ÆTAT. 75
1784: ÆTAT. 75.] Y de este modo llego al último año de la vida de Samuel Johnson, un año en el cual, a pesar de sus graves y constantes indisposiciones, dio muestras abundantes de conservar sus extraordinarios poderes intelectuales, que tanto y con tanta justicia lo han encumbrado en el mundo del saber. Su conversación y sus cartas a lo largo de este año en ningún sentido fueron inferiores a las de años precedentes.
La siguiente es prueba notable de que estuvo vivo y despierto hasta en las más mínimas curiosidades de la literatura:
Al señor Dilly, librero de Poultry
6 de enero de 1784
Señor,
corre por el mundo un conjunto de libros que antaño vendían los libreros del puente,[c173] y que debo rogarle me procure. Llevan por nombre genérico Los libros de Burton,[c174] y uno de ellos se titula Curiosidades admirables, rarezas y maravillas de Inglaterra. Creo que son unos cinco o seis en total; parecen idóneos para atraer la atención de los lectores reacios y lentos; tenga la bondad de conseguírmelos y enviármelos junto con la edición mejor impresa que encuentre del Llamamiento a los no conversos de Baxter.
Soy, etc.,
SAM. JOHNSON
Al señor Perkins
21 de enero de 1784
Estimado señor,
lamenté mucho que no nos viéramos cuando tuvo la bondad de venir a visitarme, pero decepcionar a los amigos y, si no son de buen natural, parecer desagradecido con ellos, es una de las mayores penurias a que nos somete la enfermedad. Si lo tuviera a bien, hágame saber qué tarde de esta misma semana puedo contar con el favor de que me haga otra visita en compañía de la señora Perkins, y los jóvenes, y tomaré todas las medidas que pueda para estar francamente bien entonces.
Su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Sus atenciones para con el club de Essex Head bien se ven por esta carta al concejal Clark, un caballero por el cual tenía merecido respeto.
A Richard Clark
27 de enero de 1784
Apreciado señor,
recibirá usted una requisitoria, de acuerdo con las reglas del club, para estar presente en la sesión de esta noche, que le corresponde presidir. El turno es sólo de una vez al mes, y el miembro correspondiente está obligado a asistir, o bien a enviar a otro en su lugar. Ingresó usted en el club mediante mi invitación, y mi deber sería presentarlo, pero como mi enfermedad me lo impide será el señor Hoole quien apropiadamente me sustituya en la presentación, o bien ocupe su lugar en la presidencia. Confío que cuando llegue un clima menos pernicioso pueda asistir con asiduidad.
Quedo atentamente suyo, etc.,
SAM. JOHNSON
Le conviene tener presente que la cuenta de las amonestaciones ha comenzado con el año, y que por cada falta de asistencia se incurre en una sanción de tres peniques, esto es, de nueve por semana.
El 8 de enero le escribí interesándome con angustia por su salud y adjuntándole mi «Carta al pueblo de Escocia sobre el actual estado de la nación».[c175]
Espero —le decía— que tenga usted liberalidad suficiente para permitirme diferir de usted en dos cuestiones [las elecciones de Middlesex y la guerra de América], cuando mis principios de gobierno son en general acordes con sus inclinaciones más profundas, y cuando en una crisis que es harto dudoso llegue a producirse me he de significar con toda honestidad e incluso celosamente como británico fiel de antigua planta. Las razones que me asisten al introducir esos dos puntos fueron que, como mis opiniones respecto a ambos las declaré en épocas en las que de menos favor gozaban, tal vez goce ahora de la credibilidad propia de un hombre que no es precisamente un adorador del poder ministerial.
A James Boswell
11 de febrero de 1784
Querido señor,
han llegado a mi conocimiento las muchas indagaciones que su amabilidad le ha dispuesto a realizar acerca de mí. Hace ya tiempo que me propongo escribirle una larga carta, y tal vez la propia longitud imaginada para la misma me haya disuadido de comenzar sin más dilación. Me contentaré, por tanto, con una más corta.
Luego de haber promovido la institución de un nuevo club en las inmediaciones de esta casa, en la taberna que regenta un antiguo criado de los Thrale, allí me dirigí a reunirme con los demás miembros y me atacó un espasmo de asma tan violento que con dificultad pude regresar a mi casa, en la que he pasado ocho o nueve semanas confinado, y de la cual ni siquiera ahora sé cuándo podré salir, así sea para ir a la iglesia. El asma, sin embargo, no es lo peor. La hidropesía me va comiendo el terreno; tengo las pantorrillas y los muslos hinchados y llenos de agua, tanto que me contentaría con que siguiera ahí, si bien temo que la hinchazón pronto suba más. Paso las noches sin dormir, envuelto en el tedio. Y sin embargo tengo muchísimo miedo de morir.
Mis médicos tratan de darme esperanzas, dicen que buena parte de mis achaques son efecto del frío, y que algún alivio y restablecimiento es de suponer que lleguen con las brisas de la primavera y el sol del verano. Si mi vida se prolonga hasta el otoño, mucho me alegrará probar a ver un clima más cálido, aunque viajar con un cuerpo tan achacoso, sin compañía que me guíe, y con muy poco dinero, no termino de verlo aconsejable, la verdad. Ramsay ha recobrado el buen uso de sus extremidades en Italia, y a Fielding lo mandaron a Lisboa, donde por cierto murió, aunque tengo entendido que en su caso ya no había esperanzas cuando emprendió viaje. Piense por mí, a ver qué puedo hacer.
Recibí su panfleto, y cuando le vuelva a escribir tal vez le comunique alguna opinión al respecto. Ahora tendrá que perdonar a un hombre que se debate en la enfermedad y que desatiende disputas, política, panfletos.[c176] Téngame presente en sus oraciones. Mis recuerdos a su señora y a los pequeños. Pregunte a sus médicos por mi situación; pida a sir Alexander Dick que me dé su opinión por escrito.
Soy, querido señor, etc.,
SAM. JOHNSON
A Lucy Porter, en Lichfield
23 de febrero de 1784
Queridísima mía,
he estado extremadamente enfermo con asma e hidropesía, pero por misericordia de Dios he recibido un súbito alivio el pasado jueves gracias a la evacuación de veinte pintas de agua. Ahora no es posible saber si seguiré libre de esa molestia o si me hincharé de nuevo. Le ruego rece por mí.
La muerte, querida mía, es pavorosísima. No pensemos ahora en nada que requiera nuestras cuitas y desvelos, sino sólo en cómo prepararnos; apresurémonos a remediar lo que sepamos que está torcido en nosotros, y pongamos nuestra confianza en la misericordia divina y en la intercesión de nuestro Salvador.
Soy, querida señora, su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
A James Boswell
Londres, 27 de febrero de 1784
Querido señor,
he hecho algunos progresos hacia la recuperación, lo justo para leer un panfleto, y puede suponer razonablemente que el primero que he leído ha sido el suyo. Soy en gran medida de su misma opinión; al igual que usted, siento una gran indignación ante la indecencia con que a diario se trata al Rey. Su escrito contiene un muy considerable conocimiento de la historia y de la constitución desplegado y aplicado con gran propiedad. Sin duda, dará mayor relieve a su pública reputación,[140] aunque tal vez no le valga para un nombramiento de ministro de Estado. (…)
Deseo que vuelva a ver a la señora Stewart y que le diga que en la caja que contenía las cartas había una que me concierne, a cambio de la cual, si está dispuesta a cedérmela, le daré otra guinea. La carta tiene trascendencia sólo para mí.
Soy, querido señor, etc.,
SAM. JOHNSON
A raíz de la petición de Johnson de que preguntase a nuestros médicos por su situación y solicitara a sir Alexander Dick que le enviara su opinión por escrito, le transmití una carta de ese afable barón, ya entonces con ochenta y cinco años a cuestas y con las facultades tan intactas como siempre, y le comenté lo que me había dicho en la nota con que la acompañé: «Con mis deseos más afectuosos de pronta recuperación para el doctor Johnson, en la que sus amigos, su país y la humanidad toda tienen tanto en juego». Al mismo tiempo, le hice llegar una extensa opinión del doctor Gillespie, quien, al igual que el doctor Cullen, tenía la ventaja de haber pasado por el ejercicio de la cirugía y la farmacia; mediante el estudio y la práctica había alcanzado tal destreza que mi padre le adjudicó un estipendio de doscientas libras al año durante cinco años, y cincuenta al año durante el resto de su vida, en calidad de honorarios que le garantizasen sus cuidados y atenciones. Su opinión me la transmitió en una carta que empezaba diciendo «lamento de corazón el mal estado de salud en que se halla su muy culto e ilustre amigo, el doctor Johnson, sin duda fatigado y achacoso en la actualidad».
A James Boswell
Londres, 2 de marzo de 1784
Querido señor,
hace unos instantes, tras haber enviado la última de mis cartas, he recibido su amable atadijo de opiniones médicas autorizadas. Le agradezco mucho a usted y agradezco a sus médicos la amable atención que prestan a mi enfermedad. El doctor Gillespie me envía un excelente consilium medicum basado en su sólido y práctico saber. En la actualidad, a juicio de los médicos (los doctores Heberden y Brocklesby), así como en mi opinión, mi estado es esperanzador. Empecé a tomar vinagre de cebolla albarrana, muy aconsejable como expectorante. La solución me causaba tales dolores de estómago que fue preciso prescindir del remedio.
Transmita a sir Alexander Dick mi sincero agradecimiento por su muy amable carta; traiga consigo, cuando venga, el ruibarbo que tan bondadosamente me ofrece.[141]
Espero que mi querida señora Boswell se encuentre bien, y que ningún mal, ni real ni imaginario, le perturbe a usted.
SAM. JOHNSON
También había recurrido yo a tres de los más eminentes médicos que ocupaban sendas cátedras en nuestra célebre facultad de Medicina de Edimburgo, los doctores Cullen, Hope y Munro, a cada uno de los cuales envié la siguiente carta:
7 de marzo de 1784
Estimado señor,
el doctor Johnson lleva algún tiempo muy enfermo, y en una carta plagada de angustias y aprensiones me dice: «Pregunte a sus médicos por mi caso».
Bien verá usted que ésta no es una autoridad para una consulta al uso, pero no me cabe duda de su disposición a prestar consejo a un hombre tan ilustre, que en su Vida de Garth ha hecho a su profesión un justo y elegante homenaje: «Creo que cualquier hombre ha encontrado en los médicos una gran liberalidad y dignidad de sentimiento, prontas y constantes efusiones de benevolencia y la voluntad de ejercer una profesión lucrativa incluso allí donde no hay esperanza de lucro».
El doctor Johnson tiene setenta y cuatro años. El verano pasado sufrió una apoplejía de la que se recobró casi por completo. Con anterioridad había tenido constantes accesos de tos catarrosa. Este invierno sufrió un asma espasmódica, que le ha tenido confinado en su casa por espacio de tres meses. El doctor Brocklesby me comunica que ante el menor resfriado se le produce en el pecho tal constricción que no puede tenderse en la cama, y se ve obligado a pasar la noche sentado en un sillón, y si descansa y a veces duerme es sólo con ayuda del láudano y el jarabe de amapolas; tiene asimismo tumores edematosos en los muslos y pantorrillas. El doctor Brocklesby tiene gran confianza en que vaya a mejor con la llegada del buen tiempo. El doctor Johnson dice por su parte que la hidropesía le va comiendo el terreno, y parece haber dado en suponer que le sentaría bien un clima más cálido. Tengo entendido que ahora se encuentra mejor y que ingiere vinagre de cebollas albarranas. Soy con gran estima, mi querido señor, su más obediente y humilde servidor,
JAMES BOSWELL
Todos ellos prestaron la más cortés atención a mi carta y al venerable objeto de la misma. Las palabras que le dedicó el doctor Cullen fueron éstas: «Me causaría un gran placer prestar algún servicio a un hombre al que públicamente tanto se estima, y al que tanto estimo y respeto yo, como es el doctor Johnson». El doctor Hope dijo así: «Pocas personas tienen más derecho a mis atenciones y desvelos que su amigo, pues prácticamente no pasa un solo día sin que consulte yo su opinión sobre tal o cual palabra». El doctor Munro: «Sinceramente me sumo a sus simpatías por tan valioso e ingenioso personaje, del que su país ha obtenido tanta instrucción y tanto entretenimiento».
El doctor Hope se carteó con su amigo, el doctor Brocklesby. Los doctores Cullen y Munro me escribieron sus dictámenes y prescripciones, que después llevé conmigo a Londres y, en la medida en que eran esperanzadores, transmití a Johnson. La liberalidad por una parte y la gratitud por otra tengo gran satisfacción de hacer que consten por escrito.
A James Boswell
Londres, 18 de marzo de 1784
Querido señor,
mucho me complacen las atenciones que usted y su querida señora[142] muestran para con mi bienestar; tan es así, que recurro a la natural diligencia para poner en su conocimiento los progresos que hago hacia la salud. La hidropesía, bendito sea Dios, ha desaparecido casi por completo mediante evacuación natural; el asma, si no la irrita el frío, me causa ahora pocos contratiempos. Mientras le escribo, no tengo mayor sensación de flojera o de enfermedad. Pero todavía no me aventuro a salir, ya que me he visto confinado desde el pasado 13 de diciembre: casi la cuarta parte del año.
Cuándo pueda yo estar en condiciones de viajar a un lugar tan lejano como es Auchinleck, imposible saberlo; sin embargo, una carta como la de la señora Boswell bastaría para arrastrar a un hombre completamente inmóvil durante larguísimo trecho. Le ruego diga a mi querida señora cuánto me han conmovido y gratificado su civilidad y su bondad.
Nuestros tumultos parlamentarios comienzan a remitir, y la autoridad del Rey se ha restablecido hasta cierto punto. El señor Pitt tendrá un gran poder, pero debe usted tener presente que todo cuanto pueda otorgar, al menos por un tiempo, habrá de ser dado a quienes a su vez otorgaron y preservan su poder. Un nuevo ministro poco puede sacrificar a la estima o a la amistad; mientras no se asiente, sólo puede pensar en ampliar y reforzar sus propios intereses. (…)
Si visita usted Edimburgo, encuentre a la señora Stewart y de mi parte dele otra guinea por la carta que estaba en la vieja caja de las cartas, la cual no me daré por satisfecho de reclamar mientras no me la restituya.
Tráigase, por favor, el Anacreonte de Baxter, y si se procura usted un busto de Hector Boece, el historiador, y de Arthur Johnson, el poeta, con mucho gusto los pondré en mi habitación, o bien a otros padres fundadores de la literatura escocesa.
Le deseo un viaje llevadero y feliz, y confío en no tener que decirle que será usted bienvenido, querido señor, para su más afectuoso y humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Le escribí el 28 de marzo desde York y le informé de que había tenido una inmensa gratificación con el triunfo de los principios monárquicos sobre la influencia aristocrática, en ese gran condado, con motivo de un discurso pronunciado ante el Rey; añadí que estaba por consiguiente lejos de ponerme en camino para ir a su encuentro, pues habiéndose recibido la noticia de la disolución del Parlamento mi deber era apresurarme en regresar a mi país, donde había llevado a cabo una alocución en nombre de Su Majestad, que obtuvo el respaldo de una amplia mayoría, y tenía la intención de presentar mi candidatura a representante del país en el Parlamento.
A James Boswell
Londres, 30 de marzo de 1784
Querido señor,
no podría haber hecho nada tan sensato y apropiado como apresurarse a regresar tan pronto supo de la disolución del Parlamento. Con la influencia que su discurso e interpelación tienen por fuerza que haberle procurado, es razonable esperar que su presencia tenga alguna importancia y su actividad surta el efecto apetecido.
La solicitud que por mí demuestra me produce ese placer que todo hombre siente ante la amabilidad de un buen amigo; con gran deleite la alivio si le digo que la predicción del doctor Brocklesby ha sido certera, y que me encuentro, bendito sea Dios, maravillosamente repuesto de mis dolencias.
Ingresa usted en una actividad que requiere toda la prudencia. Debe esforzarse al máximo por oponerse sin exasperar, por ejercer una hostilidad temporal que no le granjee enemigos de por vida. Esto tal vez sea lo más difícil de lograr, aunque son muchos los que lo han conseguido, y parece más viable si uno se opone sólo sobre principios generales, sin descender a lo particular y sin entrar en censuras u objeciones personales. Hay algo en lo que es mi deber insistirle, pues rara vez se observa a rajatabla durante una campaña electoral: debo rogarle encarecidamente que sea sumamente escrupuloso en el consumo de licores fuertes. Una sola noche de borrachera puede dar al traste con el trabajo de cuarenta días bien cundidos. Sea firme, mas no clamoroso; sea activo, mas no malicioso, y tal vez así logre concitar un interés que no sólo le sirva de exaltación a usted, sino que también dignifique por añadidura a su familia.
Como bien puede suponer, aquí andamos todos afanados en mucho trajín. El señor Fox resueltamente se presenta por Westminster, y al decir de sus amigos ganará la elección. Sea como sea, es seguro que obtendrá un escaño. El señor Hoole me acaba de comunicar que la ciudad se inclina de parte del Rey.
Hágame saber de vez en cuando a qué se dedica y qué progresos hace.
Dé sinceros recuerdos a mi querida señora Boswell y a todos los jóvenes Boswell, señor, de su afectuoso y humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Escribió al señor Langton con la cordialidad que correspondía a su dilatada amistad.
27 de marzo
Desde que nos despedimos, he seguido atendiendo a mi propio juicio, y en opinión del doctor Brocklesby, mejorando de continuo con respecto a mis formidables y peligrosos achaques y destemples, aunque para un cuerpo como el mío, baqueteado y atribulado como últimamente lo he tenido, es de temer que cualquier débil ataque resulte a veces malicioso. Desde luego, simplemente por el descuido de permanecer ante una ventana abierta he contraído una molestísima tos que ha sido menester aplacar por medio del opio, en mayores cantidades de las que quisiera yo ingerir, y tampoco he visto que cediera tan pronto como esperaba; su obstinación, sin embargo, parece por fin dispuesta a plegarse ante el remedio, y no sé si entonces tendré el derecho a quejarme de cualquier mórbida sensación que pudiera invadirme. Mi asma, mucho me temo, es constitutiva e incurable, pero no pasa de ser ocasional, y a menos que la excite el esfuerzo o el frío no me causa mayores molestias ni tampoco representa un cerco estrecho que atosigue la vida, no en vano sir John Floyer, a quien la clase médica considera autor de uno de los mejores libros sobre la materia, jadeó y resolló hasta los noventa, como era de suponer; luego ¿por qué íbamos a darnos por contentos al colegir que fuera un hecho tan interesante privativo de un hombre tan conspicuo? Porque tal vez a los setenta, o a los ochenta, corrompió los registros con objeto de pasar por mucho más joven de lo que era. No tenía muchos menos de ochenta cuando un caballero de alcurnia modestamente le preguntó qué edad tenía, y repuso: «Vaya usted a verlo en el registro con sus propios ojos», aun siendo un caballero de trato por lo común civil y elegante.
Las señoras de su casa veo que se encuentran bien, con la excepción de la señorita Langton, que probablemente recuperará pronto la salud si cena ligero. Que coma cuanto quiera, pero que no se vaya a la cama con el estómago lleno. Presente mis sinceros respetos a la señorita Langton, en el condado de Lincoln; hágale saber que no me propongo romper yo nuestra liga de amistad, y que tengo un ejemplar de cada volumen de las Vidas reservado para ella, que le enviaré cuando tenga medio de hacerlo.
8 de abril
Me sigue incordiando la tos; ahora bien, ¿qué gracias no tendré que dar, cuando la tos es la sensación más dolorosa que tengo? Y no puedo contar con verme libre de ella mientras nos atenace el invierno con tanta pertinacia. Pasa el año ya 18 días del equinoccio, y apenas ni un ápice remite el frío. Cuando llegue el buen tiempo, como sin duda al fin ha de llegar, espero que nos sirva de ayuda tanto a mí como a su joven señora.
El hombre que tan afanoso anda con tanta alocución no es ni más ni menos que nuestro buen Boswell, que ya había llegado hasta York en su viaje a Londres, pero que volvió sobre sus pasos al tener noticia de la disolución, y que ahora va a presentarse no sé bien en qué circunscripción. A la hora de desearle el éxito, hasta sus mejores amigos vacilan.
Le ruego rece por mi completo restablecimiento: estoy ahora mejor de lo que nunca esperé encontrarme. Quiera Dios añadir a sus mercedes la gracia que me permita emplearlas según Su voluntad. Mis respetos para todos.
13 de abril
Esta noche he recibido una nota de lord Portmore[143] en la que me pide que le relate a usted cómo sigue mi salud. Podría habérselo dicho con mucho gusto y con menos circunvenciones. Estoy, bendito sea Dios, creo que libre de toda mórbida sensación, salvedad hecha de una tos que sólo es algo molesta. Pero sigo estando flojo, y no puedo albergar grandes esperanzas de fortalecerme mientras no se ablande un tanto el clima. El verano, si me trata bien, me pertrechará para resistir al invierno. Dios, que tan maravillosamente me ha restablecido, me puede preservar en cualquier estación.
Permítame interesarme de paso por los suyos, grandes y chicos por igual. Espero que lady Rothes y la señorita Langton se encuentren bien. Ésa es una buena base de contento. ¿Cómo sigue Georges con sus estudios? ¿Qué tal la señorita Mary? ¿Y mi pequeña Jenny? Creo que a Jenny le debo carta, me ocuparé de cumplir. Mientras, dígale que reconozco la deuda.
Tenga la amabilidad de presentar mis respetos a las damas. Si la señorita Langton viene a Londres, que me haga una visita, pues no estoy yo como para salir.
A Ozias Humphry[144]
5 de abril de 1784
Señor,
me ha expresado el señor Hoole con qué benevolencia atendió usted una petición, que casi me dio miedo hacerle, de que diera permiso a un joven pintor[145] para que de vez en cuando le asista en su estudio en calidad de aprendiz, y pueda así presenciar sus operaciones y recibir sus indicaciones.
El joven quizá presente buenas maneras, aunque ha carecido de una educación regular. Es mi ahijado, por lo cual me intereso por sus progresos y logros; me sentiré muy agradecido si da su permiso para que lo envíe.
Mi salud, bendito sea Dios, está muy mejorada, aunque mis médicos aún no me conceden permiso para viajar, si bien tampoco creo yo que pudiera tolerar este mal tiempo.
Soy, señor, su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Al mismo
10 de abril de 1784
Señor,
el portador de la presente es mi ahijado, al que me tomo la libertad de recomendar a su amabilidad, con la esperanza de que se haga merecedor con su respeto de su excelencia y con su gratitud por sus favores.
Soy, señor, su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Al mismo
31 de mayo de 1784
Señor,
le quedo muy agradecido por las bondades que ha mostrado con mi ahijado, aunque debo solicitarle que sume a todas ellas el favor de permitirle ver su manera de pensar, con el fin de que aprecie cómo se comienza un cuadro, cómo se adelanta en él y cómo se completa.
Si pudiera él serle de alguna utilidad en algunas de sus operaciones, confío que muestre cómo se le ha conferido tal beneficio de la manera apropiada, tanto con su competencia como con su gratitud. Al menos yo considero que usted ha extendido su amabilidad, señor, a su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Al reverendo doctor Taylor, Ashbourne, condado de Derby
Londres, lunes de Pascua,
12 de abril de 1784
Querido señor,
¿qué razón puede haber para que nada sepa de usted? Espero y deseo que nada le impida escribir. Lo que he visto, y lo que he sentido, me da pie para temer cualquier cosa. No deje de darme el consuelo de saber que, tras todas las pérdidas que he sufrido, sigo teniendo un amigo en usted.
Necesito consuelos de toda clase. Mi vida transcurre muy solitaria y muy triste y apagada. Aunque Dios ha tenido a bien librarme milagrosamente de la hidropesía, sigo estando muy flojo, y no he atravesado la puerta desde el 13 de diciembre. Cuento con que me ayude el buen tiempo, que al final tendrá que llegar.
No pude contar ayer con el consentimiento de los médicos para ir a la iglesia. Por tanto, recibí el sagrado sacramento en casa, en la habitación donde comulgaba mi querida señora Williams poco antes de que muriese. Amigo mío, la aproximación de la muerte, ay, es pavorosa. Miedo me da pensar en lo que bien sé que no puede evitarse. Y sin embargo esperamos y esperamos y damos en imaginar que quien hoy ha vivido puede vivir mañana. Aprendamos a extraer nuestra esperanza sólo de Dios.
Mientras tanto, tratémonos uno al otro con bondad. Ahora no me quedan vivos más amigos que usted y el señor Hector, amigo desde mi mocedad. No descuide, querido señor, a su afectuoso amigo,
SAM. JOHNSON
A Lucy Porter, en Lichfield
Londres,
26 de abril de 1784
Querida mía,
le escribo para decirle que me hallo tan recuperado que el pasado 21 fui a la iglesia, a dar gracias, tras un confinamiento de más de cuatro largos meses.
Mi recuperación ha sido tal como ni los médicos ni yo mismo esperábamos en absoluto. Únase a mí, querida, en dar gracias a Dios.
El doctor Vyse ha estado conmigo esta tarde. Me dice que también ha tenido usted grandes trastornos, pero que ahora se encuentra mejor. Espero que en algún momento disfrutemos de un bonito encuentro. Mientras tanto, recemos el uno por el otro.
Soy, señora, su humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Lo que sigue es una bella muestra de su carácter bondadoso y complaciente con una señorita que era ahijada suya, hija de su amigo Langton, que tenía entonces siete años. Se tomó la molestia de escribirle en letra redondilla de cuerpo bien grande, imitando los tipos de imprenta, para que tuviera la niña la satisfacción de leer su carta por sí sola. El original se encuentra ante mí, aunque será fielmente devuelto a su dueña; me atrevo a decir que lo conservará como una joya mientras viva.
A la señorita Jane Langton, en Rochester, Kent
10 de mayo de 1784
Mi queridísima señorita Jenny,
lamento que su bonita carta haya pasado tanto tiempo sin tener respuesta, pero cuando no me encuentro bien del todo no sé escribir con la debida claridad para una joven. Me alegra, querida, ver que escribe así de bien, y espero que atienda sus labores con la pluma y con la aguja, así como sus lecturas, pues son todas necesarias. Sus libros le abrirán las puertas del saber, y le harán merecedora de respeto; su aguja hallará empleo de utilidad cuando no le apetezca leer. Cuando sea un poquito mayor, espero que sea diligente en aprender la Aritmética, y que sobre todo a lo largo de su vida se esmere en rezar sus oraciones y en leer la Biblia.
Soy, querida, su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
El miércoles 5 de mayo llegué a Londres y a la mañana siguiente tuve el placer de hallar al doctor Johnson sumamente restablecido. Apenas pude verlo, pues lo esperaba un coche para llevarlo a Islington, a casa de su amigo el reverendo Streatham, adonde algunas veces iba a respirar aire puro, pues a pesar de que antaño se hubiera tomado a broma de la opinión general al respecto, ahora reconocía que era benéfico para la salud.
Días más tarde, una mañana en que lo encontré a solas, me comunicó con gran solemnidad una circunstancia muy notable que había tenido lugar en el transcurso de su enfermedad, cuando más le aquejaba la hidropesía. Estaba absorto en sí mismo, y había dedicado un día entero a sus particulares ejercicios devotos: ayunar, orar y prosternarse.[a nota 173, Vol. III] De súbito experimentó un extraordinario alivio, por lo cual alzó los ojos al Cielo con entrega y agradecimiento. No hizo una inferencia directa de este hecho, pero por su manera de contarlo pude darme cuenta de que se le antojó algo más que un mero incidente normal en el transcurso diario de los acontecimientos. Por mi parte, no tengo dificultad en reconocer esa manera de pensar que muchos modernos aspirantes al saber dan en llamar «superstición». Pero aquí considero que incluso los hombres de seco raciocinio pueden creer que medió intercesión directa de la Divina Providencia, y que prevaleció «la ferviente oración del justo».[146]
El domingo 9 de mayo encontré con él al coronel Vallancy, célebre anticuario e ingeniero de Irlanda. El lunes día 10 almorcé con él en la residencia del señor Paradise, donde se había reunido gran número de comensales: los señores Bryant, Joddrel, Hawkins, Browne, etc. El jueves día 13 comí con él en casa del señor Joddrel, con gran concurrencia: el Obispo de Exeter, lord Monboddo,[147] el señor Murphy, etc.
El sábado 15 de mayo comí con él en casa del doctor Brocklesby, donde se encontraban el coronel Vallancy, el señor Murphy y un compañero siempre alegre, como el señor Devaynes, boticario de Su Majestad. De estos días, y de otros en que con él estuve compartiendo mesa y mantel, no he conservado una detallada relación, y recuerdo que ante todo estuvo capaz, atinado e incluso brioso en la conversación, dando muestras de disfrutar del trato en sociedad tanto o más que un hombre todavía joven. Hallo solamente estos tres particulares: cuando se mencionó a una persona que había dicho que «he vivido cincuenta y un años en este mundo sin haber pasado siquiera diez minutos de intranquilidad», exclamó: «Quien tal cosa diga, miente, y pretende aprovecharse de la credulidad humana». El Obispo de Exeter[148] en vano observó que los hombres son muy distintos. Su Señoría no era demasiado imponente en su manera de hablar; supe después que Johnson no llegó a tener conocimiento de que la persona que le había hablado era un prelado; de haberlo sabido, no me cabe duda de que lo habría tratado con más respeto, pues una vez, hablando de George Psalmanazar, a quien reverenciaba por su piedad, dijo: «Antes que a él, habría contradicho a un obispo». Uno de los presentes[c177] lo provocó sobremanera haciendo el patán hasta parecer un oso de feria, para lo cual llegó a citar sus propios escritos, contra los cuales sostuvo lo siguiente: «Siendo así, señor —exclamó el caballero—, a ver qué me dice de esto:
Los días afanosos, las noches apacibles
sin sentir, sin contar fueron pasando».[149]
Al verse Johnson de este modo retratado como alguien que había dado ejemplo claro de un hombre que vivió sin conocer la intranquilidad de espíritu, se sintió muy ofendido, y tachó semejante cita de injusta, y toda su cólera brotó desatada en una réplica infundada, con la cual dio a entender que la retranca del caballero era producto de la ebriedad: «Señor mío, hay una pasión en cuyo dominio le aconsejaría que se avezase: cuando se haya bebido esa copa, no se sirva otra. Y, si lo hace, no se la beba».[c178] Nunca como aquí ejemplificó lo que Goldsmith había dicho de él ayudándose de una muy ingeniosa imagen tomada de una de las comedias de Cibber:[a nota c52, Vol. II] «No hay quien discuta con el doctor Johnson, pues si con su pistola yerra el disparo, derriba a su adversario de un culatazo».
He aquí otro: cuando un caballero que gozaba de eminencia en el mundo de las letras fue objeto de violenta censura por incluir unos párrafos anónimos en los periódicos, con los que atacó a determinadas personas, por puro espíritu de contradicción Johnson asumió su defensa y dijo: «Vamos, señores, que no es un delito tan terrible; sólo se ha propuesto vilipendiarlos un poco. No quiero decir que yo lo haría con gusto, pero es que hay una gran diferencia entre él y yo: lo que es propio de Efesto, no lo es de Alejandro». Otro fue que cuando le dije que una joven y hermosa condesa me había dicho: «Yo diría que recibir las alabanzas del doctor Johnson es convertirse de por vida en un hazmerreír», y que yo le había contestado: «Hoy mismo haré de él un hazmerreír, cuando se lo repita a la cara», a lo que él, a su vez, respondió: «Soy demasiado viejo para pasar por un hazmerreír, pero si dice usted que lo soy no se lo negaré. Mucho me agradan los cumplidos, y más si vienen de una mujer bonita».
El sábado 15 de mayo, por la tarde, se encontraba muy animado en nuestro club de Essex Head. Nos refirió: «Ayer almorcé en casa de la señora Garrick, con la señora Carter,[c179] la señorita Hannah More y la señorita Fanny Burney. No se encuentran fácilmente tres mujeres así; no sé dónde podría encontrarse a una cuarta, salvo en la señora Lennox, que es superior a las otras tres». BOSWELL: «¡Caramba! ¿Las tuvo a las tres para usted solo?». JOHNSON: «Las tuve a todas en la medida en que pueden tenerse, pero mejor habría sido que hubiera más contertulios». BOSWELL: «¿Y no podría la cuarta haber sido la señora Montagu?». JOHNSON: «La señora Montagu, señor mío, no comercia con su ingenio, pero es una mujer extraordinaria; tiene una conversación que nunca decae, siempre impregnada de enjundia. Siempre tiene sentido lo que dice».[c180] BOSWELL: «El señor Burke tiene una conversación que tampoco decae jamás». JOHNSON: «Así es. Si un hombre fuera por azar a un cobertizo, a resguardarse de un chaparrón repentino a la vez que el señor Burke, diría: “Éste es un hombre extraordinario”. Si Burke fuese a una cuadra a ver cómo almohazaban a su caballo, el palafrenero diría luego: “Hoy hemos tenido aquí a un hombre extraordinario”». BOSWELL: «Foote era otro hombre cuya conversación tampoco decaía nunca. Si hubiera visitado una cuadra…». JOHNSON: «Señor, si Foote hubiera visitado una cuadra, el palafrenero habría dicho: “Hoy nos ha visitado un cómico”, pero no lo habría respetado por tales dotes». BOSWELL: «Y el palafrenero le habría pagado con la misma moneda, como se dice vulgarmente». JOHNSON: «Sí, señor, y Foote le habría contestado. Cuando Burke no desciende a lo jocoso, su conversación es realmente espléndida; no hay proporción entre la fuerza que despliega en la conversación seria y la jocosa. Cuando se presta a esto último, hoza en un cuchitril».[c181] En otro lugar[150] me he opuesto, espero que de manera convincente, a la singularísima y errónea opinión que tenía Johnson respecto de las chanzas de Burke. El señor Windham me dijo entonces, en voz baja, que difería de nuestro amigo respecto a esa observación, porque Burke tenía con frecuencia unas ocurrencias muy felices. No hubiera sido apropiado que ambos contradijéramos a Johnson en esta ocasión, delante de personas que no conocían ni menos aún estimaban a Burke tanto como nosotros, pues tal confrontación habría dado pie a una situación más áspera y, en todo caso, habría cortado en seco la vena de buen humor en que estaba Johnson. Éste se dirigió a nosotros, de pronto, con un aire de gran satisfacción, como si algo se le acabara de ocurrir. «¡Por cierto, caballeros! Tengo que comunicarles una cosa muy grande. La Emperatriz de Rusia ha ordenado que el Rambler sea traducido a la lengua rusa,[151] de modo que se me ha de leer a orillas del Volga. Se jacta Horacio de que su fama alcanzaba hasta las orillas del Ródano, pero el Volga está mucho más lejos de mí de lo que el Ródano lo estaba de Horacio». BOSWELL: «Debe usted estar muy satisfecho, señor». JOHNSON: «Ciertamente lo estoy. A cualquiera le agrada triunfar en aquello que se ha propuesto con ahínco».
