Capítulo 15

15

Resultó que los miembros del Consejo de Veteranos no vivían precisamente como mendigos.

Después de pasar por más controles de seguridad, el pasillo de piedra me llevó a una habitación del tamaño de un salón de baile que parecía sacada del palacio de Versalles. El suelo de mármol blanco con acabados en oro iba a juego con las elegantes columnas, también de ese mismo mármol. En la pared del fondo, una cascada caía hacia un estanque alrededor del cual crecía una plétora de plantas, desde césped a rosas pasando por pequeños árboles que formaban un reducido jardín de una complejidad sorprendente. El tenue sonido de unas campanillas de viento flotaba en el aire y la luz dorada que se derramaba desde los cristales del techo brillaba con un color idéntico al del sol. Los pájaros cantaban en el jardín, y distinguí la forma de dardo negro de un ruiseñor que volaba rápido zigzagueando entre los pilares y se detenía en uno de los árboles.

Varios muebles de aspecto caro y agradable estaban esparcidos por el jardín, al estilo de los que se ven en los hoteles más caros. Una pequeña mesa junto a una pared estaba llena a rebosar de un ecléctico bufet de comida. Había de todo, desde bocados fríos hasta lo que parecían tentáculos de pulpo salteados, junto a una barra de bar bien equipada a su lado, lista para defender a los miembros del Consejo de Veteranos de la terrible amenaza de la deshidratación.

Una balconada rodeaba toda la sala, a tres metros de altura, y varias puertas conducían a las habitaciones privadas de dichos miembros. Caminé por el enorme e imponente espacio del Ostentacionario hasta unas escaleras que ascendían con grandiosidad. Eché un vistazo hasta que localicé una puerta con un par de estatuas de perros del templo que hacían guardia junto a un hombre joven con capa de centinela, aspecto somnoliento y una bota de escayola en el pie. Rodeé el balcón y lo saludé con la mano.

Cuando estaba a punto de hablar, de golpe los perros del templo se movieron. Volvieron sus cabezas hacia mí con el sonido del roce de piedra contra piedra.

Me detuve y levanté un poco las manos.

—Perritos buenos.

El joven centinela me miró con detenimiento y dijo algo en un idioma que no reconocí. Tenía aspecto de ser del este de Asia, aunque no podría decir de qué país en concreto. Me observó durante un momento, y lo identifiqué de repente como uno de los jóvenes de la guardia personal de Anciana Mai. La última vez que lo había visto, estaba congelado y medio muerto tras haber intentado entregarle un mensaje a la reina Mab. Imaginé que el tobillo roto le había impedido unirse a la búsqueda de Morgan.

Algunos nacen con suerte, supongo.

—Buenas noches —le dije en latín, la lengua oficial del Consejo Blanco—. ¿Cómo estás?

Suertudo me miró otro rato antes de contestar.

—Estamos en Escocia. Es por la mañana, señor.

Claro. Había atravesado seis zonas horarias en media hora de camino.

—Necesito hablar con el mago Escucha el Viento.

—Está ocupado —me dijo Suertudo—. No debe ser molestado.

—Me manda el mago McCoy —dije yo—. Cree que es importante.

Suertudo entornó tanto los ojos que casi pareció que los cerraba.

—Espere aquí, por favor. No se mueva —dijo entonces.

Los perros del templo seguían mirándome. Vale, sé que no me estaban mirando de verdad. Eran solo unas piedras. Pero, para tratarse de unos constructos que en esencia no tenían mente, su mirada era muy intensa.

—Eso no va a suponer ningún problema —le aseguré.

Hizo un gesto de afirmación y desapareció tras la puerta. Esperé diez incómodos minutos antes de que regresara. Tocó con suavidad a ambos perros en la cabeza e hizo un gesto en mi dirección.

—Adelante.

Avancé un paso con cautela, sin apartar los ojos de los constructos, pero no reaccionaron. Asentí y pasé junto a ellos, tratando de no parecer un gato nervioso según abandonaba el Ostentacionario y entraba en las habitaciones de LaFortier.

La primera estancia que me encontré era un estudio, un despacho o quizá una tienda de curiosidades. Había un enorme escritorio con tallas hecho de algún tipo de madera inmaculada, aunque el uso y la edad habían oscurecido el frontal, los tiradores de los cajones y la parte que daba a una moderna silla de oficina. Había un tintero en el centro exacto del escritorio junto a cuatro plumas idénticas alineadas de forma perfecta. Los estantes rebosaban de libros, tambores, máscaras, pieles, armas antiguas y docenas de otros objetos que parecían venir de tierras exóticas. Los espacios entre los estantes estaban ocupados por escudos con dos armas atravesadas delante: un escudo de cometa normando con dos espadas anchas cruzadas, un escudo zulú de piel de búfalo con dos lanzas de tipo azagaya también cruzadas, un escudo redondo persa con una pica larga en el centro y cimitarras superpuestas, y muchos otros. Sabía de algunos museos que montarían un Mardi Gras en sus salas si pudieran echarle mano a una colección la mitad de rica y variada.

