poli. Tal vez les cuente que estás involucrado en los ataques.

—Tal vez no puedas probar un maldito carajo. —Graver sacudió la cabeza—. No progresas en el negocio si no mantienes la boca cerrada.

Me recliné en el asiento y me crucé de brazos. Lo estudié durante unos segundos.

—Tienes razón —dije—. No puedo obligarte. Por tanto, te lo pido. Por favor.

Siguió mirando a través del parabrisas.

—¿Por qué van a por ti?

—Estoy protegiendo a un cliente.

—El viejo de la silla de ruedas.

—Sí.

Entrecerró los ojos.

—Parece un tipo duro.

—No te haces una idea.

Disfrutamos en silencio del aire acondicionado. Entonces se volvió hacia mí y se despidió con un gesto.

—Pareces un tipo razonable —dijo Graver—. Espero que no te dejes matar. Fin de la conversación.

Pensé en presionar un poco, pero llevaba lo bastante en este trabajo como para reconocer a un tipo duro de mollera genuino.

—¿Tienes tarjeta?

Se metió la mano en el bolsillo de la camiseta y sacó una tarjeta de visita blanca, sencilla, con su nombre y teléfono. Me la entregó.

—¿Por qué?

—A veces necesito subcontratar. —Levantó las cejas—. A alguien que sepa mantener la boca cerrada.

Me despedí también con otro gesto y salí del coche. Me incliné y miré la puerta antes de marcharme.

—Conozco a un mecánico —le dije—. Lo llamaré para que venga. Tiene un compresor en su furgoneta y te puede hinchar las ruedas. Pago yo.

Graver me analizó con sus ojos calmados e inteligentes y acabó por sonreír un poco.

—Gracias.

Cerré la puerta y le di un golpecito al techo con el puño. Caminé de regreso al apartamento. Ratón, que me había estado esperando con paciencia en el patio, vino a saludarme arrastrando las patas cuando llegué y caminó a mi lado mientras volvíamos dentro.

Morgan estaba de nuevo en mi cama. Molly estaba terminando de cambiarle los vendajes. Míster observaba el proceso desde el respaldo del sofá con las orejas hacia delante, sin duda fascinado.

Morgan volvió la cabeza hacia mí.

—¿Lo has cogido? —preguntó con voz seca.

—Sí. Un detective privado local contratado para seguirme. Pero había un problema.

—¿Cuál?

Me encogí de hombros.

—Tenía integridad.

Morgan inhaló por la nariz y asintió.

—Un problema bien raro.

—Sí. Un joven impresionante. ¿Qué posibilidades había?

Molly pasaba su mirada del uno al otro.

—No entiendo.

—Va a abandonar el trabajo, pero no nos dirá lo que queremos saber sobre su cliente porque no cree que sea lo correcto —le dije—. Tampoco está dispuesto a vender la información.

Molly frunció el ceño.

—Entonces, ¿cómo vamos a averiguar quién anda detrás de esto?

Me encogí de hombros otra vez.

—No estoy seguro, pero le dije que llamaría a alguien para que viniera a arreglarle las ruedas. Disculpad.

—Espera, ¿sigue ahí fuera?

—Sí —contesté—. Mercedes azul.

—Y es un hombre joven.

—Claro —dije—. Algo mayor que tú. Se llama Vince Graver.

A Molly le brillaron los ojos.

—Bueno, pues saldré a que me lo cuente a mí. —Se dirigió a la nevera, la abrió, sacó una botella marrón oscuro de cerveza artesanal y fue hacia la puerta.

—¿Cómo lo vas a hacer? —le pregunté.

—Confía en mí, Harry. Le haré cambiar de idea.

—No —soltó Morgan con dureza. Tosió un par de veces—. No. Prefiero acabar muerto, ¿me oyes? La muerte antes de que uses magia negra para ayudarme.

Molly soltó la cerveza en el estante junto a la puerta y se volvió hacia Morgan, sorprendida.

—Tienes razón —me dijo—, le encanta el drama. ¿Quién ha mencionado nada de magia?

Se metió un brazo debajo de la camiseta y hurgó por allí. A los pocos segundos se sacó el sujetador por la manga. Lo soltó en el estante, cogió la botella y la pegó un momento sobre cada pecho. Entonces se giró hacia mí, respiró hondo y arqueó un poco la espalda. Las puntas de sus pezones presionaban de manera muy visible la ya ajustada camiseta.

—¿Qué te parece? —me preguntó con una sonrisa maliciosa.

Me pareció que Vince estaba condenado.

—Creo que tu madre entraría en estado de furia asesina —respondí.

Molly sonrió con suficiencia.

—Llama al mecánico. Le haré compañía hasta que llegue la furgoneta.

Se dio la vuelta moviendo las caderas algo más de lo necesario y abandonó el apartamento.

Morgan emitió un sonido de aprobación por lo bajo cuando cerró la puerta detrás de ella.

Le clavé la mirada.

Morgan pasó la vista de la puerta hacia mí.

—Todavía no estoy muerto, Dresden. —Cerró los ojos—. No es malo admirar la belleza de una mujer de vez en cuando.

—Tal vez. Pero eso ha estado… mal.

Morgan sonrió a pesar de encontrarse tenso e incómodo.

—Sin embargo, ella tiene razón. Sobre todo si se trata de un hombre joven. Una mujer puede hacer ver las cosas a un hombre a través de un prisma diferente.

—Mal —murmuré—. Mal.

Llamé a Mike, el mecánico.

Molly regresó tres cuartos de hora más tarde, resplandeciente.

Morgan se había visto obligado a tomar más medicación para el dolor y estaba sumido en un sueño inquieto. Cerré la puerta con cuidado para que no lo despertásemos.

—¿Y bien? —pregunté.

—Su coche tiene un aire acondicionado muy bueno —respondió con cierta presunción—. Estuvo perdido desde el principio.

Sostenía entre dos dedos una tarjeta de visita como la que yo había conseguido.

Saqué la mía, imitándola.

Le dio la vuelta a la suya para mostrarme una nota manuscrita al otro lado.

—Estoy preocupada por mi trabajo como tu ayudante. —Se puso el dorso de la mano en la frente, melodramática—. Si te ocurriese algo, ¿qué podría hacer yo? ¿Dónde podría ir?

—¿Y?

Me tendió la tarjeta.

—Y… Vince me sugirió que me plantease trabajar como paralegal. Incluso me habló de un bufete. Smith, Cohen y Mackleroy.

—Consejos para la búsqueda de empleo, ¿eh?

Sonrió, satisfecha.

—Bueno, es obvio que no podía decirme quién lo había contratado. Eso estaría mal.

—Eres una joven cruel y retorcida.

Cogí la tarjeta y leí lo que ponía: «Smith, Cohen y Mackleroy», un teléfono y un nombre debajo, «Evelyn Derek».

Levanté la vista y me encontré con los ojos contentos de Molly. Sonrió más.

—Maldita sea, soy buena.

—No seré yo quien lo discuta —le dije—. Ahora tenemos un nombre. Un indicio. Alguien hasta podría llamarlo una pista.

—No solo eso —añadió Molly—. Yo además tengo una cita.

—Buen trabajo, pequeño saltamontes. —Puse los ojos en blanco y sonreí—. Dispuesta a darlo todo por el equipo.