Uno de los presentes comentó que había visto a una persona noble y distinguida conduciendo su propio coche, con muy buen aspecto a pesar de su avanzada edad. JOHNSON: «Señor, eso no significa nada. Bacon observa que un anciano robusto y sano es como una torre socavada».
El domingo 16 de mayo lo encontré solo. Habló de la señora Thrale con gran pesar, diciendo: «Todo lo ha hecho mal desde que se quitó del cuello las bridas con que la sujetaba en corto el señor Thrale». Iba a añadir algunos detalles que han dado pie a comentarios cuando nos interrumpió la llegada del doctor Douglas, ahora Obispo de Salisbury.
En esta ocasión, el doctor Douglas refutó una noción errónea y muy extendida en Escocia: que la disciplina eclesiástica de la Iglesia anglicana, aun cuando se aplique como es debido, resulta insuficiente para preservar la rectitud del clero, en la misma medida en que es posible ocultar a los delincuentes apelando al Sínodo, que como nunca tiene la autorización del Rey para el despacho de tales asuntos, no permite que sea oída la apelación. El doctor Douglas observó que esta noción se basa en la ignorancia, ya que los obispos gozan de poder suficiente para mantener la disciplina, y que un pleno del Sínodo era algo completamente inmaterial en este sentido, toda vez que no se trata de una corte de la judicatura, sino de una suerte de parlamento, cuyo cometido es confeccionar cánones y de regulaciones tantas veces como sea preciso.
Hablando del miedo a la muerte dijo Johnson: «Hay personas que no tienen miedo, pues contemplan la salvación como efecto de un decreto inapelable, y creen que hallan en sí mismas las señas de la santidad. Otras, en mi opinión las más racionales, contemplan la salvación como algo condicional, y como nunca podrán estar seguras de que hayan cumplido todas las condiciones, tienen miedo».
En una de sus pequeñas agendas manuscritas de esta época hallo un brevísimo apunte, que señala su disposición amistosa mejor que un centenar de declaraciones estudiadas: «Pasé la tarde con animación y elegancia, en buena compañía, espero que sin haber ofendido ni a Dios ni al hombre, aunque no en cumplimiento del sagrado deber, sino con el general ejercicio y el cultivo de la benevolencia».
El lunes 17 de mayo almorcé con él en casa del señor Dilly, donde estaban el coronel Vallancy, el reverendo doctor Gibbons y el señor Capel Lofft, quien pese a ser un whig recalcitrante posee un intelecto desbordante de sabiduría, y tan versado en terrenos muy diversos, y con tanta prodigalidad, que el fenomenal poder del Goliat literario, aun cuando no atemorizara ni intimidara siquiera a este pequeño David del espíritu popular, sí suscitó su rendida admiración. Estaba también el señor Braithwaite, de la oficina de correos, hombre cordial y amistoso que, con un talante modesto y sin ninguna pretensión, ha tenido relación con muchos de los ingenios de la época. Johnson estuvo muy callado. Tal vez también yo estuviera algo indolente. No hallo entre mis notas nada más que esto, y es que cuando señalé que había visto en la biblioteca del Rey 63 ediciones del Thomas à Kempis, uno de mis libros predilectos —que estaba al menos en ocho lenguas: latín, alemán, francés, italiano, español, inglés, árabe y armenio—, dijo que le parecía innecesario coleccionar tantas ediciones de un libro que era igual en todas, salvedad hecha del papel y la calidad de la impresión; se conformaría con tener el original y todas las traducciones, y aquellas ediciones que presentaran variaciones textuales. Aprobó la famosa recopilación de ediciones de Horacio llevada a cabo por Douglas, que menciona Pope, del que se dice que tenía la vitrina repleta; dijo que «todos los hombres deberían intentar coleccionar un libro de esa manera, y hacer donación de la colección a una biblioteca pública».
El jueves 18 de mayo lo vi muy brevemente por la mañana. Le dije que la muchedumbre había proferido gritos al paso del Rey, diciendo «Fox, no; Fox, no», cosa que no me gustaba. Él dijo: «Hacen bien». Dije que no me lo parecía, pues causaban la impresión de que el señor Fox fuera el competidor del Rey. Al no haber público presente, por lo que no podía haber triunfo en la victoria, estuvo bastante de acuerdo conmigo. Dije que podría haber sido aceptable si hubieran dicho «no queremos a Fox», a modo de súplica para que Su Majestad no nombrase ministro a ese caballero.
El miércoles 19 de mayo pasé con él a solas la mayor parte de la tarde. Comenté que la muerte de nuestros amigos podría tomarse como consuelo del miedo que nos inspira nuestra propia disolución, ya que podríamos tener más amigos en el otro mundo que en éste. Tal vez se lo tomase por reflexión sobre su propia aprensión en torno a la muerte, y dijo de modo muy acalorado: «¿Cómo va a saber un hombre dónde están sus difuntos amigos, o si han de ser amigos suyos en el más allá? ¿Cuántas amistades ha conocido usted en base a los principios de la virtud? La mayoría de las amistades se forjan por capricho o por azar, son meras confederaciones del vicio o ligas de la temeridad».
Hablamos de nuestro valioso amigo el señor Langton. «No sé quién irá al Cielo —dijo— si no va Langton. Casi podría decir: Sit anima mea cum Langtono». Mencioné a un amigo muy eminente, un hombre de gran virtud. JOHNSON: «Sí, señor, pero —— carece de la virtud evangélica que cultiva Langton. ——, mucho me temo, no tendría escrúpulos en irse con cualquier fulana».
No obstante, culpó a Langton de lo que había sido a su entender falta de juicio en una ocasión importante. «Cuando estuve enfermo —dijo—, quiso con toda sinceridad poner en mi conocimiento en qué entendía él que mi vida era defectuosa. Me trajo una hoja en la que había reproducido varios textos de las Escrituras, todos ellos recomendando caridad cristiana. Y cuando le pregunté qué motivos había dado yo para que mostrase tal animadversión, cuanto pudo decirme se redujo a esto: que yo, a veces, en las conversaciones contradecía a los demás. Ahora bien, ¿qué daño cabe inferirle a una persona cuando se la contradice?». BOSWELL: «Supongo que quiso referirse a la manera de hacerlo, ásperamente y con rudeza». JOHNSON: «¿Qué tiene de malo hacerlo así? ¿Qué daño, insisto, hay en ello?». BOSWELL: «Es dañino para las personas que tienen los nervios delicados». Al referirle estas palabras, Burke me dijo: «No es dañino que un hombre que está próximo a morir tenga sobre su conciencia nada más grave que el haberse mostrado áspero e incluso rudo en la conversación con los demás». En el momento en que le fue presentado el papel, aunque Johnson en principio se sintiera halagado por la atención de su amigo, al que dio las gracias sinceramente, exclamó luego a voz en cuello, y con acritud: «¿Cuál es su propósito, señor?». Sir Joshua Reynolds dijo en broma que fue una escena digna de comedia, tratándose de un penitente enfurecido que monta en cólera y arremete contra su confesor.[152]
No he conservado nota de sus conversaciones correspondientes a las veces en que nos vimos durante el resto del mes, hasta el domingo 30 de mayo, en que lo vi por la tarde en casa del señor Hoole, donde había una nutrida concurrencia de damas y caballeros. Sir James Johnston dijo casi de pasada que no tenía ningún respeto por los argumentos de la defensa ante el tribunal de la Cámara de los Comunes, ya que a sus portavoces se les pagaba por hablar en presencia de los demás parlamentarios. JOHNSON: «De ningún modo, señor mío. Los argumentos, argumentos son. No puede usted dejar de tener respeto por tales argumentos siempre y cuando sean buenos y tengan validez. Si fueran mero testimonio, podría desestimarlos cuando supiera que están comprados. Hay sobre este asunto una bella imagen en Bacon: el testimonio es como una flecha que se lanza con un arco, cuya fuerza depende de la mano que lo empuñe, y el argumento es como una flecha lanzada con una ballesta, que tiene la misma fuerza aun cuando la haya lanzado un niño».[153]
Ese día había almorzado con el señor Hoole, y se esperaba para la tarde la visita de Helen Maria Williams. El señor Hoole puso en manos de Johnson la Oda por la paz,[154] bello poema de esta señorita. Johnson lo leyó despacio, y cuando le fue presentada esta elegante y talentosa joven,[155] la tomó de la mano de un modo sumamente cortés y le repitió de memoria la más espléndida estrofa de su poema; fue el cumplido más delicado y placentero que le pudo rendir. El doctor Kippis, respetable amigo de la joven, del cual supe la anécdota, se encontraba allí delante, y no poco satisfecho.
Me dijo la señorita Williams que en la única otra ocasión en que tuvo la fortuna de disfrutar de la compañía de Johnson, éste le pidió que tomara asiento a su lado, cosa que ella hizo con gusto, y al preguntarle ella cómo se encontraba, respondió: «Muy enfermo, señora. Estoy muy enfermo incluso teniéndola a mi lado, así que no quiero ni pensar cómo estaría si la tuviera lejos de mí».
Tuvo de improviso un gran deseo de ir a Oxford, primera excursión después de su larga enfermedad y convalecencia. Hablamos de ello durante unos días y me comprometí a acompañarle. Se impacientó y se enojó esta noche porque no acepté yo ir con él enseguida, el jueves, como era su deseo. Cuando consideré lo maltrecha que había estado su salud, pensé que era preciso tener en cuenta la influencia de la enfermedad sobre su estado de ánimo, y resolví complacerle e incluso seguirle en todo la corriente, por más que esto entrañara una inconveniencia para mí, ya que tenía un gran deseo de asistir al concierto en honor de Händel que había de tener lugar en la abadía de Westminster el sábado siguiente.
Asediado por sus achaques y dolencias, siempre se mostró compasivo con la desgracia ajena, y procuraba activamente ayudar a los demás, según se desprende por ejemplo de una nota dirigida a sir Joshua Reynolds en el mes de junio, en la cual se lee lo siguiente: «Me avergüenza pedirle ayuda para un pobre hombre, al que he dado todo lo que me ha sido posible. El hombre me sigue importunando y el sable da vueltas a mi alrededor. El jueves me marcho a cambiar de aires».
El jueves 3 de junio tomamos la silla de posta con destino a Oxford en Bolt Court. Los otros dos pasajeros resultaron ser la señora Beresford y su hija, dos damas norteamericanas de trato muy agradable; viajaban al condado de Worcester, donde residían entonces. Frank se había adelantado el día anterior, por orden de su señor, para que nos cogiera sitio; por la hoja de ruta vi que el doctor Johnson había hecho inscribir nuestros nombres a modo de reserva. La señora Beresford, que la había leído, me dijo en un cuchicheo: «¿Éste es el gran doctor Johnson?». Asentí, de modo que se dispuso a escuchar cuanto dijera. Como a los pocos momentos me dijera, aunque en voz tan baja que Johnson no la oyó, que su marido había sido miembro del Congreso americano, le advertí que pusiera mucho cuidado y que no sacara el asunto a colación, pues debía saber que Johnson se mostraba furioso con el pueblo de tal nación. El doctor habló largo y tendido; lamento haber tomado muy pocas notas de la conversación. La señorita Beresford se quedó tan encantada que me dijo en un aparte: «¡Cómo habla! ¡Hay que ver! ¡Cada una de sus frases es un ensayo!». La joven se entretuvo en el trayecto haciendo calceta a pesar del bamboleo del coche; el doctor no concedía ningún valor a semejante ocupación. «Próxima a la mera ociosidad —dijo—, creo que la calceta debería incluirse en la escala de lo insignificante, aunque debo reseñar que una vez intenté aprender a hacerla. La hermana de Dempster —añadió mirándome— quiso enseñarme, pero yo no fui capaz de hacer ningún progreso».
Me sorprendió esta manera de hablar, la franqueza con que expuso en público, bien es verdad que dentro del coche del correo, el estado de sus asuntos. «Tengo en total, según creo —dijo luego—, un millar de libras, capital con el que me propongo dejar a Frank una asignación anual de setenta». Verdaderamente, su franqueza con las personas incluso a las primeras de cambio era más que notable. Una vez dijo al señor Langton: «Creo que soy como el hidalgo Richard de El viaje a Londres: “Nunca soy desconocido en un lugar desconocido, ni me siento extraño en lugar extraño”».[c182] Era realmente sociable. Censuraba con energía algo que es sumamente corriente en Inglaterra entre las personas de cierta distinción, esto es, mantener un silencio absoluto cuando a la sazón coinciden dos personas que no se conocen en una sala, antes de que hagan acto de presencia los dueños de la casa. «Señor, eso es tan poco civilizado como impropio de quien acierta a comprender los derechos comunes de la humanidad».
En la posada en que hicimos alto se mostró muy descontento con una pierna de cordero asado que le dieron de almorzar. Las damas se extrañaron al ver al gran filósofo, cuya sabiduría e ingenio habían admirado sin cortapisas durante todo el camino, ponerse de mal humor por tal motivo. Reprendió al posadero y le dijo: «Esto está todo lo malo que puede estar: mal alimentado, mal despachado por el matarife, mal conservado y mal adobado para asar».[c183]
Soportó el viaje con mucha entereza, y pareció sentirse elevado a medida que nos acercábamos a Oxford, espléndida y venerable cuna del saber, la ortodoxia y el toryismo. Frank acudió en el coche de carga a tiempo de atenderle, y fuimos recibidos entonces con la más exquisita hospitalidad en casa de su viejo amigo, el doctor Adams, director de Pembroke College, que nos había extendido una amable invitación. Antes de bajarnos del coche había comunicado a Johnson que me hallaba en la obligación de regresar a Londres directamente por la razón que expuse antes, pero que me daría toda la prisa que buenamente pudiera en volver de nuevo a su lado. Quedó complacido de que hubiera hecho el viaje sólo por acompañarle. Estuvo afable y jovial con el doctor Adams, con su señora y su hija y con la señora Kennicot, viuda del insigne hebraísta, que se encontraba de visita. Despachó sobre la marcha las preguntas que se le hicieron sobre su enfermedad y convalecencía, con precisión y sin extenderse; luego, adoptando un aire alegre, repitió el dístico de Swift:
No pensemos en próximos achaques
hablando tanto de píldoras y enjuagues.[c184]
Habiéndose mencionado al doctor Newton, obispo que era de Bristol, Johnson recordó la forma en que lo había censurado este prelado,[156] contra el cual tomó represalia de este modo: «Tom era sabedor de que iba a morir antes de que se llegara a publicar lo que había dicho de mí. Nunca habría osado imprimirlo estando vivo». DOCTOR ADAMS: «Creo que sus Disertaciones sobre las profecías son su obra magna». JOHNSON: «Sí, ésa es la gran obra de Tom, aunque es harina de otro costal precisar en qué medida es grande, o en qué medida es del propio Tom. Tengo para mí que parte considerable de la misma la tomó en préstamo». DOCTOR ADAMS: «Fue un hombre que tuvo una suerte extraordinaria». JOHNSON: «Yo no lo creo. No llegó tan alto. Tardó mucho en alcanzar lo que alcanzó, y no lo consiguió por los mejores medios. Creo que fue un adulador grosero e indecente».[c185]
Cumplí pues mi propósito de regresar a Londres y volví a Oxford el miércoles 9 de junio, donde tuve la alegría de verme de nuevo en el mismo y agradable círculo de Pembroke College, con la muy halagüeña perspectiva de pasar algunos días. Johnson saludó mi retorno con una alegría más que corriente.
Habló largo y tendido del honorable Archibald Campbell, cuyo carácter había expuesto en la mesa del Duque de Argyll cuando estuvimos en Inverary;[157] esta vez me escribió de su puño y letra, por extenso, una crónica más exhaustiva de ese erudito y venerable escritor, que he publicado en su lugar oportuno. Johnson hizo en esta velada un comentario que me sorprendió bastante. «Nunca —dijo— he conocido a un disidente capaz de razonar».[158] Con seguridad no pretendió negar esa facultad a muchos de los escritores que son y han sido de este credo, a Hickes, a Brett,[c186] y a otros eminentes teólogos de dicha fe; no tuvo en consideración que siete obispos, justamente célebres por su magnánima resistencia ante las arbitrariedades del poder, fueron disidentes ante el nuevo gobierno. En efecto, la clerecía disidente de Escocia, que con muy contadas excepciones últimamente y de improviso ha cortado todos sus lazos de lealtad con la dinastía de los Estuardo y ha resuelto orar por el bien de nuestro actual y legítimo soberano, tal vez podría haber sido confirmación de este comentario, así como en puridad podría decirse que el derecho hereditario y divino, de todo punto indefendible, en el que profesaban su creencia, caso de que fuera cierto aún debería serlo. A muchos de mis lectores sorprenderá que haga mención de que Johnson me aseguró que nunca, en toda su vida, había estado presente en una casa de reuniones de la secta disidente.[c187]
A la mañana siguiente, desayunando, le señalé un pasaje contenido en El errabundo, de Savage, y dije: «Son espléndidos versos». «Si hubiese yo escrito con hostilidad hacia Warburton en mi Shakespeare —replicó—, habría citado este dístico:
Aquí el saber, legado primero y luego engatusado,
parece tenebroso cual ignorancia, cual frenesí desatado.
»Le hubieran venido —añadió sonriendo— como anillo al dedo». DOCTOR ADAMS: «Pero no escribió usted en contra de Warburton». JOHNSON: «No, señor. Lo traté con gran respeto tanto en mi prefacio como en mis notas».
La señora Kennicot habló de su hermano, el reverendo señor Chamberlayne, quien había renunciado a un futuro muy prometedor en el seno de la Iglesia anglicana por su conversión a la fe católica. Johnson, que sentía cálida admiración por todo el que actuase movido por un consciente y profundo respeto a sus principios, fueran erróneos o no, exclamó con fervor: «Dios lo bendiga».
Para confirmar que no era peor el presente que otras épocas anteriores, opinión que expresó el doctor Johnson, la señora Kennicot apuntó que su hermano le había asegurado que en el Continente estaba el descreimiento mucho menos extendido que antes. Ya no se leía tanto a Voltaire y a Rousseau. Garanticé de buena tinta que el descreimiento de Hume también gozaba de menos lectores. JOHNSON: «Todos los autores descreídos caen en el olvido tan pronto desaparecen las conexiones personales y lo florido de la novedad, aunque siempre habrá de vez en cuando algún insensato que crea que puede pasar por ingenioso aprovechándose de ellos y trayéndolos a colación. A veces se pone en marcha una broma con universitarios, debido a la gracia de alguien que no repara en que lo que tiene gracia entre universitarios no la tiene en el mundo. A tales defensores de la razón aplicaría yo una estrofa de un poema que recuerdo haber visto en alguna antigua antología:
En adelante, apláquese y concuerde,
y bese cada cual a su vacuo hermano;
la religión desdeña a los enemigos como usted,
pero teme amigos como el otro.
»Creo que está bien claro, aunque la expresión no sea correcta, ya que es uno, y no usted, quien ha de oponerse al otro, sea luterano o no».[159]
De la religión católica dijo lo siguiente: «Si se suma uno a los papistas en lo externo no le interrogarán de manera estricta en cuanto a la fe que tenga en sus dogmas. Ningún papista provisto de raciocinio cree en todos sus artículos de fe. Hay un aspecto por el cual un hombre bueno podría dejarse persuadir para profesarla. Un hombre bueno y de disposición timorata, que albergue grandes dudas sobre que Dios lo acoja en su seno, y que sea asaz crédulo, fácilmente se alegrará de pertenecer a una Iglesia en la que tanto abundan las ayudas para alcanzar el Cielo. Yo, si pudiera, sería papista. Tengo temor suficiente, pero una obstinada racionalidad me lo impide. Nunca seré papista, si no es en las puertas mismas de la muerte, de la que tengo un grandísimo pavor. Me extraña que no todas las mujeres sean papistas». BOSWELL: «No tienen ellas más miedo de la muerte que los hombres». JOHNSON: «No, no; que las aspen; no son más piadosas. Un individuo malvado es más piadoso cuando se pone a ello. En punto a piedad, los vencerá a todos».
Hizo una defensa razonada de algunos de los dogmas de la Iglesia de Roma. Por lo que se refiere a dar sólo el pan a los laicos, dijo: «Tal vez piensen que en aquello que es meramente ritual cabe admitir ciertas variaciones respecto a los modos primitivos sobre la base de la pura conveniencia; entiendo que tienen justificación con creces en estas alteraciones, tal como empleamos una mera rociada de agua bendita en vez del bautismo a la antigua». Por lo que atañe a la invocación a los santos, dijo: «Aunque no creo que esté autorizada en puridad, me parece que la “comunión de los santos”, en el Credo, se refiere a la comunicación con los santos del Cielo en relación con la “santa Iglesia católica”».[160] Reconoció la influencia de los espíritus malignos y dijo: «Nadie que crea en el Nuevo Testamento puede ponerla en duda».
Saqué un volumen del doctor Hurd, los Sermones del Obispo de Worcester, y leí a la concurrencia algunos pasajes tomados de uno de ellos, en torno a este texto: «Resistid al diablo, y él huirá de vosotros». Epístola Universal de Santiago, 4, 7. Me alegró aducir un texto tan juicioso y elegante[161] en apoyo de una doctrina que, sin que yo atinase a entender por qué, en este mundo de conocimiento imperfecto, y por tanto también de maravilla y misterio, es objeto de ataques lanzados con una confianza irreflexiva y una insensatez displicente.
Después de comer, alguno de los presentes afirmó que había una gran enemistad entre whigs y tories. JOHNSON: «No diría yo que sea para tanto, con excepción de las ocasiones en que entran en competencia directa. No hay tal inquina cuando son conocidos entre sí, no la hay cuando son de distinto sexo. Un tory se casará con una familia de whigs, y un whig con una familia de tories, sin ninguna renuencia. Claro está que en una cuestión de mucha mayor trascendencia que los meros dogmas políticos, y no es otra que la religión, a los hombres y a las mujeres les preocupan mucho menos las diferencias de opinión; las damas no atribuyen demasiado valor a esa catadura moral de los hombres que les rindan sus respetos; recibirán al mayor de los derrochadores y libertinos tan bien o mejor que al hombre de mayor virtud, y me refiero, claro está, a una muy buena mujer, a una mujer que rece sus oraciones tres veces al día». Nuestras damas se esforzaron en el acto por defender a las de su sexo de esta acusación, pero él las hizo callar al punto: «No, no, no. De ninguna manera. Una señora acogerá a Robin de los Bosques tan presta como a un San Agustín, siempre y cuando llegue con tres peniques de más en la faltriquera. Peor aún: los padres de la dama la entregarán encantados al bellaco. Tienen las mujeres una envidia perpetua de nuestros vicios. Son menos malas que nosotros, pero no porque quieran, sino porque las atamos en corto; son las esclavas del orden y de las modas; su virtud tiene para nosotros mayor trascendencia que la nuestra, al menos por lo que a este mundo se refiere».[c188]
La señorita Adams habló de un caballero de carácter licencioso. «Supongamos —dijo— que tuviera yo la intención de casarme con ese caballero. ¿Lo iban a consentir mis padres?». JOHNSON: «Ya lo creo que sí. Y usted iría encantada. Iría usted encantada aunque no dieran ellos su consentimiento». SEÑORITA ADAMS: «Quizá que se opusieran me daría más ganas de ir». JOHNSON: «Acabáramos. Aceptaría usted casarse con alguien a quien considerase un mal hombre sólo por darse el gusto de contradecir a sus padres. Me recuerda usted al doctor Barrowby, el médico, al que le gustaba muchísimo la carne de cerdo. Un día, estaba atiborrándose y dijo: “Ojalá fuera yo judío”. “¿Y eso? —le preguntó alguien—. A los judíos no les está permitido comer su carne preferida”. “Pues porque así disfrutaría del gusto de comerla, pero sumado al placer de pecar”». Y Johnson siguió su declamación.
La señorita Adams hizo poco después una observación que no recuerdo, pero que a él le complació sobremanera. De muy buen humor, y sonriendo de oreja a oreja, dijo: «No deja de ser extraño que haya tanta excelencia sumada a tanta depravación».
Ciertamente, las buenas cualidades de esta dama, sus méritos y talento, y la constante atención que prestaba al doctor Johnson, a él no le pasaron inadvertidas. Casualmente, le dijo que una cafetera pequeña, en la que a él le había preparado y servido el café, era el único objeto que de veras podía tener por suyo de su propiedad. Con placentera galantería, él le dijo: «No diga tal, querida mía; confío en que no considere que nada vale mi corazón».
Le preguntó si era cierto lo que había oído decir de él, a saber, que había afirmado que «estoy con el Rey en contra de Fox, pero estoy por Fox en contra de Pitt». JOHNSON: «Pues sí, así ha de ser: el Rey es mi señor, pero no conozco a Pitt, y Fox es amigo mío».
«Fox —añadió— es un hombre extraordinario, único, diría yo; se trata de un hombre —dijo describiéndolo como si se tratara de una potente objeción, en cierto sentido de acuerdo con lo que pensaba realmente, pero de modo que exaltara tanto más sus capacidades— que ha dividido el reino con el propio César, hasta el punto de sembrar la duda sobre si debiera la nación regirse por el cetro de Jorge III o por la lengua de Fox».
El doctor Wall, médico de Oxford, vino a tomar el té con nosotros. Johnson sentía en general un curioso placer por la compañía de los médicos, que ciertamente no disminuyó con la conversación de este erudito, ingenioso y apacible caballero. «Es para maravillarse —dijo Johnson— qué poca cosa se ha logrado con las becas de viaje del buen Radcliffe. No sé yo de nada bueno que con ellas se haya importado, aun cuando muchas y provechosas adiciones a nuestros saber médico podrían hallarse en países del extranjero. La inoculación, por ejemplo, ha salvado más vidas de las que la guerra destruye, y las curas que obra la corteza de la quina son innumerables. Pero es vano enviar a nuestros médicos viajeros por Francia, Italia y Alemania, pues todo cuanto allí se sabe aquí lo sabemos. Yo les haría viajar fuera de la cristiandad, los enviaría a las naciones bárbaras».
El viernes 11 de junio conversamos durante el desayuno sobre las distintas formas de oración. JOHNSON: «No conozco yo mejores plegarias que las recogidas en el Libro de las oraciones comunes». DOCTOR ADAMS (con seriedad e intención): «Ojalá compusiera usted, señor, algunas oraciones de uso familiar». JOHNSON: «No compondré yo oraciones para usted, señor, pues bien puede hacerlo por sí solo. He pensado en cambio en reunir cuantos libros de oraciones pueda, seleccionar las que me parezcan mejores, excluir unas, insertar otras, añadir algunas de mi cosecha y poner a modo de prefacio un discurso sobre la oración en general». Nos apiñamos todos a su alrededor, y dos o tres al mismo tiempo le urgimos que ejecutara ese plan. Pareció un tanto molesto por lo inoportuno de la reclamación, y bastante agitado puso orden de este modo: «No hablemos así de algo tan espantoso. No sé qué tiempo aún me concederá Dios en este mundo. Son muchas las cosas que aún me gustaría hacer». Algunos todavía insistieron. Dijo el doctor Adams: «Nunca en mi vida había dicho nada tan en serio». JOHNSON: «Déjenme en paz, déjenme en paz; me abruman ustedes». Se cubrió el rostro con ambas manos y se reclinó sobre la mesa, permaneciendo así algún tiempo.
Comenté que el empleo que hace Jeremy Taylor, en sus formas de oración, de la formula «soy el mayor de los pecadores», así como de otras expresiones autocondenatorias. «Entiendo yo —dije— que esto no puede en verdad decirlo ningún hombre, por lo cual es impropio decirlo en forma impresa y en general. Yo no puedo decir que sea el peor de los hombres, y por lo tanto no lo diré». JOHNSON: «Un hombre bien puede saber que físicamente, es decir, en el estado verdadero de las cosas, no es el peor de los hombres, pero es posible que moralmente lo crea. Observa Law que “todos sabemos algo malo de nosotros, algo peor de lo que sabe con certeza sobre los demás”. Es posible que no haya cometido usted los delitos que otros han cometido, si bien no sabe contra qué grado de luz han pecado los demás. Además, señor, “el mayor de los pecadores” no es sino una manera de decir que “soy un gran pecador”. Por eso dice San Pablo, hablando de que Nuestro Salvador murió para salvar a los pecadores, “de los cuales yo soy el primero”;[c189] sin embargo, ciertamente no se consideraba malo como Judas Iscariote». BOSWELL: «Sin embargo, señor, Taylor emplea esa fórmula en sentido literal, pues funda en ella su presunción. Cuando reza por la conversión de los pecadores, y de sí mismo en particular, dice: “Señor, no dejarás sin hacer la principal de tus obras”». JOHNSON: «No veo yo con buenos ojos el empleo de expresiones figuradas al dirigirse al Supremo Ser, y yo jamás las empleo. Taylor da un muy buen consejo: “Nunca mientas en tus oraciones, nunca confieses más de lo que en verdad crees, nunca prometas más de lo que pretendes llevar a cabo”». Recordé este precepto de su Arboleda dorada, aunque su ejemplo de oración contradice su precepto.
El doctor Johnson y yo fuimos en el coche del doctor Adams a almorzar con el doctor Nowell, director de St. Mary Hall, en su bella residencia de Iffley, a orillas del Isis, a unas dos millas de Oxford. Yendo de camino tuve el atrevimiento de preguntar a Johnson si creía que su rudeza de modales había sido para él una ventaja o un inconveniente a lo largo de la vida, y si no habría hecho mayor bien en caso de haber sido más gentil de trato. Procedí a responderme yo mismo de este modo: «Tal vez haya sido una ventaja, pues ha dado mayor peso a cuanto usted ha dicho; tal vez no hubiera podido usted hablar con tanta autoridad sin esa rudeza». JOHNSON: «De ninguna manera, señor. He hecho mayor bien siendo tal como he sido. La obscenidad y la impiedad siempre se han reprimido en mi círculo». BOSWELL: «Es cierto, señor, y eso es más de lo que cabe decirse de casi todos los obispos. En presencia de un obispo no son pocos los que se han tomado libertades mayores, siendo incluso hombres muy buenos, que por su carácter afable no imponían excesivo respeto. No obstante, señor, muchas personas que podrían haber obtenido grandes beneficios de su conversación se han mantenido a distancia, y en la reserva, por miedo a su carácter. Un valioso amigo nuestro me ha dicho que con frecuencia le ha invadido el temor al dirigirle a usted la palabra». JOHNSON: «No debería haber tenido ni un ápice de miedo, siempre y cuando tuviera algo razonable que decir. Si no era así, mejor fue que no hablase».
El doctor Nowell es célebre por haber pronunciado un discurso ante la Cámara de los Comunes el 30 de enero de 1772, desbordante de sentimientos tories, por el cual recibió los agradecimientos al uso. Fue impreso por petición expresa de los parlamentarios, pero en medio de las turbulencias y luchas intestinas entre las facciones, que fueron deshonra y desgracia durante parte del presente reinado, la nota de agradecimiento resultó posteriormente censurada y suprimida. Esta extraña conducta es denunciable con creces por sí sola; el doctor Nowell siempre habrá de gozar del honor debido a un destacado amigo de nuestra monárquica constitución. El doctor Johnson me dijo: «Señor, mucho habrá que echar en cara a la corte si no es promovido como le corresponde». Se lo comuniqué al doctor Nowell, y afirmé mis más humildes pero no por ello menos celosos esfuerzos en pro de la misma causa, a lo cual di a entender que sin importar lo que recibiéramos a cambio, aún deberíamos tener el consuelo de ser como el firme y generoso monárquico Samuel Butler,
fiel como es al sol el dial
aun cuando no haya de brillar.
Recibimos agasajos y estuvimos muy contentos en casa del doctor Nowell, donde se reunió una grata compañía, y después de comer brindamos por la Iglesia y el Rey con verdadera cordialidad tory.
Hablamos de cierto clérigo de extraordinario carácter, quien apurando su talento para escribir sobre asuntos mundanos y haciendo gala de una intrepidez nada corriente, había llegado a amasar una riqueza considerable. Sostuve que no debería indignarnos su gran éxito, pues el mérito, sea de la clase que sea, bien tiene que encontrar la debida recompensa. JOHNSON: «No reconoceré, señor, que tenga este caballerete mérito ninguno. Le reconozco un gran valor, e incluso arrojo, y sobre esa base preciso es reconocer su credibilidad. Más respetamos al hombre que demuestra la osadía de robar al asalto en plena calzada real que al que salta de una zanja y nos aporrea por la espalda. El arrojo es cualidad necesaria en la preservación de la virtud, tanto que siempre se respeta, aunque vaya asociada al vicio».
Censuré las toscas y ásperas invectivas que se estaban poniendo de moda en la Cámara de los Comunes,[c190] y dije que si los parlamentarios han de atacarse personalmente al calor de un debate, habría que hacerlo de un modo más gentil. JOHNSON: «De ninguna manera. Eso sería mucho peor. Los insultos no son tan peligrosos cuando no media vehículo de ingenio o delicadeza, cuando no hay sutileza en la transmisión. La diferencia entre la aspereza y el refinamiento es como la diferencia que hay entre una paliza a estacazos y la herida de una flecha envenenada». He visto después que su misma postura la expresa con elegancia el doctor Young:
Da la suave pluma celeridad y certeza al dardo
y la buena crianza clava su sátira en el blanco.