Una puerta al final del estudio llevaba a lo que sin duda era un dormitorio. Podía ver un vestidor y el pie de una cama de más o menos el tamaño de un vagón de tren.

También podía ver gotas oscuras de sangre en las paredes.

—Vamos, Harry Dresden —me dijo una voz tranquila y envejecida desde la habitación—. Nos hemos detenido para esperarte.

Entré en el cuarto y me encontré ante la escena de un crimen.

Lo primero que me llegó fue el olor. LaFortier había fallecido hacía días y, en cuanto crucé el umbral, el hedor a podredumbre y a muerte se me metió por la nariz y la garganta. El cuerpo estaba en el suelo, cerca de la cama. La sangre había salpicado por todas partes. Tenía un gran corte en la garganta y estaba cubierto por una costra marrón oscura de sangre seca. Tenía heridas defensivas en las manos, unas versiones en miniatura del corte en la garganta. Puede que hubiese también cortes en el pecho, debajo de todo aquel desastre, pero no podía estar seguro.

Cerré los ojos un momento, me tragué mis ganas de vomitar y eché un vistazo alrededor de la habitación.

Habían trazado en el suelo alrededor del cuerpo un círculo perfecto con pintura dorada. Tenía cinco velas blancas encendidas en puntos equidistantes. Había incienso quemándose en otros cinco puntos, a mitad de distancia de cada vela, pero, creedme, el aroma del sándalo no se complementa bien con el olor de un cuerpo en descomposición. Tan solo lo hace más desagradable.

Contemplé a LaFortier. Había sido un hombre calvo, un poco más alto que la media y delgado como un cadáver. Ahora no parecía delgado. Su cuerpo había comenzado a hincharse. La camisa estaba dada de sí contra los botones. Tenía la espalda arqueada y las manos retorcidas como garras. Mostraba los dientes en una mueca desagradable.

—Tardó en morir —dijo la voz cascada.

«Indio Joe» Escucha el Viento apareció por la puerta del baño secándose las manos con una toalla. Su larga cabellera era de un blanco grisáceo, aún con algunos mechones negros. Su piel curtida era del bronce rojizo de un nativo americano expuesto a mucho sol, y sus ojos eran oscuros y brillantes bajo las cejas canosas. Vestía unos vaqueros desgastados, mocasines y una vieja camiseta de Aerosmith. Un bolso de cuero con flecos le colgaba de un cinto que le cruzaba el pecho, y otro similar aunque más pequeño pendía de una tira alrededor de su cuello.

—Hola, Harry Dresden.

Incliné la cabeza como señal de respeto. Indio Joe estaba en general considerado como el sanador más experto del Consejo Blanco, y tal vez del mundo. Había obtenido títulos de doctorado en Medicina en veinte universidades a lo largo de los años, y regresaba a la escuela cada década o dos para mantenerse al día con las prácticas modernas.

—Cayó luchando —convine, y asentí en dirección a LaFortier.

Indio Joe estudió el cuerpo con ojos tristes.

—Yo preferiría dejar este mundo mientras duermo. —Me miró—. ¿Y tú?

—Quiero que me pisotee un elefante mientras tengo sexo con tres animadoras trillizas idénticas —dije.

Me dedicó una sonrisa que por un segundo arrebató de su rostro un siglo o dos de preocupaciones.

—He conocido a muchos niños que querían vivir para siempre. —Su sonrisa se desvaneció en cuanto volvió a mirar al hombre muerto—. Tal vez algún día eso ocurra. O tal vez no. Morir forma parte de estar vivo.

Había poco que pudiese añadir a aquello. Me quedé un rato en silencio.

—¿Qué estás preparando aquí?

—Su muerte dejó una marca —respondió el viejo mago—. Vamos a convertir el residuo psíquico en una imagen.

Enarqué una ceja.

—¿Eso es… posible?

—Normalmente no —respondió Indio Joe—. Sin embargo, esta habitación está rodeada de hechizos de protección por todos sus lados. Sabemos el aspecto que se supone que han de tener, lo cual significa que podemos extrapolar de dónde provenía la energía a partir del impacto que esta tuvo en los hechizos. También es la razón por la que no hemos movido el cuerpo.

Pensé en ello durante un minuto. Decidí que lo que Indio Joe había descrito era factible, pero muy pillado por los pelos. Sería más o menos como tratar de reconstruir la imagen de algo que hubiera sido iluminado por un único rayo de luz analizando cómo la luz de ese rayo había ido rebotando por la habitación. Impresionaba solo pensar la cantidad de esfuerzo y concentración, e incluso únicamente los procesos mentales que se requerirían para imaginar el hechizo que pudiese dar forma a esa imagen.