El sábado 12 de junio vino a tomar el té a casa del doctor Adams el señor John Henderson, estudiante de Pembroke College, célebre por su magnífico desempeño en Alquimia, Astrologia judicial y otros abstrusos y curiosísimos saberes, y vino también el reverendo Herbert Croft, quien mucho me temo que estaba un tanto mortificado por el hecho de que al doctor Johnson no le hubieran gustado mucho sus Discursos familiares, que eran por lo visto de estilo demasiado familiar como para gozar de la aprobación de un intelecto tan viril. No conservo nota de la conversación de esta tarde, con la excepción de un solo fragmento. Mencioné la visión de lord Thomas Lyttelton,[c191] en la que predijo la hora de su muerte de tal suerte que se cumplió con toda exactitud. JOHNSON: «Es lo más extraordinario que he visto suceder en toda la época que me ha tocado vivir. Lo oí en persona de su propio tío carnal, lord Westcote. Tanto me alegra tener cualquier prueba del mundo espiritual que estoy, desde luego, dispuesto a creerla». DOCTOR ADAMS: «Tiene usted pruebas suficientes, pruebas sólidas, que no requieren mayor apoyo». JOHNSON: «Y más que me gustaría tener».
Cenó con nosotros el señor Henderson, con el cual había salido yo a pasear por los venerables terrenos de Merton College, pareciéndome un hombre muy erudito y piadoso. El doctor Johnson lo sorprendió, y no poco, al reconocer con una expresión de espanto que le oprimía muchísimo el miedo a la muerte. Amistoso como siempre, el doctor Adams comentó que la bondad de Dios es infinita. JOHNSON: «Sin lugar a dudas creo firmemente que su bondad es infinita, como se desprende de la perfección de su naturaleza; ahora bien, es necesario precisamente para el bien que reciba castigo el individuo que mal obra. Por consiguiente, en lo individual no es infinita su bondad, y como no puedo yo estar totalmente seguro de haber cumplido las condiciones en virtud de las cuales se otorga la salvación, mucho me temo que seré uno de los que hayan de ser condenados». Parecía hondamente desolado. DOCTOR ADAMS: «¿A qué se refiere cuando dice “condenado”?». JOHNSON, exasperado y a voz en cuello: «Condenado al Infierno, señor, y castigado por toda la eternidad». DOCTOR ADAMS: «Yo no creo en esa doctrina». JOHNSON: «Y dígame: ¿cree usted que algunos serán castigados?». DOCTOR ADAMS: «La exclusión del Cielo será un castigo, pero no será grande el sufrimiento real». JOHNSON: «Bien, señor: si admite que hay castigo en mayor o menor medida, ahí mismo termina su argumento en cuanto a la bondad infinita si se considera con tanta simplicidad, pues la bondad infinita no infligiría un castigo de ninguna clase. No hay bondad infinita si se considera físicamente; moralmente, la hay». BOSWELL: «¿Y no puede un hombre alcanzar tal grado de esperanza que deje de producirle inquietud el miedo a la muerte?». JOHNSON: «Un hombre puede alcanzar el grado de esperanza necesario para aquietarse. Bien se ve que no estoy yo aquietado: se nota en la vehemencia con que hablo, pero no por ello desespero». SEÑORA ADAMS: «Parece olvidar usted los méritos de nuestro Redentor». JOHNSON: «Señora, no olvido yo los méritos de nuestro Redentor. Pero mi Redentor ha dicho que pondrá a unos a su diestra y a otros a su siniestra». Era presa de una lúgubre agitación. Dijo luego: «No se hable más de esto». Si cuanto aquí se ha declarado fuese esgrimido por los enemigos del cristianismo cual si su influencia en el ánimo de los mortales no fuese benigna, recuérdese que el temperamento de Johnson era propenso a la melancolía, efecto corriente de la cual es la funesta aprensión acerca de todo lo futurible. A su debido tiempo hemos de ver que según fue aproximándose a su pavorosa transformación, fue serenándose su ánimo e hizo gala de toda la fortaleza que compete a un hombre de grandísimo intelecto ante tal situación.
De tratar el asunto de la muerte pasamos al discurso de la vida, conversando sobre si es en conjunto más feliz o más desdichada. Johnson estuvo decididamente a favor de la desdicha,[162] opinión en confirmación de la cual sostuve que nadie optaría, si pudiera elegir, por volver a llevar la vida que ha experimentado. Johnson suscribió dicha opinión con gran vehemencia.[c192] Es una pregunta que se formula a menudo, y el que sea asunto propicio para la disquisición demuestra que es grande la desdicha que oprime los sentimientos humanos, pues quienes son conscientes de llevar una feliz existencia jamás dudarían en aceptar que se repitiera. He conocido a muy pocas personas que lo desearan. He oído a Edmund Burke hacer uso de un muy ingenioso y plausible argumento sobre esta cuestión: «Cualquiera —dijo— volvería a vivir la vida si le fuera dado, pues todos estamos dispuestos a aceptar cualquier extensión de la vida, si bien a medida que uno envejece no tiene razones para pensar que vaya a ser mejor, y ni siquiera tan buena como la que ha vivido antes». Imagino, sin embargo, que la verdad más bien se encuentra en que hay una esperanza engañosa de que la siguiente parte de la vida esté horra de los dolores, angustias y penas que todos hemos sentido. Sabiamente estamos «condenados a la engañosa mina de la esperanza», como dice Johnson con tino,[c193] y también puedo aquí aducir los célebres versos de Dryden, no menos filosóficos y poéticos:
Cuando considero la vida, todo es engaño;
engatusados por la esperanza, los hombres favorecen el apaño.
Confiemos, adelante, y pensemos que el mañana saldrá a cuenta;
es el mañana más falso que la previa jornada incruenta;
empeora la cosa, y aunque diga que hemos de ser bendecidos
con nuevas alegrías, nos arrebata lo que hayamos poseído.
¡Extraño linaje! Nadie volvería a vivir los años pasados,
aunque todos esperan placer en los todavía no restados,
y de las heces de la vida piensan recibir
lo que el primer brío no les pudo infundir.[163]
Se le señaló al doctor Johnson que parecía extraño que él, que tan a menudo ha deleitado a sus contertulios con su animada y deslumbrante conversación, dijera que era un hombre desdichado. JOHNSON: «¡Ay! Todo es pura fachada. Bien puedo hacer una broma y al mismo tiempo maldecir al sol. ¡Sol, cuánto aborrezco tus rayos!». No supe qué pensar de esta declaración: si tomarla por genuina representación de su estado de ánimo[164] o como efecto de su afán de persuadirse, en oposición a los hechos, de que la postura que había adoptado con respecto a la infelicidad humana era verdadera. Podemos aplicarle una frase que está en las Máximas, caracteres y reflexiones de Greville,[c194] libro merecedor de muchos más elogios que los cosechados a día de hoy: «Aristarco es encantador: pleno de saber, de sensatez, de sentimiento. Difícil es invitarlo a cenar, y después de haber deleitado a todos los presentes durante varias horas se ve en la obligación de volver raudo a su casa, pues tiene pendiente concluir su tratado, con el que aspira a demostrar que la infelicidad es cuanto puede el hombre esperar que le caiga en suerte».
El domingo 13 de junio estuvo nuestro filósofo apacible durante el desayuno. Fue sumamente placentera aquella vida propia de un college de prestigio, sin restricción, y con la suprema elegancia que es acorde al hecho de vivir en la casa del director, gozando de la compañía de las damas. La señora Kennicot relató en su presencia una vivísima máxima del doctor Johnson a la señorita Hannah More, la cual había manifestado su sorpresa ante el hecho de que quien escribió el Paraíso perdido escribiera tan penosos sonetos: «Milton, señora, era un genio capaz de tallar un coloso en una roca, pero que no sabía tallar bustos en huesos de cereza».
Hablamos de una cuestión de casuística: si era permisible en algún momento apartarse de la verdad. JOHNSON: «La regla general es que la verdad nunca debe violarse, porque es de la máxima importancia para el consuelo que da la vida que tengamos plena certeza por medio de la fe recíproca, y toda inconveniencia ocasional ha de soportarse de buena gana para que podamos preservarla. Ha de haber, sin embargo, algunas excepciones. Por ejemplo, si un asesino le pregunta por dónde ha escapado un hombre, puede usted decirle lo que no es verdad, porque usted ha contraído la obligación anterior de no traicionar a ese hombre, y menos ante un asesino». BOSWELL: «Supongamos que alguien preguntase a quien escribiera Junius si era él su autor. ¿Podría negarlo?». JOHNSON: «No sé qué decirle a esto. Si estuviera usted seguro de que escribió Junius, y si lo negara, ¿lo tendría usted en cierta estima después de ese desmentido? Puede sin embargo defenderse que lo que no tiene uno derecho de preguntar, puede otro abstenerse de comunicar, y no existe otro modo eficaz de preservar un secreto, un secreto importante, el descubrimiento del cual puede ser muy perjudicial para usted, que una negativa tajante, pues si usted calla, o titubea, o contesta con evasivas, su respuesta se tendrá por equivalente a una confesión. Pero aguarde, señor, que aquí se presenta otro supuesto. Si el autor me hubiera dicho confidencialmente que había escrito Junius, y si a mí me preguntaran si es así, yo tendría plena libertad de negarlo, pues me hallo comprometido por una promesa anterior, implícita o expresa, de callar al respecto. Y bien: lo que debo hacer por el autor, ¿no puedo acaso hacerlo por mí? En cambio, niego que sea lícito mentirle a un enfermo por miedo a alarmarlo. Nada han de importarle las consecuencias; su deber es decir la verdad. Además, usted desconoce qué efecto pueda surtir al decirle que corre un gran peligro. Podría producir una crisis de su trastorno, y podría curarle. De todas las mentiras, ésta es la que más aborrezco, por descontado, pues creo que a menudo he sido objeto de la misma».
No puedo evitar pensar que es mucho el peso de la opinión que sostienen quienes defienden que la verdad es un principio eterno e inmutable, y que bajo ningún concepto puede ser violado, ni siquiera cuando con tal finalidad se aducen obligaciones presuntamente superiores o previamente contraídas, y es que como todo hombre ha de ser juez existe un gran peligro de que, por parcialidad, se convenza de que existen, y es probable que existan; probablemente, al margen de los ejemplos extraordinarios que a veces se puedan producir, allí donde sea posible impedir algún mal mediante la violación de este noble principio, se verá que la felicidad humana ha de ser en conjunto más perfecta si se preserva universalmente la verdad.
En las notas a la Zopenquíada hallamos los siguientes versos, dedicados a Pope:[165]
Aunque Malicia, Pope, a tu página niegue
su celestial fuego;
aunque críticos y bardos presa de la rabia
admirados no te admiren;
aunque péñolas descarriadas tu valía ataquen,
y envidiosas lenguas clamen,
es la época, que muchos amigos despotrican,
la que despotrica, no yo.
Mas cuando el sonoro elogio del mundo te corresponde,
y la cólera ya a nadie haya de culpar,
cuando con tu Homero hayas de brillar,
con fama inapelable;
cuando nadie despotrique, y los legos
te dediquen una guirnalda,
ese día, que de cierto ha de llegar, ese día
yo he de lamentar.
Seguramente no es poco llamativo que aparezcan sin firma. La señorita Seward, conocedora de la casi universal y minuciosísima información literaria de que disponía el doctor Johnson, me comunicó su deseo de que le preguntara quién era el autor de los mismos. Fue inmediata su respuesta: «Pues sé de cierto que son obra de un tal Lewis, que era vicerrector o adjunto de la escuela primaria de Westminster, y que publicó la miscelánea en que apareció por vez primera “Grongar Hill”», Johnson los elogió con entusiasmo y los repitió con noble animación; en el duodécimo verso, en vez de «con fama inapelable», dijo «con llama inalterable», como se leía a su juicio en las primeras ediciones, aunque más bien me parece que fue destello de su propio genio. Es mucho más poético que lo otro.
El lunes 14 y el martes 15, el doctor Johnson y yo almorzamos con el señor Mickle, traductor de Los lusíadas, en Wheatley, una muy bonita casa de campo a corta distancia de Oxford; el otro, no recuerdo cuál, almorzamos con el doctor Wetherell, decano de University College. Luego de estar con él, Johnson fue a visitar al señor Sackville Parker, el librero, y a su regreso nos dio el siguiente relato de su visita: «He ido a ver a mi viejo amigo Sack Parker; veo que se ha casado con su criada, y ha hecho bien. Ha convivido muchos años con él y ha gozado de su entera confianza y son los dos de un mismo y recto entender; no creo que hubiera encontrado ninguna otra esposa que lo hiciera tan feliz. La mujer fue conmigo muy atenta y muy cortés; insistió en que fijara un día para almorzar con ellos y en que le dijera qué me gustaba, que ella me lo prepararía con mucho gusto. ¡Pobre Sack! Está muy enfermo, desde luego. Nos despedimos como si ya nunca más fuésemos a vernos. Todo esto me ha entristecido mucho». Esta patética narración vino aderezada de una manera sin duda extraña por la grave y muy seria defensa de un hombre que se había casado con su criada. No pudo por menos que resultarme en cierta medida fuera de lugar.
El martes 15 de junio, por la mañana, estando en casa del doctor Adams, hablamos de una carta impresa del doctor Herbert Croft a un caballero que había sido su discípulo, en la que le aconsejaba leer hasta el final aquellos libros que hubiera empezado a leer. JOHNSON: «A fe que se trata de un consejo extraño; igualmente podría uno resolver que todo aquel de quien tenga conocimiento haya de ser su amigo de por vida. Un libro puede no valer para nada, o puede contener una sola cosa que sea digna de saberse. ¿Hemos de leerlo de cabo a rabo? Estos viajes —señaló los tres grandes volúmenes de los Viajes por los Mares del Sur,[c195] que se acababan de publicar—, ¿quién los va a leer de cabo a rabo? Más le valdría a un hombre trabajar de firme al pie del mástil antes que ponerse a leerlos íntegramente. Se los comerán los ratones antes que alguien los lea por entero. Poco entretenimiento puede hallarse en libros como éstos, siendo una tribu de salvajes igual que cualquier otra». BOSWELL: «No creo yo que a los pobladores de Otaheité se les deba tener por salvajes». JOHNSON: «No me venga con monsergas a favor de los salvajes». BOSWELL: «Poseen el arte de la navegación». JOHNSON: «También un gato o un perro saben nadar». BOSWELL: «Tallan la madera con ingenio». JOHNSON: «Y un gato araña, y un niño con un clavo sabe arañar la madera». Me di cuenta de que no era esto mollia tempora fandi,[c196] así que desistí.
Comentó que cuando llegó a la universidad había escrito su primer ejercicio dos veces, cosa que nunca más volvió a hacer. SEÑORITA ADAMS: «Supongo, señor, que no los pudo mejorar». JOHNSON: «Pues sí, señorita; sin duda los pude mejorar. Pensar es mejor que no pensar». SEÑORITA ADAMS: «¿Cree usted que podría mejorar sus Ramblers?». JOHNSON: «Desde luego que podría». BOSWELL: «Apostaría cualquier cosa a que no puede». JOHNSON: «Le aseguro que podría, si me lo propusiera. El mejor de todos, el que usted quiera escoger, lo puedo mejorar». BOSWELL: «Pero será con añadidos. Eso no lo permitiré». JOHNSON: «No, señor. Hay tres maneras de mejorarlos: tachar, añadir, corregir».
Durante nuestra visita a Oxford tuvo lugar entre ambos la siguiente conversación en torno a la posibilidad de que probara yo fortuna ejerciendo la abogacía en Inglaterra. Habiéndole preguntado si el hecho de tener tantísimos conocidos en Londres, sin duda muy valioso y ventajoso para el hombre en general, no podría ser perjudicial para un abogado, al impedirle que prestara a sus asuntos atención suficiente, me contestó así: «Señor, atenderá usted sus asuntos todo lo que sus asuntos requieran. Cuando no se encuentre ocupado, podrá ver a sus amistades tanto como ahora las ve. Puede almorzar a diario en el club, y puede cenar con alguno de sus miembros todas las noches de la semana; puede usted frecuentar los lugares públicos tanto como querría frecuentarlos quienes ya los conoce todos. Ahora bien, debe poner un gran esmero en asistir con constancia a las sesiones de Westminster Hall, tanto para atender sus asuntos como para aprender cuanto pueda, ya que ahora todo se aprende allí, toda vez que nadie imparte conferencias, y para demostrar también que desea hacerse cargo de toda clase de causas pendientes. Y es preciso que no se deje ver demasiado en los lugares públicos, no sea que sus competidores den en decir: “Siempre anda en el teatro, o de paseo por Ranelagh, y nunca se le encuentra en su despacho”. Asimismo, señor, ha de adoptar cierto aire de solemnidad, como conviene a un profesional. No tengo nada en particular que decirle a ese respecto. Todo esto se lo habría dicho yo a cualquiera; tendría que habérselo dicho a las claras al mismo lord Thurlow hace una veintena de años».
Es probable que a la profesión parezca demasiado indulgente esta representación de los requisitos propios de un abogado, aunque cierto es que, así como «los ingenios del tiempo de Carlos hallaron caminos más expeditos a la fama»,[c197] algunos abogados de esta época, entre los que más alto han llegado, de ningún modo han creído que fuera absolutamente necesario someterse a ese largo y arduo curso de estudios que un Plowden, un Coke y un Hale consideraban imprescindible. Mi respetado amigo, el señor Langton, me ha mostrado, manuscrita por su abuelo, una curiosa relación de una conversación que mantuvo con Hale, presidente del Tribunal Supremo, en la cual el gran hombre le dice «que durante dos años, luego de llegar a la sede del tribunal, estudió dieciséis horas diarias; sin embargo —añadió Su Señoría—, gracias a su intensa aplicación poco le faltó para dar con sus huesos en la tumba, aun siendo de muy fuerte constitución, y posteriormente se contentó con estudiar sólo ocho horas al día, a pesar de lo cual no aconsejaría a nadie que estudiara tanto, pues entendía que seis horas al día, con atención y constancia, debieran ser suficientes, y que un hombre ha de emplear su cuerpo tal como emplearía su caballo, o su propio estómago, esto es, no fatigándolo de una sentada, sino incitándolo con el apetito».
El miércoles 19 de junio el doctor Johnson y yo regresamos a Londres. No se encontraba bien del todo, y dijo poca cosa, dedicándose sobre todo a leer a Eurípides. Manifestó cierto desagrado conmigo, más que nada por no observar con atención suficiente los diferentes objetos del camino. «Si tuviera yo sus ojos, señor —me dijo—, contaría a los pasajeros». Era magnífica la precisión de sus observaciones visuales, a pesar de su muy imperfecta visión, debidas a un gran hábito de atención. Él mismo atestigua, por otra parte, su gran satisfacción con la respetuosa acogida que le deparó el doctor Adams en su casa: «Ayer noche regresé de Oxford tras una quincena en el domicilio del doctor Adams, que me trató todo lo bien que podía yo esperar o desear; él, que defiende que un hombre enfermo es un hombre imposible de complacer, ha hecho su papel a las mil maravillas».[166]
A su regreso a Londres tras esta excursión lo vi con frecuencia, aunque he guardado pocas notas, por lo cual insertaré aquí diversos particulares, recogidos por mí mismo en diversos momentos.
El reverendo señor Astle, de Ashbourne, condado de Derby, hermano del erudito e ingenioso Thomas Astle, era conocido de Johnson desde su juventud, al punto que éste tuvo la amabilidad de aconsejarle en sus estudios y recomendarle la siguiente lista de libros, que él ha tenido la bondad de facilitarme escritos de puño y letra por el propio Johnson: Historia Universal (antigua). Historia Antigua de Rollins, Introducción a la historia de Puffendorf, Historia de los caballeros de la Orden de Malta de Vertot, Revoluciones de Portugal de Vertot, Revoluciones de Suecia de Vertot, Historia de Inglaterra de Carte, Estado actual de Inglaterra, Gramática geográfica, La conexión de Prideaux, Fiestas y fastos de Nelson, Heberes del hombre, La religion de un caballero, Historia de Clarendon, Progreso del intelecto de Watts, Lógica de Watts, Despliegue de la naturaleza, Gramática de la lengua inglesa de Lowth, Los clásicos según Blackwall, Los sermones de Sherlock, La Vida de Hale de Burnet, La historia de la Iglesia de Dupin, Las concordancias de Shuckford, El serio llamamiento de Law, El pescador consumado de Walton, Los viajes de Sandys, La historia de la Royal Society de Sprat, El England’s Gazetteer, La historia de Roma de Goldsmith, Algunos comentarios sobre la Biblia.[c198]
Como se le comentara al doctor Johnson que un caballero que tenía un hijo al cual imaginaba poseedor de una timidez extrema había resuelto enviarlo a una escuela pública, con el fin de que adquiriese una mayor confianza en sí mismo, «Señor —dijo Johnson—, es un expediente ridículo en demasía para sanar su enfermedad, pues tal disposición debiera cultivarse en la sombra. Ponerle en una escuela pública viene a ser como poner un búho a pleno día».
Del mismo caballero, y de su manera de vivir, dijo: «Los criados, en vez de hacer lo que se les indica, permanecen de pie en torno a la mesa, sin nada mejor que hacer, apiñados unos con otros, mirando boquiabiertos a los comensales, y parecen tan incapaces de atender a la concurrencia como de guiar un navío de guerra».
Un aburrido magistrado de campo dio a Johnson una larga y tediosa descripción de su ejercicio profesional en la jurisdicción criminal, resultado del cual era que hubiera condenado a cuatro encausados al destierro. Desquiciado de impaciencia, ansioso por verse libre de semejante individuo, Johnson exclamó: «De todo corazón desearía, señor mío, haber sido yo el quinto de los deportados».
Estuvo presente Johnson cuando se dio lectura a una tragedia en la que apareció este verso: «Quien gobierna a hombres libres, ha de ser libre». Como la concurrencia lo admirase, Johnson se pronunció así: «De ninguna manera puedo estar de acuerdo con ustedes. Lo mismo valdría decir: “Quien apacienta bueyes gruesos, grueso ha de ser”».
Le complació la amabilidad del señor Cator, con quien gozó de la confianza del señor Thrale en cuestiones de la mayor importanda, y es así como lo describe:[167] «Son muchas las cualidades buenas que tiene su carácter, y es de gran provecho su saber». Encontró cordial solaz en la casa de este caballero en Beckenham, Kent, que es en efecto uno de los más espléndidos lugares a los que he sido invitado, y donde encuentro una hospitalaria bienvenida.
Johnson rara vez fomentó la censura en general de ninguna profesión, pues era propenso a conceder una porción de mérito innegable a los diversos oficios que son necesarios en la vida civilizada. Ahora bien, hallándose en un estado de ánimo más bien colérico, sarcástico o jocoso, a veces soltaba algún que otro puyazo de tal naturaleza. Se ha comentado un ejemplo,[168] en el que dio un repentino y satírico tirón de orejas a la profesión de la abogacía. El ingreso en exceso indiscriminado en ese oficio, que requiere tanto capacidad y discernimiento como integridad y honradez, ha dado pie a injuriosas reflexiones, que son de todo punto inaplicables a muchos hombres en verdad respetables, que la ejercen con honor y con excelente reputación.
Johnson había discutido durante algún tiempo con un caballero muy testarudo; éste, que había hablado de forma harto enrevesada, tuvo la ocurrencia de decirle: «Señor, yo a usted es que no lo entiendo», a lo cual Johnson replicó: «Señor, he encontrado un razonamiento idóneo para usted, pero no me considero en la obligación de encontrarle también un sensato entendimiento».
Hablándome de Horry Walpole (como se llamaba con frecuencia a sir Horace, hoy Conde de Orford), Johnson reconoció que reunía en su persona muchas pequeñas curiosidades, a las que se refirió con elegancia. El señor Walpole consideraba a Johnson más amistoso tras leer sus cartas a la señora Thrale, aunque nunca fue uno de los verdaderos admiradores del gran hombre.[169] Cabe suponer que existiera un prejuicio, sobre todo si alguna vez llegó a sus oídos el relato de Johnson a sir George Staunton, en el sentido de que cuando confeccionaba los discursos parlamentarios para la Gentleman's Magazine «siempre puso un gran cuidado en dejar a sir Robert Walpole en mal lugar, y en decir cuanto pudo en contra del electorado de Hanover». La autoría de la célebre Epístola heroica, en la que Johnson aparece pintado con tintes satíricos, se ha atribuido por igual al señor Walpole y al señor Mason. Un día, en casa del señor Courtenay, cuando un caballero manifestó su opinión de que había en ese poema más energía de la que era de esperar por parte del señor Walpole, el señor Warton, difunto poeta laureado, observó que «podría haberla escrito Walpole, y haberla embucaranado Mason».[170]
No daba su aprobación a lord Hailes por haber modernizado el lenguaje del memorable John Hales de Eton en una edición que publicó Su Señoría de las obras de ese autor. «El lenguaje de un autor —afirmó— es parte consustancial de su composición, pero también es característica de la época en que escribe. Además, cuando se cambia el lenguaje no se puede tener la certeza de que el sentido que se transmite sea el mismo. No, señor. Lamento mucho que lord Hailes haya hecho tal cosa».[c199]
Aquí cabe observar que su frecuente empleo de la expresión «no, señor» no siempre tenía por objeto insinuar su afán de contradecir a la persona con quien hablase, pues no pocas veces la empleaba cuando iba a suscribir una proposición afirmativa que no se había negado previamente, como en el ejemplo que acabo de citar. Solía yo tenerla por una suerte de banderola desafiante, como si dijera: «Cualquier argumento que pueda usted proponer en contra de esto no es justo. No, señor, no lo es». Era en cierto modo como el «Se lo niego, alcalde» de Falstaff.
Habiendo referido sir Joshua Reynolds que él medía la altura del gusto de un hombre según las historias que relatase y según su ingenio, y la altura de su entendimiento según los comentarios que repitiese, teniendo la seguridad de que tenía que ser débil de entendimiento quien citaba cosas corrientes cargando las tintas, como si fuesen oráculos, Johnson estuvo de acuerdo con él; como sir Joshua también observara que el verdadero carácter de un hombre se desprende de cómo se entretenga, Johnson añadió: «Así es, señor: nadie es un hipócrita con sus placeres».
He comentado la aversión generalizada de Johnson hacia el juego de palabras. No obstante, una vez toleró uno de los míos. Estábamos hablando de una nutrida concurrencia ante la que se había distinguido él con creces, y le dije: «Señor, fue usted como un bacalao rodeado de sardinas. ¿No le parece suficiente, sobre todo en un momento en que no estaba usted tratando de pescar algún cumplido?». Se rió con aprobación y complacencia. El viejo señor Sheridan observó, cuando le comenté esta apreciación, que «le gustó tanto su cumplido que pareció dispuesto a tomárselo incluso con su jugo de palabras». Por mi parte, entiendo que ninguna muestra inocente de ingenio debería suprimirse, y que un buen juego de palabras se puede admitir entre las pequeñas excelencias que son propias de una animada conversación.
De haber frecuentado más ampliamente Johnson el De Claris Oratoribus ciceroniano, podría habernos dado una obra admirable. Cuando el Duque de Bedford atacó al Primer Ministro con toda la vehemencia que pudo por haber decidido conceder una ampliación del plazo para importar maíz,[c200] lord Chatham, en su primer discurso ante la Cámara de los Lores, se presentó con osadía como el responsable de haber aconsejado la toma de tal medida. «Mis colegas —dijo—, hallándome yo confinado por una indisposición, me hicieron el gran honor de acudir junto al lecho de un enfermo para preguntarle su opinión. Pero si no hubieran tenido conmigo esa condescendencia, habría tomado yo mi lecho y habría echado a andar, con objeto de hacerles llegar mi opinión en el consejo». El señor Langton, que se encontraba presente, se lo transmitió a Johnson, quien observó lo siguiente: «Señor, bien se ve que tomó esas palabras tal cual las había encontrado, sin considerar que, aun cuando la expresión que aparece en las Escrituras, levántate, toma tu estera y vete a tu casa, se adecuaba estrictamente al ejemplo del hombre enfermo al que le es devuelta la salud y la fuerza, y que por tanto se entiende que podría portar su lecho, de ninguna manera podía ser apropiada al caso de un hombre que guardaba cama en un estado de debilidad, y que ciertamente no podría haber añadido a la dificultad del caminar la de portar su propio lecho».
Cuando le señalé en el periódico uno de los vistosos y rutilantes discursos del señor Grattan, a favor de la libertad de Irlanda, en el cual aparecía esta expresión (desconozco si reproduce fielmente sus palabras), a saber, «Perseveraremos hasta que no quede ni un eslabón de la cadena inglesa que tintinee sobre los andrajos del más depauperado mendigo de Irlanda», dijo así: «Quiá, señor. ¿No se percata usted de que un solo eslabón no puede tintinear?».
La señora Thrale ha publicado,[171] como si fuera de Johnson, una suerte de parodia o contrapartida de un espléndido y poético pasaje de uno de los discursos de Burke sobre la fiscalidad y los impuestos en las colonias de América. Tiene una ejecución vigorosa, aunque algo tosca; me siento inclinado a suponer que la exposición no es del todo correcta. Espero de corazón que no emplease las palabras «viles agentes» para referirse a los parlamentarios americanos; si llegó a hacerlo, dejándose llevar por una efusión extemporánea, ojalá, pienso, no lo hubiera puesto la dama por escrito.[c201]
El señor Burke siempre mostró un grandísimo respeto por Johnson, y cuando el señor Townshend, hoy lord Sydney, en una época en la que era conspicua su actividad en la oposición, arrojó una reflexión en el Parlamento sobre la concesión de una pensión a un hombre de principios políticos como los de Johnson, el señor Burke, aun cuando perteneciera entonces al mismo partido que Townshend, se manifestó en defensa de su amigo, al cual, observó con justicia, la pensión le fue concedida única y exclusivamente por cuenta de sus eminentes méritos como hombre de letras. Se me ha asegurado que el ataque de Townshend contra Johnson dio origen a una broma en forma de pareado: en el original de la Represalia de Goldsmith, donde se describe el carácter de Burke, hay un nombre que un bromista sustituyó por el de Townshend:[c202]
Si bien henchido de saber, se desgañitaba
para persuadir a Tommy Townshend de que le votara.
Tal vez valga la pena reseñar, entre las minucias de mi colección, que Johnson fue en su día llamado a servicio en la milicia, en las Bandas Adiestradas de la Ciudad de Londres, y que el señor Rackstrow, del Museo de Fleet Street, fue su coronel. Es de suponer que no llegó a prestar servicio en persona, aunque la sola idea de que lo hiciera, con todas las circunstancias concomitantes, es cuanto menos risible. En aquella ocasión se proveyó de un mosquete, de una espada y el cinto de la vaina, que he visto colgando en su armario.
Fue muy constante con todos aquellos a quienes dio empleo, siempre y cuando no le dieran razón para estar molesto. Cuando alguien comentó que habían abusado de él al comprar té y azúcar, o artículos por el estilo, dijo: «No me sucede a mí tal cosa, ni a usted le sucedería si fuese a un establecimiento señorial, que es lo que hago yo. En tales tiendas no les sale a cuenta tratar siquiera de aprovecharse del cliente».
Como se hablara de un autor cuya vanidad era tan incansable como motivo de angustia para él mismo, dijo así: «No hay un joven retoño en todo el monte Parnaso más severamente azotado por cada ventolera de la crítica que ese pobre individuo».
La diferencia, observó, entre un hombre de buena crianza y otro de mala educación es la siguiente: «Uno inmediatamente suscita el agrado, y el otro provoca aversión. A uno se le quiere hasta que no se halle razón para odiarle; al otro se le odia hasta que no se halle razón para quererle».
La esposa de uno de sus conocidos se había adueñado fraudulentamente de un dinero perteneciente a la fortuna de su esposo. Presa de la natural y consabida compunción en sus últimos momentos, confesó lo que había guardado en secreto, pero antes de tener tiempo de decir dónde se encontraba el dinero fue víctima de una convulsión y expiró. Su marido dijo que le dolía más la falta de confianza que la pérdida de ese dinero. «Le dije —dijo Johnson— que debería consolarse, pues tal vez el dinero se hallara a su debido tiempo, mientras que podía tener total certeza de que su esposa ya no estaría más con él».
Un médico bastante petimetre recordó una vez a Johnson que había estado con él en una ocasión anterior. «No lo recuerdo, señor». Como el médico insistiera, y añadiera que aquel día llevaba una levita tan espléndida que sin duda tuvo que llamar su atención, le replicó: «Señor, hubiera usted ido bien embadurnado de limo del Pactolo,[c203] y tampoco me habría llamado usted la atención».
Parecía procurarle gran placer hablar en su propio estilo, pues cuando por un descuido no daba el tono apetecido, repetía el pensamiento traduciéndolo a su estilo inconfundible. Hablando de la comedia titulada El ensayo, comentó: «No tiene ingenio suficiente para endulzarla». Fue una fácil apostilla, de modo que calló y pronunció una frase más redonda: «No tiene vitalidad suficiente que la preserve de la putrefacción».
Censuró a un escritor de entretenidos libros de viajes por haber asumido un carácter ficticio, diciendo —en el sentido que daba él al término— que «pone en pie una mentira y se sale con la suya, pero nadie sabe con cuántas ha de regresar cargado». En otra ocasión, hablando de esa misma persona, observó lo siguiente: «Señor, dar su asentimiento a un hombre del que no se tiene constancia que nunca haya falseado nada es un deber; ahora bien, cuando uno sabe que un hombre ha falseado, darle asentimiento es hacerle un favor».
Aunque no tenía un gusto desarrollado para la pintura, admiraba mucho el modo en que sir Joshua Reynolds trató su arte en sus Discursos ante la Royal Academy. Un día observó un pasaje que contienen, y dijo: «Creo que esto mismo bien podría haberlo dicho yo». Una vez en que el señor Langton se hallaba sentado con él, le leyó uno de estos discursos con gran seriedad, y se manifestó de este modo: «Esto está muy bien, maestro Reynolds, pero que muy bien. Aunque no hay quien lo entienda».
Cuando le señalé que la pintura era tan sumamente inferior a la poesía que el relato e incluso el emblema que comunica ha de conocerse de antemano, y comenté a modo de muestra natural y risible de este hecho el que una niña, al ver una representación de la Justicia, con la venda sobre los ojos y la balanza, me dijo con una exclamación «Vea usted, una señora que vende dulces», él sentenció así: «La pintura, señor, sirve para ilustrar, pero no puede informar».