—Creía que ya era un caso cerrado antes de abrirlo —dije.

—Las pruebas son concluyentes —reconoció Indio Joe.

—¿Entonces por qué te molestas en hacer esta… esta… cosa?

Indio Joe me miró sin decir palabra.

—El Merlín —concluí yo—. Cree que Morgan no lo hizo.

—Tanto si lo hizo como si no —dijo Indio Joe—, Morgan era su mano derecha. Si es juzgado y declarado culpable, la influencia, la credibilidad y el poder del Merlín se desvanecerán.

No me lo podía creer.

—Me encanta la política.

—No seas crío —dijo Indio Joe con calma—. El equilibrio de poder que tenemos ahora fue construido sobre todo por el Merlín. Si cae en desgracia como líder del Consejo, se producirá caos e inestabilidad en todo el mundo sobrenatural.

Medité sobre aquello.

—¿Crees que va a tratar de falsear algo?

Indio Joe no reaccionó de inmediato, pero al poco negó con la cabeza despacio y con firmeza.

—No se lo voy a permitir.

—¿Por qué no?

—Porque la muerte de LaFortier lo ha cambiado todo.

—¿Por qué?

Indio Joe señaló el estudio.

—LaFortier era el mago del Consejo con más contactos en las naciones no occidentales —explicó—. Hay muchos miembros que proceden de Asia, África o Sudamérica, la mayoría de ellos de países pequeños, con poco poder. Sienten que el Consejo Blanco ignora sus necesidades, sus opiniones. LaFortier era su aliado, el único miembro del Consejo de Veteranos que ellos pensaban que los trataba con justicia.

Me crucé de brazos.

—Y la mano derecha del Merlín lo ha matado.

—Culpable o no, ellos creen que Morgan lo hizo, y es posible que por orden del Merlín —dijo Indio Joe—. Si se lo declarase inocente y quedara libre, las cosas podrían ponerse feas. Muy feas.

De nuevo, el estómago me dio un vuelco.

—Guerra civil.

Indio Joe suspiró y asintió.

Fantástico.

—¿Cuál es tu posición? —le pregunté.

—Me gustaría decir que la de la verdad —respondió—, pero no puedo. El Consejo podría sobrevivir a la pérdida de Morgan sin caerse a pedazos, incluso si eso significa un período de caos hasta que las cosas se calmen. —Negó con la cabeza—. Una guerra civil sin duda nos destruiría.

—Así que Morgan lo hizo y no hay más que hablar —dije en voz baja.

—Si el Consejo Blanco cae, ¿quién se interpondrá entre los seres humanos y aquellos que quieren cazarlos como meras presas? —Sacudió de nuevo la cabeza y su larga trenza golpeó con suavidad su espalda—. Respeto a Morgan, pero no puedo permitir que eso suceda. Es la vida de un hombre contra la de la humanidad.

—Así que, cuando acabes con esto, el culpable habrá sido Morgan —dije—. No importa quién haya sido en realidad.

Indio Joe bajó la mirada.

—Yo… dudo que funcione. Incluso contando con las habilidades del Merlín.

—¿Y si funciona? ¿Qué pasará si os revela a otro asesino? ¿Empezaréis a elegir quién vive y quién muere, y al infierno la verdad?

Indio Joe volvió hacia mí sus ojos oscuros y su voz sonó baja y dura como una roca.

—En su momento, contemplé la destrucción de la tribu que esperaba de mí que la guiara y protegiera, Harry Dresden. Lo hice porque mis principios mantenían que no era correcto que el Consejo o sus miembros manipulasen la política de los mortales. Observé y me contuve hasta que fue demasiado tarde para que mi intervención marcase ninguna diferencia. Cuando lo hice, decidí quién vivía y quién moría. Mi gente murió por culpa de mis principios. —Negó con un gesto—. No cometeré el mismo error dos veces.

Aparté la vista de él y permanecí en silencio.

—Si me disculpas… —dijo, y salió de la habitación.

Por todos los demonios.

Había tenido la esperanza de contar con la ayuda de Indio Joe, pero no había considerado los factores políticos. No creía que fuese a tratar de detenerme si se enteraba de lo que estaba haciendo, pero desde luego no iba a ayudarme. Cuanto más escarbaba en este asunto, más embrollado se volvía. Si se demostraba la inocencia de Morgan, perdición. Si no se demostraba, perdición.

Perdición, perdición y perdición.

Maldición.

Ni siquiera era capaz de enfadarme con Indio Joe. Entendía su postura. Diablos, si fuese yo quien estuviera en el Consejo de Veteranos y tuviese que tomar esa decisión, no estaba del todo seguro de que no fuera a actuar de la misma manera.

Mi dolor de cabeza volvió de nuevo.

¿Cómo demonios se suponía que iba a hacer lo correcto si lo correcto no existía?