No hubo jamás un hombre más presto que Johnson a pedir disculpas cuando hubiera incurrido en una censura injusta. Cuando le llevaron unas galeradas de una de sus obras, encontró que era defectuoso el modo en que estaba dispuesto sobre la página parte del texto, con lo que se negó en redondo a seguir leyendo y exigió que el compositor[172] compareciera ante él. El compositor era el señor Manning, un hombre sensato y decente, que había compuesto prácticamente la mitad de su Diccionario cuando estaba empleado en la imprenta del señor Strahan, así como gran parte de sus Vidas de los poetas estando en la imprenta del señor Nichols, y que (a sus setenta y siete años), estando en la imprenta del señor Baldwin, compuso parte de la primera edición de esta obra sobre el doctor Johnson. Mostrándole el manuscrito, satisfizo de inmediato a Johnson, quien se dio por contento al saber que no tenía él la culpa del error; con ello, Johnson sincera y seriamente le dijo así: «Señor compositor, le ruego me perdone; señor compositor, le pido disculpas una y mil veces».
Sus sentimientos de generosidad para con los desgraciados casi no tenían parangón. El siguiente ejemplo está bien comprobado. De regreso a casa a una hora ya avanzada de la noche se encontró con una pobre mujer tendida en la calle, tan agotada que no era capaz de dar un solo paso; se la echó a la espalda y la llevó hasta su propia casa, donde cayó en la cuenta de que era una de esas pobres mujeres que han caído en lo más bajo e infame del vicio, la pobreza, la enfermedad. En vez de reconvenirla con dureza, cuidó de ella con todo cariño durante algún tiempo, aun a costa de no pocos gastos, hasta que la vio restablecida, y trató entonces de encaminarla por el sendero de una vida de virtud.[173]
Consideraba a Caleb Whitefoord un hombre singularmente feliz al haber dado con la signatura de Papyrius Cursor para sus ingeniosas y divertidísimas lecturas cruzadas de los periódicos, pues se trataba del nombre verdadero de un romano antiguo, claramente indicativo además de lo que hacía en su briosa ocupación.[c204]
Se sabe que una vez en su vida largó lo que se suele llamar una bravuconada: sir Joshua Reynolds, cuando cabalgaban juntos por el condado de Devon, se quejó de que le había tocado un caballo pésimo, pues incluso cuando iban cuesta abajo avanzaba lento, al paso. «Ya —dijo Johnson—, y cuando sube una cuesta se queda parado».
Tenía una aversión muy grande a la gesticulación de cualquier clase. Una vez reprendió a un caballero que lo había ofendido en este sentido. «Señor, no me haga visajes». Y cuando otro caballero creyó que iba a dar potencia adicional a su discurso mediante expresivos movimientos de sus manos, Johnson se las sujetó con fuerza y las sostuvo quietas.
Un autor de considerable eminencia había disfrutado de buena parte de la conversación en compañía de Johnson, hasta casi monopolizarla, aun cuando apenas había dicho nada que no fuera banal e insignificante; cuando se hubo marchado, Johnson nos comentó: «Es una maravilla la diferencia que no pocas veces hay en un hombre entre su manera de hablar y su manera de escribir. ******* escribe con verdadero brío, pero da pena oírlo hablar; de haber sujetado mejor la lengua, tal vez diésemos en pensar que se contuviera por modestia, pero con todo lo que hoy ha dicho, bien se ve qué clase de cosas tiene por decir».
Un caballero señaló que un congé d’élire no tiene seguramente la fuerza de una orden, y que puede considerarse solamente como una recomendación expresa. A lo cual replicó Johnson, que lo había oído: «Señor, se trata de una recomendación tal como si yo lo arrojara a usted por la ventana desde una segunda planta, y le recomendara que procurase caer en blando».[174]
El señor Steevens, que pasó muchas horas con él a lo largo de su muy dilatada amistad, comenzada cuando ambos residían en el Temple, ha conservado buen número de anécdotas y particulares a él referidos, la mayor parte de los cuales se encuentran en la sección de «Apotegmas, etc.» de la colección de las Obras de Johnson.[c205] Sin embargo, ha tenido la amabilidad de favorecerme con las siguientes, que son originales:
«Una noche, antes del juicio de Baretti, se celebró una consulta con sus amigos en casa del señor Cox, el abogado, en los edificios de Southampton, Chancery Lane. Entre otros se encontraban Burke y Johnson, que diferían en sus sentimientos sobre el sesgo que iba a darse a una parte de la defensa del preso. Terminada la reunión, Steevens observó que la cuestión dirimida entre su amigo y él se había discutido de un modo excesivamente acalorado. “Bien pudiera ser —repuso el doctor—, pues Burke y yo habríamos sido del mismo parecer caso de no haber tenido audiencia”».
«El doctor Johnson una vez mostró una faceta de su carácter que tal vez ni siquiera el señor Boswell viese nunca. Excitada su curiosidad por los elogios que habían recibido los célebres fuegos artificiales de Torré, en Marylebone Gardens, quiso que el señor Steevens lo acompañara a verlos in situ. La noche era lluviosa, y al poco de estar reunido un público poco numeroso, se dio aviso de que los soportes de las ruedas, soles, estrellas, etc., estaban tan completamente empapados que iba a ser imposible que se prendiese ninguna de las partes del espectáculo previsto. “Esto es una mera excusa —dijo el doctor— para guardarse los petardos y buscapiés para cuando haya una concurrencia más provechosa. Alcemos los dos los bastones, amenacemos con hacer trizas las lamparillas de colores que rodean la orquesta, y ya verá usted qué pronto satisfacen nuestros deseos. El corazón de los fuegos mismos no se puede deteriorar con la lluvia; si se prende cada una de las piezas en el meollo mismo del envoltorio que las recubre, el pirotécnico cumplirá su oficio tan bien como siempre”. Algunos jóvenes que por allí rondaban le oyeron, y de inmediato dieron comienzo a la violencia que él había aconsejado, de modo que se hizo un intento por prender cuanto antes algunas de las ruedas que parecían estar menos perjudicadas por el agua, aunque de poco sirvió la intentona, pues la mayoría de los fuegos fallaron por completo. Al autor del Rambler, sin embargo, se le puede tener en esta ocasión por cabecilla e incitador de una revuelta que salió como era de desear, aunque difícilmente pueda pasar por un diestro pirotécnico».[c206]
«Se ha dado en suponer, por lo que a la moda se refiere, que el doctor Johnson era descuidado de su apariencia en público. Nada más lejos de la realidad, como bien se puede ver por el siguiente ejemplo. Iba a representarse la última comedia de Goldsmith estando la corte de luto;[c207] Steevens tenía previsto visitar al doctor Johnson y acompañarlo a la taberna donde cenaría con otros amigos del poeta. El doctor estaba ya vestido para salir, aunque con ropa de colorido vivo; cuando se le hizo saber que encontraría a todos los presentes de negro riguroso, recibió la información con profuso agradecimiento, se apresuró a cambiarse de atuendo y repitió en todo momento su gratitud por la información que le había de salvar de hacer acto de presencia de un modo tan impropio en la primera fila de un palco. “Ni siquiera por diez libras habría querido yo parecer tan retrógrado ante la observación del respetable”».
«A veces fundamentaba sus desagrados sobre circunstancias de muy poco peso. Un día se mencionó al señor Flexman, pastor protestante, y alguno de los presentes rindió homenaje a su exactitud en la memoria de cualquier cuestión cronológica. El doctor repuso: “Ni una palabra más se diga de él, señor. Ése es el individuo que compuso los índices de mis Ramblers, y puso de este modo el nombre de Milton: ‘Milton, señor John’”».[c208]
El señor Steevens aporta este otro testimonio: «Ha sido una gran desventaja para Johnson, sin embargo, que sus peculiaridades y sus flaquezas sean conocidas con más facilidad que sus buenas obras y sus rasgos de amabilidad.
Si las muchas acciones que él estudiadamente ocultaba a la vista del mundo, y los muchos actos humanitarios que llevó a cabo en privado, fueran detallados de manera tan minuciosa, sus defectos quedarían tan difuminados en medio del resplandor de sus virtudes que sólo éstas se tendrían en cuenta».
Aunque debido a la altísima admiración que siento por Johnson me he extrañado no pocas veces de que no fuese cortejado por todos los nobles y todas las personalidades eminentes de su tiempo, preciso es reconocer en justicia que ningún hombre de humilde cuna, que viviera enteramente de la literatura, ningún escritor de profesión, en una palabra, se elevó jamás en este país hasta la altura y la fama que él conquistó con creces. En el transcurso de esta obra se han mencionado numerosos y diversos nombres, a los que podrían sin esfuerzo añadirse muchos más. No puedo pasar por alto los de lord y lady Lucan, en cuya residencia disfrutó a menudo de todos los elementos con que una mesa elegante y una compañía selecta pueden reforzar la felicidad; halló hospitalidad unida a prendas extraordinarias, embellecida por gentilezas a las que ningún hombre en sus cabales podría ser insensible.
El martes 22 de junio almorcé con él en el Club Literario, y fue la última ocasión en que visitó esta respetable sociedad. El resto de los miembros presentes fueron el Obispo de St. Asaph, lord Eliot, lord Palmerston, el doctor Fordyce y el señor Malone. Parecía estar mal de salud, pero tenía un temple tan viril que no incordió a los congregados con melancólicas lamentaciones. Todos dieron muestras de un afectuoso interés por él, cosa que le agradó sobremanera, y se esforzó por hallarse tan animado como su indisposición le permitía.
La angustia que a sus amigos producía la conservación de una vida tan estimable durante todo el tiempo que estuviera al alcance de los medios de los hombres les llevó a planear para su bien una retirada de los rigores del invierno británico, trocándolos por el clima templado de Italia. Este proyecto por fin alcanzó una seria y eficaz resolución en casa del general Paoli, con quien yo había hablado de la idea con cierta asiduidad. Tenía yo sin embargo entendido que previamente era necesario resolver una cuestión esencial, que no era otra que la obtención de un aumento de sus ingresos, en cantidad suficiente para que le permitiera sufragar los gastos de un modo que estuviera a la altura de la primera figura literaria de una gran nación, que, independientemente de todos sus méritos restantes, era nada menos que el único autor del Diccionario de la lengua inglesa. La persona a la que por encima de todas las demás estimé que se debía acudir para tramitar esta negociación no fue otra que el lord Canciller,[175] pues sabía a ciencia cierta de la muy alta estima en que tenía a Johnson, pareja de la que Johnson tenía por él; de este modo, no significaría ninguna degradación para mi ilustre amigo solicitar para él la intercesión y el favor de tan gran hombre. He dicho lo que Johnson dijo de él cuando estaba en el foro, después de que fuera nombrado para el alto cargo de Guardasellos del Reino: «No tengo en Inglaterra que prepararme de antemano para departir con nadie, salvo si he de hacerlo con lord Thurlow. Cuando tenga que encontrarme con él, me gustaría estar avisado el día anterior». No alcanzo ni siquiera a suponer de qué manera daba en prepararse para el encuentro. ¿Prepararía algunos temas, examinándolos desde todos los puntos de vista, para encontrarse plenamente dispuesto a razonar sobre ellos, en todos y cada uno de sus aspectos? ¿Qué temas serían ésos? Una vez insinué esta curiosidad al gran hombre objeto del cumplido. Se limitó a sonreír, pero no dijo nada.
Consulté primeramente con sir Joshua Reynolds, cuya opinión fue punto por punto coincidente con la mía, a la vista de lo cual, aunque personalmente no me conociera apenas Su Señoría, le escribí[176] para exponerle el caso y solicitar sus buenos oficios a favor del doctor Johnson. Le indiqué que me veía obligado a emprender viaje a Escocia a comienzos de la semana siguiente, de modo que si tenía que indicarme algo o darme alguna orden respecto a la pía negociación entablada, le suplicaba que tuviera la bondad de avisármelo con antelación a mi fecha de partida; de otro modo, sir Joshua acogería sus indicaciones con la debida atención.
Esta gestión se llevó a cabo no sólo sin mediar ninguna sugerencia por parte de Johnson, sino que le fue totalmente ajena, no llegando a albergar jamás la menor sospecha de la misma. Todas las insinuaciones, por consiguiente, que después de su muerte se han prodigado, como si se hubiera rebajado él a solicitar algo superfluo, carecen de todo fundamento, pero es que si él mismo lo hubiera pedido, no habría sido superfluo, ya que si bien el dinero que tenía ahorrado resultó una cantidad mayor de lo que imaginaban sus amigos, mayor de lo que él mismo suponía —es de sobra conocida su indiferencia por los asuntos mundanos—, si hubiera viajado por el continente europeo no habría sido del todo innecesario cierto incremento de sus ingresos.
El miércoles 23 de junio le visité por la mañana, después de haber presenciado el estremecedor espectáculo de quince condenados ajusticiados en Newgate. Le dije que estaba convencido de que la vida humana no era una mera maquinaria, esto es, una cadena de fatalidades planeada y dirigida por el Ser Supremo, ya que contenía tanta perversidad y tantas desdichas, tantos ejemplos de lo uno y de lo otro, como el que en esos instantes me nublaba el entendimiento.
En el supuesto de que fuera una mera maquinaria, sería mejor de lo que es en este sentido, aunque no tan noble, por no ser un sistema de gobierno moral. Estuvo de acuerdo conmigo, como siempre lo había estado en la gran cuestión del libre albedrío, que en todas las épocas ha sido objeto de numerosas perplejidades y sofismas. «Ahora bien, señor, en cuanto a la doctrina de la necesidad, no hay un solo hombre que la crea. Si un hombre me diera argumentos favorables de aquello que no veo, aun cuando no pudiera yo rebatírselos, ¿debería creer acaso en lo que no veo?». Conviene en este punto observar que Johnson en todo momento hizo justa distinción entre las doctrinas contrarias a la razón y las doctrinas que están por encima de la razón.
Hablando de la disciplina religiosa que es más apropiada para los convictos desdichados, dijo así: «Señor, uno de los miembros de nuestro clero regular seguramente no sabría causar impresión suficiente en su ánimo; convendría que los auxiliara un predicador metodista[177] o un sacerdote católico». Permítaseme sin embargo observar, para hacer justicia al reverendo señor Vilette, que había sido párroco ordinario de Newgate durante nada menos que dieciocho años, en el transcurso de los cuales atendió a centenares de criminales desdichados, que sus exhortaciones y su seriedad humanitaria fueron sumamente eficaces. Su extraordinaria diligencia es muy digna de elogio, y merece una recompensa apropiada.[178]
El jueves, 24 de junio, cené con él en casa del señor Dilly, donde se encontraban el reverendo señor (hoy doctor) Knox, director de la escuela de Tunbridge; el señor Smith, vicario de Southill; el doctor Beattie; el señor Pinkerton, autor de varios trabajos literarios, y el reverendo doctor Mayo. A instancias mías se hizo extensiva la invitación al viejo señor Sheridan, pues estaba yo deseoso de que Johnson y él volvieran a encontrarse por efecto del azar, con el fin de que se produjera una reconciliación entre ambos. Sheridan acudió temprano a la cita, y al tener conocimiento de que el doctor Johnson iba a estar presente, se marchó, de modo que con sincero pesar descubrí que mis intenciones conciliadoras iban a resultar infructuosas. No recuerdo nada de lo ocurrido este día, con la salvedad de la viveza de Johnson, quien, cuando el doctor Beattie reseñó, como si fuera algo notable, que por puro azar había tenido ocasión de ver el n.º 1 y el n.º 1000 de los coches de punto, esto es, el primero y el último de los autorizados con placa, le dijo: «Señor, las mismas posibilidades existen de que uno vea esos dos números u otros dos cualesquiera». Claramente tenía toda la razón, si bien el hecho de ver ambos extremos de la serie, cada uno de los cuales es por eso mismo más conspicuo que los demás, forzosamente tenía que sorprender de modo mucho más llamativo que el hecho de ver cualquiera de los restantes.
Aunque no he puesto esmero en registrar su conversación, es posible que fuera en este encuentro cuando el doctor Knox se formó la imagen que ha expuesto en sus Veladas de invierno?[c209]
El viernes 25 de junio almorcé con él en casa del general Paoli, donde, según dice en una de sus cartas a la señora Thrale, «me encanta almorzar». Hubo una gran variedad de platos muy de su gusto, de todos los cuales me pareció que comió tanto que tuve miedo de que le sentaran mal, e incluso comuniqué al general mis temores en voz baja, rogándole que no le incitara a comer más. «¡Ay!, —dijo el general—, ya ve usted qué mal aspecto tiene; es seguro que no vivirá mucho tiempo. ¿Rehusaría usted cualquier gratificación ligera de sus gustos a un condenado a muerte? En Italia tenemos una muy humana costumbre, por la cual a todo el que se encuentre sumido en un estado de melancolía se le permite el disfrute de todo lo que le guste comer y beber, incluidas las delicias más caras».
Le mostré algunos versos que a propósito de Lichfield había escrito la señorita Seward, y que ese mismo día había recibido de ella, y tuve el placer de oír su aprobación. Me confirmó la verdad de un muy elevado elogio que, según había sabido yo, hizo él de tal dama, cuando ella le comentara La colombíada, poema épico de madame du Boccage:[c210] «Señora, no hay nada que se pueda comparar con la descripción que hace usted del mar que rodea al polo norte en su “Oda a la muerte del capitán Cook”».
El domingo 27 de junio lo encontré bastante mejor. Le hablé de un joven que estaba próximo a viajar a Jamaica con su esposa e hijos, con la expectativa de que dos de sus hermanos asentados con anterioridad en la isla le mantuvieran. Uno era un clérigo, el otro un médico. JOHNSON: «Es un plan descabellado, señor, a menos que haya mediado una invitación en firme y ex profeso. Había una pobre muchacha que acostumbraba visitarme hace tiempo, que tenía una prima en Barbados, la cual, en una carta, le manifestó su deseo de que viajara a la isla, explayándose sobre las comodidades de que gozaba y la felicidad de su situación. La pobre muchacha emprendió viaje: su prima se mostró sorprendidísima, y le preguntó nada más llegar cómo se le había ocurrido ir. “Pues porque tú me has invitado”, respondió. “Yo no”, respondió la prima. Ella le mostró la carta. “Pues veo que es cierto que te había invitado —dijo la prima—, pero es que nunca pensé que fueras a venir”. Le dieron alojamiento en un cobertizo, donde pasaba las horas de manera miserable, y en cuanto tuvo oportunidad regresó a Inglaterra. Cuando sepa de alguien que tiene previsto viajar al extranjero con sus parientes, con la idea de que le espera una grata acogida, cuéntele esta historia. En el caso que usted menciona, no sería de extrañar que el clérigo gaste cuanto ingresa, y que el médico no sepa lo que se le viene encima».
Almorzamos ese día en casa de sir Joshua Reynolds, con el general Paoli, lord Eliot (anteriormente el señor Eliot, de Port Eliot), el doctor Beattie y algunos otros comensales. Se habló de lord Chesterfield. JOHNSON: «Su porte era de una elegancia exquisita, y tenía mayor cultura de la que yo esperaba». BOSWELL: «¿Le pareció, señor, que su conversación fuera de estilo superior?». JOHNSON: «Señor, en la conversación que mantuvimos más tuve yo las de ser superior, no en vano trató de cuestiones filológicas y de literatura». Lord Eliot, que había viajado con el señor Stanhope, el hijo natural de lord Chesterfield,[c211] observó con justicia que era extraño que un hombre que había demostrado tan gran afecto por su hijo como lord Chesterfield, escribiéndole tantas y tan largas cartas teñidas de preocupación, casi todas ellas siendo secretario de Estado,[c212] lo cual es prueba innegable de su gran bondad y de su afable disposición, se desviviera por hacer de él un granuja. Su Señoría nos dijo que Foote se había propuesto poner en escena a un padre que de ese mismo modo había llevado a cabo la tutela de su hijo, y mostrar que el hijo era un hombre de bien para todos los demás, sólo que con su padre ponía en práctica las máximas que éste le quiso transmitir, con lo cual lo tenía engañado. JOHNSON: «Mucho me agrada el plan de la obra, pero me temo que no es apropiado que el hijo sea representado como una persona honesta. Al contrario; tendría que ser un consumado bribón, y así el contraste entre honestidad y bribonería sería tanto más acusado. Habría que idearlo de tal modo que el padre fuese el único que sufre con la villanía del hijo, y así habría al menos justicia poética».
Recordó a lord Eliot la existencia del doctor Walter Harte. «Sé bien —dijo— que Harte fue tutor de Su Señoría, y que fue asimismo tutor de la familia Peterborough. Dígame, Señoría: ¿recuerda por ventura algún particular que le contase acerca de lord Peterborough? Es uno de mis preferidos, pero no se le conoce lo suficiente; se trata de una personalidad que sólo se ha ventilado en panfletos partidistas». Lord Eliot repuso que si el doctor Johnson tuviera la bondad de formularle cualquier pregunta, le contestaría todo lo que alcanzase a recordar. Así las cosas, se comentaron algunos detalles, «pero —dijo Su Señoría— la mejor relación de lord Peterborough que me he topado hasta la fecha es la que se recoge en las Memorias del capitán Carleton. Era descendiente de un antepasado que se había distinguido en el cerco de Derry. Era oficial de la armada y, cosa rara en la época, tenía ciertos rudimentos de ingeniería». Johnson dijo que nunca había oído hablar de ese libro. Lord Eliot conservaba su ejemplar en Port Eliot, aunque tras no pocas indagaciones se procuró un ejemplar en Londres y se lo hizo llegar a Johnson, quien dijo a sir Joshua Reynolds que estaba presto a retirarse a dormir cuando lo recibió, pero que le plació tanto el hallazgo que permaneció despierto hasta que lo hubo leído de cabo a rabo, hallando en él tal aire de verdad que bajo ningún concepto cabía dudar de su autenticidad,[c213] y añadió con una sonrisa, en alusión al hecho de que lord Eliot recientemente hubiera ascendido al rango de noble, que «nunca di en pensar que un joven lord pudiera hablarme de un libro sobre la historia de Inglaterra que no fuera de mi conocimiento».
Se vino a sumar alguien a la concurrencia cuando subimos al salón; el doctor Johnson parecía haber redoblado sus ánimos con el incremento de sus oyentes. Dijo: «Ojalá que los cuadros de lord Orford,[c214] y el Museo de sir Ashton Lever,[c215] pudieran haberse adquirido con dinero público, para que tanto el dinero invertido como los cuadros y las curiosidades que contienen permanecieran en el país, ya que, si se vendieran a otro país, la nación en efecto se embolsaría un buen dinero, pero perdería los cuadros y las curiosidades, que sería muy deseable que se conservasen entre nosotros para la connatural mejora en el gusto y en el conocimiento de la historia natural. La única cuestión estribaría en que, si la nación estuviera muy necesitada de fondos, tal vez mejor fuera obtener un pago cuantioso por parte de un estado extranjero».
Se internó en una curiosa disquisición sobre la diferencia que existe entre intuición y sagacidad, siendo una de efecto inmediato, mientras que la otra requiere un proceso más largo y tortuoso; observó que una es el ojo del intelecto, mientras que la otra viene a ser el olfato del entendimiento.
Uno de los jóvenes caballeros presentes[c216] entabló una discusión con él y defendió que nadie piensa jamás en el olfato del entendimiento, sin advertir que aun cuando ese sentido figurado nos resulte extraño, por ser muy inusual, no lo es más que el «ojo de mi intelecto, Horacio», de que habla Hamlet.[c217] Mucho persistió en su empeño, y a Johnson se le antojó que se postulaba como antagonista suyo con demasiada presunción, con lo cual lo interpeló con voz tonante: «¿Cuál es la razón de que contienda si es que contender pretende?». Y poco después, suponiendo que el caballero le había replicado con alguna agudeza chistosa, dijo: «Señor *****, no le corresponde a usted hablarme de este modo. Por si fuera poco, el ridículo no está entre sus talentos. Ha de saber que en ese campo carece usted tanto de intuición como de sagacidad». El caballero protestó, y adujo que no había querido tomarse ninguna libertad que fuera impropia, y que sentía el mayor de los respetos por el doctor Johnson. Al cabo de una breve pausa, durante la cual reinó una embarazosa inquietud, dijo JOHNSON: «Deme la mano, señor. Usted ha sido tedioso en extremo, y yo he pecado de poca paciencia». SEÑOR: «Señor, me honra con su atención en el sentido que sea». JOHNSON: «Vamos, señor; pelillos a la mar. Nos hemos ofendido el uno al otro por nuestro contencioso; no ofendamos ahora a los demás con nuestros cumplidos».
Dijo entonces que era grande su deseo de viajar a Italia, y que le llenaba de aprensión la sola idea de pasar el invierno en Inglaterra. Yo no dije nada, aunque disfruté de la secreta satisfacción de pensar que había tomado las medidas más eficaces que cupiera de cara a que tal plan fuese viable.
El lunes 28 de junio tuve el honor de recibir la siguiente carta del lord Canciller:
A James Boswell
Señor,
tendría que haber cursado inmediata respuesta a su amable carta, y lo habría hecho si (por estar en exceso ajetreado cuando la recibí) no la hubiera guardado en el bolsillo y la olvidase abrir hasta esta misma mañana.
Me siento muy agradecido por la sugerencia, y adoptaré las medidas que sean oportunas para que salga adelante en la medida de mis posibilidades. El mejor de los argumentos, no me cabe duda, y espero y confío que no tenga visos de fracasar, es el que se acoge al mérito del doctor Johnson. Sin embargo, será necesario, caso de que tenga la desdicha de no poder recibirle a usted, conversar con sir Joshua acerca de la suma que sea apropiado solicitar; en resumen, acerca del medio idóneo para que emprenda el viaje. Se reflejaría sobre todos nosotros la desgracia de que un hombre semejante pereciera por falta de medios para cuidar de su salud.
Suyo, etc.,
THURLOW
Esta carta me produjo una inmensa satisfacción. Al día siguiente fui a mostrársela a sir Joshua Reynolds, quien se sintió enormemente complacido con ella. A su juicio, era el momento de que yo comunicase la negociación al doctor Johnson, que más adelante tal vez se quejara si la atención con la que se le había de honrar le fuera mantenida en secreto durante demasiado tiempo. Mi intención era emprender viaje a Escocia al día siguiente, pero sir Joshua insistió cordialmente en que me quedase en Londres un día más, de modo que pudiéramos Johnson y yo almorzar con él y hablar los tres de su viaje a Italia y, tal como se expresó sir Joshua, «aclarar todo el asunto». Me di prisa en visitar a Johnson, quien me dijo que se encontraba bastante mejor. BOSWELL: «Me siento muy preocupado por usted, señor; en particular, me preocupa sobremanera que viaje a Italia a pasar el invierno, según tengo entendido que es su deseo». JOHNSON: «Así es, señor». BOSWELL: «No tiene más objeciones, presupongo, que el dinero que pueda serle necesario para ello». JOHNSON: «Desde luego, señor; ninguna más». Oído esto, le detallé todos los pormenores de mis gestiones hasta el momento, y le leí la carta del Canciller. Escuchó con gran atención, y al cabo dijo con emoción sincera: «Esto es tomarse molestias extraordinarias por un hombre». «Señor —respondí con todo mi afecto—, sus amigos harían cuanto fuera menester por su bienestar». Hizo una pausa. Se tornó más inquieto, fue en aumento su agitación, hasta que le asomaron las lágrimas a los ojos y dijo con emocionado fervor: «Dios les bendiga a todos ustedes». Tanto me afectó su muestra de cariño que también yo derramé alguna lagrimilla. Tras un breve silencio, reiteró y amplió su agradecimiento y sus bendiciones: «Dios les bendiga a todos ustedes, por Cristo Nuestro Señor». Durante un rato, ninguno de los dos fue capaz de decir nada. De pronto se puso en pie y abandonó la estancia muy enternecido. Permaneció fuera muy poco tiempo, lo que tardó en recobrar la firmeza; poco después de que regresara me despedí de él, no sin antes confirmarle que al día siguiente almorzaríamos en casa de sir Joshua Reynolds. Nunca más volví a estar a cubierto bajo ese techo que durante tantos años había yo reverenciado.
El miércoles 30 de junio tuvo lugar un amistoso y confidencial almuerzo con sir Joshua Reynolds, sin que estuviera presente nadie más que nosotros tres. De haber sabido yo que sería la última vez en que me cupiera disfrutar en este mundo de la conversación de un amigo al que tanto respetaba, y del que obtuve tantas y tan provechosas instrucciones como entretenimientos, me habría sentido hondamente afectado. Ahora, al rememorar aquella ocasión, me saca de quicio que se haya olvidado una sola palabra.
Tanto sir Joshua como yo éramos tan optimistas en nuestras expectativas que nos explayamos con toda confianza a propósito de la muy generosa provisión que con toda certeza se le iba a conceder, perdiéndonos en conjeturas sobre si tal munificencia se habría de manifestar en una sola donación de gran cuantía o bien en un notable incremento de su pensión. A él se le llegó a contagiar en tal medida nuestro entusiasmo que se permitió el dar en suponer que, en efecto, no era ni mucho menos imposible que nuestras esperanzas se hicieran realidad. Dijo que, en su caso preferiría de largo que se le doblase la pensión, antes que recibir una donación de mil libras, «pues —según dijo—, aunque es probable que no llegue a vivir lo suficiente para percibir siquiera un millar de libras, cualquiera prefiere tener en la conciencia la certeza de que pasará el resto de su vida en cierto esplendor, al margen de cuánto pueda restarle de vida». Si se considera qué moderada es la proporción que guardan unos ingresos anuales de seiscientas libras con las innumerables fortunas que en el país existen, vale la pena reseñar que un hombre tan verdaderamente grande considerase esplendorosa esa cantidad.
En prueba de su extraordinaria generosidad, fruto de la amistad, nos dijo que el doctor Brocklesby le había ofrecido cien libras al año mientras siguiera vivo. Una lágrima de gratitud le asomó por el rabillo del ojo, y nos habló con la voz quebrada.
Sir Joshua y yo nos esforzamos por halagarle la imaginación hablándole de las gratas perspectivas de felicidad que sin duda se le abrirían en Italia. «Quiá —dijo—, que de eso no es mucho lo que debo esperar. Cuando uno viaja a Italia meramente para sentir qué tal respira el aire de otros pagos, poca cosa le cabe disfrutar».
Nuestra conversación pasó a girar sobre la vida en el campo, que Johnson, cuyo ánimo melancólico exigía la disipación que procura la variedad y la rápida sucesión de novedades, se había habituado a considerar una suerte de aprisionamiento del alma. «Con todo —le dije—, son muchas las personas que se dan por satisfechas de vivir en el campo». JOHNSON: «Señor, sucede lo mismo en el mundo intelectual que en el mundo físico. Ya nos dicen los filósofos de la naturaleza que un cuerpo se halla a sus anchas en el lugar que le resulta más idóneo. Y quienes se contentan con la vida en el campo, es que están hechos para la vida en el campo».
Hablando de los diversos objetos de disfrute, sostuve que el refinamiento del gusto constituía una desventaja, ya que quienes lo han desarrollado al máximo hallan placer menos a menudo que quienes no poseen finura en la discriminación, y por tanto se dan por satisfechos con cuanto les sale al paso. JOHNSON: «De ninguna manera, señor. Eso es poquedad. Esfuércese por ser tan perfecto como le sea posible en todos los aspectos».
Lo acompañé en el coche de sir Joshua Reynolds hasta la entrada a Bolt Court. Me propuso que entrase con él a su casa; decliné la invitación por mera aprensión de que se me encogiera el ánimo. Nos despedimos afectuosamente en el coche. Cuando hubo puesto el pie sobre la acera, me dio una voz: «Adiós, señor». Sin volver la vista atrás, se marchó con una suerte de paso vivaz, aunque patético, si me cabe hacer uso de la expresión, que parecía indicio de cierto esfuerzo por disimular su congoja, y que imprimió en mi ánimo el presentimiento de nuestra larga, larga separación.
Permanecí un día más en la ciudad, para disponer de una oportunidad de hablar de mi negociación con el lord Canciller, pero la multiplicidad de los compromisos irrenunciables de Su Señoría no me lo permitieron, de modo que dejé las gestiones en manos de sir Joshua Reynolds.
Poco después, Johnson sufrió la mortificación de que la señora Thrale le pusiera al corriente de que «lo que ella suponía que él jamás creyó»[179] era en efecto cierto, esto es, que iba a contraer matrimonio con el signor Piozzi, un maestro de música italiano. Él se había desvivido con tal de impedirlo, pero todo fue en vano. Si ella publicase la totalidad de la correspondencia que cruzó con el doctor Johnson sobre esta cuestión, dispondríamos de una panorámica realmente completa de sus verdaderos sentimientos. Siendo como es, nuestro juicio ha de verse sesgado por esta característica muestra que sir John Hawkins nos ha dejado: «Pobre Thrale, y yo que pensaba que bien por su virtud, bien por sus vicios, se habría abstenido de semejante matrimonio. Ahora se ha convertido en asunto de conversación para mayor exultación de sus enemigos, y para sus amigos, si es que le queda alguno, motivo de olvido, o de compasión».[180]
Preciso es admitir que Johnson extrajo una porción considerable de felicidad de los consuelos, comodidades y elegancias que disfrutó en el seno de la familia del señor Thrale, pero la señora Thrale nos asegura, en cambio, que por todo ello estaba en deuda exclusivamente con su esposo, quien ciertamente le respetaba con toda sinceridad. En palabras de esta señora, «la veneración por su virtud, la reverencia por sus muchos talentos, el deleite que me causaba su conversación, más el connatural sometimiento a un yugo que mi esposo primero me puso encima, y cuya pesada carga compartió después conmigo por espacio de dieciséis o diecisiete años, me obligaron a mantener mi trato con el señor Johnson; ahora bien, el perpetuo confinamiento fue terrorífico en los primeros años de nuestra amistad, e irritante en los últimos; tampoco podía yo pretender asumir semejante peso sin ayuda de nadie, cuando mi coadjutor ya no moraba entre nosotros».[181] ¡Ay! ¡Cuán distinto es todo esto de las declaraciones que yo mismo oí hacer a la señora Thrale en vida de Johnson, sin un solo murmullo en contra de ninguna peculiaridad suya, ni en contra de ninguna de las circunstancias concurrentes en su trato en la intimidad![c218]
Por ser sincero amigo del gran hombre cuya vida escribo, entiendo que es necesario prevenir a mis lectores frente a la errónea idea de la personalidad del doctor Johnson que se insinúa en las Anécdotas de esta señora, pues por la propia naturaleza y por la forma de su libro «presta a la falacia alas más ligeras con las que volar».[c219]
«No se olvide —dice un crítico eminente—[182] que la señora Thrale ha comprimido en un volumen escueto todo cuanto pudo recordar de su trato con el doctor Johnson a lo largo de veinte años, periodo durante el cual, qué duda puede caber, algunas cosas severas tuvo él que decir, y quienes leen el libro y lo despachan en dos horas como es natural dan en suponer que todas sus conversaciones eran de ese jaez. Lo cierto es que yo me he encontrado a menudo en compañía suya, y ni una sola vez le he oído decir nada severo a nadie, cosa que muchos otros pueden igualmente atestiguar. Cuando decía algo severo, por lo general respondía a la exhortación de la ignorancia que pretende hacerse pasar por sabiduría, o bien de la vanidad extrema, o de la afectación.
»Dos muestras de inexactitud —añade el mismo crítico— son particularmente dignas de nota:
»Se dice así:[183] “Esa natural aspereza de su talante, que tan a menudo se reseña, a pesar de la regular uniformidad de sus conceptos, estallaba en medio de todos ellos con cierta frecuencia, y una vez rogó a una muy célebre señora, que posiblemente le había elogiado con un celo tal vez excesivo, o quizá haciendo demasiado énfasis en los halagos (cosa que siempre le ofendió), que considerase cuánto podían valer sus adulaciones, antes de que con ellas lo atragantase del todo”.
»Contrastemos con esta visión la anécdota genuina. La persona a la que de este modo se indica que recibió un trato áspero e incluso grosero, aun siendo una dama en efecto célebre, era entonces una recién llegada a Londres tras una anodina ocupación en provincias.[c220] Durante una velada en casa de sir Joshua Reynolds conoció al doctor Johnson. De inmediato comenzó a cortejarlo por todo lo alto, sin pararse a observar las normas elementales de la decencia. “Mi querida señora, ahórrese los cumplidos, se lo ruego”, repuso él. Ella siguió a la carga hasta el punto de que se le fue la mano. “Señora, por lo que más quiera, ya basta”, insistió él. Haciendo caso omiso de estas advertencias, ella prosiguió sus ditirambos. A la larga, provocado por esta intromisión vana y completamente falta de delicadeza, exclamó: “Queridísima señora, considere usted qué valor otorga a sus halagos antes de desperdiciarlos con tanta liberalidad”.
»Es de ver cuán diferente resulta la anécdota si se refieren todas las circunstancias concurrentes que de hecho le corresponden, pero que la señora Thrale o bien desconocía o bien ha suprimido.
»En otro pasaje[184] dice así: “Un caballero que almorzó en su compañía en casa de un noble, y también en compañía del señor Thrale, a quien debo la anécdota, se mostró deseoso de entrar en liza en defensa del carácter del rey Guillermo, y luego de haber contradicho a Johnson en dos o tres ocasiones, con sobrada petulancia, el señor de la casa empezó a sentirse incómodo, pues esperaba que la discusión diera lugar a desagradables consecuencias, para evitar las cuales dijo en voz bien alta, de modo que el doctor lo oyese: ‘Este nuestro amigo no tiene mayor pretensión en todo esto, si se exceptúa la de relatar mañana en su club que hoy durante el almuerzo le tomó el pelo al doctor Johnson; si se mete en camisa de once varas, es más que nada para salir con honor’. ‘No, le doy mi palabra —replicó el otro— que no veo yo honor en todo esto, al margen de lo que quiera usted pensar.’ ‘Pues bien, señor —repuso Johnson con toda severidad—, si usted no ve honor, yo le aseguro que palpo la deshonra’”.
»Es pura sofistería. El señor Thrale no se hallaba presente en esta ocasión, por más que quizá hubiera relatado el cambio de impresiones a su esposa. Un amigo, por medio del cual conocí la historia, estaba entre los presentes, y no se produjo el encuentro en la casa de un noble. Sobre la observación de que el dueño de la casa apuntara que un caballero había contradicho a Johnson, que había hablado de ese modo para salir con honor del lance, etc., el caballero musitó en voz baja: “Yo no veo que haya honor en todo esto”, y Johnson no respondió nada, de modo que todo lo demás, aun cuando sea bien trouvée, es mero aderezo».
He tenido oportunidad, en varias ocasiones a lo largo de esta obra, de señalar las incorrecciones en que incurre la señora Thrale por lo que atañe a particulares que conozco de primera mano. Lo cierto es que en términos redundantemente frívolos ha expresado su desaprobación de ese deseo de autenticidad que mueve a una persona que ha de dejar constancia de una conversación a anotarla por escrito en el momento mismo en que tiene lugar.[185] Sin ningún lugar a dudas, si se trata de algo que ha de quedar por escrito, cuando antes se haga, mejor. Esta señora dice por su parte:[186] «Rememorar, sin embargo, y repetir los dichos del doctor Johnson, es prácticamente cuanto podrán aspirar a hacer quienes escriban su vida, toda vez que ésta, al menos desde que yo trabé conocimiento de él, consistió poco más que en conversaciones de toda clase, siempre y cuando no estuviera dedicado a escribir seriamente una obra». Hace alarde de haber llevado al día un cuaderno de lugares comunes, por lo que reparamos en que en un momento u otro tomó nota, de manera muy vivida, de ciertas muestras de la conversación del doctor Johnson, y de la de quienes con él departieron; ahora bien, si lo hubiera hecho sin dejar pasar el tiempo, probablemente habría cometido menos errores y deslices, y de ese modo nos habría aliviado de las desagradables dudas acerca de su autenticidad, lastrados con las cuales ahora hemos de examinarlas.
Dice de él:[187] «Era el más caritativo de los mortales, aunque sin llegar a ser lo que consideramos “un amigo activo”. Admirable a la hora de dar consejo, nadie veía el camino a seguir con tanta claridad como él, si bien él no movería un solo dedo para ayudar de veras a todos aquellos a los que siempre estuvo más que dispuesto a dar consejo». En la misma página, «si uno deseara un mínimo favor, había que solicitarlo a personas de disposición bien distinta, pues Johnson no daría siquiera un paso para conseguirle a un hombre un voto en una sociedad, para devolver un cumplido que pudiera ser útil o placentero, para escribir una carta de solicitud, etc., o para obtener cien libras más al año para un amigo que tal vez ya tuviera doscientas o trescientas. No había fuerza humana que le inspirase diligencia, no había manera de importunarlo para vencer su resolución de seguir quieto, sin hacer nada».
Es asombroso que alguien que gozó de tantísimas oportunidades para conocer bien al doctor Johnson parezca tan poco familiarizada con su verdadero carácter. Lamento que esta dama no sólo no advierta, sino que contradiga además su afirmación de que fuera un hombre obstinadamente defectuoso en las petites morales, en las pequeñas caridades de la vida social, en las muestras de afecto, en conferir favores a quien se los pidiera, pues no en vano dice[188] que «el doctor Johnson fue sumamente liberal en prestar ayuda literaria a otros, creo yo, y son innumerables los prefacios, sermones, charlas y dedicatorias que confeccionó para las personas que se los pidieron». A buen seguro, rara vez se ha encontrado a un «amigo más activo» en ninguna época de la historia. Está obra, que espero encarecidamente rescate su memoria del oprobio, contiene un millar de ejemplos de sus benévolos desempeños y desvelos en prácticamente todos los modos y maneras que se puedan concebir, y particularmente en la dedicación de su pluma, con generosa presteza, a todos aquellos a los que su auxilio pudo ser de utilidad. En efecto, su desprendida actividad a la hora de prestar pequeños favores y dar muestras de amabilidad, ya fuera mediante cartas, ya mediante solicitudes personales, fue uno de los rasgos más notables de su carácter, y para atestiguar la verdad de esto me basta con apelar a no pocos de sus respetables amigos: sir Joshua Reynolds, el señor Langton, el señor Hamilton, el señor Burke, el señor Windham, el señor Malone, el Obispo de Dromore, sir William Scott, sir Robert Chambers. Y ¿cómo ha podido la señora Thrale olvidar los anuncios y pasquines que escribió para su marido en tiempo de elecciones, los epitafios de su tumba y la de su madre, los versos juguetones, a veces meras bagatelas, que escribió para diversión de la propia señora Thrale y de sus hijas, su correspondencia con éstas, en la que entraba en sus minúsculas preocupaciones, que nos lo muestra bajo una luz sumamente afable?
Relata esta señora[189] que el señor Ch—lm—ley inesperadamente se acercó a caballo hasta el carruaje del señor Thrale, en el que viajaba éste con su esposa y el doctor Johnson; que presentó a todos ellos los respetos requeridos por la ocasión, pero que al observar que el doctor Johnson, que estaba ocupado en su lectura, no le vio, «le dio un golpecito suave en el hombro. “Es el señor Ch—lm—ley”, dijo mi esposo. “Bien, señor…, ¿y qué más da que sea el señor Ch—lm—ley?”, repuso el otro con severidad, alzando los ojos un instante de su libro y volviendo al mismo con renovada avidez». Con esto seguramente se transmite la idea de que Johnson había cometido una grosera falta de respeto con el señor Cholmondeley,[190] un caballero por el que siempre tuvo afecto y estima. Si, por consiguiente, existiera una necesidad absoluta de comentar esta historia, cabría suponer que la ternura que ella sintiera por la personalidad del doctor Johnson la hubiera llevado a afirmar cualquier cosa que sirviera para ablandarla. Así pues, ¿por qué hay un silencio total en lo referente a lo que el señor Cholmondeley le dijo, a saber, que Johnson, quien lo conocía desde su más tierna infancia, una vez pudo percatarse de lo que fue sin duda una extraña manera de saludarlo, aprovechó la primera ocasión en que se vieron para pedirle disculpas de manera muy cortés y afectuosa? El libro de la señora Thrale se publicó en 1785; ya entonces obraba en su poder una carta del doctor Johnson, fechada en 1777[191] que empieza así: «La historia de Cholmondeley me asombra, en caso de que sea cierta, lo cual dudo mucho, pues soy plenamente consciente del desaire: mucho lo lamento y mucho me avergüenza». Así pues, ¿por qué quiso publicar la anécdota? Y, ya que lo hizo, ¿por qué no añadió el resto de las circunstancias, que conocía de sobra?.
En su trato en sociedad, la señora Thrale lo describe de este modo:[192] «Siempre andaba cavilando hasta que se le llamaba a conversar, y conversaba hasta que la fatiga de sus amigos, o la prontitud de su temperamento a la hora de darse por ofendido, lo sumergía de nuevo en sus calladas cavilaciones». Ahora bien, en el mismo libro nos dice así:[193] «Sin embargo, rara vez mostró inclinación a callar cuando cualquier cuestión de moral o de literatura salía a relucir, y era en tales ocasiones cuando, como el Sabio de su Rasselas,[c221] hablaba de tal modo que la atención de los presentes pendía de sus labios; razonaba cabalmente, y con plena convicción redondeaba cada una de sus frases». «Su conversación, en efecto, tanto distaba de fatigar a sus amigos que cualquiera de ellos lamentaba el momento en que era preciso interrumpirla, o darla por concluida, y bien podían exclamar, con palabras de Milton: “Conversando con vos olvidé la hora”».[c222]
Así las cosas, ciertamente no me excedo al afirmar en nombre de mi ilustre amigo que, por inteligentes y entretenidas que puedan ser las Anécdotas de la señora Thrale, bajo ningún concepto se puede tener ese librito como prueba en contra de él, ya que en todos los casos en que se refiere un ejemplo de aspereza o de severidad, conviene conceder el beneficio de la duda a su posible autenticidad, pues aun cuando puede existir cierta base para ello, como es su reprobación de la «muy célebre señora», se expone de tal modo en la narración que es muy diferente de como aconteció en realidad.
La finalidad manifiesta de la siguiente anécdota[194] no es otra que representar a Johnson como una persona extremadamente deficiente e incluso cicatera en sus afectos, en la ternura, en la más elemental cortesía. «Cuando un día lamenté la pérdida de un primo carnal al que habían matado en América, “Se lo ruego, querida —me dijo—, déjese de hipocresías santurronas: ¿iba a estar el mundo mucho peor, si me permite preguntárselo, en el supuesto de que todos sus parientes fuesen puestos al espetón como las alondras, y asados para dar de comer a Presto?”. Presto era el perro faldero que yacía bajo la mesa mientras conversábamos». Sospecho que se trata también de exageración y distorsión. Reconozco que le hizo un discurso enojado, pero dejemos que las circunstancias se presenten como son por boca de Baretti, que estuvo presente:
«La señora Thrale, mientras almorzaba con apetito estupendo unas alondras al espetón, dejó los cubiertos sobre el plato y exclamó bruscamente: “Ay, mi querido Johnson, ¿sabe usted qué ha sucedido? Las últimas cartas del extranjero nos han traído la noticia de que a nuestro pobre primo le arrancó la cabeza de cuajo una bala de cañón”. A Johnson le dejó pasmado tanto el hecho en sí como la ligereza y la falta de sentimiento con que ella se lo refirió, de modo que replicó así: “Señora, poca preocupación le causaría si todos sus parientes fueran puestos al espetón como esas alondras, y preparados para dar de comer a Presto”».[195]
No sin preocupación me veo obligado a manifestar mi rechazo ante las inexactitudes que contienen las Anécdotas de la señora Piozzi, y es posible que haya abundado en demasía sobre su escueta colección. Ahora bien, como debido a la prolongada residencia de Johnson bajo su mismo techo, y a su intimidad con ella, la relación que ha dado acerca de él tal vez haya causado una impresión tan desfavorable como injusta, mi deber de biógrafo fiel me obliga a cumplir a regañadientes esta desagradable tarea.
Habiendo dejado las pías negociaciones, como di en llamarlas, en las mejores manos en que podían hallarse, insertaré en este punto lo relativo a este asunto. Johnson escribió a sir Joshua Reynolds el 6 de julio en estos términos:
Dentro de unos días espero marchar a probar los aires del condado de Derby, pero tengo la esperanza de que antes nos podamos ver. Permítame sin embargo señalarle algo que me ocupa el corazón. Si el Canciller siguiera prestando su atención a la solicitud del señor Boswell, y le confiere a usted los medios de procurar alivio a mi estado de languidez, estoy sumamente deseoso de evitar que se dé la apariencia de pedir dinero bajo falsas pretensiones. Deseo que presente usted ante Su Señoría lo que, tan pronto se le sugiera, percibirá como algo razonable, y es que si diera en empeorar mi salud, tendría miedo de despedirme de mis médicos, de afrontar las inconveniencias del viaje, de suspirar y consumirme en la soledad del extranjero; que, si mejorase notablemente, de lo cual ahora mismo no es que haya demasiadas esperanzas, no desearía despedirme de mis amigos y de mis comodidades domésticas, pues no es el placer ni la curiosidad lo que me animan a viajar; con todo y con eso, si me recuperase, reviviría naturalmente la curiosidad. En el estado en que me encuentro, estoy deseoso de seguir luchando por una vida un poco más larga, y confío en obtener algún beneficio de un clima más templado. Haga por mí lo que pueda.
Me escribió así el 26 de julio:
Ojalá sus asuntos le hubieran permitido ejercer un más prolongado y constante empeño de su celo y su bondad. Quienes tienen su bondad tal vez carecen de su ardor. Entretanto, me siento muy frágil, muy abatido.
Mediante una carta de sir Joshua Reynolds tuve conocimiento de que el lord Canciller le había hecho una visita, y le había dado a entender que la solicitud finalmente no tuvo éxito, si bien Su Señoría, tras hablar largo y tendido en alabanza de Johnson, un hombre que era un honor para su país, quiso que sir Joshua le hiciera saber que mediante la concesión de una hipoteca sobre su pensión podría obtener de Su Señoría un préstamo de quinientas o seiscientas libras, y Su Señoría le explicó los pormenores de la hipoteca, siendo su deseo expreso que la transacción se llevara a cabo de manera tal que Johnson pareciera hallarse bajo la menor de las obligaciones posibles. Sir Joshua comentó que mediante el mismo correo había comunicado cuanto antecede al propio doctor Johnson.
Cómo afectó a Johnson la noticia se verá por lo que respondió a sir Joshua Reynolds:
Ashbourne, 9 de septiembre.
Espero que no sean precisas muchas palabras entre usted y yo para convencerle de cuál es la gratitud que hincha mi corazón por la liberalidad del Canciller y sus muy amables oficios. (…)
He adjuntado una carta para el Canciller, que, cuando la haya leído, le ruego tenga la bondad de sellar como estime oportuno para hacérsela llegar; de habérsela enviado yo directamente, habría parecido que pasaba por alto el gran favor que usted me hace con su amable intervención.
Al lord Canciller del Reino[196]
Septiembre de 1784
Señoría,
tras una prolongada y en modo alguno desatenta observación de la humanidad, la generosidad que Su Señoría demuestra con su ofrecimiento despierta en mí no menos asombro que gratitud. Tanta prodigalidad, y tan liberalmente otorgada, recibiría yo de muy buena gana si mi condición la hiciera necesaria, pues, ante tal espíritu, ¿quién no estaría orgulloso de reconocer sus obligaciones? Sin embargo, ha querido Dios devolverme la salud en tan gran medida que, si ahora me apropiase yo de tal fortuna destinada a hacer el bien, no podría rehuir la acusación de estar aprovechándome de una reclamación falsa. Mi viaje al Continente, aun cuando en otro momento se me antojara necesario, nunca lo vieron con muy buenos ojos los médicos, y estaba yo muy deseoso de que Su Señoría lo supiera por medio de sir Joshua Reynolds, en tanto en cuanto siempre se ha tratado de un evento harto improbable, pues caso de que mejorase no estaría muy deseoso de viajar, y caso de que empeorase no sería capaz de emigrar. A Su Señoría se recurrió primero sin mi conocimiento, pero cuando tuve noticia de que a usted le agradaría seguirme la corriente y otorgarme el beneficio de su patrocinio, no esperaba yo recibir una negativa, si bien, como no he tenido demasiado tiempo para alimentar la esperanza, y no me he revuelto en una opulencia imaginaria, esta fría recepción apenas me ha supuesto decepción ninguna; de la bondad de Su Señoría he recibido asimismo un beneficio como sólo hombres de su condición pueden otorgar. Ahora he de vivir mihi carior, con una más alta opinión de mis propios méritos.
Soy de Su Señoría el más agradecido, entregado y humilde servidor,
SAM. JOHNSON
En lo que se refiere a este inesperado fracaso me abstendré de verter cualquier comentario, así como de adelantar cualquier conjetura.[c223]
Como luego de muchos reiterados razonamientos había logrado que el doctor Johnson viese con buenos ojos mi traslado a Londres, e incluso me había proporcionado argumentos a favor de aquello mismo a lo que en principio se había opuesto en redondo, le escribí para solicitarle que me los pusiera por escrito; tuvo la bondad de acceder a mi petición, de modo que aquí extracto parte de la carta que me remitió el 11 de junio,[c224] como prueba de lo bien que supo exponer un visión cauta, aunque alentadora:
Recuerdo, y le encarezco que no olvide, que virtus est vitium fugere. El primer acercamiento a la riqueza es la seguridad que de la pobreza nos aleja. La condición bajo la cual goza usted de mi consentimiento para acomodarse en Londres es que sus gastos nunca excedan sus ingresos anuales. Dejando bien fijo este fundamento de seguridad, no puede usted salir perjudicado, y es posible que mucho pueda progresar. La pérdida de sus negocios en Escocia, que es cuanto puede perder con el traslado, no ha de tenerse por equivalente de las esperanzas y las posibilidades que aquí se abren ante usted. Si sale adelante, la cuestión de la prudencia queda zanjada: cualquiera pensará que bien está lo que bien termina, y aunque sus expectativas, de las cuales yo no le aconsejaría que hablase demasiado, no se vean plenamente recompensadas, es difícil que fracase a la hora de encontrar amigos que hagan por usted todo cuanto su situación presente le permita esperar; y si al cabo de unos cuantos años regresara usted a Escocia, lo haría con el espíritu provisto de variadas conversaciones, de abundantes ocasiones de indagación, de copiosos conocimientos, de materiales para la reflexión y la instrucción.
Contemplemos ahora a Johnson, treinta años después de la muerte de su esposa, por la cual todavía retiene toda la ternura del afecto.
Al reverendo señor Bagshaw, de Bromley[197]
12 de julio de 1784
Señor,
tal vez recuerde usted que en el año de 1753 procedió usted a dar cristiana sepultura a mi querida esposa. Ahora le pido su permiso para que se coloque una lápida sobre su tumba, cuya inscripción adjunto, para que si usted da su visto bueno me lo indique como es debido.[c225]
Me hará un gran favor si precisa el lugar en que descansa, para que la lápida proteja sus restos.
El señor Ryland le visitará para lo tocante a la inscripción,[198] y se ocupará de que un cantero la talle. Fácilmente entenderá que me abstenga de estar presente en ese luctuoso oficio. Una vez esté hecho, si no me han abandonado las fuerzas, visitaré Bromley para rendirle los respetos a los que tiene todo el derecho, reverendo señor, de su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Ese mismo día escribió a Langton:
No puedo sino pensar que, en mi lánguido y angustiado estado, razones no me faltan para quejarme de que no recibo de usted ni interés ni consuelo. Sabe de sobra en cuánto valoro su amistad, y con cuánta confianza espero sus amabilidades, máxime si necesitara cualquier acto de bondad que pudiera usted prestarme; en cualquier caso, si no lo sabe usted, creo que su ignorancia es culpa suya. Sin embargo, es de ver cuánto tiempo ha transcurrido desde que vivo casi en vecindad con usted sin tener ni la menor noticia. Ahora bien, no considero esta negligencia del trato algo que se me haya manifestado a mí en particular, pues tengo entendido que dos de sus amigos más apreciados tienen idéntica queja. ¿A qué se debe, así pues, que a todos nos pase por alto? No le tiene a usted postrado la enfermedad, no requieren toda su atención los negocios; si está enfermo, estará enfermo de ocio, y permítame decirle que no hay enfermedad más temible, ni más aconsejable de evitar. Dar en preferir no hacer nada antes que hacer el bien constituye el estado más ínfimo de un espíritu degradado. Dice Boileau a su discípulo:
Que les vers ne soient pas votre eternel emploi,
Cultivez vos amis…
Esa debilidad voluntaria que el moderno uso de la lengua se contenta con llamar indolencia, si no se contrarresta mediante la resolución, con el tiempo deja inertes hasta las facultades más fuertes que uno posee, y convierte en humo la llama de la virtud. Ni espero ni deseo verle, pues mucho me contenta saber que su madre pasa con usted largas temporadas, y no consideraría que fuese elegante ni agradecido si no se dedicara usted por entero a gratificar su afecto. Presente mis respetos a ambas damas y a todos los jóvenes. Viajaré al norte durante una corta temporada, por ver si el aire del campo me reporta algún beneficio, pero si usted me escribe, su carta me ha de seguir a donde me encuentre.
Al día siguiente emprendió un corto recorrido por los condados de Stafford y Derby, halagándose con la perspectiva de que tal vez hallara cierto alivio a sus achaques.
Mientras estuvo ausente de Londres mantuvo correspondencia con varios de sus amigos, de la cual selecciono lo que me parece más apropiado para su publicación, sin prestar atención al orden cronológico de las cartas.
Al doctor Brocklesby le escribe desde Ashbourne en estos términos, el 20 de julio:
La amable atención que desde hace tanto tiempo muestra usted por mi salud y mi felicidad hacen que sea tanto deuda de gratitud como gesto de interés darle cumplida cuenta de cuanto me sucede, cuando accidentalmente me recuperé de su cuidado inmediato. El trayecto del primer día lo hice con muy poca sensación de fatiga; al segundo día de viaje llegué a Lichfield sin demasiada lasitud, si bien me temo que no hubiera sido capaz de soportar tan violenta agitación durante demasiados días seguidos. Diga al doctor Heberden que en el coche leí el Ciceronianus, que concluí al avistar Lichfield. Mi afecto y mi entendimiento estuvieron acordes con Erasmo, con la excepción de que una o dos veces entrelaza sin demasiada habilidad el aspecto civil o moral de Cicerón con su carácter retórico. Estuve cinco días en Lichfield, aunque al verme incapacitado de caminar no tuve gran placer, y ayer (el 19) vine aquí, donde veré cómo me sientan el aire y las atenciones. No me complazco por el momento con la percepción de ninguna mejora de mi salud. (…) El asma no da muestras de remitir. Los opiáceos detienen el acceso, de modo que puedo permanecer sentado y a veces tumbado con comodidad, pero no me procuran la capacidad de moverme, y me temo que mi fuerza corpórea en general no aumenta. El tiempo, desde luego, no es benigno, si bien ¡qué bajo ha caído aquél cuyas fuerzas dependen del clima! Ahora leo a Floyer, que vivió con su asma hasta casi los noventa años. Por falta de cierto orden, su libro es bastante oscuro; su asma, por lo demás, no creo que sea del mismo tipo que la mía. Algo tal vez pueda sacar en claro. Mi apetito sigue siendo bueno; considero que es síntoma radical de buena salud que me deleite con voracidad en comer la fruta de verano, de la cual hace pocos años no tenía mayor apetencia. Tenga la bondad de comunicar esta información al doctor Heberden, y si algo hubiera que hacer hágame saber su opinión conjunta. Ahora, abite curae, permítame interesarme por el club.[199]
31 de julio
Al no recordar que el doctor Heberden tal vez se encuentre en Windsor, me pareció que su carta tardaba mucho en llegar. Pero, como usted bien sabe, nocitura petuntur,[c226] y la carta que tanto deseaba recibir me dice que he perdido a uno de mis mejores y más queridos amigos.[200] Mi consuelo es que pareció vivir como un hombre que siempre tuvo ante sus propios ojos la fragilidad de nuestra presente existencia, y por tanto no estaba, espero, mal preparado para presentarse ante su juez. La atención que usted, querido señor, y el doctor Heberden prestan a mi salud es sumamente amable. Aborrezco pensar que empeoro, pero ni siquiera podría demostrar ante mi propia parcialidad que haya mejorado gran cosa.
5 de agosto
Le doy las gracias, querido señor, por su atención infatigable, tanto en lo médico como en lo amistoso, y espero demostrar el efecto de sus cuidados viviendo lo suficiente para reconocérselo.
12 de agosto
Tenga por favor la bondad de tenerme presente en sus pensamientos, y comente mi caso a quienes tenga oportunidad. No me da la impresión de que ahora mismo gane ni pierda fuerzas. He probado últimamente la leche, pero por el momento no le encuentro ventajas, y me atemoriza meramente en calidad de líquido. Sigo teniendo aún buen apetito, cosa que sé que ve con buenos ojos el doctor Heberden según su criterio de la vis vitae. Como ahora no podemos vernos, no dejo de escribir, pues no sabe usted con qué expectación aguardo la hora en que llega el correo.
14 de agosto
Hasta la fecha sólo le he hecho llegar cartas melancólicas, de modo que se alegrará al oír mejores noticias. Ayer remitió el asma, remitió de manera perceptible, y me moví con más facilidad de la que he disfrutado desde hace muchas semanas. Quiera Dios continuar otorgándome su misericordia. Esta relación no la pospongo, pues no soy yo amigo de las quejas, ni de los quejosos, si bien desde que nos despedimos sólo le he referido terrores y penas varias. Escríbame, querido señor.
16 de agosto
Tengo esperanzas de mejorar. Respiro con mayor facilidad, con más libertad. Ayer fui a la iglesia, tras un almuerzo muy pródigo, sin mayores inconveniencias; no es, desde luego, una larga caminata, aunque desde que llegué nunca la había hecho sin dificultades. (…) la intención consistía sólo en incrementar, si tal es posible, la vis inertiæ de los músculos pectorales y pulmonares. Me hallo beneficiado por un grado de facilidad que me deleita sobremanera, y no desespero de echar aún otra carrera por las escaleras de la Academia. Si estuviera sin embargo de humor para ver o para mostrar mi estado corporal en su faceta menos benévola y más oscura, podría decir «Quid te exempta juvat spinis de pluribus una?».[c227]
Sigo pasando las noches sin dormir, y el agua retenida va en aumento, aunque no demasiado deprisa. Regocijémonos, sin embargo, por todo el bien que tenemos. La remisión de una enfermedad permitirá a la naturaleza combatir las demás. No he dejado de tomar las cebollas albarranas; de hecho he tomado más de cien gotas al día, y un día tomé hasta doscientas cincuenta, lo cual, de acuerdo con el equivalente popular de una gota a un grano, viene a ser más de media onza. Le agradezco, señor, su atención en el encargo de los medicamentos; sus atenciones nunca me han fallado. Si la virtud de los medicamentos pudiera aplicarse mediante la benevolencia de quien los prescribe, es de ver qué pronto me restablecería del todo.
19 de agosto
La relajación del asma sigue igual, si bien no confío plenamente en que así sea por sí misma, y por tanto la aplaco de vez en cuando con un opiáceo. No sólo realizo el perpetuo acto de la respiración de manera menos trabajosa, sino que además puedo caminar con menos descansos que antes, y con una mayor libertad de movimiento. Nunca tuve una muy buena opinión de las medicinas mixtas del doctor James; sus ingredientes se me antojan harto ineficaces, pura bagatela, y a veces incluso tan heterogéneos que sin duda se contrarrestan entre sí. Esta receta exhibe una composición de unos trescientos treinta granos, de los cuales hay cuatro de tártaro emético, y seis gotas de tintura tebaica. Quien así escribe, sin duda escribe por puro alarde. La base de su medicina es una planta llamada gomorresina, que mi querido doctor Lawrence tendía a recetar en sus tiempos, pero que yo nunca vi que tuviera mayor efecto. Si le parece, dejaremos este medicamento en paz. Las cebollas cuentan con mi plena aprobación, así que habrán de ser las albarranas lo que tomemos al menos de momento.
21 de agosto
La amabilidad que me muestra al tenerme presente en sus pensamientos prácticamente en todas las ocasiones, espero que siempre colme mi corazón de gratitud. Tenga la bondad de dar de mi parte las gracias a sir George Baker por la consideración que me ha concedido. ¿Se trata del globo que hace tanto tiempo se espera, ese globo al que aporté mi suscripción, aunque sin pago alguno?[c228] Es una lástima que los filósofos hayan visto defraudadas sus esperanzas, y es una vergüenza que se les haya estafado, si bien no sé yo de qué modo podría haberse evitado una cosa y la otra. Nada he leído acerca del experimento. ¿Dónde se llevó a cabo? ¿Y quién fue el hombre que se largó con tanto dinero? Siga escribiéndome a menudo, señor, pues ninguna de sus prescripciones opera de modo más seguro que sus cartas, que sirven como cordial refuerzo de mi ánimo.
26 de agosto
Tuve que sufrir que escapara usted del último correo sin carta, pero no debe usted esperar semejante indulgencia a menudo, pues le escribo no tanto porque tenga algo que decirle, sino más bien porque cuento con recibir una respuesta, y porque la vacuidad de la vida que aquí llevo da un grandísimo valor a una carta. Aquí apenas tengo compañía, poco entretenimiento, y así me veo abandonado a la contemplación de mis propias miserias, un tanto entristecido y deprimido; a esto también me resisto como puedo, y he hallado que el opio, es de cierta utilidad, si bien rara vez tomo más de un grano. ¿No es extraño el clima que tenemos? El invierno absorbió la primavera, y ahora ha llegado el otoño antes de que tuviéramos un verano propiamente dicho. No permitamos que nuestra mutua amabilidad imite la inconstancia de las estaciones.
2 de septiembre
El señor Windham ha venido a verme. Se desvió, tengo entendido, unas cuarenta millas de su itinerario, y permaneció un día y medio, aunque tal vez acorto algo su estancia, más de lo que fue en realidad. Conversación como la habida con él no la volveré a tener mientras no regrese a las regiones de la literatura, y allí se halla Windham, inter stellas Luna minores.[201] [Menciona a renglón seguido el efecto de ciertos medicamentos que ha ingerido; añade]: la naturaleza recobra sus poderes originales, y las funciones retoman su estado apropiado. Dios sigue otorgándome su misericordia, y me concede el recto uso de la misma.
9 de septiembre
¿Conoce usted a los Duques de Devonshire? ¿Ha visto alguna vez Chatsworth? Estuve el lunes en Chatsworth. Lo había visto antes, aunque nunca estando sus dueños en la casa. Me recibieron con grandes atenciones, y con sinceridad me apremiaron a quedarme, pero les dije que un enfermo no es el inquilino más digno de una gran mansión. Tengo la esperanza de volver alguna otra vez.
11 de septiembre
Creo que nada empeora, que todo va a mejor, salvo el sueño, que últimamente me ha gastado jugarretas de las suyas. Ayer, antes de caer la noche, sentí una inclinación que hacía tiempo no tenía: salir a pasear para pasar el rato. Di un corto paseo y regresé sin hallarme ni fatigado ni sin aliento. Ha sido éste un verano sombrío, lúgubre incluso, frío, nada cordial, aunque últimamente parece arreglarse un poco. A veces oigo que se habla del calorcillo, pero yo no lo siento;
Præterea minimus gelido jam in corpore sanguis
Pebre calet sola…[c229]
Espero, a pesar de todo, que con buena ayuda pueda hallar el medio de sobrellevar el invierno en casa, y de oír y relatar en el club qué se hace y qué se debiera hacer en el mundo. Aquí no tengo compañía, y como es natural regresaré hambriento de conversación. Desearle, señor, más ocio del que dispone no sería amable; el ocio sin embargo de que disponga me lo debe conceder a mí.
16 de septiembre
Hace ya algunos días que le he dejado en paz, por tener en efecto poca cosa que contar. A veces me acusa usted injustamente de vivir en el lujo. En Chatsworth, como sin duda recuerda, sólo he almorzado una vez; el médico con quien vivo sigue rigurosamente una dieta a base de leche. No engordo, aunque mi estómago, si no lo trastorna la medicina, nunca me falla. Ahora empiezo a hastiarme de la soledad, y pienso en desplazarme la semana que viene a Lichfield, lugar donde hay más ocasiones sociales, aunque sea por lo demás menos conveniente en mi actual estado. Cuando me haya instalado le escribiré de nuevo. Del calor del que me hablaba, no hemos tenido mucho en el condado de Derby; por mi parte, rara vez me acaloro, y supongo que el frío que paso es efecto de lo destemplado que estoy, suposición que como es natural me lleva a albergar la esperanza de que un clima más caluroso me fuera de provecho. Pero tengo esperanzas de aguantar otro invierno inglés.
Lichfield, 29 de septiembre
En un solo día recibí tres cartas a propósito del globo de aire:[c230] la suya era de largo la mejor, y me ha permitido impartir a mis amigos de provincias una idea acertada de esa diversión de nuevo cuño. En diversión, y nada más, me temo que haya de terminar el asunto, pues no considero que sea posible dirigir su curso de modo que sirva a ningún propósito de comunicación, así como tampoco puede darnos nueva información sobre el estado del aire a distintas alturas, al menos mientras no asciendan hasta la altura de las más altas montañas, cosa que no parece probable que se llegue a realizar. Llegué aquí el 27. No he determinado cuántos días me quedaré. Mi hidropesía ha desaparecido, mi asma ha remitido en gran medida, pero en estos dos días me he sentido algo en declive, más que nada hoy, si bien tales vicisitudes son de esperar. Un día será peor que otro, pero este último mes ha sido en general mejor que el anterior; si el que viene ha de ser tan bueno como éste, echaré a correr por la ciudad por mi cuenta y riesgo.
6 de octubre
El sino del globo no lo lamento mucho:[c231] fabricar globos nuevos es repetir la chanza de punta a cabo. Ahora conocemos un método para ascender por los aires y, creo yo, no es probable que a ese respecto conozcamos mucho más. Esos vehículos de nada sirven hasta que no podamos guiar su curso, y tampoco pueden gratificar la curiosidad hasta que con ellos ascendamos a alturas superiores a las que hemos llegado sin su ayuda, esto es, hasta que nos remontemos más allá de las cumbres de las más altas montañas, cosa que todavía no se ha hecho. Conocemos el estado del aire en todas sus regiones, hasta lo más alto de Tenerife, y, por lo tanto, nada aprenderemos de quienes naveguen en un globo por debajo de las nubes. El primer experimento, ahora bien, fue osado, y bien mereció aplauso y recompensa. Pero desde que se llevó a cabo, y es conocido el suceso, preferiría con mucho que se hallase un medicamento capaz de curar el asma.
25 de octubre
Me escribe con un celo que me anima, y con una ternura que me conmueve. No me da miedo ni un viaje a Londres ni el hecho de residir en la ciudad. Tuve un poco de fatiga, y ahora no me encuentro más débil. En el ambiente con humo me vi libre de la hidropesía, que considero que es la enfermedad originaria y radical. La ciudad es mi elemento.[202] Allí están mis amigos, allí están mis libros, de los que aún no me he despedido, y allí hay abundantes motivos de entretenimiento. Sir Joshua me dijo hace ya tiempo que mi vocación es la vida pública, y tengo la esperanza de mantenerme en esa condición, hasta que Dios me diga «Ve en paz».
Al señor Hoole
Ashbourne, 7 de agosto
Desde que estoy aquí he recibido dos breves cartas suyas, y no he tenido la gratitud de escribirle. Ya se sabe que somos sobre todo libres con nuestros amigos, porque nadie supone que los amigos vayan a sospechar de una falta de civismo intencionada. Una de las razones de mi omisión es que, hallándome en un lugar en el que usted es un completo desconocido, carezco de asuntos sobre los cuales corresponderle. Si algo conociera de Ashbourne, podría hablarle de dos lugareños que, condenados la semana pasada en Derby a morir en la horca por un robo, se ahorcaron ellos solos en sus celdas. Su amabilidad, lo sé, hará que se alegre de oír alguna cosa buena acerca de mí, pero es que no tengo ni mucho ni bueno que contarle. Que no empeoro, es cuanto puedo decir. Espero que la señora Hoole reciba mayor beneficio de su migración. Preséntele mis respetos y escriba de nuevo, querido señor, a su afectuoso servidor.
13 de agosto
Le agradezco su afectuosa carta. Espero que los dos estemos mejor en aras de nuestra mutua amistad, y espero que no hayamos de despedirnos pronto para siempre. Diga al señor Nichols que me alegraré de ser su corresponsal cuando sus asuntos le dejen algo de tiempo libre, aunque desearle que tenga menos ocupaciones, de modo que tuviera yo mayores placeres, tal vez fuera demasiado egoísta. Pagar por una entrada de asiento para ver el globo no es muy necesario, ya que en menos de un minuto todo el que mire desde una milla a la redonda verá cuanto haya que ver. En cuanto a las alas, soy de su misma opinión: de ninguna manera ayudarán a que sea más gobernable, ni a que sea más regulable su movimiento. Ahora me encuentro algo más aliviado de cuerpo, aunque mi espíritu a veces se encuentra deprimido. En cuanto al club, no tengo grandes penas. Las multas siguen su curso, y la casa, según tengo entendido, ha hecho mejoras de cara a las siguientes reuniones. Espero que nos reunamos a menudo, y que las reuniones duren lo suyo.
4 de septiembre
Su carta, efectivamente, se hizo de rogar, pero fue muy bien recibida. Nuestro trato de amistad subsiste desde hace tiempo, y nuestros mutuos recuerdos requieren más amplio espacio, al tiempo que abundan las ocurrencias menudas que funden los pensamientos en ternura. Escríbame, por tanto, tan a menudo como pueda. Tengo entendido por el doctor Brocklesby y el señor Ryland que el club no cuenta con una gran concurrencia. Espero que lo reanimemos cuando el invierno vuelva a reunirnos.
Al doctor Burney
2 de agosto
El clima, sabe usted, no ha sido el más balsámico. Me veo reducido a pensar y por fin me doy por satisfecho con hablar del tiempo que hace. El orgullo tiene su recompensa en la caída.[203] He perdido a mi querido señor Allen; da lo mismo adónde mire, los muertos o los moribundos me salen al encuentro y me obligan a concentrar la atención en la tristeza y la mortalidad. Que la señora Burney haya escapado de tanto peligro, y que se halle bien tras tantas penurias, arroja sin embargo cierta y radiante esperanza sobre la lúgubre perspectiva. Ojalá su restablecimiento sea pleno, y ojalá le dure. Yo lucho a brazo partido por la vida. Tomo medicamentos, tomo el aire, el coche de mi amigo siempre está a punto. Esta mañana hemos recorrido 24 millas, y podríamos haber seguido otras 48, pero ¿quién puede entablar carrera con la muerte?
4 de septiembre
[En referencia a cierta transacción privada, sobre la cual se le solicitó su opinión; luego de pronunciarse al respecto, aporta las siguientes reflexiones, aplicables a otros supuestos]. Nada merece más compasión que la conducta errónea con un buen fin, o la pérdida o el oprobio que sufre uno que, siendo consciente de tener sólo buenas intenciones, se pregunta por qué pierde esa amable relación que tanto habría deseado preservar, sin saber si es culpa suya, si, tal como a veces sucede, nadie le dice cómo es que ha ofendido con sus esfuerzos por complacer. Me deleita hallar que coincide en sus opiniones con las mías. Me hará un gran favor si sigue escribiéndome. El día en que llega el correo aquí se ha convertido en un largo día de recreo.
1 de noviembre
Nuestra correspondencia se ha secado por falta de asuntos que tratar. Le dije lo que le tuve que decir acerca del asunto que sometió a mi consideración, y nada más me quedaba, salvo decirle que estaba despierto o que dormía, o que estaba más o menos enfermo. Concentré mis pensamientos en mí, y supuse que usted dio empleo a los suyos en su libro.[c232] Que su libro se haya pospuesto me alegra, pues así tendrá ocasión de ser más preciso. De la cautela necesaria para ajustar las narraciones nunca hay buen fin. Unos cuentan lo que no saben para no parecer ignorantes; otros, por mera indiferencia a la verdad. No toda la verdad, desde luego, reviste la misma importancia; ahora bien, si se permiten las pequeñas violaciones de la misma, cualquier violación será a su debido tiempo considerada menor, y cualquier escritor ha de mantenerse vigilante y en guardia para resistir a las primeras tentaciones de caer en la negligencia o de dejarse vencer por la ignorancia supina. Había dejado de escribir, pues por respeto a usted nada más tenía que decir, y por respeto a mí poca cosa podía yo decir. No puedo alardear de grandes progresos, y en caso de convalecencia bien cabe decir, con pocas excepciones, non progredi est regredi. Ojalá pueda yo ser la excepción. Mi mayor dificultad es la que tuve con mi dulce Fanny,[204] quien, mediante su artificio al insertar su carta en la de usted, me obsequió un precepto de frugalidad y ahorro que no gocé yo de libertad para desatender, al tiempo que desconozco quiénes se hallaban en la ciudad bajo cuyo cuidado podría yo enviar mi carta.[c233] Me regocija saber que ustedes se encuentran bien, y me deleita con simpatía especial el restablecimiento de la señora Burney.
Al señor Langton
25 de agosto
La amabilidad de su última carta, y mi omisión en responderla, comienzan a darle a usted, incluso a mi juicio, el derecho de recriminarme e incluso de acusarme de tener olvidados a los ausentes. Por consiguiente, no aplazaré ni un día más el darle justa relación de mi estado, con el deseo de poder relatarle lo que a mí me agrade o lo que agrade a mi amigo. El 13 de julio partí de Londres en parte con la esperanza de beneficiarme de un cambio de aires, y en parte excitado por la impaciencia que con el presente suele tener el enfermo. Llegué a Lichfield en una silla de posta, con muy poca fatiga, en un viaje de dos días, y tuve el consuelo[205] de ver que, desde mi última visita, tres de mis más antiguos conocidos han muerto. El 20 de julio me dirigí a Ashbourne, donde he permanecido hasta ahora; la casa en la que residimos es reparadora. Vivo demasiado en soledad, y a menudo me hallo profundamente abatido. Ojalá estuviésemos más cerca y pudiéramos regocijarnos con su llegada a Londres. Un amigo al tiempo serio y animado es una gran ventaja. No nos descuidemos uno al otro durante el poco tiempo que la Providencia nos puede permitir esperar aún. De mi salud no podría decirle lo que mis deseos me habían persuadido de confiar, esto es, que mucho ha mejorado gracias a la estación del año o a los remedios. No concilio el sueño, se me cansan las piernas cada pocos pasos, el agua se me acumula en gran medida. El asma, por el contrario, ha remitido; sigo teniendo bastante obstruida la respiración, pero gozo de mayor libertad que antes. Las noches en vela dan pie a días de torpor; leo muy poco, aunque estoy solo, pues de día me siento tentado a suplir el descanso que el lecho no me dio por la noche. Así es mi historia: como cualquier otra historia, una narración concatenada de desdichas. Ahora me siento y escribo con muy poca sensibilidad de dolor o de debilidad; ahora bien, cuando me pongo en pie encuentro que las piernas me traicionan y me fallan. Del dinero que mencionó usted no tengo necesidad inmediata; guárdemelo sin embargo, a menos que se lo requiera alguna exigencia inaplazable. Sus papeles he de mostrárselos, descuide, cuando quiera usted verlos, si bien me siento un tanto enojado ante usted por no haber llevado al día la cuenta de sus propios acceptum et expensum, y creo que haría bien en ahorrarse un poco de tiempo con Aristófanes para dedicarlo a las res familiares. Perdóneme, pues lo digo con la mejor intención. Tengo la esperanza, mi querido señor, de que tanto usted como lady Rothes y los jóvenes, demasiados para enumerarlos, estén bien y sean felices. Dios los bendiga a todos.
Al señor Windham
Agosto
La ternura con que ha tenido usted la bondad de tratarme a lo largo de mi dilatada enfermedad, espero que ni la salud ni un nuevo recrudecimiento me hagan olvidarla; no debe usted bajo ningún concepto suponer que después que nos despidiéramos estuviera usted ausente de mis pensamientos. Ahora bien, ¿qué puede decir un enfermo, salvo que está enfermo? Sus pensamientos forzosamente se concentran en sí mismo; ni recibe ni puede producir deleite; sus indagaciones y cuitas revierten en la manera de aliviar el dolor, y sus esfuerzos sólo buscan un consuelo momentáneo. Aunque ahora me encuentro en los alrededores del Pico, no debe usted esperar descripción de sus maravillas, de sus cerros colindantes, sus cauces de agua, sus cavernas o sus minas; sin embargo, querido señor, le diré algo que espero que escuche con no menor satisfacción, y es que desde hace más de una semana el asma me aflige mucho menos.
Lichfield, 2 de octubre
Entiendo que está usted desde hace tiempo acostumbrado a los diversos phænomena de la enfermedad, de modo que no le sorprenderá si un paciente desea estar donde no se encuentra, y donde a todo el mundo salvo a él parece que bien pueda estar, sólo que sin tener la resolución de moverse. Creí que Ashbourne era un lugar solitario en demasía, pero no vine aquí hasta el pasado lunes. Aquí gozo de más compañía, aunque mi salud en esta última semana no ha prosperado, y es de ver en la languidez de la enfermedad qué poco se puede hacer. No sabría precisar ni cuándo ni adónde iré después, pero le ruego encarecidamente, querido señor, que de cuando en cuando me haga saber dónde se le puede encontrar, pues su residencia reviste un poderoso atractivo para su más humilde servidor.
Al señor Perkins
Lichfield,
4 de octubre de 1784
Querido señor,
no puedo sino sentirme halagado al pensar que gracias a su amabilidad conmigo le alegrará saber de mi paradero y del estado en que me hallo.
Me he debatido a brazo partido con mis achaques diversos. Mi respiración ha estado muy obstruida, y el agua acumulada amenazaba con ganarme de nuevo. Pasé la primera parte del verano en Oxford, luego fui a Lichfield, de allí a Ashbourne, en Derby, y hace una semana regresé a Lichfield.
Ahora respiro con mayor facilidad, y el agua en gran medida ha dejado de acumularse, de modo que espero verle antes del invierno.
Presente mis respetos a la señora Perkins y al señor y señora Barclay. Soy, querido señor, su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Al honorable William Gerard Hamilton
Lichfield,
20 de octubre de 1784
Querido señor,
considerando qué razón me dio usted en primavera para concluir que participaba usted del bien o del mal que pudiera sobrevenirme, no debiera yo haber omitido durante tanto tiempo la relación que me dispongo a proporcionarle. Mis afecciones son el asma y la hidropesía, y otra que es menos fácil de curar, a saber, mis setenta y cinco años de edad. De la hidropesía, a comienzos del verano e incluso en primavera, me recuperé en tal grado que maravilló tanto a los médicos como a mí mismo; el asma ahora se encuentra asimismo muy aliviada. Visité Oxford, donde el asma fue muy tiránica y la hidropesía de nuevo comenzó sus amenazas, pero los medicamentos y la estación a tiempo pusieron coto a las hinchazones. Regresé entonces a Londres, y en julio tomé la resolución de visitar los condados de Stafford y Derby, por donde aún peno con mi enfermedad. Aún he sufrido otro ataque de hidropesía, que no fue fácil de evacuar, si bien a la postre cedió. El asma repentinamente remitió estando en cama el 13 de agosto, y aunque ahora es muy opresiva creo que resulta algo más llevadera que antes de que remitiera. Tengo las extremidades penosamente debilitadas, paso las noches sin dormir, sumido en el tedio.
Cuando lea la presente, querido señor, no lamentará que no le haya escrito antes. Tampoco prolongaré mis quejas. Espero con todo verle en una hora más feliz, hablar de lo que tan a menudo hemos hablado, y tal vez hallar nuevos asuntos de entretenimiento, o nuevas incitaciones a la curiosidad.
Soy, querido señor, etc.,
SAM. JOHNSON
A John Paradise[206]
Lichfield, 27 de octubre de 1784
Querido señor,
aunque a lo largo de todo mi periplo veraniego no le he dado noticias mías, espero que me tenga en mejor consideración y que no imagine que me ha sido posible olvidarlo durante todo este tiempo, no en vano ha tenido usted tan grande y tan constante amabilidad conmigo, que como es natural habría causado honda impresión incluso en un pecho más endurecido que el mío.
El silencio no es culpable cuando nada placentero se suprime. En nada habría aliviado sus quejas haber leído nada acerca de mis malhadadas vicisitudes. Me he debatido a brazo partido con formidables y obstinadas afecciones, y si bien no puedo hablar de salud, creo que toda alabanza es debida a mi Creador y Preservador por la prolongación de mi vida. La hidropesía me ha atacado en dos ocasiones, y ha cedido a los medicamentos; el asma me resulta muy opresiva, pero asimismo ha remitido. Me encuentro muy débil y muy insomne; pero ya es hora de concluir el relato de las desdichas.
Espero, querido señor, que usted mejore, pues también tiene usted su carga en los males del ser humano, y que su señora y los encantadores pequeños se encuentren bien.
Soy, querido señor, etc.,
SAM. JOHNSON
Al señor George Nicol[207]
Ashbourne, 19 de agosto de 1784
Querido señor,
desde que nos despedimos, mucho me ha oprimido el asma, aunque últimamente respirar se me hace menos laborioso. Si permanezco sentado me hallo casi del todo a mis anchas, y puedo caminar, aunque no mucho, con menos dificultad esta semana que con anterioridad. Espero gozar de nuevo de la compañía de mis amigos, y que usted y yo podamos tener un poco de conversación sobre literatura.
Donde ahora me encuentro, dispongo pródigamente de todo, salvo de conversación. Mi amigo se encuentra también enfermo, y las reciprocidades en las quejas y gemidos no nos proporcionan demasiados placeres ni instrucción a ninguno de los dos. Lo que no tenemos en casa es que en esta localidad no existe, de modo que me alegraré de ver importada alguna información, y espero que me conceda de vez en cuando, señor, un poco de su tiempo para alivio y entretenimiento de su sincero amigo,
SAM. JOHNSON
Al señor Cruikshank
Ashbourne, 4 de septiembre de 1784
Querido señor,
no dé en suponer que lo tengo olvidado; espero no se me acuse nunca de olvidar a mis benefactores.[c234] Hasta hace poco no tuve nada que escribir, salvo quejas y más quejas, desdichas y más desdichas, pero en esta última quincena he experimentado un gran alivio.
¿No goza de asueto entre una charla y otra? Si encuentra liberación de la necesidad del estudio diario, tal vez encuentre tiempo para escribirme una carta. [Aquí enumera los particulares de su situación]. A cambio de esta descripción de mi salud, permítame gozar de un buen relato sobre la suya y sobre su prosperidad en todas sus empresas.
Soy, querido señor, su amigo, etc.,
SAM. JOHNSON
Al señor Thomas Davies
14 de agosto
La ternura con que siempre me trata usted me hace ser culpable ante mis propios ojos por haber omitido escribirle durante una separación tan prolongada. Desde luego, no tenía nada que decir que usted pudiera desear saber de mí. Todo ha sido hasta la fecha desdicha acumulada sobre desdicha, enfermedad que corrobora enfermedad, hasta que ayer mi asma perceptible e inesperadamente se mitigó mucho. Me consuela sobremanera este breve alivio, y estoy deseoso de halagarme pensando que tal vez continúe e incluso mejore. Gozo en este momento de tal facilidad de respiración que no sólo admito los consuelos, sino que también asumo los deberes de la vida. Presente mis respetos a la señora Davies. Pobre Allen, era un buen hombre.
A sir Joshua Reynolds
Ashbourne, 21 de julio
La ternura con que me tratan mis amigos hace razonable suponer que estén deseosos de saber cuál es mi estado de salud, y es preciso satisfacer un deseo tan benévolo.
Vine a Lichfield en dos días, sin dolores ni fatiga de consideración, y el lunes me trasladé aquí, donde me propongo permanecer un tiempo y ver cómo me sienta el aire y la regularidad. Todavía no logro persuadirme de que haya hecho grandes progresos de cara a mi recuperación. Duermo poco, respiro con grandes dificultades, tengo notable debilidad de piernas. El agua acumulada se incrementa un poco, pero de nuevo se ha evacuado. El síntoma más inquietante es la falta de sueño.
19 de agosto
Como desde que nos despedimos he tenido poca cosa que decirle, o más bien nada que a usted le complaciera y que a mí me alegrase contar, no he sido pródigo en cartas inútiles; ahora bien, me halaga pensar que usted compartirá conmigo el placer con que ahora puedo decirle que hará cosa de una semana sentí una súbita y notoria remisión de mi asma y, en consecuencia, una mayor ligereza de acción y de movimiento. De este alivio tan de agradecer desconozco la causa, así como tampoco oso fiarme de que se mantenga, si bien mientras dure me esforzaré por disfrutarlo, por todo lo cual deseoso estoy de comunicar a mis amigos, mientras dure, este placer.
Hasta la fecha, querido señor, había escrito antes de que llegase el correo, que en esta localidad permanece muy poco tiempo, y me trajera su carta. El señor Davies parece haberse hecho una idea demasiado espléndida de mi pequeño avance hacia la recuperación. Sigo inquieto, sigo débil, sigo acuoso, pero el asma es menos opresiva.
Pobre Ramsay.[208] Por doquiera que miro, la mortalidad me recibe con su ceño formidable. La última vez que estuve en Lichfield dejé a tres amigos a los que ahora he hallado muertos. Tan pronto pierdo de vista al querido Allen, me dicen que ya no he de verlo más. Siempre hemos sabido que todos hemos de morir; ojalá lo hubiese recordado antes. No me tenga por intruso ni por inoportuno, querido señor, si ahora le invoco para que lo recuerde usted.
2 de septiembre
Me alegro de que un pequeño favor de la corte haya interceptado sus furiosos propósitos.[c235] De ninguna manera podría haber dado mi aprobación a tal violencia pública ni a tal resentimiento, y habría considerado a todo el que la fomentase como alguien más bien deseoso de divertirse de mala manera que dispuesto a honrarle a usted. El resentimiento gratifica a quien se propone causar un daño, y daña de manera injusta a quien no tenga tal intención. Pera todo esto ahora ya es superfluo.
Continúo, por la misericordia divina, mejorando. Mi respiración es más llevadera, mis noches más apacibles, mis piernas están menos hinchadas y algo más fortalecidas. Aún es mucho, sin embargo, lo que me queda por superar antes de acceder siquiera a la salud natural en un anciano. Escríbame, no deje de escribirme de vez en cuando; somos ya viejos conocidos, y quizá sean pocas las personas que hayan vivido tanto y tanto tiempo juntas, con menos motivo de queja por ambas partes. La retrospección a este respecto es muy grata, y espero que nunca hayamos de pensar el uno en el otro con menos bondad.
9 de septiembre
No pude responder a su carta antes de hoy, pues el día 6 visité Chatsworth, y a mi regreso ya había marchado el correo.
Espero que no sean necesarias muchas palabras entre usted y yo para convencerle de cuál es la gratitud que hincha mi corazón por la liberalidad del Canciller y sus muy amables oficios. No tenía yo ni mucho menos la suposición de que lo que el Canciller solicitara pudiera ser motivo de rechazo, pero ya que así ha sido mejor será no decir que nada se llegara a solicitar. He adjuntado una carta para el Canciller que, cuando la haya leído, le ruego tenga la bondad de sellar como estime oportuno para hacérsela llegar; de habérsela enviado yo directamente, habría parecido que pasaba por alto el gran favor que usted me hace con su amable intervención. En mi última carta le puse al corriente de mis progresos en la recuperación, que, según creo, en general sigue adelante. Del tumor hidrópico no hay apenas señales; el asma es mucho menos molesta y parece remitir día a día, aunque sea sólo un poco. No desespero de sobrellevar cuando llegue el invierno inglés.
En Chatsworth conocí al joven señor Burke, quien me introdujo muy cómodamente en conversación con los Duques. Disfrutamos de una muy plácida mañana. El almuerzo fue público.[c236]
18 de septiembre
Me envanecía al suponer que esta semana me llegaría una carta suya, pero no ha sido así. Escríbame de vez en cuando, pero dirija la siguiente a Lichfield. Creo, y espero no equivocarme, que sigo mejorando; a veces paso buenas noches, pero sigo teniendo debilidad en las piernas, si bien tal es el alivio que voy a Lichfield con la esperanza de poder llevar a cabo mi ronda de visitas a pie, pues allí no hay coches de punto. Hoy he recibido tres cartas, todas acerca del globo. Me hubiera bastado con una. No me cuente nada más del globo, al margen de lo que le parezca apropiado decirme.[c237]
2 de octubre
Siempre me enorgullecerá su aprobación, y por tanto me complació sobremanera que le agradara mi carta. Cuando la copió usted, más que el mío vulneró el derecho del Canciller. La negativa no la esperaba, pero tampoco había pensado demasiado en ello, pues dudaba de que el Canciller tuviera tanta consideración como para hacer la solicitud. Siendo el guardián de la conciencia del monarca, no debiera suponérsele a él capaz de una solicitud impropia.
No es oro todo lo que reluce, como tantas veces se nos ha dicho, y el adagio tiene sobrada verificación en el lugar que usted ocupa y en el favor que yo recibo.[c238] Ahora bien, si lo que suceda no nos hace más ricos, hemos de recibirlo con los brazos abiertos si al menos nos hace más sabios. En la actualidad no mejoro, pero tampoco empeoro; mis esperanzas sin embargo se hallan un tanto menguadas, y es grandísima pérdida la pérdida de la esperanza, aunque sigo luchando como puedo.
Al señor John Nichols
Lichfield, 20 de octubre
Cuando estuvo usted aquí, le complació, según tengo entendido, pensar que mi ausencia fue un inconveniente. Mucho me hubiera gustado, se lo aseguro, dar a tan diestro amante de las antigüedades cuanta información deseara acerca de mi lugar natal, del cual, sin embargo, no es mucho lo que sé, y razones tengo para pensar que no es mucho lo que se sabe. Aunque no le haya procurado yo ningún entretenimiento, sí he recibido yo entretenimiento de usted. En Ashbourne, donde gocé de muy escasa compañía, tuve la fortuna de pedir prestada su Vida del señor Bowyer, un libro tan repleto de historia contemporánea que en él cualquier literato hallará algo acerca de sus viejos amigos. Se me pasó por la cabeza que podría de vez en cuando haberle dado algunas sugerencias dignas de que las tuviera en cuenta, y tal vez podríamos pasarnos la vida charlando. Espero que podamos estar juntos más adelante; debe usted ser para conmigo lo que fue con anterioridad, y lo que fue mi querido señor Allen. Nos fue inesperadamente arrebatado. Entiendo que fue un hombre muy bueno. He hecho contados progresos en mi restablecimiento. Me encuentro muy débil e insomne, pero vivo con esperanzas.
Toda esta variada correspondencia, que de este modo he reunido, posee gran valor tanto por lo que añade a las cartas de Johnson que el público ya conoce como por exponer nobles y genuinas muestras de su vigor y de su vivacidad intelectual, que ni la edad ni la enfermedad deterioraron ni disminuyeron.
Cabe observar que su escritura obedece en todos los sentidos, tanto si son públicas como privadas y para sus amigos, a sucesivos arranques y detenciones; bien se ve que varias de estas cartas las escribió en un mismo día. Una vez superaba la aversión que tenía a ponerse a escribir, su deseo era el de continuar ante todo, con objeto de dar alivio a su espíritu de la intranquila reflexión que sin duda le suscitaba posponer el cumplimento de sus deberes.
Mientras estuvo en el campo, a despecho de la acumulación de enfermedades que hubo de soportar, su intelecto no pareció perder ni un ápice de su capacidad. Tradujo una oda de Horacio que aparece impresa en sus obras, y compuso varias plegarias, de las cuales insertaré una, tan sabia y tan enérgica, tan filosófica y piadosa, que dudo mucho que no sirva para procurar consuelo a muchos cristianos sinceros cuando se encuentren en un estado de ánimo al cual entiendo que incluso los mejores son susceptibles.[209]
Y aquí me veo plenamente capacitado para refutar de plano una muy injusta reflexión de sir John Hawkins, tanto sobre el doctor Johnson como sobre su fiel criado, el señor Francis Barber, como si ambos hubieran sido culpables de negligencia hacia una persona de apellido Heely, a quien sir John se empeña en llamar pariente del doctor Johnson. Lo cierto es que el señor Heely no tenía con él ningún parentesco; estuvo casado, en efecto, con una de sus primas, que murió sin haber tenido descendencia, y luego se casó con otra mujer, de modo que incluso la muy leve conexión que tuvieron por alianza marital había quedado disuelta. El doctor Johnson, quien había mostrado una gran liberalidad con este hombre mientras aún vivía su primera esposa, como se ha visto en una parte anterior de esta obra,[210] fue humanitario y caritativo en medida suficiente para seguir prodigando su generosidad con él de manera ocasional, aunque de ninguna manera existiera deber ninguno de atenderle a él ni a su descendencia. La siguiente carta, que amablemente me ha facilitado el señor Andrew Strahan, refrendará lo que afirmo:
Al señor Heely, n.º 5 de Pye Street. Westminster
Ashbourne,
12 de agosto de 1784
Señor,
como quiera que la necesidad le obliga tan pronto a recurrir a mí, al menos debiera haberme comunicado qué pequeña cantidad es la que bastaría para paliar su actual carencia, pues no debe ni puede suponer que tengo yo mucho de sobra. Dos guineas debiera ser el máximo que adeude por atraso a su acreedor. Si visita al señor Strahan, en New Street, Fetter Lane, o, en su ausencia, al señor Andrew Strahan, muéstrele la presente, por la cual se les ruega que le adelanten a usted dos guineas y que la conserven como carta de pago.
Soy, señor, su humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Ciertamente, es muy necesario tener en cuenta que sir John Hawkins ha considerado de manera inexplicable el carácter y la conducta de Johnson en no pocos particulares armado de infelices prejuicios.[211]
Ahora hemos de contemplar a Johnson por última vez en su lugar natal, ciudad por la que siempre conservó un cálido afecto y que, con un apostrofe inesperado, introduce bajo el vocablo lich[c239] en su inmortal Diccionario: «Salve magna parens».[212] Estando en ella sintió renacer toda la ternura y el afecto filial, del que aparece buen ejemplo en la orden que da para que la lápida sepulcral y la inscripción de Elizabeth Blaney[213] sean sustancial y esmeradamente renovadas.
Al señor Henry White, joven clérigo con quien trabó amistad íntima, hasta el punto de hablarle con gran libertad, le dijo que, en general, no podía acusarse de haber sido un hijo desobediente, o que no cumpliera sus deberes filiales. «A decir verdad, una vez —le dijo— sí pequé de falta de obediencia; me negué a acompañar a mi padre al mercado de Uttoxeter. Fue el orgullo la causa de mi negativa, y su recuerdo me llena de pesar. Hace algunos años quise expiar la falta, y fui a Uttoxeter con un tiempo pésimo, permaneciendo sin cubrirme cuando arreciaba la lluvia, en el lugar mismo donde instalaba mi padre su puesto. Lo hice con la debida contrición y espero que la penitencia fuera expiatoria».
«En una de las últimas visitas que le hice —dice la señorita Seward—, le hablé de un cerdo maravillosamente adiestrado que había visto en Nottingham, y que era capaz de hacer cuanto hemos visto hacer a los perros y a los caballos. El asunto le divirtió. “En tal caso —dijo—, los cerdos son una raza a la que injustamente se calumnia. No es que el cerdo haya faltado al hombre, sino que el hombre ha faltado al cerdo. No les damos tiempo para que se adiestren, los matamos antes de que cumplan un año”. El señor Henry White, que estaba presente, observó que si ese suceso hubiera tenido lugar antes de la época de Pope, éste no habría tenido justificación al poner a los marranos como ejemplo del grado más ínfimo del instinto de prosternarse. Al doctor Johnson pareció agradarle la observación, mientras que el autor de la misma procedió a señalar que grandes torturas ha debido de ser preciso emplear con el fin de reducir la indocilidad del animal. “Sin duda —dijo el doctor—, aunque —volviéndose a mí—… ¿qué edad tenía el cerdo?”. Le dije que tres años. “En tal caso —añadió—, el cerdo no tenía motivo de queja. Se le hubiera sacrificado al primer año si no fuera un cerdo tan avezado, y esa existencia prolongada es buena recompensa por tan considerable extremo de tortura”».
Como tenía Johnson ya muy débiles esperanzas de restablecerse, y como la señora Thrale no le era ya tan devota en sus afectos, podía haberse deducido que escogería de modo natural quedarse en la confortable casa de la hija de su amada esposa, y terminar su vida allí donde la empezó. Subsistía sin embargo en él un espíritu elevado y vigoroso,[214] y a pesar de las penosas enfermedades, que podrían deprimir a cualquier mortal ordinario, todos los que le vieron pudieron presenciar y reconocer el invictum animum Catonis.[215] Tal era su ardor intelectual, incluso en esta época, que dijo a un amigo: «Señor, considero que se echa a perder cualquier día en que no aprendo algo nuevo», y a otro, refiriéndose a su enfermedad, dijo: «Seré vencido, pero no capitularé». Tal era su amor a Londres, tan exacerbado el goce que le producía su enorme extensión y la variedad de sus entretenimientos intelectuales, que languidecía cuando estaba ausente de la ciudad durante demasiado tiempo; su espíritu sagaz se había hecho voluptuoso por el prolongado hábito de disfrutar de la metrópoli; por consiguiente, aun cuando en Lichfield se hallara rodeado de amigos que lo querían y reverenciaban, y por los que sentía un muy sincero afecto, se dio cuenta de que una conversación como la que Londres proporciona no puede encontrarse en ningún otro lugar. Estos sentimientos, unidos con toda probabilidad a las esperanzas de verse ayudado por los eminentes médicos y cirujanos de Londres, que amable y generosamente le asistían sin aceptar retribución a cambio, le llevaron a resolver su regreso a la capital.
De Lichfield fue a Birmingham, donde pasó unos días con su antiguo y querido condiscípulo, el señor Hector, quien me escribe lo siguiente:
Se mostró muy deseoso de recordar algunas de nuestras andanzas de mocedad, y que se las transmitiera luego a él; me di cuenta de que nada le producía mayor placer que rememorar aquellos días de nuestra inocencia. Cumplí sus deseos, pero no recibió mis notas sino pocos días antes de morir. Le he transcrito a usted con toda exactitud las notas que preparé para él.
Este documento se encontró entre sus papeles después de su muerte, y sir John Hawkins lo ha insertado completo en su libro; yo me he servido del mismo aquí y allá, así como he hecho uso de otras comunicaciones del señor Hector a lo largo de esta obra.[216] Le he visitado y he mantenido correspondencia con él después de la muerte de Johnson, y he obtenido bastante información complementaria sobre muchos particulares. Seguí idéntico proceder que con el reverendo doctor Taylor, en cuya presencia he ido redactando muchas de las cosas que me dijo; él, a instancias mías, las firmó para darles autenticidad. Es muy poco corriente hallar a una persona que sea capaz de dar una relación precisa de la vida de otra, aunque la haya conocido íntimamente, sin que sea menester formularle no pocas preguntas. Mi amigo el doctor Kippis[c240] me ha dicho que a tenor de estas situaciones tiene por costumbre redactar un verdadero catecismo biográfico.
Johnson siguió después hasta Oxford, donde de nuevo lo recibió amablemente el doctor Adams, que tuvo la bondad de facilitarme el siguiente relato en una de sus cartas (17 de febrero de 1785):
Su última visita, según creo, fue la que hizo a mi casa, de la que marchó tras una estancia de cuatro o cinco días. Mantuvimos bastantes conversaciones serias, que son para las que siempre me siento mejor dispuesto. Recordará usted algunas de las discusiones que tuvimos durante el verano sobre el asunto de la plegaria y la dificultad inherente a ese género de composiciones. Él me recordó todo esto, así como mi deseo, que le expresé sinceramente, de que él probara su mano y nos diera un ejemplo del estilo y manera que aprobaba. Dijo que se encontraba ahora en un estado espiritual idóneo, y como posiblemente no podía dar mejor empleo a su tiempo, se pondría a ello con ahínco. Ahora bien, después de las indagaciones pertinentes me encuentro con que no dejó ningún papel de esta clase, con la salvedad de unas cuantas jaculatorias apropiadas a la situación en que se hallaba por aquellos días.
El doctor Adams no había recibido entonces una información precisa sobre la cuestión, pues luego han aparecido varias plegarias que había compuesto en épocas diferentes, y que, mezclándose con piadosas resoluciones y algunas breves notas sobre su vida, formaron el volumen por él titulado Plegarias y meditaciones, que en cumplimiento de su deseo formal, con la esperanza de hacer el bien, se ha publicado con un prefacio oportuno y juicioso del reverendo señor Strahan, a quien se las entregué en su totalidad. Esta admirable colección, a la que me he referido con frecuencia a lo largo de estas páginas, demuestra de forma mucho más concluyente que todas las obras que dio a la estampa, y más allá de los múltiples elogios de amigos y admiradores, la sincera virtud y la piedad del doctor Johnson. Prueba de manera fidedigna e incuestionable que en medio de todos sus achaques y contratiempos ocasionados por la mala salud mantuvo inquebrantable su aplicación y conformidad con los preceptos del cristianismo, y que de forma incesante se esforzaba por referir todas las incidencias de su vida a la voluntad del Ser Supremo.
Llegó a Londres el 16 de noviembre, y al día siguiente envió al doctor Burney la siguiente nota, que inserto como última señal de su afecto por aquel hombre ingenioso y amable, otra de las muchas pruebas de su ternura y de la benevolencia de su corazón:
El señor Johnson, que anoche regresó a su domicilio, envía sus respetos a su querido doctor Burney y a todos los Burney queridos, grandes y pequeños por igual.
Al señor Hector, en Birmingham
Londres, 17 de noviembre de 1784
Querido señor,
no llegué a Oxford hasta el viernes por la mañana, y entonces indiqué a Francis que fuese a ver el globo aerostático, pues yo no podía ir. Me quedé en Oxford hasta el martes, y fácilmente llegué a Londres en la diligencia corriente. Estoy como estaba, y luego de haber visto al doctor Brocklesby me veo obligado a seguir ingiriendo cebollas albarranas; sea cual fuere su eficacia, este mundo pronto ha de terminárseme. Pensemos con seriedad en nuestro deber. Le envío mis respetos más afectuosos a la señora Carless; permítame contar con las oraciones de ambos. Todos hemos vivido mucho, y pronto habremos de despedirnos. Tenga Dios misericordia de nosotros, por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Soy, etc.,
SAM. JOHNSON
Su correspondencia conmigo, tras su carta sobre la cuestión de mi posible afincamiento en Londres, ahora la agrego en una sola serie en la medida en que resulte apropiado reproducirla.
El 26 de julio me escribió desde Ashbourne:
El día 14 del presente llegué a Lichfield, y hallé a todos contentos de verme. El 20 vine aquí, y me encontré una casa a medio construir, de apariencia muy incómoda, aunque mi habitación no ha sufrido alteración alguna. Se me antoja muy extraño que un hombre erosionado por las enfermedades, en su septuagésimo segundo o tercer año, condene parte de la existencia que le queda por delante, una parte no desdeñable, a malvivir entre ruinas y escombros. Sé bien que su bondad le impacienta en torno a mi estado de salud, de la que no puedo yo alardear por haber experimentado grandes mejoras. Hice mi viaje sin demasiada inconveniencia, pero en cuanto intento moverme encuentro bastante debilidad en las piernas, y cierto agotamiento de la respiración. Hoy en particular he estado francamente mal. No gozo de compañía; el doctor Taylor anda afanándose en sus campos, y se acuesta a las nueve, siendo además toda su jornada tan distinta de la mía que parecemos formados por distintos elementos; por consiguiente, he de hallar por mi propia cuenta todo el entretenimiento que aspire a disfrutar.
Habiéndole yo escrito una carta desanimada, rebosante de abatimiento y de incertidumbre, al tiempo que expresaba angustiadas aprensiones en lo que a él se refería, debido a un sueño que me había trastornado, su respuesta adoptó sobre todo los términos del reproche, y una acusación manifiesta de «afectar descontento y de darse a la indulgencia de la vanidad de la queja». Sin embargo, seguía así:
Escríbame a menudo, y escríbame como un hombre. Considero su fidelidad, su ternura y su afecto como gran parte de los consuelos que aún me quedan por disfrutar, y sinceramente deseo que pudiéramos estar el uno más cerca del otro. (…) Mi querido amigo, la vida es muy corta, y está plagada de incertidumbres; pasémosla lo mejor que podamos. Mi valioso vecino, Allen, ha muerto. Muéstreme todo el cariño que pueda. Presente mis respetos a mi querida señora Boswell. Nada me inquietó en el momento a que usted hace referencia; le ruego ponga fin de una vez por todas a sus supersticiones.
Al tener muy pronto la impresión de que el modo en que me había escrito pudiera lastimarme, dos días más tarde, el 28 de julio, volvió a escribirme, y me hizo una descripción de sus achaques y sufrimientos, tras la cual procede así:
Antes de esta carta habrá recibido tal vez otra que espero que no se tome a mal, pues contiene solamente la verdad, y una verdad cuya intención es sólo afectuosa. (…) Spartam quam nactus es orna; saque el máximo partido de lo que le ha tocado en suerte, y no se compare con los pocos que están por encima de usted, sino con las multitudes que tiene por debajo. (…) Prosiga con firmeza sus asuntos de leyes o sus diversiones honestas. «Esté —como dice Temple de los holandeses— bien cuando no esté enfermo, y esté contento cuando no esté enojado.» (…) Tal vez le parezca flaca devolución de la afectuosa ternura que me muestra, pero lo hago con las mejores intenciones, pues le quiero con ardor y con toda sinceridad. Presente mis respetos a mi querida señora Boswell, y enseñe a las pequeñas a quererme.
Por desgracia, estuve tan indispuesto durante buena parte del año que no estuvo en mi mano, o al menos quiero creer que no lo estuvo, la posibilidad de escribir a mi ilustre amigo como antiguamente, o al menos sin manifestar quejas tales como las que le ofendían. Habiéndole rogado que no me hiciera la injusticia de acusarme de afectación, permanecí durante mucho tiempo en silencio, y ahora lo lamento. Me llegó su última carta y me afectó en lo más vivo:
A James Boswell
Lichfield, 5 de noviembre de 1784
Querido señor,
a lo largo del verano unas veces he mejorado y otras he recaído, pero en conjunto he perdido bastante terreno en mi lucha contra la enfermedad. Padezco una debilidad extrema de las piernas y respiro con dificultades crecientes, al tiempo que la hinchazón se incrementa. En este estado de desolación, sus cartas antes me eran de alivio. ¿Cuál es la razón de que ya no me lleguen? ¿Está usted enfermo, o está malhumorado? Sea cual fuere la razón, si no fuera por estricta necesidad, aléjela de sí, y de la breve vida que nos es dado vivir haga el mejor uso que pueda tanto para sí como para sus amistades. (…) A veces temo que su omisión tenga alguna causa verdadera, y me alegraré mucho de saber que no se encuentra enfermo, que nada malo ha ocurrido a la querida señora Boswell, ni a nadie de su familia.
Soy, señor, suyo, etc.,
SAM. JOHNSON
Sin embargo, no me supuso pequeño dolor hallar que en un párrafo de esta carta, que no he reproducido, perseveraba pese a todo en acusarme como antes, lo cual también era raro en él, no en vano tenía tan sobrada experiencia de lo que yo había sufrido. Sin embargo, le escribí dos cartas tan amables como pude, la última de las cuales llegó demasiado tarde para que él la leyera, pues su enfermedad progresó a partir de entonces mucho más deprisa de lo que yo pude suponer; ahora bien, tuve el consuelo de que se me informase de que habló de mí en su lecho de muerte con afecto, y espero con ansia y con humilde esperanza la ocasión de renovar nuestra amistad en un mundo mejor.
Ahorro ahora a los lectores de esta obra toda ulterior noticia personal acerca de su autor, quien, si se diera en considerar que ha dado excesiva prominencia a sus opiniones y ha reclamado en exceso y para sí la atención de sus lectores, les suplica tengan en consideración el peculiar plan a que obedece esta empresa biográfica.
Poco después del retorno de Johnson a la metrópolis, tanto el asma como la hidropesía se recrudecieron y se hicieron más virulentas e inquietantes. Durante algún tiempo llevó un diario en latín sobre los avances de su enfermedad y los remedios empleados, titulado Ægri Ephemeris, que comenzó el 6 de julio y no continúa más allá del 8 de noviembre, al descubrir, deduzco, que era un registro quejumbroso e inservible. Se encuentra en mi poder, y está escrito con gran esmero y exactitud.
No menguó siquiera entonces su amor por la literatura.[217] Pocos días antes de su muerte, transmitió a su amigo John Nichols un listado de los autores de la Historia Universal, señalando sus diversas participaciones en la obra. De acuerdo con sus instrucciones, se ha depositado en el Museo Británico, y apareció impreso en la Gentleman’s Magazine de diciembre de 1784.
Durante sus noches de insomnio se entretuvo traduciendo del griego en versos latinos muchos de los epigramas de la Anthologia. Estas traducciones, junto con algunos poemas suyos en latín, se las entregó a su amigo Langton, quien, tras añadir unas cuantas notas, las vendió a los libreros por una pequeña suma que habría de ser reintegrada a los parientes de Johnson, como en efecto se hizo, y están impresas en la colección de sus obras.
Ha circulado una noción gravemente errónea en cuanto a la deficiencia que tenía Johnson en el conocimiento del griego, debida en parte a la modestia con que, a sabiendas de lo mucho que había por aprender, tenía por costumbre hablar de sus propias adquisiciones. Cuando el señor Cumberland[218] habló con él de los fragmentos griegos que tan bien se ilustran en El observador, y de los dramaturgos griegos en general, con toda sinceridad reconoció su insuficiencia en esa rama en particular de la literatura griega. Sin embargo, bien se puede decir que, si no grande, fue un buen erudito y conocedor del griego. El doctor Charles Burney, el joven, al que universalmente reconocen los mejores jueces en la materia como uno de los contados hombres de su tiempo que han alcanzado gran eminencia en su conocimiento de esa noble lengua, me ha garantizado que Johnson era capaz de dar un vocablo en griego casi por cada uno de los que conocía en inglés, y que si bien no estaba familiarizado con las sutilezas de la lengua, en distintas ocasiones dio muestras de un excelente criterio, incluso en este rubro. El señor Dalzel, profesor de griego en Edimburgo, cuya sabiduría en la materia es incuestionable, me comentó en términos muy liberales la impresión que le había causado Johnson durante una conversación que tuvieron en Londres sobre dicha lengua. Como Johnson era si duda uno de los primerísimos eruditos del latín en los tiempos modernos, no deneguemos a su fama el esplendor adicional que se debe a su conocimiento del griego.
Cumpliré ahora la promesa que di de reproducir algunas muestras de diversas imitaciones del estilo de Johnson.
En los Anales de la Real Academia de Irlanda, 1787, hay un «Ensayo sobre el estilo del Dr. Samuel Johnson», del reverendo Robert Burrowes, cuyo respeto por el objeto de su crítica[219] es patente por el párrafo con que la concluye:
Lo he singularizado a él en todo el cuerpo de los autores ingleses porque las bellezas de su estilo, universalmente reconocidas, son sin duda las más idóneas para inducir a imitación, y he tratado antes bien sus fallas que su perfección, que es mucha, porque un ensayo bien podría comprender todas las observaciones que esté en mi mano hacer sobre sus defectos, mientras que ni siquiera en varios volúmenes alcanzaría a redactar un tratado sobre sus aciertos.
El señor Burrowes ha analizado la composición habitual de Johnson, y señala sus peculiaridades con una gran agudeza; yo recomendaría una atenta lectura de su ensayo a quienes, cautivados por el maridaje de perspicacia y esplendor que contienen los escritos de Johnson, pero sin poseer una porción suficiente de su vigor intelectual, corren el riesgo de convertirse en burdos imitadores de su estilo. Sin embargo, no puedo menos que observar, y si lo observo es en su honor, que este erudito caballero ha adoptado en un grado nada desdeñable la expansividad y la armonía que, independientemente de otras circunstancias, caracterizan las frases de Johnson. Así, en el prefacio al volumen en que se contiene su ensayo, hallamos lo siguiente:
Si se dijera que en las sociedades de este jaez se otorga con frecuencia una atención excesiva a materias estériles y puramente especulativas, cabe responder que ni una sola ciencia se halla tan exiguamente relacionada con el resto que no entrañe muchos principios cuyo empleo puede extenderse de manera considerable más allá del campo de la ciencia a la que primariamente pertenecen, y que ninguna proposición es tan puramente teórica que carezca por completo de aplicación a determinados propósitos prácticos. No existe relación aparente entre la duración y el arco cicloideo, las propiedades del cual, si bien se estudian, nos han proporcionado los métodos más regulares que tenemos para proceder a la medición del tiempo; asimismo, quien se haya convertido en maestro en el conocimiento de la Naturaleza y los afectos de las curvas logarítmicas no es consciente de que ha hecho progresos considerables hacia el cálculo de la densidad proporcional del aire en sus diversas distancias de la superficie terrestre.
Los imitadores del estilo de Johnson que caen en la más imperdonable ridiculez son legión. El método que en general emplean es la acumulación de palabras «duras», sin considerar que, si bien a Johnson le agradaba introducirlas de manera ocasional, no hay una sola frase en toda su obra en la que aparezcan apiñadas muchas, como es el caso del primer verso de esta oda, imaginariamente de su autoría y dedicada a la señora Thrale,[220]
Dama viuda del cervecero coctor
opinad vos de este gigante corpachón
postrado ante vuestro altar en su estro:
¿acaso, encadenado de vuestros encantos,
cautivo en vuestros brazos blancos
ha de ser perennemente vuestro?
Ésta, y otro millar de intentonas semejantes, son totalmente contrarias al original que imitan, que los autores de las mismas mal creyeron haber ridiculizado así.
El señor Colman, en su «Prosa sobre ocasiones variadas», presenta una «carta de Lexífanes, que contiene las propuestas para un glosario o vocabulario de la lengua vulgar, cuya intención es servir de suplemento a un diccionario más amplio». Se trata evidentemente de una puya jocosa que pretende ridiculizar a Johnson, cuyo estilo se imita así, sin recargarlo de un modo grosero:
Es fácil de prever que ociosos y analfabetos se quejarán de que haya incrementado yo sus trabajos al esforzarme por disminuírselos, y de que he explicado lo que más fácil es por medio de lo que es más difícil: ignotum per ignotius. Cuento, por otra parte, con el liberal reconocimiento de los entendidos. Quien en el retiro de la erudición se sepulta, alejado de las asambleas de los alegres, retirado de los círculos de los corteses, al punto captará las definiciones y agradecerá tan sazonadas y oportunas elucidaciones de su lengua materna.
Anexo a esta carta aparece un sucinto muestrario de la obra, ensamblado de manera más bien vaga y desganada, sin siquiera respetar la natural concatenación alfabética.[221]
Los imitadores serios del estilo de Johnson, sea intencionalmente, o sea por el efecto imperceptible que surte su fuerza y su vivacidad, son, como ya he tenido ocasión de señalar, tantísimos que podría introducir aquí citas de un numeroso cuerpo de escritores en nuestro idioma desde que él hizo irrupción en el mundo de las letras. Me contentaré con los que siguen.
William Robertson, doctor en Teología
En otras regiones del globo, en su más tosco estado, el hombre parece el dueño y señor de la Creación, e imparte sus leyes ante las diversas tribus de animales que ha domesticado y reducido a sumisión. El tártaro sigue a su presa a lomos de un caballo que ha criado, o cuida de sus abundantes rebaños, que le proporcionan tanto alimento como vestimenta; el árabe ha hecho del camello un animal dócil y se vale de su fuerza y su perseverancia. El lapón ha hecho de los renos bestias serviles a su voluntad, y hasta los habitantes de Kamchatka han adiestrado a sus perros para que trabajen. Este dominio sobre las criaturas inferiores es una de las más nobles prerrogativas del hombre, y se cuenta entre los mayores esfuerzos de su sabiduría y su poderío. Sin ello, su dominio es incompleto; es un monarca sin súbditos, un señor sin vasallos, y habrá de realizar cada operación con la fuerza de sus propios brazos.[222]
Edward Gibbon
De todas nuestras pasiones y apetitos, el deseo de poder es el más imperioso y antisocial, ya que el orgullo de un solo hombre exige la sumisión de la multitud. En el tumulto de la discordia civil, las leyes de la sociedad pierden fuerza y pocas veces ocupan su lugar las de la humanidad. El ardor de la disputa, el orgullo de la victoria, la desesperación ante el éxito esquivo, el recuerdo de las ofensas pasadas y el temor ante los peligros futuros contribuyen a inflamar el espíritu y a acallar la voz de la piedad.[223]
Señorita Burney
Mi familia, al confundir la ambición con el honor y tomar el rango por la dignidad, desde hace tiempo tiene planeado un espléndido matrimonio para mí, al cual, aun cuando mi invariable repugnancia hasta la fecha ha impedido todo avance, es su deseo adherirse con firmeza inquebrantable. Demasiada certeza tengo de que no querrán prestar oídos a otra opción. Temo, por consiguiente, hacer la prueba en aquello de cuyo éxito descreo y desespero; no sé cómo arriesgar un ruego con aquellos que por mandato pueden hacerme callar.[224]
Reverendo señor Nares[225]
En una época ilustrada y de progreso, tal vez no sea mucho lo que se pueda aprehender si se transita por los caminos del mero capricho; en una época tal, se percibirá de modo generalizado que la irregularidad innecesaria es la peor de todas las deformidades, y que nada es tan verdaderamente elegante en el lenguaje como la sencillez de la analogía impoluta. Por consiguiente, las reglas habrán de observarse en la medida en que sean conocidas y, sobre todo, reconocidas; ahora bien, al mismo tiempo, una vez excitado, el deseo de mejora y de progreso no permanecerá inactivo, y sus esfuerzos, a menos que cuenten con el auxilio del saber, tal como vienen propiciados por el celo, no pocas veces han de entrañar consecuencias perniciosas, de modo que las propias personas cuya intención primera es perfeccionar el instrumento de la razón, serán las responsables de su depravación y lo desordenarán más allá de lo que cabe imaginar. En tales momentos, por tanto, resulta especialmente necesario que la analogía del lenguaje se examine y se comprenda a carta cabal; que sus reglas se expresen con todo cuidado, que se sepa con toda claridad qué contienen, cuáles de las que ya se tienen por ciertas hay que defender del cambio y de la violación, cuánto queda aún que exija enmiendas, y cuánto, por miedo a mayores inconveniencias, tal vez haya que dejar sin tocar siquiera, aun cuando sea irregular.
Un distinguido autor asiduo de El Espejo,[226] periódico que se publica en Edimburgo, ha imitado con perspicacia al doctor Johnson. Así, en el n.º 16 del mismo: «Los efectos del retorno de la primavera han sido no pocas veces objeto de comentario tanto en relación con el espíritu humano como en lo que atañe al mundo vegetal y animal. El poder vivificador de la estación se ha detectado en los campos y en los rebaños que los pueblan, y desde las clases más inferiores hasta el hombre. La alegría y el alborozo que se describen prevalecen de modo universal en toda la Naturaleza, animando los bajos del ganado, el trino de las aves, la flauta del pastor».
El reverendo señor Knox, director de la escuela de Tunbridge, parece haber contraído el imitan aveo del estilo de Johnson a perpetuidad; a su estudio y cultivo diligente, aunque no servil, del mismo, podemos adscribir en medida no desdeñable la popularidad de sus escritos.[227]
En sus Ensayos morales y literarios, n.º 3, hallamos el siguiente pasaje: «El pulimento y el brillo externo de la gracia meramente corporal puede en efecto aplazarse hasta la edad de la virilidad. Cuando se logra la solidez mediante el cultivo con ahínco de las costumbres que prescriben nuestros antepasados, entonces es el momento de emplear la lima. La firmeza de la sustancia soportará el desgaste, y el lustre que así se adquiera será duradero».
Hay uno sin embargo, en el n.º 11, que se halla henchido de manera tan tumefacta que realmente es ridículo. El autor se propone decirnos que los miembros del Parlamento que hayan incurrido en deudas por su extravagancia pondrán en venta sus votos con tal de evitar una detención por impago,[228] para lo cual se expresa así: «Quienes construyen casas y coleccionan cuadros y mobiliario costoso con el dinero de un artesano o menestral honesto se darán por satisfechos si se emancipan de las manos del alguacil mediante la venta al mejor postor de su sufragio senatorial».
Sin embargo, creo que la imitación más perfecta de Johnson es una que se postula como tal y se titula «Crítica sobre la “Elegía en un cementerio campestre”, de Gray», escrita al parecer por el señor Young, profesor de griego en Glasgow, de la cual le cabe todo el mérito mientras no se haga gala de una atribución mejor. No sólo posee las propiedades del estilo de Johnson, sino también ese mismo género de discusión literaria y de ilustración por la cual llegó a ser tan eminente. Habiendo citado ya tanto de otros, remito al curioso a este desempeño, asegurándole que mucho ha de entretenerse con gran provecho.
Ahora bien, sea cual fuere el mérito que pueda poseer cualquiera de las imitaciones del estilo de Johnson, cualquier buen juez tiene que reparar en que son obviamente distintas del original, pues todas ellas son o bien deficientes por carecer de potencia, o bien están sobrecargadas de sus peculiaridades, y el poderoso sentimiento que le es apropiado no se encuentra.
El afecto de Johnson por sus parientes ya difuntos parecía ir en aumento al medida que se aproximaba al momento en que pudiera albergar la esperanza de verlos de nuevo. Es probable que le pareciera conveniente reprenderse por su poco o nada amable desatención, si abandonara este mundo sin haber rendido tributo de respeto a su memoria.
Al señor Green, boticario de Lichfield[229]
2 de diciembre de 1784
Querido señor,
le adjunto el epitafio para mi padre, mi madre y mi hermano, para que sean grabados a buen tamaño y colocada la lápida en la nave central de la iglesia de St. Michael, permiso para lo cual por ésta solicito al clérigo y a los sacristanes.
Primero habrá que poner cuidado en hallar el lugar exacto del enterramiento, para que la lápida sirva de protección a los cuerpos. Segundo, que la piedra sea una laja gruesa, maciza, dura; que por diez libras arriba o abajo no se desbarate nuestro propósito.
Le adjunto diez libras; la señora Porter le pagará otras diez que le di a ella para idéntico propósito. Lo que falte le será enviado; le ruego asimismo que se dé toda la prisa que pueda, pues deseo que esté hecho esto mientras aún siga con vida. Hágame saber, señor, si recibe ésta.
Soy su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
A la señora Lucy Porter, en Lichfield[230]
2 de diciembre de 1784
Querida señora,[a nota c39, Vol. IV]
me encuentro sumamente enfermo, y deseo el consuelo de sus oraciones. He enviado al señor Green un epitafio y un poder para que vaya a visitarla a usted y le haga entrega de diez libras.
Este verano hice colocar una lápida en la tumba de Tetty, en la capilla de Bromley, en Kent. La inscripción se halla en latín, de la que ésta es la traducción inglesa. [Sigue la traducción].
Hecho esto, me pareció oportuno que usted lo supiera. ¿Qué cuidados se tomarán por nosotros? ¿Quién sabe? Quiera Dios perdonarnos y bendecirnos, por Jesucristo Nuestro Señor.
Soy, etc.,
SAM. JOHNSON
Mis lectores por fin van a contemplar ahora a Samuel Johnson preparándose para ese destino ineludible, del que ni siquiera las facultades más exaltadas, más eminentes, pueden eximir al hombre. La muerte había sido siempre para él un objeto que le suscitaba terror, de modo que, aunque de ninguna manera fuese feliz, se aferraba a la vida aún con un ahínco que asombraba a muchas personas. En cualquier ocasión en que estuviera enfermo se sentía muy satisfecho si se le decía que parecía estar mejor. Un ingenioso miembro del Eumelian Club[231] me informa de que en cierta ocasión en que le dijo que veía volver la salud a sus mejillas, Johnson le tomó de la mano y le dijo: «Señor, es usted uno de los amigos más amables que he tenido jamás».
Su propio punto de vista sobre cualquier futurible resultará ciertamente racional, y tal vez incluso impresione por su seriedad a los menos amigos de cultivar el pensamiento:
Bien sabe usted —dice—[232] que nunca me ha parecido que la confianza con respecto al futuro sea parte del carácter de ningún hombre valeroso, sabio o bueno. La valentía no tiene lugar allí donde de nada sirve; la sabiduría imprime con fuerza la conciencia de aquellas faltas de la cual ella misma quizá sea agravamiento; la bondad, por su parte, con su perenne aspiración a ser mejor, con la natural imputación de toda deficiencia a la negligencia criminal, y toda falla a la corrupción voluntaria, nunca osará suponer que la condición del perdón se cumpla, ni que aquello que en el delito brilla por su ausencia lo haya de proporcionar la penitencia.
Tal es el estado en que viven los mejores, si bien ¿cuál ha de ser la condición de aquél cuyo corazón no tolera el verse a la altura de los mejores, o ni siquiera de los buenos? Grande ha de ser su temor ante el juicio que se avecina, tanto que no le dejará apenas opción de atender a la opinión de aquellos de quienes se despide para siempre, y la serenidad que no se siente no puede ser virtud fingirla.
Su grandísimo miedo a la muerte, sumado a la extraña y siniestra manera en que sir John Hawkins imparte a sus lectores la inquietud que manifestó a tenor de las ofensas de las que se acusaba, tal vez constituyan ocasión de injuriosas sospechas, como si hubiera existido algo de criminalidad más que ordinaria que lastrase con su peso su conciencia. Debido a ello, por lo tanto, así como debido al respeto a la verdad que él me inculcó,[c241] he de reseñar que su conducta, después de su llegada a Londres, cuando se mezcló con Savage y con otros de su calaña, no fue tan estrictamente virtuosa, en determinado respecto, como cuando era más joven. Era de sobra sabido que sus inclinaciones amorosas eran insólitamente fuertes e impetuosas. Reconoció ante muchos de sus amigos que tenía por costumbre llevarse a las mujeres de fácil virtud a las tabernas, donde las oía relatar sus historias; en dos palabras, no se debe ocultar que, al igual que muchos otros hombres buenos y piadosos, entre los cuales tenemos al apóstol Pablo según su propia autoridad, Johnson no estuvo libre de inclinaciones que «rebélanse contra la ley de su espíritu»,[c242] ni que en sus combates con ellas fue a veces vencido.
Aquí deténganse los profanos y los licenciosos; que no digan de modo irreflexivo que Johnson fue un hipócrita, ni que no fueron firmes sus principios, porque su práctica no estuviera uniformemente conformada a lo que profesaba.
Considérese la cuestión con total independencia de sus connotaciones morales y religiosas, y no habrá un solo hombre que niegue que miles, en multitud de ejemplos, actúan en contra de sus convicciones. ¿Es el hijo pródigo, por ejemplo, un hipócrita, cuando reconoce que se da por satisfecho de que su extravagancia lo lleve a la ruina y a la miseria? No nos cabe la menor duda de que así lo cree, si bien su inmediata inclinación, fortalecida por la indulgencia, prevalece sobre esa creencia a la hora de influir en su conducta. Así pues, ¿por qué rehusar el crédito a la sinceridad de quienes reconocen la persuasión de su deber moral y religioso, si bien en ocasiones fracasan en su esfuerzo por vivir tal como se les requiere? Una vez oí comentar al doctor Johnson que «hay algo verdaderamente noble en publicar la verdad, aun cuando uno mismo así se condene».[233] Y quien dijo en su presencia que «no conocía a ninguna persona que fuese honesta en sus creencias cuando la práctica de éstas no se le acomodaba», recibió por su parte esta reprimenda: «Señor mío, ¿tan ignorante es usted de la naturaleza humana que no sabe que un hombre bien puede ser sumamente sincero en sus principios, sin cumplir con una buena práctica?».[234]
Que nadie se sosiegue ni se acalore en «pecado presuntuoso»,[c243] y menos a partir del conocimiento de que Johnson a veces se apresuraba a concederse indulgencias que le parecían pecaminosas. He expuesto esta circunstancia a modo de mácula de una personalidad tan grande, tanto por mi sagrado amor a la verdad como por mostrar que no era tan débilmente escrupuloso como lo han representado quienes imaginan que tales pecados, de los cuales tenía una honda concepción impresa en su espíritu, eran mera bagatela venial, como servirse un poco de leche en el té un Viernes Santo. Su entendimiento quedará bien defendido por mi declaración, en caso de que la consistencia de su conducta resulte en cualquier medida menoscabada. Ahora bien, ¿qué hombre de veras sabio querría, a cambio de una gratificación momentánea, someterse voluntariamente a una inquietud tal como la que, según sabemos, experimentaba Johnson al repasar su comportamiento en comparación con su noción de la ética del Evangelio? Recuérdense bien los siguientes pasajes: «Oh, Dios mío, dador y preservador de la vida toda, en virtud de cuyo poder fui yo creado, en virtud de cuya providencia gozo de sustento, contémplame desde las alturas con ternura y misericordia; concédeme el no haber sido creado para ser a la postre destruido, y que no haya sido preservado para añadir perversidad a la perversión».[235] «Oh, Señor Dios, no permitas que me hunda en la total depravación; contémplame desde las alturas y rescátame al fin del cautiverio del pecado».[236] «Todopoderoso y misericordioso Padre, que has dado continuidad a mi vida de año en año, concédeme que con una vida más prolongada pueda ser yo menos deseoso de los placeres pecaminosos, y más esmerado en cuidar la felicidad eterna».[237] «Que no se multipliquen mis años para incrementar mi culpa, Señor; a medida que mi edad aumenta, hazme ser más puro en mis pensamientos, más regular en mis deseos y aspiraciones, más obediente a tus leyes».[238] «Perdóname, oh Señor misericordioso, lo que haya podido hacer en contra de tus leyes. Otórgame un claro concepto de mi maldad, pues así podré seguir dedicado a la contrición verdadera y a un arrepentimiento eficaz, para que cuando se me llame a otra vida pueda yo ser recibido entre los pecadores a los que la pena y la reforma hayan granjeado el perdón, por Jesucristo Nuestro Señor. Amén».[239]
Tales eran la intranquilidad espiritual, la penitencia de Johnson en sus horas de íntimo recogimiento, en sus devotos acercamientos a su Hacedor. Su sinceridad, por consiguiente, ha de resultar incuestionable a todo intelecto honesto.
Es de primordial importancia el mantener a la vista que no hubo en la conducta de este hombre excelente un solo falso principio de conmutación, ninguna indulgencia deliberada en el pecado, en consideración del modo de contrarrestar el equilibrio del deber. Sus ofensas y su arrepentimiento se dieron por separado, perfectamente distinguidos.[240] Cuando consideramos su atención a la verdad, en la que apenas tiene parangón, su integridad inflexible, su constante piedad, ¿quién se atreverá a «arrojarle una sola piedra»? Por otra parte, nunca se olvide que no se le puede acusar de ninguna ofensa que indique maldad de corazón, de ninguna deshonestidad, de ninguna infamia, vileza o malignidad. Muy por el contrario, fue caritativo en un grado extraordinario, de modo que incluso en uno de sus muy rigurosos juicios de sí mismo (víspera de Pascua, 1781), mientras dice que «no he corregido ninguno de mis hábitos externos», se ve obligado a reconocer que «espero, desde la última vez que comulgué, haber progresado, mediante pías reflexiones, en mi sumisión a Dios y en mi benevolencia al hombre».[241]
Soy consciente de que ésta es la parte más difícil y peligrosa de mi obra biográfica, y no puedo sino sentirme muy angustiado en lo que a ella se refiere. Confío en que la habré culminado de este modo, manteniendo intacto mi respeto a la verdad, a mi amigo y a los intereses de la virtud y la religión. Tampoco se me ocurre suponer que más perjuicios puedan derivarse del conocimiento de las irregularidades de Johnson, pues las he expresado de manera cautelosa, que de saber que Addison y Parnell eran inmoderados y ajenos a la templanza en el uso del vino, hechos que él mismo, en sus Vidas de esos célebres escritores y hombres piadosos, no se ha abstenido de mencionar.
No es mi intención dar una relación muy minuciosa sobre los particulares de los últimos días de Johnson, en los que se hizo a todas luces evidente que se aproximaba con rapidez a esa crisis en que debía «morir como los hombres y caer como uno de los príncipes».[c244] Sin embargo, será sin duda instructivo, a la par que dará satisfacción a la curiosidad de mis lectores, reseñar unos cuantos pormenores, de cuya autenticidad pueden tener la mayor de las certezas, puesto que me he tomado todas las molestias necesarias para obtener un relato exacto de la enfermedad final por boca de las autoridades más contrastadas.
Los doctores Heberden, Brocklesby, Warren y Butter le asistieron con generosidad, sin aceptar ningún pago, al igual que el señor Cruikshank, cirujano; se intentó todo lo que se podía hacer a tenor de la pericia profesional y la capacidad de estos médicos con el fin de prolongar una vida tan verdaderamente valiosa. Él mismo, por haber tenido que recurrir permanentemente, debido a su mala salud, a la ciencia médica, aunó sus propios esfuerzos a los de los doctores que le atendían, y creyendo que la cantidad de agua que le oprimía por la hidropesía podría evacuarse mediante una incisión en su cuerpo, con su habitual y resuelto desafío al dolor se practicó un corte profundo, por temer que el cirujano lo hubiera hecho con demasiados miramientos.[242]
Unos ocho o diez días antes de su muerte, cuando el doctor Brocklesby le hizo una visita matutina, parecía muy desanimado y abatido. Y dijo: «He pasado toda la noche como un moribundo». Acto seguido, con gran énfasis, declamó las palabras de Shakespeare:
¿Es que no puedes a un espíritu enfermo dar alivio,
arrancar los pesares arraigados de la memoria,
y borrarle luego del cerebro grabadas inquietudes,
y, con un dulce antídoto que traiga el olvido,
limpiar el pecho henchido de esa materia, de peligro
tanto que a pesada carga sobre el corazón equivale?
A lo cual el doctor Brocklesby le dio pronta respuesta, tomada del mismo grandísimo poeta:
… en esto, es el paciente
quien ha de ayudarse por sí solo.[c245]
Se mostró Johnson muy contento con la oportunidad de la respuesta.
Otro día, hablando de la cuestión de las plegarias, el doctor Brocklesby citó el verso de Juvenal: «Orandum est, ut sit mens sana in corpore sano»,[c246] y así siguió hasta el final de la décima sátira, aunque al pasar deprisa sobre los versos sucedió que en el que dice «Qui spatium vitœ extremum inter munera ponat», en vez de decir «extremum» dijo «supremum», y ante esta falta el oído crítico de Johnson, avezadísimo, se ofendió, con lo que discurrió con vehemencia sobre el mal efecto métrico del lapso en que había incurrido, mostrándose tan imbuido como siempre del espíritu del gramático.
Como no tenía parentela, había sido intención de Johnson durante mucho tiempo tomar las disposiciones testamentarias oportunas a favor de su fiel criado, el señor Francis Barber, al que había tomado de un modo muy especial bajo su protección, tratándolo siempre y sinceramente como un humilde amigo. Habiendo inquirido al doctor Brocklesby cuál sería a su parecer una pensión adecuada para un criado favorito, y habiéndole respondido el médico que eso siempre depende de las circunstancias en que se halle el amo, y que en el caso de un noble cincuenta libras anuales se tienen por una recompensa de sobra adecuada a un criado fiel durante muchos años, dijo Johnson: «En tal caso, yo seré nobilissimus, pues pienso dejarle a Frank una asignación de setenta libras al año, y es mi deseo que usted se lo diga así». Es extraño, sin embargo, que no se viera Johnson libre del todo de esa debilidad de espíritu, tan extendida en general, consistente en sentir una intensa aversión a redactar el testamento, de suerte que es algo que se aplaza y se deja siempre para otra ocasión, tanto que, de no haber sido porque sir John Hawkins le instó en reiteradas ocasiones que lo hiciera, creo probable que esta amable disposición no se hubiera llevado a cabo. Luego de redactar un documento en el que, según nos expone sir John Hawkins, no se extendió más allá de la anualidad prometida, las últimas disposiciones de Johnson para con su propiedad quedaron establecidas en un testamento y codicilo, de los que adjunto copia en nota al pie.[243]
La consideración de los numerosos papeles que obraban en su poder parece haber causado en el ánimo de Johnson una súbita ansiedad, y como se hallaban en muy gran desorden y confusión, es muy de lamentar que no los hubiera confiado a alguna persona fiel y discreta que velase por su conservación y selección; en vez de ello, de manera precipitada, dio en quemar grandes cantidades, sin ningún respeto, según colijo, a una discriminación previa. Tampoco es que suponga que de este modo nos hayamos visto privados de ninguna composición que él hubiese pretendido dar al público, aunque por lo que se salvó de las llamas entiendo que han perecido muchas y curiosas circunstancias relativas tanto a él como a otras personalidades de la literatura.
Dos artículos muy valiosos tengo la certeza de que así se perdieron: dos volúmenes en cuarto que contenían una descripción plena, justa y pormenorizada, de su propia vida, desde sus recuerdos más tempranos. Le reconocí que, como los había visto yo por accidente, había leído gran parte de ambos, y le pedí disculpas por la libertad que me había tomado, preguntándole si podía remediarlo.[c247] Me respondió con toda placidez: «Caramba, señor; dudo mucho que pueda usted remediarlo, tal como tampoco lo pudo evitar». Le dije que por una sola vez en mi vida había tenido la tentación de cometer un robo. Se me había ocurrido llevarme esos dos volúmenes, para no volver a verlo nunca más. Cuando inquirí cómo le hubiera afectado tal cosa, repuso: «Señor, mucho me temo que habría enloquecido».[244]
Durante su última enfermedad, Johnson experimentó el firme y cariñoso interés de sus muy numerosos amigos. El señor Hoole ha compuesto un relato de lo que aconteció en el transcurso de las visitas que le hizo durante ese periodo, desde el 10 de noviembre hasta el 13 de diciembre, día de su muerte, y me ha permitido leerlo, amén de autorizarme a hacer algunos extractos del mismo, como en efecto he hecho. Nadie estuvo más atento a sus cosas que el señor Langton, al que dijo con ternura: «Te teneam moriens deficiente manu».[c248] Y creo que dice mucho en honor del señor Windham que sus importantes ocupaciones como hombre de Estado no le impidieran prestar asidua atención al sabio moribundo al que tanto reverenciaba. Langton me da cuenta de que «un día encontró a Burke y a cuatro o cinco amigos más en compañía de Johnson, a quien Burke dijo: “Me temo que tantas personas aquí reunidas sean una molestia para usted”. “De ninguna manera —repuso—; tendría que encontrarme en un estado imposiblemente desdichado para que su compañía no fuera una delicia para mí”. Con voz trémula, indicio de su viva emoción, Burke replicó: “Mi querido amigo, usted ha sido siempre demasiado bueno conmigo”. Inmediatamente después se marchó. Ésa fue la última circunstancia en el trato de amistad entre estos dos hombres eminentes».
Los siguientes particulares de su conversación, pocos días antes de su muerte, los incluyo aquí amparándome en la autoridad del señor John Nichols.[245]
Dijo que los Debates parlamentarios eran la única parte de todos sus escritos que le causaba cierta compunción, aunque en la época en que los escribió no tenía la sensación de estar importunando al mundo, si bien los escribió con frecuencia a partir de materiales muy exiguos y, a menudo, a partir de la misma nada, de modo que eran mera acuñación de su imaginación. Nunca escribió ninguna otra de sus obras con velocidad pareja. Tres columnas de la Gentleman’s Magazine en una sola hora no eran insólita hazaña en aquel entonces, es decir, mucho más deprisa de lo que la mayoría de las personas habría necesitado para transcribir idéntica cantidad.
De su amigo Cave siempre habló con gran afecto. «Con todo —dijo—, Cave (quien nunca miraba por la ventana, si no era con miras a su Gentleman’s Magazine) era un pagador tacaño; contrataba las líneas a tanto el ciento, y contaba con que ese ciento se alargase, pero era un buen hombre, siempre contento de sentar a sus amigos a su mesa».
Cuando hablaba de una edición uniforme de todas sus obras, dijo que disponía del poder [cedido por los libreros] de imprimir tal edición, y que lo haría si su salud se lo permitiera, pero que no tenía en cambio el poder de asignar a nadie ninguna edición, a menos que pudiera añadirle notas, y alterarla así de tal modo que fuera una obra nueva, lo cual en su estado de salud era de todo punto impensable. Es posible que viva, dijo, o más bien que respire, tres días o tres semanas más, pero me encuentro a diario paulatinamente más flojo.
Dijo en otra ocasión, tres o cuatro días antes de morir, hablando del poco miedo que le daba someterse a una operación quirúrgica: «daría una de estas piernas por un año más de vida, me refiero a una vida confortable, no a la que ahora sobrellevo», y lamentó mucho su incapacidad de leer durante las muchas horas en que no descansaba. «Antes leía —añadió— cuando no conciliaba el sueño, leía como un turco».
Mientras estuvo confinado por esta su última enfermedad, tuvo por práctica habitual que el servicio religioso le fuera leído, por lo común gracias a algún teólogo atento y amistoso. El reverendo señor Hoole desempeñó este amable oficio en mi presencia por última vez, cuando por deseo expreso del paciente sólo se leyó la letanía, durante la cual sus responsos se dieron en la grave, honda, sonora voz que el señor Boswell ha notado en algunos pasajes, y con la más profunda devoción que se pueda imaginar. Como su oído distaba de ser perfecto, en más de una ocasión interrumpió al señor Hoole diciéndole «Más alto, querido señor; más alto, se lo ruego, pues de lo contrario reza usted en vano», y al terminar el servicio, con gran seriedad se volvió a una excelente dama que estaba presente y le dijo: «Le agradezco de todo corazón, señora, su amabilidad al sumárseme en este solemne ejercicio. Viva como debe, se lo suplico, y no sentirá la compunción del final que ahora a mí me embarga». Tan verdaderamente humildes eran los pensamientos con que este hombre grande y bueno envolvía su propio acercamiento a la perfección religiosa.
Se le invitó encarecidamente a publicar un volumen de Ejercidos devotos, pero, si bien prestó complaciente atención a la propuesta, y si bien se le ofreció una suma importante, declinó el ofrecimiento por motivos de sincera modestia.
Seriamente había pensado en traducir a Thuanus.[c249] A menudo me habló de este asunto, y una vez en particular, cuando mostré yo mi deseo de que favoreciese al mundo y gratificase a su soberano con una «Vida de Spenser», que dijo que podría haber escrito con presteza en caso de haber dispuesto de los materiales oportunos, añadió: «De nuevo he dado vueltas, señor, a la empresa de Thuanus; no sería la titánica tarea que usted supone. No debiera yo tener más problemas que los del dictado, que podría llevarse a cabo con la misma velocidad con que sea capaz de escribir el amanuense».
En recíproco reconocimiento de Johnson y de los teólogos de diversas comuniones justo es decir que si bien era firme feligrés de la Iglesia anglicana, tuvo no obstante abundante y grata conversación con varios de ellos. Permítaseme en particular nombrar al difunto señor La Trobe y al señor Hutton, de la confesión moravia.[c250] Su trato de intimidad con los benedictinos ingleses, en París, ya se ha comentado; a modo de prueba adicional de la caridad con que vivía con los buenos hombres de la Iglesia católica me alegra en esta ocasión recordar su amistad con el reverendo Thomas Hussey, doctor en Teología. Capellán de Su Católica Majestad en la embajada de éste ante la corte de Londres, era un hombre respetabilísimo, no sólo por su poderosa elocuencia de predicador, sino también por sus variadas dotes de estadista. Aun cuando Johnson no tuviera ningún afecto por los presbiterianos, no estorbó este rechazo en su larga e ininterrumpida relación en sociedad con el reverendo James Fordyce, quien, tras su muerte, lo ha celebrado con caluroso afecto en una composición devota.
En medio de las nubes de melancolía que pendían sobre Johnson, ya moribundo, su talante inconfundible aún se manifestó en distintas ocasiones.
Cuando el doctor Warren, con la frase de costumbre, le dijo que esperaba que se encontrase mejor, su respuesta fue ésta: «No, señor; no puede usted darse cuenta de la rapidez con que avanzo hacia la muerte».
Un hombre al que jamás había visto fue contratado para pasar una noche en vela con él. Cuando a la mañana siguiente se le preguntó qué le había parecido su acompañante, dijo: «No me ha gustado nada, señor. El individuo es un idiota. Es más torpe que el eje cuando ha de encajar en la rueda, y dormilón como un ratón saciado».
Windham le colocó una almohada de modo conveniente para que descansara. Johnson le dio las gracias por su amabilidad, diciendo: «Me hará mucho bien, descuide; todo el bien que una almohada puede hacer».
Repitió con vehemencia un poema compuesto por varias estrofas, de cuatro versos cada una, con rima alterna, que dijo haber escrito algunos años antes,[246] con ocasión de la mayoría de edad de un extravagante y adinerado caballero, diciendo que nunca la había repetido desde que la compuso, salvo una vez, y que había dado una copia. Esa copia llegó a manos de la señora Thrale, ahora Piozzi, que la ha publicado en un volumen que titula Sinonimia británica,[c251] que es en realidad una colección de entretenidos comentarios y anécdotas, sin que importe que sean exactos o no. Como se trata de una sátira exquisita, transmitida con vivacidad y agudeza, con humor, y de un sesgo del cual no se encuentran otros ejemplos en los escritos de Johnson, aquí la inserto:
Los esperadísimos veintiuno,
año tardano, por fin son tuyos.
Orgullo y pompa y placer,
gran *** ***, ahora son tu ser.
De los lazos del delantal ya libre,
libre de hipotecar o vender tus mimbres,
libre como el viento, ligero cual pluma,
despídete así de los hijos de la hucha.
Llama a las Betsys, las Kates, las Emmas,
los nombres que ahuyentan las penas;
rocíalas con tus guineas de potentado,
muestra el don de un heredero osado.
Los que de estupideces y vicios medran
alégranse de ver que las reservas merman,
ya sea el tahúr, feliz y contento,
ya sea el prestamista, astuto y atento.
La riqueza, muchacho, es de rondar cual fiera:
pues que vague y yerre por doquiera.
Llama a la alcahueta, al juglar, a la gorrona,
que vengan a llenarse la alforja.
Cuando el guapo mozo va de juerga,
¿qué son casas, qué son tierras?
Lleno el bolsillo, de buen humor,
sólo polvo, mojadura o resquemor.
Si la madre o el buen amigo bravo
te vienen con las quejas del despilfarro,
te mofas del consejo, el incordio hieres:
te puedes ahorcar o ahogar si quieres.[c252]
Cuando abrió una nota que le llevó su criado, dijo: «Extraño pensamiento se me ocurre: no hemos de recibir cartas en la tumba».
Pidió tres favores a sir Joshua Reynolds: que le perdonase treinta libras que le había pedido prestadas, que leyese la Biblia con aplicación, que jamás empuñase un lápiz en domingo. Sir Joshua dio su inmediata aquiescencia.
Mostró en efecto una grandísima ansiedad por la mejora de sus amigos en materia de religión, a los cuales discurseó sobre las infinitas repercusiones que tiene. Suplicó al señor Hoole que pensara bien en lo que había dicho, y que lo pusiera por escrito; cuando poco después éste le aseguró que así se había hecho, le estrechó ambas manos y en tono de máxima sinceridad se lo agradeció. Como el doctor Brocklesby le había atendido con absoluta asiduidad y con amabilidad inmensa en calidad de médico y de amigo, estuvo particularmente deseoso de que este caballero no se entregara a la consideración de alguna laxa noción especulativa, y que se confirmase en las verdades del cristianismo, e insistió en que lo anotara en su presencia, todo lo bien que pudiera recordarlo, por la trascendencia de lo dicho al respecto; el doctor Brocklesby cumplió con su petición, le dio a firmar el documento y le apremió a que fuera él mismo quien lo custodiase mientras siguiera con vida.
Con aquella fortaleza de espíritu que jamás le abandonó, a despecho de todos sus achaques corporales y sufrimientos y menoscabos del intelecto, pidió al doctor Brocklesby que, siendo como era persona autorizada, en la que había depositado su plena confianza, le dijera a las claras si era posible que se restableciera. «Deme una respuesta precisa». El médico le respondió preguntándole primeramente si se hallaba en condiciones de soportar toda la verdad, y al contestarle el paciente que sí, declaró que a su juicio era imposible que mejorase si no mediaba un milagro. «En tal caso —dijo Johnson— no tomaré más medicamentos, ni siquiera mis opiáceos, pues he rogado y he rezado para estar en condiciones de rendir mi alma a Dios sin que me vele el entendimiento la bruma». En esta resolución perseveró y, al mismo tiempo, hizo uso de los medios de sostén corporal más suaves. Apremiado por el señor Windham para que tomara un alimento más sólido, no fuera que una dieta tan escasa surtiera el mismo efecto que tanto temía y así debilitase su recto entender, respondió: «Tomaré cualquier cosa que no me reste la lucidez ni me embriague».
El reverendo señor Strahan, hijo de su buen amigo, que siempre había sido uno de sus preferidos, durante esta su última enfermedad tuvo la satisfacción de contribuir a aplacar su ánimo y darle consuelo. La casa de este caballero en Islington, parroquia de la que es vicario, permitió a Johnson algún ocasional y fácil cambio de aires que hubo de resultarle agradable; asimismo, le atendió en la ciudad misma, en cumplimiento del sagrado desempeño de su oficio.
El señor Strahan me ha proporcionado la grata garantía de que, tras pasar un rato en gran agitación, Johnson recobró la compostura y mantuvo la calma hasta su muerte.
El doctor Brocklesby, a quien en ningún caso puede acusarse de fanatismo, me facilitó la siguiente relación:
Durante algún tiempo antes de su muerte, todos sus temores se aplacaron y absorbieron en la preeminencia de su fe y de su confianza en los méritos y en la propiciación de Jesucristo.
Me habló a menudo de la necesidad de la fe en el sacrificio de Jesucristo, necesaria más allá de todas las buenas obras, sean cuales fueren, de cara a la salvación de la humanidad.
Me conminó a estudiar al doctor Clarke y a leer sus sermones. Le pregunté por qué defendía de ese modo a Clarke, un arriano.[247] «Porque —respondió— es quien más se extiende sobre el concepto del sacrificio propiciatorio».
Teniendo así presente el verdadero designio cristiano, a la par razonable y consolador, de unir justicia y misericordia en la Divinidad, con el perfeccionamiento de la naturaleza humana, antes de recibir el Santo Sacramento en su alcoba compuso y recitó con gran fervor esta oración:[248]
Todopoderoso y muy misericordioso Padre, me encuentro ahora, según parece a ojos de los hombres, a punto de conmemorar por última vez la muerte de tu Hijo Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor. Concede, oh Señor, que toda mi esperanza y confianza puedan quedar en sus méritos y en tu misericordia; impulsa y acepta mi imperfecto arrepentimiento; haz que esta conmemoración sea valedera para la confirmación de mi fe, para el establecimiento de mi esperanza, para el incremento de mi caridad; haz, Señor, que la muerte de tu Hijo Jesucristo sea eficaz para mi redención. Ten misericordia de mí y perdona la multitud de mis ofensas. Bendice a mis amigos, ten piedad de todos nosotros. Confórtame en tu Espíritu Santo, en los días de flaqueza y en la hora de la muerte, y acógeme, cuando muera, en la felicidad eterna, por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Hecho su testamento el 8 y el 9 de diciembre, como ya queda dicho, y arreglados todos sus asuntos de este mundo, languideció hasta el lunes 13 del mismo mes, en que expiró, alrededor de las siete de la tarde, con tan poco dolor aparente que sus acompañantes apenas se percataron de que se había producido la disolución de cuerpo y alma.
De sus últimos momentos, mi hermano, Thomas David, me ha facilitado los siguientes detalles:
Desde el momento en que estuvo seguro de que su muerte se hallaba cerca, el doctor Johnson pareció hallarse perfectamente resignado; tuvo pocos o ningún momento de displicencia o enojo, y con frecuencia dijo a su fiel criado, que fue quien me comunicó estos detalles: «Atiende, Francis, a la salvación de tu alma, que es objeto de máxima importancia»; asimismo, le explicó algunos pasajes de las Escrituras, y parecía complacerse en hablar de cuestiones de religión.
El lunes 13 de diciembre, día en que murió, una tal señorita Morris, hija de un amigo suyo, acudió y suplicó a Francis que le permitiera ver al doctor, con el fin de pedirle de todo corazón que la bendijera. Francis entró en la habitación seguido por la muchacha y dio el recado que le pedía. El doctor Johnson se volvió en la cama y le dijo: «Dios te bendiga, hija mía». Estas fueron sus últimas palabras.
Su dificultosa respiración se fue haciendo más ardua y trabajosa hasta las siete de la tarde, en que, habiendo observado el señor Barber y la señorita Desmoulins, que se encontraban en su habitación, que había cesado el ruido de la misma, se acercaron al lecho y vieron que había muerto.[c253]
Unos dos días después de su muerte, esta grata relación llegó a manos del señor Malone en una carta del honorable John Byng, al que quedo sumamente agradecido por el permiso para incluirla en mi obra.
Querido señor,
desde la última vez que nos vimos he mantenido una larga conversación con Cawston,[249] quien permaneció con el doctor Johnson desde las nueve de la noche del domingo hasta las diez de la mañana del lunes. Por lo que de su relato he podido colegir, parece que el doctor Johnson guardó perfecta compostura, firme en su esperanza, resignado a morir. En intervalos de una hora se le ayudó a que se incorporase en el lecho y moviera las piernas, que le causaban grandes dolores; en esos momentos se dedicaba a rezar con fervor; aunque a veces le fallaba la voz, nunca perdió la conciencia. El único sustento que recibió fue sidra y agua. Dijo que su espíritu estaba listo, y que la hora de su disolución le parecía prolongada. A las seis de la mañana preguntó qué hora era y, cuando se le informó, dijo que todo iba como debía ir, y que tenía la nítida impresión de que le quedaban pocas horas de vida.
A las diez de la mañana se despidió de Cawston diciendo: «No retengan más tiempo al criado del señor Windham. Gracias. Dé mis recuerdos a su señor». Cawston dice que nadie pudo parecer más recogido y compuesto, más devoto, menos aterrado ante el pensamiento del minuto que ya se avecinaba.
Esta relación, que es mucho más grata y en algún aspecto distinta de la suya, nos ha provocado la satisfacción de pensar que el gran hombre murió como había vivido, pleno de resignación, fortalecido en la fe, gozoso en la esperanza.
Unos días antes de fallecer había preguntado a sir John Hawkins, en calidad de albacea suyo, dónde iba a ser enterrado. Éste le respondió que «sin duda alguna, en la abadía de Westminster». Pareció embargarle una satisfacción muy natural en un poeta, y a mi juicio muy comprensible en cualquier hombre de imaginación que no tenga un sepulcro familiar en el que ser enterrado con sus progenitores. En efecto, el lunes 20 de diciembre sus restos fueron depositados en ese noble edificio de gran renombre, y sobre su tumba fue colocada una gran lápida de pizarra azulada con esta inscripción:
SAMUEL JOHNSON, D. L.
OBIIT XIII DIE DECEMBRIS,
ANNO DOMINI
M. DCC. LXXXIV.
ÆTATIS SUÆ LXXV.
A su entierro acudió un número respetable de amigos suyos, en particular los miembros del Club Literario que se encontraban en la ciudad, y se vio asimismo honrado por la presencia de varios miembros del reverendo cabildo de Westminster. El señor Burke, sir Joseph Banks, el señor Windham, el señor Langton, sir Charles Bunbury y el señor Colman presidieron el duelo. Su condiscípulo, el doctor Taylor, se encargó del doloroso oficio de pronunciar el servicio de difuntos.
Tengo la esperanza de que no se me acuse de afectación si declaro que me hallo incapaz de expresar todo cuanto sentí con la pérdida de tal «Guía, Filósofo y Amigo».[250][a nota c1, Vol. III] Por consiguiente, no diré una sola palabra mía, sino que adoptaré las de un eminente amigo,[251] improvisadas con espléndida perfección, muy superior a todas las estudiadas composiciones al uso. «Deja un abismo que no sólo con nada se puede llenar, sino que tampoco nada tendrá tendencia a llenar. Johnson ha muerto. Sigamos como mejor podamos; no hay nadie. De nadie puede decirse en verdad que nos recuerde a Johnson».
Así como Johnson gozó de abundantes homenajes en vida,[252] ningún escritor de esta nación gozó jamás de semejante acumulación de honores literarios después de su muerte. Sobre tal acontecimiento se predicó un sermón en la iglesia de Santa María, en Oxford, ante el pleno de la universidad, del cual se encargó el señor Agutter, del Magdalen College.[253] Las vidas, las memorias, los ensayos tanto en prosa como en verso que se han publicado acerca de él abarcarían varios volúmenes. También los numerosos ataques contra su persona los considero parte de su importancia, consecuencia natural del principio que él mismo bien conocía y puntualmente valoró.[c254] Muchos de los que en su presencia se echaban a temblar se lanzaron al asalto cuando ya no percibieron asomo de peligro. Cuando uno de sus mezquinos enemigos en la práctica comenzó a gruñir y a lanzar espumarajos de envidia ante su fama, nada menos que en la mesa de sir Joshua Reynolds, el reverendo doctor Parr le respondió con su osadía de costumbre: «Sí, ahora que el viejo león ha muerto, cualquier asno se convence de que puede cocearlo impunemente».
Poco después de su muerte se decidió erigirle un monumento en la abadía de Westminster, para lo cual se recaudó una cuantiosa y respetable donación; ahora bien, el Deán y el Cabildo de St. Paul, tras haber alcanzado la resolución de que en la catedral tendrían cabida los monumentos, de acuerdo con un plan tan generoso como admirable, al que la catedral posteriormente se ha ceñido, estipularon que era el lugar idóneo para que se erigiese un cenotafio en su memoria; en la catedral de su ciudad natal, Lichfield, se ha de erigir otro.[254] La composición de su epitafio por fuerza habría de suscitar una acalorada competición de genios.[255] Si laudari a laudato viro es elogio sumamente estimable, no me perdonaría si pasara por alto los siguientes versos sepulcrales sobre el autor del Diccionario de la lengua inglesa, escritos por el honorable Henry Flood:[256]
No hacen falta latín ni griego para ensalzar
El recuerdo de Johnson, ni para adornar su tumba;
su lengua materna reclama este lugar de duelo
con el fin de pagar por la inmortalidad que le otorgó.
El carácter de Samuel Johnson, espero y confío, ha quedado tan desarrollado en el transcurso de esta obra que quienes la hayan honrado con un examen detenido a buen seguro podrán considerar que lo han conocido como si dijéramos en persona. Como, sin embargo, tal vez se espere que recoja en una sola panorámica los rasgos capitales y distintivos de este hombre extraordinario, me esforzaré por desempeñarme al máximo en esta parte final de mi empresa biográfica,[257] por difícil que sin duda sea hacer algo que muchos de mis lectores a buen seguro sabrán hacer por sí mismos.
Tenía un cuerpo voluminoso y bien formado, y el semblante moldeado de una estatua antigua; ahora bien, su apariencia resultaba extraña y un punto zafia debido a sus acalambramientos convulsos, a las cicatrices dejadas por aquella afección que en tiempos se daba en suponer que tenía cura por medio del toque de una persona de sangre azul, y debido asimismo a un inevitable desaliño indumentario. Sólo veía con un ojo, si bien tan amplio es el territorio que gobierna su intelecto que suple con creces sus órganos deficitarios, y sus percepciones visuales, en la medida en que alcanzaban, eran de una insólita presteza y de una inusitada exactitud. Tan mórbido era su temperamento que nunca conoció la natural alegría que produce el uso libre y vigoroso de las extremidades: cuando caminaba, lo hacía con el paso desigual de quien lleva puestos unos grilletes; cuando cabalgaba, no tenía el menor dominio sobre la dirección que emprendiera su montura, y era llevado por el caballo como si viajase en globo. Que con semejante constitución y hábitos de vida resistiera hasta los setenta y cinco años es buena prueba de que una vivida vis inherente es un potente conservante del cuerpo humano.
El hombre en general se compone de cualidades contradictorias, y éstas siempre se manifestarán en extraña sucesión, en el transcurso de la cual los dilatados hábitos de la disciplina filosófica no han dado con una consistencia que resalte ni siquiera aparentemente, mucho menos en la misma realidad. En proporción directa al vigor original del espíritu, las cualidades contradictorias serán tanto más prominentes y tanto más difíciles de someter a un ajuste; por todo ello, no debería extrañarnos que Johnson exhibiera un muestrario eminente de esta faceta que acabo de comentar acerca de la naturaleza humana. En distintas ocasiones parecía un hombre distinto en no pocos sentidos; no, desde luego, en ningún concepto esencial, ni en una porción importante, y menos en aquello a lo que hubiera dedicado plenamente su intelecto y hubiera asentado determinados principios del deber, sino solamente en sus modales, y en el despliegue de sus argumentos y fantasías, en su manera de hablar. Era propenso a las supersticiones, pero no a la credulidad. Aunque su imaginación pudiera inclinarle a creer en lo maravilloso y en lo misterioso, con su vigorosa capacidad de raciocinio daba en examinar las pruebas de que dispusiera con grandísimo celo. Fue un sincero y diligente cristiano, feligrés de la Iglesia anglicana, monárquico en sus principios; es posible que en una etapa juvenil hubiera estrechado bastante sus horizontes tanto en política como en religión. El que le impresionara el peligro que corría por una extrema lasitud en ambas, aun siendo de espíritu acendradamente independiente, le ocasionó que pareciera desfavorable al predominio de esa noble libertad de sentimientos que es la mejor de las pertenencias a que puede aspirar el hombre. Y tampoco es posible negar que tuviera abundantes prejuicios, que, sin embargo, no pocas veces le sugirieron muchas de sus agudezas, en las que más bien denota un ánimo lúdico de la imaginación, lejos de toda malignidad asentada. Fue un hombre firme e inflexible en el mantenimiento de las obligaciones de la religión y la moralidad, tanto por su respeto al orden de la sociedad como por su veneración de la Gran Fontana de todo orden; fue correcto en sus gustos, y no severo; fue difícil de complacer, y fácil de ofender; impetuoso e irascible de temperamento, aunque de corazón humanísimo y sumamente benévolo,[258] que se mostraba no sólo en una caridad extremadamente pródiga, en la medida en que sus circunstancias se lo permitieron, sino también en mil y un casos de muy activa bondad. Le afligía una enfermedad que a menudo le causaba inquietud constante y un fastidio quejoso, así como una melancolía constitutiva, las nubes de la cual ensombrecían la brillantez de su ánimo vivaz, y daban una tonalidad lúgubre a todo su pensamiento. Por consiguiente, no debemos extrañarnos ante sus arranques de impaciencia y de apasionamiento en los momentos más intempestivos, especialmente cuando lo provocaba la ignorancia supina, o la presunción de la petulancia, y justo es admitir que lanzase apresurados y satíricos dardos envenenados incluso contra sus mejores amigos. Desde luego, cuando uno repara en que «en medio de la enfermedad y la penuria» ejerció sus facultades en tantísimas obras, en beneficio de la humanidad, y que muy en particular coronó con un éxito sin precedentes la tarea admirable del Diccionario de nuestra lengua, hemos de sentirnos atónitos ante su resolución. La solemnidad del dicho de que «a quien mucho se le da, mucho se le ha de exigir», parece haber estado siempre presente en su espíritu, en el sentido más riguroso, y haberle causado una perpetua insatisfacción con sus labores y sus actos de bondad, por relativamente grandes que fueran, de manera que la ineludible conciencia de su superioridad fue, a ese respecto, causa de inquietud. Sufrió tanto a causa de esto, y del ánimo lúgubre que perennemente lo acosaba, y que daba a la soledad un cariz aterrador, que bien puede de él decirse que «si sólo tuvo esperanza en esta vida, fue de todos los hombres el más miserable».[c255] Le encantaban las alabanzas cuando le eran presentadas, pero era demasiado orgulloso para andar buscándolas. Era un tanto susceptible a la adulación. Como sus estudios fueron de carácter general, sin circunscribirse a ninguna provincia del saber, no se le puede tener por maestro en ninguna disciplina científica, pero lo cierto es que acumuló una vastísima y variadísima colección de conocimientos, dispuestos de tal modo en su intelecto que siempre supo recurrir a ellos con presteza. Ahora bien, su superioridad sobre otros eruditos consistió principalmente en lo que bien pudiera llamarse el arte de pensar, el arte de emplear el entendimiento, un cierto y continuado poder de apresar la sustancia más provechosa de cuanto sabía, y de exponerla de manera clara y poderosa, de modo que el saber, que a menudo bien se ve que no es sino lastre que acarrean los hombres de intelecto lerdo y embotado, era en el suyo sabiduría verdadera, evidente, real. Sus preceptos morales eran de índole puramente práctica, pues los extraía de un íntimo conocimiento de la naturaleza humana. Sus máximas transmiten convicción, pues se fundamentan en la base del sentido común, y en una exploración atenta y minuciosa de la verdadera vida de los hombres. Era tanta la imaginería de su ánimo que podría haber sido perpetuamente un poeta, si bien es digno de mención que, por rica y abundosa que sea su prosa en este sentido, sus piezas poéticas en general no gozan de ese esplendor, y más bien se distinguen por la fuerza de los sentimientos y la agudeza de la observación, que transmite en versos armoniosos y enérgicos, en especial en dísticos heroicos de gran redondez. Aunque usualmente grave, e incluso temible en su apostura, poseía un insólito y peculiar ingenio y sentido del humor;[a nota c226, Vol. II] frecuentemente condescendía a la indulgencia de lo coloquial, y en su compañía era frecuente disfrutar de goce y cordialidad; con tan ventajosas prendas, libres por completo de toda tintura venenosa del vicio o la impiedad, era salutífera su compañía. Se había acostumbrado a tal extremo de exactitud en su conversación corriente,[259] que en todo momento expresaba sus pensamientos con gran potencia y con un lenguaje de elegante elección, cuyo efecto se reforzaba gracias a su voz tonante y a una lenta y cuidadosa pronunciación. En él se aunaban la cabeza más lógica y la imaginación más fértil, lo cual le procuraba una ventaja extraordinaria en cualquier discusión, pues era capaz de razonar en detalle o en términos generales, según conviniera al caso. Exultante en su fuerza y destreza intelectual, cuando le apetecía sabía ser el más grande de cuantos sofistas hayan contendido jamás en las justas de la declamación; por su espíritu de contradicción, por el deleite que le causaba la manifestación de su poderío, no pocas veces daba en sostener las posturas erróneas con idéntico calor e ingenio que si fueran las acertadas, de modo que, cuando gozaba de público, sus verdaderas opiniones rara vez se podían espigar de sus charlas, si bien cuando estaba en compañía de un solo amigo abordaba la discusión de cualquier asunto con genuina justicia, al tiempo que era demasiado consciente para dar a un error perniciosa carta de permanencia al escribirlo a propósito; en definitiva, en todas sus muy numerosas obras supo inculcar con seriedad y honestidad lo que se le representaba como verdadero. Su piedad era constante, y el principio rector de toda su conducta.
Tal fue Samuel Johnson, un hombre cuyo talento, adquisiciones y virtudes fueron tan extraordinarios, que cuanto más se considere su carácter, más se le tendrá en estima en la época actual, y mayor será la admiración y reverencia que la posteridad le rinda.